1. El camino del movimiento obrero
2. Lucha de clases y socialización
3. Acción de masas y revolución
4. Democracia y parlamentarismo
5. La democracia proletaria o sistema de consejos
La guerra mundial no ha traído solamente una violenta revolución de todas las relaciones económicas y políticas; también ha cambiado por completo al socialismo. Quien haya crecido con la socialdemocracia alemana y participado en sus filas por la lucha de la clase obrera, se encontrará desconcertado ante todo lo nuevo, y se preguntará si todo lo que hasta ahora ha aprendido y realizado era falso, y si por lo tanto ha de aprender y seguir las nuevas teorías. La respuesta es: no era falso, sino algo incompleto. El socialismo no es una teoría inmutable. Con la evolución del mundo crece la penetración teórica de los hombres, y con las nuevas relaciones surgen nuevos métodos para alcanzar nuestra meta. Esto se ve ya lanzando una mirada a la evolución del socialismo en el último siglo.
A comienzos del siglo XIX imperaba el socialismo utópico. Pensadores de amplias miras y con amplia sensibilidad respecto a la insoportabilidad del capitalismo hicieron esbozos para una sociedad mejor, en la cual el trabajo debía ser organizado cooperativamente. Un giro se dio cuando Marx y Engels publicaron en el 1847 el Manifiesto Comunista. Por primera vez surgieron claramente aquí los principales puntos del socialismo posterior: a partir del capitalismo mismo nacerá la fuerza capaz de tras*formar la sociedad y hacer nacer una sociedad socialista. Esta fuerza es la lucha de clases del proletariado. Los pobres, despreciados, ignorantes trabajadores, serán en adelante los encargados de esta tras*formación, en la medida en que asumen como misión la lucha contra la burguesía, ganando en este proceso fuerza y capacidad y organizándose ellos mismos como clase; por medio de una revolución, el proletariado conquistará el poder político, y realizará la total tras*formación económica.
Hay que resaltar además que Marx y Engels no denominaron nunca a esta tarea «socialismo» y que tampoco se denominaron a sí mismos «socialistas». Engels lo ha expresado con toda claridad: en aquella época, eran caracterizadas con el nombre de socialismo diversas corrientes de la burguesía, que, por un sentimiento de identificación con el proletariado o por otros motivos, querían echar abajo el orden capitalista; a menudo, sus metas eran incluso reaccionarias. El comunismo, por el contrario, era un movimiento proletario. Se denominaban comunistas los grupos obreros que atacaban el sistema capitalista. De la Liga de los Trabajadores Comunistas salió el Manifiesto, que señaló al proletariado la meta y la dirección de su lucha.
El año 1848 estalló con las revoluciones burguesas, que abrieron el camino al capitalismo en la Europa central, y con ello también la tras*formación de los pequeños Estados tradicionales en Estados nacionales más poderosos. La industria se desarrolló en los años cincuenta y sesenta en un tiempo récord, y en esta prosperidad se hundieron todos los movimientos revolucionarios de forma tal que incluso se olvidó el nombre del comunismo. Cuando luego, en los años sesenta, a partir de este amplio capitalismo, el movimiento obrero volvió a irrumpir en Inglaterra, Francia y Alemania, tenía ya una base más amplia que las anteriores sectas comunistas, pero sus metas eran mucho más limitadas y de escaso alcance: mejora de la situación inmediata, sindicatos, reformas democráticas. En Alemania, Lassalle desplegó agitación a favor de las cooperativas de producción con apoyo estatal; el Estado debía, de este modo, erigirse en artífice de las tareas sociales en favor de la clase obrera, y para forzarle a ello, debía valer la democracia -el poder de las masas sobre el Estado-. Así se comprende que el Partido fundado por Lassalle se arrogase el significativo nombre de socialdemocracia: bajo este nombre se expresaba la meta del Partido, es decir, la democracia con finalidad social.
Pero, poco a poco, el Partido creció más allá de sus estrechos objetivos iniciales. El incontenible desarrollo capitalista de Alemania, la guerra para la formación del Imperio alemán, la unión de la burguesía y del militarismo latifundista, la ley socialista, la reaccionaria política aduanera e impositiva, todo ello impulsó a la clase trabajadora hacia adelante, haciendo de ella la vanguardia del movimiento obrero europeo, que aceptaba su nombre y sus decisiones. La praxis agudizó su espíritu para la comprensión de la doctrina de Marx, que se hizo accesible a los socialistas en las numerosas popularizaciones de Kautsky y en sus aplicaciones. Y de este modo se volvieron a reconocer los principios y las metas del viejo comunismo: el Manifiesto Comunista como escrito programático, el marxismo como su teoría, la lucha de clases como su táctica, la conquista del poder político por el proletariado, la revolución social como su meta.
Sin embargo, existía una diferencia: el carácter del nuevo marxismo, el espíritu de todo el movimiento, era distinto al del viejo comunismo. La socialdemocracia creció en medio de un poderoso desarrollo capitalista. No había, en principio, que pensar en un cambio violento. Por eso la revolución fue desplazada al futuro lejano y ella se satisfizo con la propaganda y la organización que habría de prepararla, contentándose por el momento con las luchas por mejoras inmediatas. La teoría afirmaba que la revolución habría de llegar como resultado necesario de la evolución económica, olvidando que la acción, la actividad espontánea de las masas, era necesaria para que tal llegada se produjese. De esta manera se convirtió en una especie de fatalismo económico. La socialdemocracia y los ascendentes sindicatos dominados por ella se convirtieron en miembros de la sociedad capitalista; se convirtieron en la oposición y resistencia crecientes de las masas trabajadoras, siendo el órgano que impedía la completa depauperación de las masas bajo la presión del capital. Gracias al derecho general al sufragio, llegaron incluso a convertirse en una fuerte oposición dentro del parlamento burgués. Su carácter fundamental era, pese a la teoría, reformista, y respecto a las cuestiones inmediatas, paliativo y minimalista en lugar de revolucionario. La principal causa de ello radicaba en la prosperidad proletaria, que proporcionaba a las masas proletarias una cierta seguridad vital, no dejando elevarse ninguna voz revolucionaria.
En el último decenio se han fortalecido estas tendencias. El movimiento obrero llegó a alcanzar lo que era posible dentro de estas circunstancias: un poderoso Partido, con un millón de miembros y un tercio de los electores a su favor, y junto a él un movimiento sindical que concentró en torno a sí a la mayor parte de los trabajadores capaces de organizarse. Chocó entonces con una barrera más poderosa, contra la que los antiguos medios no pudieron salir airosos: las potentes organizaciones del gran capital en sindicatos, cárteles y trusts, así como la política del capital financiero, la industria pesada, y el militarismo, formas todas de imperialismo que eran dirigidas desde fuera del parlamento. Pero este movimiento obrero no estaba capacitado para una total renovación y reorientación de la táctica, mientras que enfrente estaban sus poderosas organizaciones, consideradas como un fin en sí mismas y deseosas de protagonismo. El portavoz de esta tendencia era la burocracia, el numeroso ejército de empleados, jefes, parlamentarios, secretarios, redactores, que formaban un grupo propio con sus propios intereses. La meta era, paulatinamente, comportarse de modo diverso manteniendo el viejo nombre. La conquista del poder político por el proletariado se convirtió para ellos en conquista de la mayoría por su Partido, es decir, en la substitución de los políticos gobernantes y de la burocracia estatal por ellos, los políticos socialdemócratas y la burocracia sindical y del partido. La realización del socialismo debía llegar ahora mediante nuevas leyes favorables al proletariado. Y no solamente ésta fue la postura dominante entre los revisionistas. También Kautsky, el teórico político de los radicales, dijo en una discusión que la socialdemocracia quería ocupar el Estado con todos sus órganos y ministerios, para poner simplemente a otras personas, de la socialdemocracia, en el lugar de los ministros existentes hasta la fecha.
La guerra mundial hizo estallar también la crisis existente dentro del movimiento obrero. La socialdemocracia se puso, en general, al servicio del imperialismo bajo la fórmula de la «defensa de la patria»; la burocracia del Partido y de los sindicatos trabajó mano a mano con la burocracia estatal y la patronal para que el proletariado derramase fuerza, sangre y vida hasta el límite. Esto significó la quiebra de la socialdemocracia como Partido de la revolución proletaria. Ahora se producía, pese a la aguda represión, una progresiva oposición en todos los países, volviendo a ondear la vieja bandera de la lucha de clases, del marxismo y de la revolución. ¿Bajo qué nombre había de ondear? Tenía todo el derecho a hacerlo reclamando las viejas fórmulas de la socialdemocracia, que los Partidos socialdemócratas habían dejado en la estacada. Pero el nombre de «socialista» ya había perdido sentido y fuerza, puesto que las diferencias entre socialistas y burgueses casi habían desaparecido. Para llevar adelante la lucha de clases, había que llevar adelante primero y primordialmente la lucha contra la socialdemocracia, que había llevado al proletariado al abismo de la miseria, la sumisión, la guerra, la aniquilación y la impotencia. ¿Podrían los nuevos luchadores aceptar estos infames y vergonzosos nombres? Un nuevo nombre era necesario, pero ¿qué nombre era más adecuado que los otros, para erigir-se en principal portador de la vieja y originaria lucha de clases? En todos los países renace el mismo pensamiento: recuperar el nombre del comunismo.
De nuevo, como en tiempos de Marx, están enfrentados el comunismo como dirección revolucionaria y proletaria, y el socialismo como dirección reformistas y burguesa. Y el nuevo comunismo no es solamente una reedición de la teoría de la socialdemocracia radical. A partir de la crisis mundial, ha ganado nueva profundidad, que le aleja totalmente de la vieja teoría. En lo que sigue, queremos mostrar la diferencia entre ambas teorías.
A comienzos del siglo XIX imperaba el socialismo utópico. Pensadores de amplias miras y con amplia sensibilidad respecto a la insoportabilidad del capitalismo hicieron esbozos para una sociedad mejor, en la cual el trabajo debía ser organizado cooperativamente. Un giro se dio cuando Marx y Engels publicaron en el 1847 el Manifiesto Comunista. Por primera vez surgieron claramente aquí los principales puntos del socialismo posterior: a partir del capitalismo mismo nacerá la fuerza capaz de tras*formar la sociedad y hacer nacer una sociedad socialista. Esta fuerza es la lucha de clases del proletariado. Los pobres, despreciados, ignorantes trabajadores, serán en adelante los encargados de esta tras*formación, en la medida en que asumen como misión la lucha contra la burguesía, ganando en este proceso fuerza y capacidad y organizándose ellos mismos como clase; por medio de una revolución, el proletariado conquistará el poder político, y realizará la total tras*formación económica.
Hay que resaltar además que Marx y Engels no denominaron nunca a esta tarea «socialismo» y que tampoco se denominaron a sí mismos «socialistas». Engels lo ha expresado con toda claridad: en aquella época, eran caracterizadas con el nombre de socialismo diversas corrientes de la burguesía, que, por un sentimiento de identificación con el proletariado o por otros motivos, querían echar abajo el orden capitalista; a menudo, sus metas eran incluso reaccionarias. El comunismo, por el contrario, era un movimiento proletario. Se denominaban comunistas los grupos obreros que atacaban el sistema capitalista. De la Liga de los Trabajadores Comunistas salió el Manifiesto, que señaló al proletariado la meta y la dirección de su lucha.
El año 1848 estalló con las revoluciones burguesas, que abrieron el camino al capitalismo en la Europa central, y con ello también la tras*formación de los pequeños Estados tradicionales en Estados nacionales más poderosos. La industria se desarrolló en los años cincuenta y sesenta en un tiempo récord, y en esta prosperidad se hundieron todos los movimientos revolucionarios de forma tal que incluso se olvidó el nombre del comunismo. Cuando luego, en los años sesenta, a partir de este amplio capitalismo, el movimiento obrero volvió a irrumpir en Inglaterra, Francia y Alemania, tenía ya una base más amplia que las anteriores sectas comunistas, pero sus metas eran mucho más limitadas y de escaso alcance: mejora de la situación inmediata, sindicatos, reformas democráticas. En Alemania, Lassalle desplegó agitación a favor de las cooperativas de producción con apoyo estatal; el Estado debía, de este modo, erigirse en artífice de las tareas sociales en favor de la clase obrera, y para forzarle a ello, debía valer la democracia -el poder de las masas sobre el Estado-. Así se comprende que el Partido fundado por Lassalle se arrogase el significativo nombre de socialdemocracia: bajo este nombre se expresaba la meta del Partido, es decir, la democracia con finalidad social.
Pero, poco a poco, el Partido creció más allá de sus estrechos objetivos iniciales. El incontenible desarrollo capitalista de Alemania, la guerra para la formación del Imperio alemán, la unión de la burguesía y del militarismo latifundista, la ley socialista, la reaccionaria política aduanera e impositiva, todo ello impulsó a la clase trabajadora hacia adelante, haciendo de ella la vanguardia del movimiento obrero europeo, que aceptaba su nombre y sus decisiones. La praxis agudizó su espíritu para la comprensión de la doctrina de Marx, que se hizo accesible a los socialistas en las numerosas popularizaciones de Kautsky y en sus aplicaciones. Y de este modo se volvieron a reconocer los principios y las metas del viejo comunismo: el Manifiesto Comunista como escrito programático, el marxismo como su teoría, la lucha de clases como su táctica, la conquista del poder político por el proletariado, la revolución social como su meta.
Sin embargo, existía una diferencia: el carácter del nuevo marxismo, el espíritu de todo el movimiento, era distinto al del viejo comunismo. La socialdemocracia creció en medio de un poderoso desarrollo capitalista. No había, en principio, que pensar en un cambio violento. Por eso la revolución fue desplazada al futuro lejano y ella se satisfizo con la propaganda y la organización que habría de prepararla, contentándose por el momento con las luchas por mejoras inmediatas. La teoría afirmaba que la revolución habría de llegar como resultado necesario de la evolución económica, olvidando que la acción, la actividad espontánea de las masas, era necesaria para que tal llegada se produjese. De esta manera se convirtió en una especie de fatalismo económico. La socialdemocracia y los ascendentes sindicatos dominados por ella se convirtieron en miembros de la sociedad capitalista; se convirtieron en la oposición y resistencia crecientes de las masas trabajadoras, siendo el órgano que impedía la completa depauperación de las masas bajo la presión del capital. Gracias al derecho general al sufragio, llegaron incluso a convertirse en una fuerte oposición dentro del parlamento burgués. Su carácter fundamental era, pese a la teoría, reformista, y respecto a las cuestiones inmediatas, paliativo y minimalista en lugar de revolucionario. La principal causa de ello radicaba en la prosperidad proletaria, que proporcionaba a las masas proletarias una cierta seguridad vital, no dejando elevarse ninguna voz revolucionaria.
En el último decenio se han fortalecido estas tendencias. El movimiento obrero llegó a alcanzar lo que era posible dentro de estas circunstancias: un poderoso Partido, con un millón de miembros y un tercio de los electores a su favor, y junto a él un movimiento sindical que concentró en torno a sí a la mayor parte de los trabajadores capaces de organizarse. Chocó entonces con una barrera más poderosa, contra la que los antiguos medios no pudieron salir airosos: las potentes organizaciones del gran capital en sindicatos, cárteles y trusts, así como la política del capital financiero, la industria pesada, y el militarismo, formas todas de imperialismo que eran dirigidas desde fuera del parlamento. Pero este movimiento obrero no estaba capacitado para una total renovación y reorientación de la táctica, mientras que enfrente estaban sus poderosas organizaciones, consideradas como un fin en sí mismas y deseosas de protagonismo. El portavoz de esta tendencia era la burocracia, el numeroso ejército de empleados, jefes, parlamentarios, secretarios, redactores, que formaban un grupo propio con sus propios intereses. La meta era, paulatinamente, comportarse de modo diverso manteniendo el viejo nombre. La conquista del poder político por el proletariado se convirtió para ellos en conquista de la mayoría por su Partido, es decir, en la substitución de los políticos gobernantes y de la burocracia estatal por ellos, los políticos socialdemócratas y la burocracia sindical y del partido. La realización del socialismo debía llegar ahora mediante nuevas leyes favorables al proletariado. Y no solamente ésta fue la postura dominante entre los revisionistas. También Kautsky, el teórico político de los radicales, dijo en una discusión que la socialdemocracia quería ocupar el Estado con todos sus órganos y ministerios, para poner simplemente a otras personas, de la socialdemocracia, en el lugar de los ministros existentes hasta la fecha.
La guerra mundial hizo estallar también la crisis existente dentro del movimiento obrero. La socialdemocracia se puso, en general, al servicio del imperialismo bajo la fórmula de la «defensa de la patria»; la burocracia del Partido y de los sindicatos trabajó mano a mano con la burocracia estatal y la patronal para que el proletariado derramase fuerza, sangre y vida hasta el límite. Esto significó la quiebra de la socialdemocracia como Partido de la revolución proletaria. Ahora se producía, pese a la aguda represión, una progresiva oposición en todos los países, volviendo a ondear la vieja bandera de la lucha de clases, del marxismo y de la revolución. ¿Bajo qué nombre había de ondear? Tenía todo el derecho a hacerlo reclamando las viejas fórmulas de la socialdemocracia, que los Partidos socialdemócratas habían dejado en la estacada. Pero el nombre de «socialista» ya había perdido sentido y fuerza, puesto que las diferencias entre socialistas y burgueses casi habían desaparecido. Para llevar adelante la lucha de clases, había que llevar adelante primero y primordialmente la lucha contra la socialdemocracia, que había llevado al proletariado al abismo de la miseria, la sumisión, la guerra, la aniquilación y la impotencia. ¿Podrían los nuevos luchadores aceptar estos infames y vergonzosos nombres? Un nuevo nombre era necesario, pero ¿qué nombre era más adecuado que los otros, para erigir-se en principal portador de la vieja y originaria lucha de clases? En todos los países renace el mismo pensamiento: recuperar el nombre del comunismo.
De nuevo, como en tiempos de Marx, están enfrentados el comunismo como dirección revolucionaria y proletaria, y el socialismo como dirección reformistas y burguesa. Y el nuevo comunismo no es solamente una reedición de la teoría de la socialdemocracia radical. A partir de la crisis mundial, ha ganado nueva profundidad, que le aleja totalmente de la vieja teoría. En lo que sigue, queremos mostrar la diferencia entre ambas teorías.
2. Lucha de clases y socialización
En sus mejores tiempos, la socialdemocracia establecía como su principio la lucha de clases contra la burguesía, y la realización del socialismo como su meta tan pronto como se lograse la conquista del poder político. Ahora que la socialdemocracia ha abandonado este principio y esta meta, ambos los ha retomado el comunismo.
Cuando estalló la guerra, la socialdemocracia abandonó la lucha contra la burguesía. Kautsky afirmó que la lucha de clases sólo valía para épocas de paz, mientras que en la guerra había que poner en su lugar la solidaridad de clases contra la nación enemiga. Como base para esta afirmación se sacó de la manga la mentira de la «guerra defensiva», con que las masas fueron engañadas al comienzo de la guerra. Los dirigentes de la mayoría y los independientes se diferenciaban, en este punto, solamente porque los primeros colaboraron entusiastamente con la política bélica de la burguesía, mientras que los últimos la soportaban pacientemente, porque no se atrevían a llevar adelante la lucha ellos mismos como protagonistas. Tras la derrota del militarismo alemán en noviembre de 1918, volvió a repetirse la misma imagen. Los dirigentes socialdemócratas gobiernan junto con los partidos burgueses e intentan persuadir a los obreros de que esto es el poder político del proletariado. Pero no utilizan su poder sobre los consejos y ministerios para realizar el socialismo, sino para restablecer el capitalismo. A todo esto hay que añadir que el enorme y colosal poder del capital, que es el principal enemigo y explotador del proletariado, es ahora el capital de la Entente, que hoy domina el mundo. La burguesía alemana, reducida a la impotencia, solamente puede existir en calidad de peón y agente del imperialismo de la Entente, encargada de aplastar a los trabajadores alemanes y de explotarles en beneficio del capital de la Entente. Los socialdemócratas, como representantes políticos de esta burguesía y que ahora forman el gobierno alemán, tienen la tarea de realizar las ordenes de la Entente y pedir su apoyo y auxilio.
Por su parte, los independientes, que durante la guerra frenaron a los trabajadores en su lucha contra el poderoso imperialismo alemán, han visto que después de la guerra su tarea consiste -por ejemplo, con su enaltecimiento de la Liga de Naciones de Wilson y con su propaganda en favor de la Paz de Versalles- en frenar a los trabajadores en la lucha contra esta prepotencia del capitalismo mundial.
En el período anterior, de oposición de la socialdemocracia a la guerra, podía suponerse buena fe a los líderes opositores, pensando también que su elevación a los puestos más prominentes del gobierno significaba el poder político del proletariado, ya que, como representantes de los trabajadores, elaboraban leyes para la realización o al menos para el acercamiento al socialismo. Pero cualquier trabajador sabe que -pese a las proclamas ocasionales- no hay nada que hacer con ellos. ¿Se acepta que estos señores, una vez satisfecha la meta de su codicia, ya no tienen más deseos ni metas; que, por tanto, la socialdemocracia no era para ellos más que ruido? En parte, tal vez. Pero además hay otras razones mejores que explican su comportamiento.
La socialdemocracia ha dicho que, en las circunstancias actuales, tras el terrible hundimiento económico, ya no es posible en modo alguno realizar el socialismo. Y aquí encontramos una importante contraposición entre la postura del comunismo y la de la socialdemocracia. Los socialdemócratas dicen que el socialismo solo es posible en una sociedad de abundancia, de creciente prosperidad. Los comunistas dicen que en tales épocas el capitalismo está sumamente afianzado, pues en las mismas las masas no piensan en una revolución. Los socialdemócratas dicen: primero hay que reestablecer la producción, para evitar una catástrofe total y que las masas mueran de hambre. Los comunistas dicen: ahora, cuando la economía está por los suelos, es el momento oportuno para reestablecerla sobre bases socialistas. Los socialdemócratas dicen: el más simple reestablecimiento de la producción exige la continuación del viejo modo de producción capitalista, conforme al cual están ordenadas las instituciones y gracias al cual se evitará una lucha de clases devastadora contra la burguesía. Los comunistas dicen: un reestablecimiento de las bases económicas capitalistas es completamente imposible; el mundo se va hundiendo en la bancarrota ante nuestros ojos de una manera cada vez más profunda, en una miseria que hace necesaria la ruptura con la burguesía, que frena el único camino posible de reconstrucción. Así pues, los socialdemócratas quieren restablecer primero el capitalismo, evitando la lucha de clases; los comunistas quieren construir el socialismo de nuevo ahora, bajo la orientación de la lucha de clases.
¿En que consiste, por lo tanto, el asunto? El proceso social del trabajo es la producción de todos los bienes necesarios para la vida. Pero la satisfacción de las necesidades humanas no es la meta de la producción capitalista; su meta es la plusvalía, el lucro. Toda la actuación del capitalista está orientada hacia el lucro, y sólo por ello permiten a los obreros trabajar en sus fábricas y fabricar bienes en su país, bienes que son precisos a nuestras necesidades. Ahora, todo este proceso de trabajo está destruido y paralizado. Ciertamente, siguen extrayéndose beneficios, incluso gigantescos beneficios, pero esto ocurre por los retorcidos caminos del desplazamiento, el parasitismo, el robo, el comercio clandestino y la especulación. Si ha de restablecerse la fuente de ganancia regular para la burguesía, entonces hay que poner en funcionamiento la producción, el proceso de trabajo. ¿Es ello posible?
En la medida en que se trata del trabajo, de la producción, no puede ser cosa difícil. Las masas trabajadoras están ahí, dispuestas al trabajo. Alimentos, se cultivan en Alemania suficientes. Materias primas, carbón, hierro, existen ciertamente en menor cantidad en comparación a la gran masa de trabajadores industriales altamente cualificados; pero esto se podría solucionar fácilmente, gracias al intercambio con los países poco industrializados y ricos en materias primas de Europa oriental. Así pues, la nueva construcción de la producción no es algo sobrehumano. Pero la producción capitalista significa que una parte del producto les corresponde a los capitalistas sin que ellos trabajen.
El orden jurídico burgués es el medio que hace posible que tales capitalistas dispongan de esa ganancia como algo natural, gracias a su derecho de propiedad. Mediante este derecho, el capital tiene «aspiraciones» a su ganancia. Lo mismo pasaba antes de la guerra. Pero la guerra ha incrementado enormemente la aspiración a la ganancia por parte del capital. La deuda estatal tiene hoy casi los mismos miles de millones que antes tenia simplemente de millones. Esto significa que los propietarios de los títulos de deuda pública del Estado aspiran a recibir sin trabajar ante todo sus miles de millones de intereses a cuenta del trabajo de todo el pueblo, en forma de impuestos. En el caso de Alemania además, hay que añadir a todo eso las indemnizaciones de guerra a la Entente, que forman una suma total de 200 o 300 miles de millones, más de la mitad del producto nacional bruto. Esto significa que, de la suma total de la producción, más de la mitad ha de ser pagada a los capitalistas de la Entente y en concepto de indemnizaciones de guerra. Además de eso, está la propia burguesía alemana, que quiere extraer el mayor beneficio posible, para poder acumular nuevo capital. ¿Qué quedará entonces para los obreros? El trabajador, pese a todo, necesita vivir; pero está claro que en estas circunstancias su manutención bajará hasta el mínimo, mientras que la obtención de todas las ganancias del capital solamente podrá producirse gracias a un trabajo intensivo, a una larguísima jornada laboral, y a métodos refinados de explotación.
La producción capitalista implica ahora un grado de explotación tan alto, que será intolerable y hasta imposible para los obreros. Una reconstrucción de la producción no tiene, en si misma, mayor dificultad; exige una organización capaz y decidida, así como la colaboración entusiasta de todo el proletariado. Pero una reconstrucción de la producción bajo tan tremenda presión, bajo esta expoliación sistemática, que sólo da a los obreros lo que necesitan minimamente para vivir, es prácticamente imposible. El solo intento ha de fracasar debido a la resistencia y la negativa de los propios obreros, a los que se les desposee de toda perspectiva de seguridad vital, llevando a la progresiva ruina de toda la economía. Alemania es un ejemplo de cuanto decimos.
Ya durante la guerra, los comunistas reconocieron la imposibilidad de pagar las enormes deudas de guerra y sus intereses, planteando la exigencia de anular las deudas de guerra y las indemnizaciones bélicas. Pero esto no es todo. ¿Hay que anular también los préstamos producidos durante la guerra? Poca diferencia hay entre un capital que haya sido prestado durante la guerra para la fabricación de cañones o las acciones de una fábrica para la fabricación de láminas o de granadas. Aquí no se puede diferenciar entre las diversas formas del capital, ni reconocer la aspiración del mismo a la ganancia, si se rechaza el resto. Toda ganancia para el capital es una carga para la producción, que dificulta la reconstrucción. Para una economía en una situación tan delicada[1], la tremenda carga de los costes de guerra no solamente es una gran tara, sino cualquier carga en general. Por esta razón, el comunismo, que de entrada rechaza toda aspiración del capital a la ganancia, es el único principio prácticamente realizable. Hay que reconstruir prácticamente la economía de nuevo, sin contar con la ganancia del capital.
El rechazo de la ganancia del capital fue siempre, empero, un axioma también de la socialdemocracia. ¿Cómo lo plantea ahora? Lucha por la «socialización», es decir, por que las industrias sean expropiadas en favor del Estado, pagando a los propietarios por esa expropiación. Esto significa que, una vez más -y esta vez incluso por la mediación del Estado-, hay que pagar una parte del producto del trabajo a estos capitalistas por no haber trabajado. De esta manera, la explotación de los trabajadores por el capital sigue siendo la misma. Dos cosas fueron siempre específicas del socialismo: la eliminación de la explotación y la regulación social de la producción. La primera es la meta más importante para el proletariado, la segunda es el método más razonable para el aumento de la producción, su organización técnica. Pero en los planes de «socialización» que prepara la socialdemocracia sigue existiendo la explotación, y la desprivatización de las industrias lleva tan solo al capitalismo de Estado (o socialismo de Estado), que hace de los empresarios capitalistas un accionista del Estado. Esta «socialización», tal como ahora la quieren los socialdemócratas, significa por tanto una mentira al proletariado, al que se le muestra tan solo el aspecto exterior del socialismo, mientras que, de hecho, se mantiene en pie la explotación. El fundamento para esta actitud está, sin duda, en el temor ante un agudo conflicto con la burguesía, en una época en que el proletariado está creciendo, pero aún no está en posesión de todas las fuerzas precisas para la lucha revolucionaria. Pero en la práctica, lo que de verdad significa es un intento para reestablecer el capitalismo sobre sus propios pies, desde bases nuevas. Naturalmente, este intento ha de fracasar, puesto que la depauperada economía no tolera donaciones al capital.
Los socialdemócratas de ambas orientaciones quieren, pues, mantener la explotación de los trabajadores por el capital; una línea socialdemócrata quiere hacerlo de manera descarada, la otra hipócritamente; una línea dejando que el capitalismo se desarrolle, la otra impulsando y regulando esa explotación por medio del Estado. Ambas, para el trabajador, tienen esta única solución: ¡Trabaja, trabaja, trabaja aplicadamente, con todas tus fuerzas! Pues la reconstrucción de la economía capitalista solamente es posible si el proletariado se fuerza a si mismo a la cota más aguda de explotación.
Cuando estalló la guerra, la socialdemocracia abandonó la lucha contra la burguesía. Kautsky afirmó que la lucha de clases sólo valía para épocas de paz, mientras que en la guerra había que poner en su lugar la solidaridad de clases contra la nación enemiga. Como base para esta afirmación se sacó de la manga la mentira de la «guerra defensiva», con que las masas fueron engañadas al comienzo de la guerra. Los dirigentes de la mayoría y los independientes se diferenciaban, en este punto, solamente porque los primeros colaboraron entusiastamente con la política bélica de la burguesía, mientras que los últimos la soportaban pacientemente, porque no se atrevían a llevar adelante la lucha ellos mismos como protagonistas. Tras la derrota del militarismo alemán en noviembre de 1918, volvió a repetirse la misma imagen. Los dirigentes socialdemócratas gobiernan junto con los partidos burgueses e intentan persuadir a los obreros de que esto es el poder político del proletariado. Pero no utilizan su poder sobre los consejos y ministerios para realizar el socialismo, sino para restablecer el capitalismo. A todo esto hay que añadir que el enorme y colosal poder del capital, que es el principal enemigo y explotador del proletariado, es ahora el capital de la Entente, que hoy domina el mundo. La burguesía alemana, reducida a la impotencia, solamente puede existir en calidad de peón y agente del imperialismo de la Entente, encargada de aplastar a los trabajadores alemanes y de explotarles en beneficio del capital de la Entente. Los socialdemócratas, como representantes políticos de esta burguesía y que ahora forman el gobierno alemán, tienen la tarea de realizar las ordenes de la Entente y pedir su apoyo y auxilio.
Por su parte, los independientes, que durante la guerra frenaron a los trabajadores en su lucha contra el poderoso imperialismo alemán, han visto que después de la guerra su tarea consiste -por ejemplo, con su enaltecimiento de la Liga de Naciones de Wilson y con su propaganda en favor de la Paz de Versalles- en frenar a los trabajadores en la lucha contra esta prepotencia del capitalismo mundial.
En el período anterior, de oposición de la socialdemocracia a la guerra, podía suponerse buena fe a los líderes opositores, pensando también que su elevación a los puestos más prominentes del gobierno significaba el poder político del proletariado, ya que, como representantes de los trabajadores, elaboraban leyes para la realización o al menos para el acercamiento al socialismo. Pero cualquier trabajador sabe que -pese a las proclamas ocasionales- no hay nada que hacer con ellos. ¿Se acepta que estos señores, una vez satisfecha la meta de su codicia, ya no tienen más deseos ni metas; que, por tanto, la socialdemocracia no era para ellos más que ruido? En parte, tal vez. Pero además hay otras razones mejores que explican su comportamiento.
La socialdemocracia ha dicho que, en las circunstancias actuales, tras el terrible hundimiento económico, ya no es posible en modo alguno realizar el socialismo. Y aquí encontramos una importante contraposición entre la postura del comunismo y la de la socialdemocracia. Los socialdemócratas dicen que el socialismo solo es posible en una sociedad de abundancia, de creciente prosperidad. Los comunistas dicen que en tales épocas el capitalismo está sumamente afianzado, pues en las mismas las masas no piensan en una revolución. Los socialdemócratas dicen: primero hay que reestablecer la producción, para evitar una catástrofe total y que las masas mueran de hambre. Los comunistas dicen: ahora, cuando la economía está por los suelos, es el momento oportuno para reestablecerla sobre bases socialistas. Los socialdemócratas dicen: el más simple reestablecimiento de la producción exige la continuación del viejo modo de producción capitalista, conforme al cual están ordenadas las instituciones y gracias al cual se evitará una lucha de clases devastadora contra la burguesía. Los comunistas dicen: un reestablecimiento de las bases económicas capitalistas es completamente imposible; el mundo se va hundiendo en la bancarrota ante nuestros ojos de una manera cada vez más profunda, en una miseria que hace necesaria la ruptura con la burguesía, que frena el único camino posible de reconstrucción. Así pues, los socialdemócratas quieren restablecer primero el capitalismo, evitando la lucha de clases; los comunistas quieren construir el socialismo de nuevo ahora, bajo la orientación de la lucha de clases.
¿En que consiste, por lo tanto, el asunto? El proceso social del trabajo es la producción de todos los bienes necesarios para la vida. Pero la satisfacción de las necesidades humanas no es la meta de la producción capitalista; su meta es la plusvalía, el lucro. Toda la actuación del capitalista está orientada hacia el lucro, y sólo por ello permiten a los obreros trabajar en sus fábricas y fabricar bienes en su país, bienes que son precisos a nuestras necesidades. Ahora, todo este proceso de trabajo está destruido y paralizado. Ciertamente, siguen extrayéndose beneficios, incluso gigantescos beneficios, pero esto ocurre por los retorcidos caminos del desplazamiento, el parasitismo, el robo, el comercio clandestino y la especulación. Si ha de restablecerse la fuente de ganancia regular para la burguesía, entonces hay que poner en funcionamiento la producción, el proceso de trabajo. ¿Es ello posible?
En la medida en que se trata del trabajo, de la producción, no puede ser cosa difícil. Las masas trabajadoras están ahí, dispuestas al trabajo. Alimentos, se cultivan en Alemania suficientes. Materias primas, carbón, hierro, existen ciertamente en menor cantidad en comparación a la gran masa de trabajadores industriales altamente cualificados; pero esto se podría solucionar fácilmente, gracias al intercambio con los países poco industrializados y ricos en materias primas de Europa oriental. Así pues, la nueva construcción de la producción no es algo sobrehumano. Pero la producción capitalista significa que una parte del producto les corresponde a los capitalistas sin que ellos trabajen.
El orden jurídico burgués es el medio que hace posible que tales capitalistas dispongan de esa ganancia como algo natural, gracias a su derecho de propiedad. Mediante este derecho, el capital tiene «aspiraciones» a su ganancia. Lo mismo pasaba antes de la guerra. Pero la guerra ha incrementado enormemente la aspiración a la ganancia por parte del capital. La deuda estatal tiene hoy casi los mismos miles de millones que antes tenia simplemente de millones. Esto significa que los propietarios de los títulos de deuda pública del Estado aspiran a recibir sin trabajar ante todo sus miles de millones de intereses a cuenta del trabajo de todo el pueblo, en forma de impuestos. En el caso de Alemania además, hay que añadir a todo eso las indemnizaciones de guerra a la Entente, que forman una suma total de 200 o 300 miles de millones, más de la mitad del producto nacional bruto. Esto significa que, de la suma total de la producción, más de la mitad ha de ser pagada a los capitalistas de la Entente y en concepto de indemnizaciones de guerra. Además de eso, está la propia burguesía alemana, que quiere extraer el mayor beneficio posible, para poder acumular nuevo capital. ¿Qué quedará entonces para los obreros? El trabajador, pese a todo, necesita vivir; pero está claro que en estas circunstancias su manutención bajará hasta el mínimo, mientras que la obtención de todas las ganancias del capital solamente podrá producirse gracias a un trabajo intensivo, a una larguísima jornada laboral, y a métodos refinados de explotación.
La producción capitalista implica ahora un grado de explotación tan alto, que será intolerable y hasta imposible para los obreros. Una reconstrucción de la producción no tiene, en si misma, mayor dificultad; exige una organización capaz y decidida, así como la colaboración entusiasta de todo el proletariado. Pero una reconstrucción de la producción bajo tan tremenda presión, bajo esta expoliación sistemática, que sólo da a los obreros lo que necesitan minimamente para vivir, es prácticamente imposible. El solo intento ha de fracasar debido a la resistencia y la negativa de los propios obreros, a los que se les desposee de toda perspectiva de seguridad vital, llevando a la progresiva ruina de toda la economía. Alemania es un ejemplo de cuanto decimos.
Ya durante la guerra, los comunistas reconocieron la imposibilidad de pagar las enormes deudas de guerra y sus intereses, planteando la exigencia de anular las deudas de guerra y las indemnizaciones bélicas. Pero esto no es todo. ¿Hay que anular también los préstamos producidos durante la guerra? Poca diferencia hay entre un capital que haya sido prestado durante la guerra para la fabricación de cañones o las acciones de una fábrica para la fabricación de láminas o de granadas. Aquí no se puede diferenciar entre las diversas formas del capital, ni reconocer la aspiración del mismo a la ganancia, si se rechaza el resto. Toda ganancia para el capital es una carga para la producción, que dificulta la reconstrucción. Para una economía en una situación tan delicada[1], la tremenda carga de los costes de guerra no solamente es una gran tara, sino cualquier carga en general. Por esta razón, el comunismo, que de entrada rechaza toda aspiración del capital a la ganancia, es el único principio prácticamente realizable. Hay que reconstruir prácticamente la economía de nuevo, sin contar con la ganancia del capital.
El rechazo de la ganancia del capital fue siempre, empero, un axioma también de la socialdemocracia. ¿Cómo lo plantea ahora? Lucha por la «socialización», es decir, por que las industrias sean expropiadas en favor del Estado, pagando a los propietarios por esa expropiación. Esto significa que, una vez más -y esta vez incluso por la mediación del Estado-, hay que pagar una parte del producto del trabajo a estos capitalistas por no haber trabajado. De esta manera, la explotación de los trabajadores por el capital sigue siendo la misma. Dos cosas fueron siempre específicas del socialismo: la eliminación de la explotación y la regulación social de la producción. La primera es la meta más importante para el proletariado, la segunda es el método más razonable para el aumento de la producción, su organización técnica. Pero en los planes de «socialización» que prepara la socialdemocracia sigue existiendo la explotación, y la desprivatización de las industrias lleva tan solo al capitalismo de Estado (o socialismo de Estado), que hace de los empresarios capitalistas un accionista del Estado. Esta «socialización», tal como ahora la quieren los socialdemócratas, significa por tanto una mentira al proletariado, al que se le muestra tan solo el aspecto exterior del socialismo, mientras que, de hecho, se mantiene en pie la explotación. El fundamento para esta actitud está, sin duda, en el temor ante un agudo conflicto con la burguesía, en una época en que el proletariado está creciendo, pero aún no está en posesión de todas las fuerzas precisas para la lucha revolucionaria. Pero en la práctica, lo que de verdad significa es un intento para reestablecer el capitalismo sobre sus propios pies, desde bases nuevas. Naturalmente, este intento ha de fracasar, puesto que la depauperada economía no tolera donaciones al capital.
Los socialdemócratas de ambas orientaciones quieren, pues, mantener la explotación de los trabajadores por el capital; una línea socialdemócrata quiere hacerlo de manera descarada, la otra hipócritamente; una línea dejando que el capitalismo se desarrolle, la otra impulsando y regulando esa explotación por medio del Estado. Ambas, para el trabajador, tienen esta única solución: ¡Trabaja, trabaja, trabaja aplicadamente, con todas tus fuerzas! Pues la reconstrucción de la economía capitalista solamente es posible si el proletariado se fuerza a si mismo a la cota más aguda de explotación.
3. Acción de masas y revolución
Ya antes de la guerra quedó patente el contraste entre comunismo y socialdemocracia, si bien no bajo este nombre. Entonces se trataba de la táctica de lucha. Bajo el nombre de «radicales de izquierda» surgió entonces en la socialdemocracia una oposición (de la que nacieron los predecesores del comunismo actual), que defendía la acción de masas frente a los 'radicales' y los revisionistas. En esta disputa quedó claro cómo los portavoces radicales, especialmente Kautsky, defendían una posición contraria a la revolución, tanto en sus opiniones teóricas como en su táctica.
La lucha parlamentaria y sindical había traído a los trabajadores -bajo un capitalismo en potente ascenso- algunas mejoras de su economía, construyendo igualmente un poderoso dique contra las silenciosas tendencias a la pauperización por el capitalismo. Pero, en el último decenio, este dique cedió poco a poco, pese a la fuerte y creciente organización: el imperialismo reforzó el poder patronal y el militarismo debilitó el parlamento, llevando a los sindicatos a la defensiva y preparando la guerra mundial. Estaba claro que los viejos métodos de lucha ya no servían. Instintivamente, las masas se han dado cuenta de ello; en todos los países se las ve participar en acciones, a menudo contra la voluntad de sus dirigentes, o en grandes luchas sindicales, o en huelgas de tras*portes que paralizan la economía, o en demostraciones de carácter político. A menudo, la irrupción de la revuelta proletaria estalla, quebrando de tal manera la seguridad en sí misma de la burguesía que ésta se ve obligada a hacer concesiones; a menudo, también los movimientos son sofocados con masacres.
Los dirigentes socialdemócratas tratan también de utilizar estas acciones para sus fines políticos; reconocen la utilidad de las huelgas políticas para determinadas metas, solamente a condición de que se reduzcan a los limites previstos, a condición de que comiencen y acaben cuando lo ordenen los dirigentes, y de que siempre permanezcan subordinadas a la táctica de estos dirigentes. De este modo, suelen seguir utilizándose también hoy a veces, pero la mayoría de ellas sin demasiado éxito. La violencia tempestuosa del alzamiento elemental de las masas queda paralizada por la política de compromisos.
Lo que, por lo demás, teme la burguesía dominante, es la inseguridad, el no saber hasta qué punto podría llegar la acción de un movimiento revolucionario, lo cual está ausente, sin embargo, en las acciones de masas «disciplinadas», cuya candidez se anuncia de antemano.
Los marxistas revolucionarios -los posteriores comunistas- se dieron entonces cuenta del carácter limitado de la ideología de la cúpula dirigente socialdemócrata. Vieron que, durante toda la historia, las masas, las clases mismas, habían sido la fuerza motora y activa de todas las acciones. Las revoluciones no surgieron nunca de las decisiones prudentes de líderes reconocidos. Cuando las circunstancias y las situaciones se hicieron insoportables, las masas insurgieron repentinamente, derrocaron a las viejas autoridades y la nueva clase o fracción de clase llegada al poder conformó el Estado o la sociedad según sus necesidades. Sólo durante los últimos 50 años de tranquila evolución capitalista pudo aflorar la ilusión de que los líderes, los sujetos individuales, dirigían la historia según su ilustrada inteligencia. Los parlamentarios en el parlamento, los empleados de la presidencia central, creían que sus hechos, acciones, decisiones, determinaban el curso de los acontecimientos; la masa que venía detrás de ellos sólo debía actuar cuando se le llamase, ratificar las palabras de sus portavoces y desaparecer luego, rápidamente, de la escena política. La masa tendría que jugar un simple papel pasivo, el de elegir a sus jefes, que son los que actúan dando fuerza activa a la evolución.
Pero si esta creencia se limitaba, en todo caso, a las anteriores revoluciones de la historia, esto aún se hace más claro cuando se toma en consideración la profunda diferencia existente entre una revolución burguesa y una revolución proletaria. En la revolución burguesa, la masa popular de trabajadores y pequeños burgueses sólo se levantó una vez (como en París en febrero de 1848), o se levantó tan sólo de cuando en cuando como en la gran revolución francesa, para echar abajo a la vieja realeza, o a un nuevo poder incontenible como el de los girondinos. Una vez hecho su trabajo, dejaron su lugar a hombres nuevos, representantes de la burguesía, como nuevo gobierno, para remodelar y renovar las instituciones estatales, la constitución, las leyes [2]. El poder proletario de masas era necesario para destruir lo viejo, pero no para construir lo nuevo, pues lo nuevo era la organización de un nuevo poder de clase.
Según este modelo concibieron los socialdemócratas radicales la revolución proletaria, a la que ellos -en contraposición a los reformistas- creyeron necesaria. Un gran levantamiento popular debía acabar con la vieja dominación militar-absolutista y llevar a los socialdemócratas al poder, los cuales se ocuparían del resto, construyendo el socialismo por medio de nuevas leyes. Así pensaban que debía ser la revolución proletaria. Pero esta revolución es algo completamente distinto. La revolución proletaria es la liberación de las masas de todo poder de clase y de toda explotación. Esto significa que son ellas las que han de tomar la historia en sus propias manos, a fin de hacerse dueñas de su propio trabajo. A partir del viejo género humano, limitado a un trabajo esclavo, que sólo piensa en sí y que no ve más allá de su fábrica, han de crearse nuevos hombres, arrogantes, dispuestos a la lucha, de espíritu independiente, tras*idos de solidaridad, no dejándose engañar por la mentira astuta de las teorías burguesas, regulando el trabajo por si mismos. Este cambio no podrá operarse por un acto revolucionario único, sino que será preciso un largo proceso, en el cual los trabajadores, a través de la necesidad y de amargos desengaños, de ocasionales victorias y de repetidas derrotas, logren poco a poco la fuerza suficiente para conseguir una sólida unidad y la madurez para la libertad y el poder. Este proceso de lucha es la revolución proletaria.
La duración de este proceso será diferente según los países y las circunstancias, y depende ante todo de la fuerza de resistencia de la clase dominante. El hecho de que en Rusia se diera en un espacio de tiempo relativamente corto se debió a que la burguesía era débil y a que, gracias a su ligazón con la nobleza campesina, puso a los campesinos de parte de los obreros. La gran posición de poder de la burguesía es la violencia del Estado, la organización violenta de la fuerza con todos los medios del poder a su disposición: ley, escuela, policía, justicia, ejército y burocracia, que tiene en sus manos la dirección de todas las ramas de la vida pública. La revolución es la lucha del proletariado contra este aparato de poder de la clase dominante; el proletariado sólo puede alcanzar su libertad si contrapone a la organización enemiga una organización más fuerte y sólida. El poder estatal y la burguesía pretenden mantener a los trabajadores impotentes, dispersos y acobardados, a fin de romper todo crecimiento de la unidad mediante la violencia y la mentira, para desmoralizarles acerca de la fuerza de sus acciones. Frente a esto, insurge la acción de masas de la multitud trabajadora, cuya acción significa la paralización y la desarticulación de las organizaciones estatales. Mientras estas últimas permanezcan intactas, el proletariado no podrá vencer, pues continuamente actuarán contra él. Así pues, su lucha -si el mundo no quiere concluir en el capitalismo- debe acabar finalmente con la maquinaria estatal destrozada e inerme por las poderosas acciones del proletariado.
Contra esto, Kautsky ya se manifestó antes de la guerra. Según él, el proletariado no debería adoptar esta táctica, que le llevaría a la aniquilación de la violencia compulsiva del Estado, porque él mismo necesita de la presencia del aparato del Estado para sus fines. Todos los ministerios del actual Estado, bajo el poder del proletariado, serían igualmente necesarios a fin de realizar las leyes al servicio de los trabajadores. El objetivo del proletariado no debería ser la destrucción del Estado, sino su conquista. La cuestión de cómo habría que crear la organización del poder del proletariado vencedor -si sería una continuación del Estado burgués, como Kautsky pensaba, o si sería una organización completamente nueva- quedaba así planteada. Pero las teorías socialdemócratas, tal y como fueron formuladas y propagadas por Kautsky desde hace treinta años, sólo hablaban de economía y capitalismo, a partir de los cuales habría de surgir el socialismo «necesariamente»; el «cómo» de todo esto nunca fue formulado y, por ello, la cuestión de las relaciones entre Estado y revolución no fue respondida por entonces. Sólo más tarde lo fue. De todos modos, la oposición entre las teorías socialdemócratas y las comunistas ya quedaba clara en lo referente a la revolución.
Para los socialdemócratas, la revolución proletaria es un único acto, un movimiento popular que destruye el viejo poder y pone a los socialdemócratas en la cumbre del Estado, en los puestos del gobierno. La caída de los Hohenzollern en Alemania el 7 de noviembre de 1918 es para ellos una pura revolución proletaria, que solamente llegó a alcanzar tan fácilmente el triunfo gracias a la circunstancia especial de que la vieja compulsión acabó por causa de la guerra. Para los comunistas, esta revuelta solamente podía tener el sentido del inicio de una revolución proletaria, que, al suprimir la vieja compulsión, abría el camino a los trabajadores para terminar con el viejo orden y construir su organización de clase. En realidad, los trabajadores se dejaron dirigir por la socialdemocracia y ayudaron a reconstruir el poder del Estado tras su parálisis: siguen estando todavía en una época de luchas difíciles.
Para Kautsky y sus amigos, Alemania es una auténtica república socialdemócrata en donde los trabajadores, si bien no gobiernan, al menos colaboran en el gobierno -Noske y su aparato represivo son tan sólo defectos de estética-. Ciertamente, aún no deben contar con que estén en el socialismo. Kautsky ha repetido continuamente que, según la concepción marxista, la revolución social no se realizará de una vez, sino que es un largo proceso histórico: el capitalismo no estaría aún maduro para la revolución económica. Esto quiere decir, con otras palabras, que, aunque la revolución proletaria tuvo lugar, los proletarios deben dejar explotarse al viejo modo y sólo lentamente deben ir estatalizando algunas grandes industrias. O, con palabras más secas: en lugar de los viejos ministros, han ocupado la cumbre del Estado los socialdemócratas; pero el capitalismo sigue siendo el mismo junto con su explotación.
Este es el sentido práctico de la aspiración socialdemócrata, según el cual tras un alzamiento proletario, revolucionario, hecho de una vez, debería producirse un proceso más largo de socialización, de revolución social. Frente a esto, el comunismo afirma que la revolución proletaria, la toma de la propiedad por el proletariado, es un proceso muy lento en la lucha de masas, mediante el cual el proletariado va elevándose al poder y arrinconando la vieja maquinaria del Estado. En el punto de inflexión de esta lucha, cuando los trabajadores tomen el poder, se acabará con la explotación en un breve proceso, se proclamará inmediatamente la supresión de toda aspiración a ganancia sin trabajar, y se iniciará la nueva base jurídica para la reconstrucción de la economía en el sentido de un mecanismo de producción organizado de forma consciente y de acuerdo con unos objetivos.
La lucha parlamentaria y sindical había traído a los trabajadores -bajo un capitalismo en potente ascenso- algunas mejoras de su economía, construyendo igualmente un poderoso dique contra las silenciosas tendencias a la pauperización por el capitalismo. Pero, en el último decenio, este dique cedió poco a poco, pese a la fuerte y creciente organización: el imperialismo reforzó el poder patronal y el militarismo debilitó el parlamento, llevando a los sindicatos a la defensiva y preparando la guerra mundial. Estaba claro que los viejos métodos de lucha ya no servían. Instintivamente, las masas se han dado cuenta de ello; en todos los países se las ve participar en acciones, a menudo contra la voluntad de sus dirigentes, o en grandes luchas sindicales, o en huelgas de tras*portes que paralizan la economía, o en demostraciones de carácter político. A menudo, la irrupción de la revuelta proletaria estalla, quebrando de tal manera la seguridad en sí misma de la burguesía que ésta se ve obligada a hacer concesiones; a menudo, también los movimientos son sofocados con masacres.
Los dirigentes socialdemócratas tratan también de utilizar estas acciones para sus fines políticos; reconocen la utilidad de las huelgas políticas para determinadas metas, solamente a condición de que se reduzcan a los limites previstos, a condición de que comiencen y acaben cuando lo ordenen los dirigentes, y de que siempre permanezcan subordinadas a la táctica de estos dirigentes. De este modo, suelen seguir utilizándose también hoy a veces, pero la mayoría de ellas sin demasiado éxito. La violencia tempestuosa del alzamiento elemental de las masas queda paralizada por la política de compromisos.
Lo que, por lo demás, teme la burguesía dominante, es la inseguridad, el no saber hasta qué punto podría llegar la acción de un movimiento revolucionario, lo cual está ausente, sin embargo, en las acciones de masas «disciplinadas», cuya candidez se anuncia de antemano.
Los marxistas revolucionarios -los posteriores comunistas- se dieron entonces cuenta del carácter limitado de la ideología de la cúpula dirigente socialdemócrata. Vieron que, durante toda la historia, las masas, las clases mismas, habían sido la fuerza motora y activa de todas las acciones. Las revoluciones no surgieron nunca de las decisiones prudentes de líderes reconocidos. Cuando las circunstancias y las situaciones se hicieron insoportables, las masas insurgieron repentinamente, derrocaron a las viejas autoridades y la nueva clase o fracción de clase llegada al poder conformó el Estado o la sociedad según sus necesidades. Sólo durante los últimos 50 años de tranquila evolución capitalista pudo aflorar la ilusión de que los líderes, los sujetos individuales, dirigían la historia según su ilustrada inteligencia. Los parlamentarios en el parlamento, los empleados de la presidencia central, creían que sus hechos, acciones, decisiones, determinaban el curso de los acontecimientos; la masa que venía detrás de ellos sólo debía actuar cuando se le llamase, ratificar las palabras de sus portavoces y desaparecer luego, rápidamente, de la escena política. La masa tendría que jugar un simple papel pasivo, el de elegir a sus jefes, que son los que actúan dando fuerza activa a la evolución.
Pero si esta creencia se limitaba, en todo caso, a las anteriores revoluciones de la historia, esto aún se hace más claro cuando se toma en consideración la profunda diferencia existente entre una revolución burguesa y una revolución proletaria. En la revolución burguesa, la masa popular de trabajadores y pequeños burgueses sólo se levantó una vez (como en París en febrero de 1848), o se levantó tan sólo de cuando en cuando como en la gran revolución francesa, para echar abajo a la vieja realeza, o a un nuevo poder incontenible como el de los girondinos. Una vez hecho su trabajo, dejaron su lugar a hombres nuevos, representantes de la burguesía, como nuevo gobierno, para remodelar y renovar las instituciones estatales, la constitución, las leyes [2]. El poder proletario de masas era necesario para destruir lo viejo, pero no para construir lo nuevo, pues lo nuevo era la organización de un nuevo poder de clase.
Según este modelo concibieron los socialdemócratas radicales la revolución proletaria, a la que ellos -en contraposición a los reformistas- creyeron necesaria. Un gran levantamiento popular debía acabar con la vieja dominación militar-absolutista y llevar a los socialdemócratas al poder, los cuales se ocuparían del resto, construyendo el socialismo por medio de nuevas leyes. Así pensaban que debía ser la revolución proletaria. Pero esta revolución es algo completamente distinto. La revolución proletaria es la liberación de las masas de todo poder de clase y de toda explotación. Esto significa que son ellas las que han de tomar la historia en sus propias manos, a fin de hacerse dueñas de su propio trabajo. A partir del viejo género humano, limitado a un trabajo esclavo, que sólo piensa en sí y que no ve más allá de su fábrica, han de crearse nuevos hombres, arrogantes, dispuestos a la lucha, de espíritu independiente, tras*idos de solidaridad, no dejándose engañar por la mentira astuta de las teorías burguesas, regulando el trabajo por si mismos. Este cambio no podrá operarse por un acto revolucionario único, sino que será preciso un largo proceso, en el cual los trabajadores, a través de la necesidad y de amargos desengaños, de ocasionales victorias y de repetidas derrotas, logren poco a poco la fuerza suficiente para conseguir una sólida unidad y la madurez para la libertad y el poder. Este proceso de lucha es la revolución proletaria.
La duración de este proceso será diferente según los países y las circunstancias, y depende ante todo de la fuerza de resistencia de la clase dominante. El hecho de que en Rusia se diera en un espacio de tiempo relativamente corto se debió a que la burguesía era débil y a que, gracias a su ligazón con la nobleza campesina, puso a los campesinos de parte de los obreros. La gran posición de poder de la burguesía es la violencia del Estado, la organización violenta de la fuerza con todos los medios del poder a su disposición: ley, escuela, policía, justicia, ejército y burocracia, que tiene en sus manos la dirección de todas las ramas de la vida pública. La revolución es la lucha del proletariado contra este aparato de poder de la clase dominante; el proletariado sólo puede alcanzar su libertad si contrapone a la organización enemiga una organización más fuerte y sólida. El poder estatal y la burguesía pretenden mantener a los trabajadores impotentes, dispersos y acobardados, a fin de romper todo crecimiento de la unidad mediante la violencia y la mentira, para desmoralizarles acerca de la fuerza de sus acciones. Frente a esto, insurge la acción de masas de la multitud trabajadora, cuya acción significa la paralización y la desarticulación de las organizaciones estatales. Mientras estas últimas permanezcan intactas, el proletariado no podrá vencer, pues continuamente actuarán contra él. Así pues, su lucha -si el mundo no quiere concluir en el capitalismo- debe acabar finalmente con la maquinaria estatal destrozada e inerme por las poderosas acciones del proletariado.
Contra esto, Kautsky ya se manifestó antes de la guerra. Según él, el proletariado no debería adoptar esta táctica, que le llevaría a la aniquilación de la violencia compulsiva del Estado, porque él mismo necesita de la presencia del aparato del Estado para sus fines. Todos los ministerios del actual Estado, bajo el poder del proletariado, serían igualmente necesarios a fin de realizar las leyes al servicio de los trabajadores. El objetivo del proletariado no debería ser la destrucción del Estado, sino su conquista. La cuestión de cómo habría que crear la organización del poder del proletariado vencedor -si sería una continuación del Estado burgués, como Kautsky pensaba, o si sería una organización completamente nueva- quedaba así planteada. Pero las teorías socialdemócratas, tal y como fueron formuladas y propagadas por Kautsky desde hace treinta años, sólo hablaban de economía y capitalismo, a partir de los cuales habría de surgir el socialismo «necesariamente»; el «cómo» de todo esto nunca fue formulado y, por ello, la cuestión de las relaciones entre Estado y revolución no fue respondida por entonces. Sólo más tarde lo fue. De todos modos, la oposición entre las teorías socialdemócratas y las comunistas ya quedaba clara en lo referente a la revolución.
Para los socialdemócratas, la revolución proletaria es un único acto, un movimiento popular que destruye el viejo poder y pone a los socialdemócratas en la cumbre del Estado, en los puestos del gobierno. La caída de los Hohenzollern en Alemania el 7 de noviembre de 1918 es para ellos una pura revolución proletaria, que solamente llegó a alcanzar tan fácilmente el triunfo gracias a la circunstancia especial de que la vieja compulsión acabó por causa de la guerra. Para los comunistas, esta revuelta solamente podía tener el sentido del inicio de una revolución proletaria, que, al suprimir la vieja compulsión, abría el camino a los trabajadores para terminar con el viejo orden y construir su organización de clase. En realidad, los trabajadores se dejaron dirigir por la socialdemocracia y ayudaron a reconstruir el poder del Estado tras su parálisis: siguen estando todavía en una época de luchas difíciles.
Para Kautsky y sus amigos, Alemania es una auténtica república socialdemócrata en donde los trabajadores, si bien no gobiernan, al menos colaboran en el gobierno -Noske y su aparato represivo son tan sólo defectos de estética-. Ciertamente, aún no deben contar con que estén en el socialismo. Kautsky ha repetido continuamente que, según la concepción marxista, la revolución social no se realizará de una vez, sino que es un largo proceso histórico: el capitalismo no estaría aún maduro para la revolución económica. Esto quiere decir, con otras palabras, que, aunque la revolución proletaria tuvo lugar, los proletarios deben dejar explotarse al viejo modo y sólo lentamente deben ir estatalizando algunas grandes industrias. O, con palabras más secas: en lugar de los viejos ministros, han ocupado la cumbre del Estado los socialdemócratas; pero el capitalismo sigue siendo el mismo junto con su explotación.
Este es el sentido práctico de la aspiración socialdemócrata, según el cual tras un alzamiento proletario, revolucionario, hecho de una vez, debería producirse un proceso más largo de socialización, de revolución social. Frente a esto, el comunismo afirma que la revolución proletaria, la toma de la propiedad por el proletariado, es un proceso muy lento en la lucha de masas, mediante el cual el proletariado va elevándose al poder y arrinconando la vieja maquinaria del Estado. En el punto de inflexión de esta lucha, cuando los trabajadores tomen el poder, se acabará con la explotación en un breve proceso, se proclamará inmediatamente la supresión de toda aspiración a ganancia sin trabajar, y se iniciará la nueva base jurídica para la reconstrucción de la economía en el sentido de un mecanismo de producción organizado de forma consciente y de acuerdo con unos objetivos.
4. Democracia y parlamentarismo
La doctrina socialdemócrata nunca se ocupó del problema de saber de qué formas políticas se serviría su poder después de haberlo alcanzado. El comienzo de la revolución proletaria ha dado la respuesta práctica a esta cuestión, gracias a los hechos. Esta praxis de la revolución que comienza ha elevado enormemente nuestra capacidad de penetración en la esencia y el camino de la revolución; ha aclarado enormemente nuestras intuiciones y proporcionado nuevas perspectivas sobre aquello que antes estaba difuminado en la lejana neblina. Estas nuevas intuiciones constituyen la más importante diferencia que existe entre la socialdemocracia y el comunismo. Si el comunismo, en los puntos hasta ahora considerados, significaba el respaldo fiel y la continuación correcta de las mejores teorías socialdemócratas, ahora, gracias a sus nuevas perspectivas, se eleva más allá de las viejas teorías del socialismo. El marxismo experimenta en esta teoría del comunismo una ampliación y enriquecimiento importantes.
Hasta el presente, sólo unos pocos habían sido conscientes de que la socialdemocracia radical se había distanciado mucho de las opiniones de Marx en su concepción del Estado y la revolución -sobre lo que, por lo demás, nadie hablaba ni discutía nunca-. Entre estos pocos estaba en primer lugar Lenin. Sólo la victoria de los bolcheviques en 1917, y su disolución de la Asamblea Nacional poco después, mostró a los socialistas de Europa occidental que allí estaba surgiendo un nuevo principio. Y en el escrito de Lenin «El Estado y la Revolución», que fuera redactado en el verano de 1917 -si bien en Europa occidental sólo se conoció al año siguiente- se encontraban las bases de la teoría socialista del Estado en conexión con las afirmaciones de Marx.
La oposición entre socialdemocracia y socialismo de que estamos hablando se expresa frecuentemente con el lema «Democracia o Dictadura». Pero también los comunistas consideran su sistema como una forma de democracia. Cuando los socialdemócratas hablan de la democracia, se refieren a la democracia aplicada al parlamentarismo; lo que ellos impugnan es la democracia parlamentaria o burguesa. ¿Qué quiere decir esto?
Democracia significa gobierno popular, autogobierno del pueblo. Las masas populares mismas deben regular sus propios asuntos y disponer sobre ellos. ¿Es este el caso? Todo el mundo sabe que no. El aparato del Estado domina y reglamenta todo, rige al pueblo, que es su súbdito. Prácticamente, el aparato estatal se compone de la totalidad de empleados y militares. Ciertamente, en toda cuestión comunitaria existen, de modo necesario, empleados para la realización de las funciones administrativas; pero en nuestro Estado los servidores del pueblo han pasado a ser sus amos. La socialdemocracia es de la opinión de que, la democracia parlamentaria, por ser aquella en la que el pueblo elige su gobierno, está en disposición -si se elige a la gente adecuada- de realizar el autogobierno del pueblo.
Lo que ocurre en la realidad, lo prueba claramente la experiencia de la nueva República alemana. Está fuera de duda que la masa de trabajadores no quiere volver a ver el triunfo del capitalismo. Ahora bien, en las elecciones no hubo limitación de la democracia, no existió terrorismo militar, todos los órganos de la reacción quedaron impotentes, y pese a todo el resultado es un restablecimiento de la vieja opresión y explotación, el mantenimiento del capitalismo. Los comunistas ya advirtieron de ello y previeron que, por la vía de la democracia parlamentaria, no seria posible una liberación de los trabajadores de su explotación por el capital.
La masa popular expresa su poder en las elecciones. El día de las elecciones, la masa es soberana, puede imponer su voluntad por medio de la elección de sus representantes. En este único día, es señora. Pero ¡ay si no elige a sus representantes correctos! Durante todo el período que dure la elección parlamentaria, está impotente. Una vez elegidos, los diputados, los parlamentarios, pueden decidir sobre todo. Esta democracia no es un gobierno del pueblo mismo, sino un gobierno de parlamentarios, que son casi independientes de las masas. Para hacerles depender en mayor medida pueden plantearse propuestas, por ejemplo nuevas elecciones cada año, o algo aún más radical, el derecho a la deposición (nuevas elecciones obligatorias, si un determinado número de electores lo pide); pero, naturalmente, estas propuestas no las realiza nadie. Ciertamente, los parlamentarios no pueden hacer y deshacer a su completo antojo, pues cuatro años después han de volver a presentarse como candidatos. Pero durante ese tiempo manipulan de tal modo a la masa, la acostumbran a tratar con fórmulas tan globales y con frases tan demagógicas, que no se produce en absoluto un juicio crítico por parte de ella. ¿Realmente los electores, en el día de las elecciones, se dan a si mismos un representante adecuado, que hace en su nombre lo que ellos le encargan? No; sólo eligen entre varias personas, previamente seleccionadas por los partidos políticos y aireadas en los periódicos de esos partidos.
Pero pongamos el caso de que una gran multitud de personas sean elegidas por las masas como los verdaderos representantes de sus intenciones y enviados al parlamento. Se reúnen allí, y pronto advierten que el parlamento no gobierna; sólo tiene por misión decidir las leyes, pero no realizarlas. En el Estado burgués existe una separación entre el poder que da la ley y el que la pone en ejecución. El parlamento está sólo en posesión del primero, el control es del segundo; el poder verdadero, el de realizar las leyes, está en manos de la burocracia, de las oficinas, en cuya cima se encuentra el gobierno en calidad de alta autoridad. Esto significa que, en los países democráticos, las personas de esos gobiernos, los ministros, son designados por la mayoría parlamentaria. Pero, en realidad, no son elegidos, son nominados tras las bambalinas, con marrulleria y tranca, por los dirigentes de los partidos con mayoría parlamentaria. Aunque todavía hubiese algo de voluntad popular en el parlamento, donde desde luego no la hay es en el gobierno.
En las personas de este gobierno, la voluntad popular se encuentra solamente -y ello de forma debilitada y mezclada con otras influencias- con el burocratismo, que rige y domina inmediatamente al pueblo. Pero los ministros son poco más que impotentes frente a las organizaciones de la burocracia, a ellos nominalmente subordinadas. La burocracia tiene en sus manos todos los hilos de la situación y es ella quien hace el trabajo, no los ministros. Es ella la que sigue en el buró y continúa en su sitio cuando vienen los políticos siguientes. Se entrega a los ministros que la defienden en el parlamento y que recaudan dinero para ella, pero si actuaran en su contra, les haría la vida imposible.
Esto es todo lo que significa la concepción socialdemócrata de que los trabajadores podrían llegar al poder y derribar el capitalismo mediante el dominio adecuado del derecho electoral general. ¿O es que puede haber quien crea que todos estos oficinistas, presidentes, asesores secretos, jueces, oficiales y suboficiales, serían capaces de cambiar algo en orden a la liberación del proletariado por la gracia de los Ebert y Scheidemann, o los Dittmann y Ledebour? La burocracia, en sus escalones más altos, pertenece a la misma clase explotadora, y en los grados medios, así como en los más bajos, existe una posición segura y privilegiada con respecto a la población restante. Por esto se siente solidaria con la capa dirigente que pertenece a la burguesía, y está unida a ella por los mil invisibles lazos de la educación, el parentesco y el contacto.
Los dirigentes socialdemócratas pueden haber llegado a creerse que ellos, de ocupar el lugar de los ministros anteriores, podrían preparar el camino para el socialismo mediante nuevas leyes. Pero, en realidad, nada ha cambiado en el aparato del Estado y el sistema de poder mediante este cambio de personal en el gobierno. Y el hecho de que estos señores no lo quieren reconocer se muestra en que ellos solamente se han preocupado de ocupar para si los puestos gubernamentales, creyendo que, con este cambio de personas, han hecho ya la revolución. Esto se ve igualmente claro en el hecho de que, las mismas organizaciones modernas creadas por el proletariado, tienen bajo su dirección a pequeña escala el mismo carácter y tufillo estatal: los antiguos servidores, ahora funcionarios, se han erigido en nuevos señores; han creado una burocracia sólida, con sus propios intereses, que tiene -de forma cada vez más acentuada- el carácter de los parlamentos burgueses en los plenos de sus respectivos partidos y asociaciones, que expresan solamente la impotencia de sus masas de afiliados.
¿Decimos con esto que la utilización del parlamento y la lucha por la democracia es una táctica falsa de la socialdemocracia? Todos sabemos que, bajo un poderoso y aún intocado capitalismo, la lucha parlamentaria puede ser un medio para sacudir y despertar la conciencia de clase, y de hecho así lo ha sido, incluso lo fue para Liebknecht durante la guerra. Pero, por esta razón, no hay que pasar por alto el carácter propio del parlamentarismo democrático. Ha apaciguado la combatividad de las masas, les ha hecho creer falsamente que ellas eran las que dominaban la situación y ha rechazado cualquier pensamiento de combate que pudiera haber en ellas. Ha prestado al capitalismo servicios inconmensurables, permitiéndole una evolución tranquila y sin sobresaltos. Naturalmente, hubo de adoptar la especialmente dañina fórmula del engaño y de la demagogia en la lucha parlamentaria, para poder cumplir su meta de enajenar a la población. Y ahora la democracia parlamentaria proporciona al capitalismo un servicio aún mayor, en la medida que pone a las organizaciones obreras al servicio del mantenimiento del capitalismo.
El capitalismo se ha debilitado de una forma tan considerable, física y jovenlandesalmente, durante la guerra mundial, que solamente podrá mantenerse si los propios trabajadores le ayudan de nuevo a sostenerse sobre sus propios pies. Los dirigentes obreros socialdemócratas son elegidos como ministros, porque solamente la autoridad heredada de su partido y la falsa imagen del socialismo prometido podrán mantener tranquilos a los obreros, hasta que el viejo orden estatal vuelva a ser suficientemente fortalecido. Este es el papel y la finalidad de la democracia, de la democracia parlamentaria, en esta época en que no se trata de traer el socialismo, sino de frenarlo. La democracia no puede liberar a los trabajadores, sólo puede esclavizarles más, desviando su atención del auténtico camino de la liberación; no fomenta, sino que frena, la revolución, fortaleciendo la capacidad de resistencia de la burguesía y haciendo más difícil, larga y costosa para el proletariado la lucha por el socialismo.
Hasta el presente, sólo unos pocos habían sido conscientes de que la socialdemocracia radical se había distanciado mucho de las opiniones de Marx en su concepción del Estado y la revolución -sobre lo que, por lo demás, nadie hablaba ni discutía nunca-. Entre estos pocos estaba en primer lugar Lenin. Sólo la victoria de los bolcheviques en 1917, y su disolución de la Asamblea Nacional poco después, mostró a los socialistas de Europa occidental que allí estaba surgiendo un nuevo principio. Y en el escrito de Lenin «El Estado y la Revolución», que fuera redactado en el verano de 1917 -si bien en Europa occidental sólo se conoció al año siguiente- se encontraban las bases de la teoría socialista del Estado en conexión con las afirmaciones de Marx.
La oposición entre socialdemocracia y socialismo de que estamos hablando se expresa frecuentemente con el lema «Democracia o Dictadura». Pero también los comunistas consideran su sistema como una forma de democracia. Cuando los socialdemócratas hablan de la democracia, se refieren a la democracia aplicada al parlamentarismo; lo que ellos impugnan es la democracia parlamentaria o burguesa. ¿Qué quiere decir esto?
Democracia significa gobierno popular, autogobierno del pueblo. Las masas populares mismas deben regular sus propios asuntos y disponer sobre ellos. ¿Es este el caso? Todo el mundo sabe que no. El aparato del Estado domina y reglamenta todo, rige al pueblo, que es su súbdito. Prácticamente, el aparato estatal se compone de la totalidad de empleados y militares. Ciertamente, en toda cuestión comunitaria existen, de modo necesario, empleados para la realización de las funciones administrativas; pero en nuestro Estado los servidores del pueblo han pasado a ser sus amos. La socialdemocracia es de la opinión de que, la democracia parlamentaria, por ser aquella en la que el pueblo elige su gobierno, está en disposición -si se elige a la gente adecuada- de realizar el autogobierno del pueblo.
Lo que ocurre en la realidad, lo prueba claramente la experiencia de la nueva República alemana. Está fuera de duda que la masa de trabajadores no quiere volver a ver el triunfo del capitalismo. Ahora bien, en las elecciones no hubo limitación de la democracia, no existió terrorismo militar, todos los órganos de la reacción quedaron impotentes, y pese a todo el resultado es un restablecimiento de la vieja opresión y explotación, el mantenimiento del capitalismo. Los comunistas ya advirtieron de ello y previeron que, por la vía de la democracia parlamentaria, no seria posible una liberación de los trabajadores de su explotación por el capital.
La masa popular expresa su poder en las elecciones. El día de las elecciones, la masa es soberana, puede imponer su voluntad por medio de la elección de sus representantes. En este único día, es señora. Pero ¡ay si no elige a sus representantes correctos! Durante todo el período que dure la elección parlamentaria, está impotente. Una vez elegidos, los diputados, los parlamentarios, pueden decidir sobre todo. Esta democracia no es un gobierno del pueblo mismo, sino un gobierno de parlamentarios, que son casi independientes de las masas. Para hacerles depender en mayor medida pueden plantearse propuestas, por ejemplo nuevas elecciones cada año, o algo aún más radical, el derecho a la deposición (nuevas elecciones obligatorias, si un determinado número de electores lo pide); pero, naturalmente, estas propuestas no las realiza nadie. Ciertamente, los parlamentarios no pueden hacer y deshacer a su completo antojo, pues cuatro años después han de volver a presentarse como candidatos. Pero durante ese tiempo manipulan de tal modo a la masa, la acostumbran a tratar con fórmulas tan globales y con frases tan demagógicas, que no se produce en absoluto un juicio crítico por parte de ella. ¿Realmente los electores, en el día de las elecciones, se dan a si mismos un representante adecuado, que hace en su nombre lo que ellos le encargan? No; sólo eligen entre varias personas, previamente seleccionadas por los partidos políticos y aireadas en los periódicos de esos partidos.
Pero pongamos el caso de que una gran multitud de personas sean elegidas por las masas como los verdaderos representantes de sus intenciones y enviados al parlamento. Se reúnen allí, y pronto advierten que el parlamento no gobierna; sólo tiene por misión decidir las leyes, pero no realizarlas. En el Estado burgués existe una separación entre el poder que da la ley y el que la pone en ejecución. El parlamento está sólo en posesión del primero, el control es del segundo; el poder verdadero, el de realizar las leyes, está en manos de la burocracia, de las oficinas, en cuya cima se encuentra el gobierno en calidad de alta autoridad. Esto significa que, en los países democráticos, las personas de esos gobiernos, los ministros, son designados por la mayoría parlamentaria. Pero, en realidad, no son elegidos, son nominados tras las bambalinas, con marrulleria y tranca, por los dirigentes de los partidos con mayoría parlamentaria. Aunque todavía hubiese algo de voluntad popular en el parlamento, donde desde luego no la hay es en el gobierno.
En las personas de este gobierno, la voluntad popular se encuentra solamente -y ello de forma debilitada y mezclada con otras influencias- con el burocratismo, que rige y domina inmediatamente al pueblo. Pero los ministros son poco más que impotentes frente a las organizaciones de la burocracia, a ellos nominalmente subordinadas. La burocracia tiene en sus manos todos los hilos de la situación y es ella quien hace el trabajo, no los ministros. Es ella la que sigue en el buró y continúa en su sitio cuando vienen los políticos siguientes. Se entrega a los ministros que la defienden en el parlamento y que recaudan dinero para ella, pero si actuaran en su contra, les haría la vida imposible.
Esto es todo lo que significa la concepción socialdemócrata de que los trabajadores podrían llegar al poder y derribar el capitalismo mediante el dominio adecuado del derecho electoral general. ¿O es que puede haber quien crea que todos estos oficinistas, presidentes, asesores secretos, jueces, oficiales y suboficiales, serían capaces de cambiar algo en orden a la liberación del proletariado por la gracia de los Ebert y Scheidemann, o los Dittmann y Ledebour? La burocracia, en sus escalones más altos, pertenece a la misma clase explotadora, y en los grados medios, así como en los más bajos, existe una posición segura y privilegiada con respecto a la población restante. Por esto se siente solidaria con la capa dirigente que pertenece a la burguesía, y está unida a ella por los mil invisibles lazos de la educación, el parentesco y el contacto.
Los dirigentes socialdemócratas pueden haber llegado a creerse que ellos, de ocupar el lugar de los ministros anteriores, podrían preparar el camino para el socialismo mediante nuevas leyes. Pero, en realidad, nada ha cambiado en el aparato del Estado y el sistema de poder mediante este cambio de personal en el gobierno. Y el hecho de que estos señores no lo quieren reconocer se muestra en que ellos solamente se han preocupado de ocupar para si los puestos gubernamentales, creyendo que, con este cambio de personas, han hecho ya la revolución. Esto se ve igualmente claro en el hecho de que, las mismas organizaciones modernas creadas por el proletariado, tienen bajo su dirección a pequeña escala el mismo carácter y tufillo estatal: los antiguos servidores, ahora funcionarios, se han erigido en nuevos señores; han creado una burocracia sólida, con sus propios intereses, que tiene -de forma cada vez más acentuada- el carácter de los parlamentos burgueses en los plenos de sus respectivos partidos y asociaciones, que expresan solamente la impotencia de sus masas de afiliados.
¿Decimos con esto que la utilización del parlamento y la lucha por la democracia es una táctica falsa de la socialdemocracia? Todos sabemos que, bajo un poderoso y aún intocado capitalismo, la lucha parlamentaria puede ser un medio para sacudir y despertar la conciencia de clase, y de hecho así lo ha sido, incluso lo fue para Liebknecht durante la guerra. Pero, por esta razón, no hay que pasar por alto el carácter propio del parlamentarismo democrático. Ha apaciguado la combatividad de las masas, les ha hecho creer falsamente que ellas eran las que dominaban la situación y ha rechazado cualquier pensamiento de combate que pudiera haber en ellas. Ha prestado al capitalismo servicios inconmensurables, permitiéndole una evolución tranquila y sin sobresaltos. Naturalmente, hubo de adoptar la especialmente dañina fórmula del engaño y de la demagogia en la lucha parlamentaria, para poder cumplir su meta de enajenar a la población. Y ahora la democracia parlamentaria proporciona al capitalismo un servicio aún mayor, en la medida que pone a las organizaciones obreras al servicio del mantenimiento del capitalismo.
El capitalismo se ha debilitado de una forma tan considerable, física y jovenlandesalmente, durante la guerra mundial, que solamente podrá mantenerse si los propios trabajadores le ayudan de nuevo a sostenerse sobre sus propios pies. Los dirigentes obreros socialdemócratas son elegidos como ministros, porque solamente la autoridad heredada de su partido y la falsa imagen del socialismo prometido podrán mantener tranquilos a los obreros, hasta que el viejo orden estatal vuelva a ser suficientemente fortalecido. Este es el papel y la finalidad de la democracia, de la democracia parlamentaria, en esta época en que no se trata de traer el socialismo, sino de frenarlo. La democracia no puede liberar a los trabajadores, sólo puede esclavizarles más, desviando su atención del auténtico camino de la liberación; no fomenta, sino que frena, la revolución, fortaleciendo la capacidad de resistencia de la burguesía y haciendo más difícil, larga y costosa para el proletariado la lucha por el socialismo.
5. La democracia proletaria o sistema de consejos
La socialdemocracia pensaba que la conquista del poder político por el proletariado debería darse a través una toma del poder del aparato estatal por el partido obrero. Para ello el socialismo debía dejarlo intacto, ponerlo al servicio de la clase trabajadora. Esto lo pensaban también los marxistas, entre ellos Kautsky. Pero el propio Marx se expresaba de manera muy distinta.
Marx y Engels vieron en el Estado la violenta maquinaria de opresión, erigida a si misma en capa dominante[3], y que en el siglo XIX alcanzó una posición tanto más prominente cuanto mayor era el apoyo que el proletariado le prestaba. Marx consideró que la tarea del proletariado era la destrucción de ese aparato estatal y la creación de órganos de administración completamente nuevos. Sabía muy bien que el Estado ejerce muchas funciones, que vistas desde fuera van en provecho del interés general -seguridad, tráfico comercial, enseñanza, administración-, pero también sabía que todas estas actividades servían a la gran meta de velar por el interés del capital, de asegurar el poder del capital. Por esto no podía caer en la fantasía de que esta máquina de represión llegase a convertirse en órgano de la liberación popular, manteniendo sus restantes metas. El proletariado había de darse a sí mismo el instrumento de su liberación.
Cómo se aparecería este instrumento no podía determinarse antes de que dicho instrumento apareciese; sólo la praxis podría mostrarlo. Por primera vez, esto fue posible en la Comuna de París de 1871, cuando el proletariado hubo conquistado el poder del Estado. En la Comuna, los ciudadanos de París y los trabajadores eligieron un parlamento según el viejo modelo, pero ese parlamento se convirtió inmediatamente en algo distinto a nuestro parlamento. No servía para entretener al pueblo con bellas palabras y para dejar que una pequeña camarilla de señores y capitalistas mantuviesen sus propiedades privadas; los hombres que se reunieron en el nuevo parlamento tuvieron que regular y administrar todo públicamente para el pueblo. Lo que era una corporación parlamentaria se tras*formó en una corporación de trabajo; se dividió en comisiones, que se encargaron por sí mismas de la confección de las nuevas leyes. De este modo, desapareció la burocracia como clase especial, independiente y dominadora del pueblo, quedando suprimida la separación entre el poder legislativo y el ejecutivo. Las personas que llegaron a los puestos más altos ante el pueblo eran a la vez elegidas y representantes que el propio pueblo se dio directamente a si mismo, y que en todo momento quedaban sujetas a revocabilidad.
El corto período de vida de la Comuna de París no permitió desarrollar completamente esta nueva concepción; surgió, por así decirlo, instintivamente, y su febril lucha agitativa y la genial perspicacia de Marx hizo que ella fuera reconocida como germen de las formas futuras del poder estatal del proletariado[4]. Un nuevo e importante paso se dio en el año 1905 en Rusia, con la fundación de los consejos, los soviets, como órganos de expresión del proletariado en lucha. Estos órganos no conquistaron el poder político, aunque el consejo obrero central de San Petersburgo tuviera la dirección de la lucha, y a veces de forma crucial. Cuando en el año 1917 surgió la nueva revolución, los soviets se erigieron de nuevo inmediatamente en los órganos del poder proletario. Con la revolución de noviembre tomaron en sus manos el poder político y dieron el ejemplo histórico, por segunda vez, de un poder proletario estatal. En el ejemplo ruso, pues, hay que reconocer las formas y principios políticos más claros de que el proletariado precisa para la realización del socialismo. Son los principios del comunismo frente a los de la socialdemocracia.
El primer principio es el de la dictadura del proletariado. Marx predijo entonces, y mencionó muy a menudo, que el proletariado, inmediatamente después de su toma del poder, habría de establecer su dictadura. Dictadura significaba poder obrero, con exclusión de las otras clases. Esta afirmación levantó mucho griterío: la justicia prohíbe semejante dictadura, que privilegia a determinados grupos frente a otros que quedan fuera de la ley, y exige por el contrario la democracia y la igualdad jurídica para todos. Pero aquí no se trata de eso: cada clase entiende por justicia y por derecho lo que es bueno o malo para ella; el explotador se queja por la injusticia cuando se le pone una herramienta en la mano. En otros tiempos, cuando el orgulloso señorito o el rico e instruido burgués despreciaban con cara de ardor de estomago la igualdad política y los derechos políticos para los esclavos que trabajaban en los peores, más pisoteados y degradantes trabajos, en esos tiempos fue una señal llena de significación, para la honra de los hombres que se alzaban, cuando en su calidad de proletarios se opusieron al estado de cosas y dijeron: nosotros tenemos el mismo derecho que vosotros.
El principio de la democracia fue la expresión de la primera autoconciencia creciente de la clase trabajadora, que aún no se atrevía a decir: yo no era nada, pero quiero serlo todo. Si la comunidad de todos los trabajadores quiere regir y decidir por sí misma todas las tareas públicas, bajo su responsabilidad, ¿han de hablarme entonces de un derecho «natural» o caído del cielo todos los criminales, ladrones, rateros, todos los que comen del prójimo, todos los logreros de guerra, los estraperlistas, los terratenientes, los prestamistas, los rentistas, todos los que viven a costa del trabajo ajeno sin realizar un trabajo propio? Si es cierto que cada cual posee un derecho natural a administrar la política, no es menos cierto que todo el mundo tiene un derecho natural a vivir y a no morir de hambre. Y si para realizar lo segundo hay que poner freno a lo primero, entonces nadie debe ver herido su sentimiento democrático.
El comunismo no se basa en un cierto derecho abstracto, sino en la necesidad del orden social. El proletariado tiene la tarea de organizar de forma socialista la producción social y de regular de nuevo el trabajo. Pero, entonces, se tropieza con la resistencia enorme de la clase dominante. Esta hará todo lo posible por evitar e impedir el nuevo orden: por esta razón, la clase dominante debe quedar excluida de toda influencia política. Pues si una clase quiere ir para adelante y la otra para atrás, el carro no sale de su atasco y el resultado es la mutua paralización. Durante la primera época del capitalismo, en que aún necesitaba subir y fortalecerse, la burguesía edificó su dictadura sobre la base de un censo de elegibilidad. Luego se vio obligada y hubo de pasar a la democracia, otorgando la apariencia de igualdad de derechos con los trabajadores, lo que tranquilizó a éstos; pero esta forma democrática no afectó a la auténtica dictadura de clase de la burguesía, sino que sólo la encubrió, si bien dio la oportunidad al proletariado en auge de reunirse y reconocer sus intereses de clase.
Tras la victoria inicial del proletariado, la burguesía sigue disponiendo de tantos medios de poder, de naturaleza material y espiritual, que trata ostensiblemente de trabar la obra del nuevo ordenamiento, y acaso podría llegar a paralizarlo si se le dejase plena libertad de movimientos políticos. Se hará necesario, por lo tanto, tener maniatada a esta clase con las medidas de poder más fuertes, y castigar sin consideración, como crimen gravísimo contra los intereses vitales del pueblo, todo intento de frenar o impedir la nueva organización de la economía.
Ahora bien, podría parecer que la exclusión de una determinada clase tiene siempre el carácter de un capricho injustificado y artificial. Desde la perspectiva del sistema parlamentario, puede ser. Pero, dada la especial organización del Estado proletario, el sistema de consejos hace que, por así decirlo, todos los explotadores y parásitos queden autoexcluidos por si mismos, de manera automática, de la participación en la regulación de la sociedad.
El sistema de consejos forma el segundo principio del orden comunista. En el sistema de consejos, la organización política se construye sobre el proceso económico de trabajo. El parlamentarismo descansa en el individuo en su calidad de ciudadano del Estado. Esto tuvo históricamente su justificación, pues originariamente la sociedad burguesa se componía de productores iguales uno respecto al otro, cada uno de los cuales producía sus mercancías por si mismo y formaban, mediante la totalidad de sus pequeños negocios, el proceso de producción total. Pero en la sociedad moderna, con sus gigantescas organizaciones y sus antagonismos de clase, esta base se vuelve cada vez más anacrónica. Con razón, desde este punto de vista, los teóricos del sindicalismo francés (por ejemplo Lagardelle) han criticado agudamente el parlamentarismo. La teoría parlamentaria ve en cada hombre en primer lugar al ciudadano del Estado, y como tales, los individuos pasan de este modo a ser entidades abstractas, iguales las unas a las otras. Pero el hombre real y concreto es un trabajador. Su actividad es el contenido práctico de su vida, y las actividades de todos forman el conglomerado del proceso de trabajo social.
No el Estado y la política, sino la sociedad y el trabajo, constituyen la gran comunidad vital del hombre. Para reunir a los hombres en agrupamientos, la praxis política parlamentaria divide el Estado en círculos electorales; pero los hombres que se dan cita en un circulo, obreros, rentistas, buhoneros, fabricantes, terratenientes, miembros de todas clases y oficios, llamados a concilio por la cuestión puramente casual de su lugar de residencia, no pueden en absoluto hacerse representar comunitariamente en su interés y voluntad comunes, puesto que no tienen nada en común. Los grupos naturales son los grupos de producción, los trabajadores de una fábrica, de una actividad, los campesinos de una aldea, y, en un espectro más amplio, las clases.
Ciertamente, determinados partidos políticos logran reclutar gente principalmente a partir de determinadas clases, a las que representan, pero sólo de una forma deficiente. La pertenencia a un partido es, en primer lugar, un asunto de perspectivas políticas, no de clase: gran parte del proletariado buscó siempre a sus representantes fuera de la socialdemocracia.
La nueva sociedad hace del trabajo y su organización la meta consciente y la base de toda la vida política. La política es el orden externo de la vida económica. Bajo el capitalismo, esto se expresa de forma oculta, pero en la sociedad venidera tendrá su expresión reconocida y patente, cuando sus portavoces lo sean de hombres agrupados en su trabajo natural. Los trabajadores de una industria eligen a uno de entre ellos como representante de su voluntad, el cual permanece en contacto continuo con ellos, siendo en todo momento substituible por otro. Los delegados deciden sobre todo lo que es de su competencia, e igualmente discuten juntos en todo lo relativo a su oficio, su entorno, y demás. De ellos surgen las instancias directivas centrales en cada sitio.
En este organismo no hay lugar para ningún tipo de representación de la burguesía; quien no trabaja como miembro de un grupo de producción, queda automáticamente fuera de la posibilidad de decidir, sin que necesite ser excluido por votaciones artificiales. Por el contrario, el antiguo burgués, que colabora en la nueva sociedad según sus capacidades, por ejemplo como director de fábrica, dejará oír su voz en las asambleas de fábrica y podrá decidir lo mismo que cualquier otro trabajador. Las profesiones que tienen por objeto una función cultural general, como la de maestro o de médico, tienen sus propios consejos, que deciden en sus respectivos terrenos de la educación y la sanidad con los representantes de esos trabajos, que resultan así gestionados y regulados por todos. En el terreno social, el medio es la autogestión y la organización desde abajo, a fin de poner en movimiento a todas las fuerzas del pueblo para la gran tarea tomada como meta; arriba, estas fuerzas del pueblo se reúnen en una dirección central, que garantiza su uso adecuado.
El sistema de consejos es una organización estatal sin la burocracia de funcionarios que hacen del Estado un poder ajeno y enajenante del pueblo. En el sistema de consejos se hace realidad el aserto de Friedrich Engels de que el poder sobre las personas deja su lugar a la administración de las cosas. Los puestos de funcionarios (siempre necesarios para la administración) que no sean especialmente importantes serán accesibles a todos tras una adecuada formación popular. La auténtica administración está en manos de los delegados elegidos, revocables en todo momento, y que trabajan por el mismo salario de un obrero. Puede que en un período de tras*ición este principio no se lleve a efecto de forma total y perfecta, pues la capacidad necesaria no se encontrará en todo momento en cada delegado; pero cuando la prensa burguesa ensalza intencionadamente, hasta limites grotescos, la capacidad del actual burocratismo, entonces tenemos que remitirnos al hecho de que, en noviembre de 1918, los consejos de trabajadores y soldados superaron tareas enormemente difíciles, ante las que la burocracia estatal y militar no sabía qué hacer.
Dado que en los consejos se unifican la capacidad de dirigir y la de ejecutar, ya que los mismos delegados han de practicar lo que deciden, no queda espacio ni para el burocratismo, ni para el profesionalismo político, órganos ambos del poder estatal burgués. La meta de todo partido político, es decir, de toda organización de políticos profesionales, es el lograr tomar en sus propias manos la máquina del Estado; esa meta es extraña al Partido Comunista. La finalidad de éste no es conquistar el poder para sí, sino el mostrar la meta y el camino al proletariado en lucha, mediante la difusión de los principios comunistas, a fin de establecer el sistema de consejos obreros.
En este punto, en suma, están en contraposición la socialdemocracia y el comunismo a respecto a sus metas prácticas inmediatas: la primera busca la reorganización del viejo Estado burgués; el segundo, un nuevo sistema político.
Marx y Engels vieron en el Estado la violenta maquinaria de opresión, erigida a si misma en capa dominante[3], y que en el siglo XIX alcanzó una posición tanto más prominente cuanto mayor era el apoyo que el proletariado le prestaba. Marx consideró que la tarea del proletariado era la destrucción de ese aparato estatal y la creación de órganos de administración completamente nuevos. Sabía muy bien que el Estado ejerce muchas funciones, que vistas desde fuera van en provecho del interés general -seguridad, tráfico comercial, enseñanza, administración-, pero también sabía que todas estas actividades servían a la gran meta de velar por el interés del capital, de asegurar el poder del capital. Por esto no podía caer en la fantasía de que esta máquina de represión llegase a convertirse en órgano de la liberación popular, manteniendo sus restantes metas. El proletariado había de darse a sí mismo el instrumento de su liberación.
Cómo se aparecería este instrumento no podía determinarse antes de que dicho instrumento apareciese; sólo la praxis podría mostrarlo. Por primera vez, esto fue posible en la Comuna de París de 1871, cuando el proletariado hubo conquistado el poder del Estado. En la Comuna, los ciudadanos de París y los trabajadores eligieron un parlamento según el viejo modelo, pero ese parlamento se convirtió inmediatamente en algo distinto a nuestro parlamento. No servía para entretener al pueblo con bellas palabras y para dejar que una pequeña camarilla de señores y capitalistas mantuviesen sus propiedades privadas; los hombres que se reunieron en el nuevo parlamento tuvieron que regular y administrar todo públicamente para el pueblo. Lo que era una corporación parlamentaria se tras*formó en una corporación de trabajo; se dividió en comisiones, que se encargaron por sí mismas de la confección de las nuevas leyes. De este modo, desapareció la burocracia como clase especial, independiente y dominadora del pueblo, quedando suprimida la separación entre el poder legislativo y el ejecutivo. Las personas que llegaron a los puestos más altos ante el pueblo eran a la vez elegidas y representantes que el propio pueblo se dio directamente a si mismo, y que en todo momento quedaban sujetas a revocabilidad.
El corto período de vida de la Comuna de París no permitió desarrollar completamente esta nueva concepción; surgió, por así decirlo, instintivamente, y su febril lucha agitativa y la genial perspicacia de Marx hizo que ella fuera reconocida como germen de las formas futuras del poder estatal del proletariado[4]. Un nuevo e importante paso se dio en el año 1905 en Rusia, con la fundación de los consejos, los soviets, como órganos de expresión del proletariado en lucha. Estos órganos no conquistaron el poder político, aunque el consejo obrero central de San Petersburgo tuviera la dirección de la lucha, y a veces de forma crucial. Cuando en el año 1917 surgió la nueva revolución, los soviets se erigieron de nuevo inmediatamente en los órganos del poder proletario. Con la revolución de noviembre tomaron en sus manos el poder político y dieron el ejemplo histórico, por segunda vez, de un poder proletario estatal. En el ejemplo ruso, pues, hay que reconocer las formas y principios políticos más claros de que el proletariado precisa para la realización del socialismo. Son los principios del comunismo frente a los de la socialdemocracia.
El primer principio es el de la dictadura del proletariado. Marx predijo entonces, y mencionó muy a menudo, que el proletariado, inmediatamente después de su toma del poder, habría de establecer su dictadura. Dictadura significaba poder obrero, con exclusión de las otras clases. Esta afirmación levantó mucho griterío: la justicia prohíbe semejante dictadura, que privilegia a determinados grupos frente a otros que quedan fuera de la ley, y exige por el contrario la democracia y la igualdad jurídica para todos. Pero aquí no se trata de eso: cada clase entiende por justicia y por derecho lo que es bueno o malo para ella; el explotador se queja por la injusticia cuando se le pone una herramienta en la mano. En otros tiempos, cuando el orgulloso señorito o el rico e instruido burgués despreciaban con cara de ardor de estomago la igualdad política y los derechos políticos para los esclavos que trabajaban en los peores, más pisoteados y degradantes trabajos, en esos tiempos fue una señal llena de significación, para la honra de los hombres que se alzaban, cuando en su calidad de proletarios se opusieron al estado de cosas y dijeron: nosotros tenemos el mismo derecho que vosotros.
El principio de la democracia fue la expresión de la primera autoconciencia creciente de la clase trabajadora, que aún no se atrevía a decir: yo no era nada, pero quiero serlo todo. Si la comunidad de todos los trabajadores quiere regir y decidir por sí misma todas las tareas públicas, bajo su responsabilidad, ¿han de hablarme entonces de un derecho «natural» o caído del cielo todos los criminales, ladrones, rateros, todos los que comen del prójimo, todos los logreros de guerra, los estraperlistas, los terratenientes, los prestamistas, los rentistas, todos los que viven a costa del trabajo ajeno sin realizar un trabajo propio? Si es cierto que cada cual posee un derecho natural a administrar la política, no es menos cierto que todo el mundo tiene un derecho natural a vivir y a no morir de hambre. Y si para realizar lo segundo hay que poner freno a lo primero, entonces nadie debe ver herido su sentimiento democrático.
El comunismo no se basa en un cierto derecho abstracto, sino en la necesidad del orden social. El proletariado tiene la tarea de organizar de forma socialista la producción social y de regular de nuevo el trabajo. Pero, entonces, se tropieza con la resistencia enorme de la clase dominante. Esta hará todo lo posible por evitar e impedir el nuevo orden: por esta razón, la clase dominante debe quedar excluida de toda influencia política. Pues si una clase quiere ir para adelante y la otra para atrás, el carro no sale de su atasco y el resultado es la mutua paralización. Durante la primera época del capitalismo, en que aún necesitaba subir y fortalecerse, la burguesía edificó su dictadura sobre la base de un censo de elegibilidad. Luego se vio obligada y hubo de pasar a la democracia, otorgando la apariencia de igualdad de derechos con los trabajadores, lo que tranquilizó a éstos; pero esta forma democrática no afectó a la auténtica dictadura de clase de la burguesía, sino que sólo la encubrió, si bien dio la oportunidad al proletariado en auge de reunirse y reconocer sus intereses de clase.
Tras la victoria inicial del proletariado, la burguesía sigue disponiendo de tantos medios de poder, de naturaleza material y espiritual, que trata ostensiblemente de trabar la obra del nuevo ordenamiento, y acaso podría llegar a paralizarlo si se le dejase plena libertad de movimientos políticos. Se hará necesario, por lo tanto, tener maniatada a esta clase con las medidas de poder más fuertes, y castigar sin consideración, como crimen gravísimo contra los intereses vitales del pueblo, todo intento de frenar o impedir la nueva organización de la economía.
Ahora bien, podría parecer que la exclusión de una determinada clase tiene siempre el carácter de un capricho injustificado y artificial. Desde la perspectiva del sistema parlamentario, puede ser. Pero, dada la especial organización del Estado proletario, el sistema de consejos hace que, por así decirlo, todos los explotadores y parásitos queden autoexcluidos por si mismos, de manera automática, de la participación en la regulación de la sociedad.
El sistema de consejos forma el segundo principio del orden comunista. En el sistema de consejos, la organización política se construye sobre el proceso económico de trabajo. El parlamentarismo descansa en el individuo en su calidad de ciudadano del Estado. Esto tuvo históricamente su justificación, pues originariamente la sociedad burguesa se componía de productores iguales uno respecto al otro, cada uno de los cuales producía sus mercancías por si mismo y formaban, mediante la totalidad de sus pequeños negocios, el proceso de producción total. Pero en la sociedad moderna, con sus gigantescas organizaciones y sus antagonismos de clase, esta base se vuelve cada vez más anacrónica. Con razón, desde este punto de vista, los teóricos del sindicalismo francés (por ejemplo Lagardelle) han criticado agudamente el parlamentarismo. La teoría parlamentaria ve en cada hombre en primer lugar al ciudadano del Estado, y como tales, los individuos pasan de este modo a ser entidades abstractas, iguales las unas a las otras. Pero el hombre real y concreto es un trabajador. Su actividad es el contenido práctico de su vida, y las actividades de todos forman el conglomerado del proceso de trabajo social.
No el Estado y la política, sino la sociedad y el trabajo, constituyen la gran comunidad vital del hombre. Para reunir a los hombres en agrupamientos, la praxis política parlamentaria divide el Estado en círculos electorales; pero los hombres que se dan cita en un circulo, obreros, rentistas, buhoneros, fabricantes, terratenientes, miembros de todas clases y oficios, llamados a concilio por la cuestión puramente casual de su lugar de residencia, no pueden en absoluto hacerse representar comunitariamente en su interés y voluntad comunes, puesto que no tienen nada en común. Los grupos naturales son los grupos de producción, los trabajadores de una fábrica, de una actividad, los campesinos de una aldea, y, en un espectro más amplio, las clases.
Ciertamente, determinados partidos políticos logran reclutar gente principalmente a partir de determinadas clases, a las que representan, pero sólo de una forma deficiente. La pertenencia a un partido es, en primer lugar, un asunto de perspectivas políticas, no de clase: gran parte del proletariado buscó siempre a sus representantes fuera de la socialdemocracia.
La nueva sociedad hace del trabajo y su organización la meta consciente y la base de toda la vida política. La política es el orden externo de la vida económica. Bajo el capitalismo, esto se expresa de forma oculta, pero en la sociedad venidera tendrá su expresión reconocida y patente, cuando sus portavoces lo sean de hombres agrupados en su trabajo natural. Los trabajadores de una industria eligen a uno de entre ellos como representante de su voluntad, el cual permanece en contacto continuo con ellos, siendo en todo momento substituible por otro. Los delegados deciden sobre todo lo que es de su competencia, e igualmente discuten juntos en todo lo relativo a su oficio, su entorno, y demás. De ellos surgen las instancias directivas centrales en cada sitio.
En este organismo no hay lugar para ningún tipo de representación de la burguesía; quien no trabaja como miembro de un grupo de producción, queda automáticamente fuera de la posibilidad de decidir, sin que necesite ser excluido por votaciones artificiales. Por el contrario, el antiguo burgués, que colabora en la nueva sociedad según sus capacidades, por ejemplo como director de fábrica, dejará oír su voz en las asambleas de fábrica y podrá decidir lo mismo que cualquier otro trabajador. Las profesiones que tienen por objeto una función cultural general, como la de maestro o de médico, tienen sus propios consejos, que deciden en sus respectivos terrenos de la educación y la sanidad con los representantes de esos trabajos, que resultan así gestionados y regulados por todos. En el terreno social, el medio es la autogestión y la organización desde abajo, a fin de poner en movimiento a todas las fuerzas del pueblo para la gran tarea tomada como meta; arriba, estas fuerzas del pueblo se reúnen en una dirección central, que garantiza su uso adecuado.
El sistema de consejos es una organización estatal sin la burocracia de funcionarios que hacen del Estado un poder ajeno y enajenante del pueblo. En el sistema de consejos se hace realidad el aserto de Friedrich Engels de que el poder sobre las personas deja su lugar a la administración de las cosas. Los puestos de funcionarios (siempre necesarios para la administración) que no sean especialmente importantes serán accesibles a todos tras una adecuada formación popular. La auténtica administración está en manos de los delegados elegidos, revocables en todo momento, y que trabajan por el mismo salario de un obrero. Puede que en un período de tras*ición este principio no se lleve a efecto de forma total y perfecta, pues la capacidad necesaria no se encontrará en todo momento en cada delegado; pero cuando la prensa burguesa ensalza intencionadamente, hasta limites grotescos, la capacidad del actual burocratismo, entonces tenemos que remitirnos al hecho de que, en noviembre de 1918, los consejos de trabajadores y soldados superaron tareas enormemente difíciles, ante las que la burocracia estatal y militar no sabía qué hacer.
Dado que en los consejos se unifican la capacidad de dirigir y la de ejecutar, ya que los mismos delegados han de practicar lo que deciden, no queda espacio ni para el burocratismo, ni para el profesionalismo político, órganos ambos del poder estatal burgués. La meta de todo partido político, es decir, de toda organización de políticos profesionales, es el lograr tomar en sus propias manos la máquina del Estado; esa meta es extraña al Partido Comunista. La finalidad de éste no es conquistar el poder para sí, sino el mostrar la meta y el camino al proletariado en lucha, mediante la difusión de los principios comunistas, a fin de establecer el sistema de consejos obreros.
En este punto, en suma, están en contraposición la socialdemocracia y el comunismo a respecto a sus metas prácticas inmediatas: la primera busca la reorganización del viejo Estado burgués; el segundo, un nuevo sistema político.