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Himbersor
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A cuatrocientos años de su publicación el Quijote sigue asombrándonos con sus riquezas y complejidades sin que alcancemos a desentrañar todavía su significado profundo. Tres veces lo he leído, en tres épocas muy distintas de mi vida, y las tres con la misma mezcla de asombro y devoción y riéndome a las carcajadas como si alguien me hubiera soltado la cuerda de la risa. Como la primera vez que lo leí era un niño y la última fue hace poco, o sea de viejo, esas carcajadas me dicen que sigo siendo el mismo, tan igual a mí mismo como es igual a sí misma una piedra, y que por lo menos en este mundo cambiante y de traidores que me tocó vivir jamás me he traicionado, y así me voy a morir en la impenitencia final, y no como don Quijote renegando de su esencia y abominando de los libros de caballería. Yo no: me moriré maldiciendo al papa, a Cristo, a Moisés, a Mahoma, a la Iglesia católica, a la protestante, a la religión fiel a la religión del amora, y bendiciendo a Nuestro Señor Satanás el Diablo, con quien mantengo en español un diálogo cordial permanente. Y es que aunque ando con pasaporte colombiano por los aeropuertos de este mundo en esencia soy español pues pienso en español, sueño en español, hablo en español, blasfemo en español y me voy a morir en español, en la impenitencia final concebida en palabras españolas, tras de lo cual caeré en picada rumbo a los profundos infiernos como la piedra que les digo a continuar allá en español el diálogo que les digo con el que les digo.
Mientras tanto, y entrando en materia, ¿qué era lo que le pasaba a don Quijote? Hombre, que se le botó la canica, como a Hitler, como a Castro, como a Wojtyla, y le empezaron a soplar vientos alucinados de grandeza en los aposentos de la cabeza. Y sin embargo don Quijote no fue un ser de carne y hueso: es una ficción literaria de un gentilhombre español que lo llevaba adentro y que ya al final de su desventurada vida de desastres lo logró pasar al papel apresándolo en palabras castellanas, un escritor del Siglo de Oro muy descuidado que no ponía comas, ni puntos y comas, ni dos puntos, ni tildes, ni nada, y que los ocho puntos que puso en su vida los puso mal, donde sobraban o en lugar de comas, pero que tenía el alma grande: Miguel de Cervantes Saavedra, quien en una página ponía mismo y en otra mesmo, en una dozientas y en otra duzientas, y no le importaba. Andrés le dijo a don Quijote que el labrador le debía "nueve meses, a siete reales cada mes. Hizo la cuenta don Quijote y halló que montaban setenta y tres reales, y díjole al labrador que al momento los desembolsase, si no quería morir por ello". Nueve multiplicado por siete da sesenta y tres y no setenta y tres. ¿Quién hizo mal la cuenta? ¿Don Quijote? ¿O Cervantes? ¿O fue una errata? Sabrá el Diablo, mi compadre.
Esos embrollos de Cervantes y esas cuentas de don Quijote me recuerdan la máquina de escribir de mi abuelo, en la que escribía sus memoriales, los interminables memoriales de un pleito que arrastró treinta años del juzgado al tribunal y del tribunal a la corte, hasta que se lo falló, por fin, la fin, pero no en la Corte Suprema de Justicia de Colombia, que está tan en bancarrota como el resto del país, sino en la celestial. Le fallaron en contra. Y pese a lo bueno que fue lo mandaron a los infiernos porque vivió esclavo del terrible pecado de la terquedad. De niño, en un ataque de ira, atravesó una pared de bahareque a cabezazos. Era una terquedad ciega y sorda, que no oía razones, y su máquina una Rémington vieja y destartalada, de teclas desajustadas y con las letras sucias, que jamás limpió. "Abuelito -le decía yo-, ¿por qué no limpiás esas letras, que la a parece e y la o parece ene?" "No -decía-, así enredan más". ¡Cómo quieren que ande yo de la cabeza! Y pensar que el nieto de ese señor es el que les va a explicar en seguida el Quijote. Hombre, eso, como diría don Quijote, es "pensar en lo excusado". En fin, a la mano de Dios.
"En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme..." Así empieza nuestro libro sagrado, con el "no quiero" más famoso que haya dicho un español en los mil años bien contados que lleva de existencia España. Y vaya, que es decir, pues para empecinados los españoles, que le hubieran podido dar lecciones a mi abuelo. ¿Y por qué no quiere acordarse Cervantes del nombre del lugar de la Mancha? Porque no se le da la gana. No quiere y punto. España no necesita razones. ¡Ah, cómo me gusta ese "no quiero", cómo lo quiero! En él me reconozco y reconforto, yo que sólo he hecho lo que he querido y nunca lo que no he querido. Entro a un bar de Madrid y entre tanto señor que grita y fuma pido a gritos con voz firme, sacando fuerzas de flaqueza: "¡Un whisky, camarero!". "Tómese mejor una caña fría que está haciendo mucho calor", me recomienda el necio. "No quiero ninguna caña, ni fría ni caliente, quiero un whisky, y si no me lo sirve ya, me lo voy a tomar a otro bar, a Andalucía". "Váyase mejor a Ávila de la santa que es más fresca", me contesta el maldito. Entonces, para darle una lección al maldito, tomo un tren de la Renfe y me voy a Andalucía a tomarme un whisky en el primer bar que encuentro. Así somos: queremos cuando queremos, y cuando no queremos no queremos. España es una terquedad empecinada. Por eso descubrió a América y la colonizó y la evangelizó y la soliviantó y la independizó y nos la volvió una colcha católica de retazos de paisitos leguleyos. La hazaña le costó su caída de la que apenas ahora, cuatrocientos años después, se está levantando, aunque a costa de sí misma. Hoy España no es más que una mansa oveja en el rebaño de la Unión Europea. ¡Pobre! La compadezco. Lo peor que le puede pasar al que es es dejar de ser.
Pero volvamos al "no quiero" a ver si por la punta del hilo desenredamos el ovillo y le descubrimos al Quijote la clave del milagro, su secreto. Parodia de lo que se le atraviese, el Quijote se burla de todo y cuanto toca lo vuelve motivo de irrisión: las novelas de caballerías y las pastoriles, el lenguaje jurídico y el eclesiástico, la Santa Hermandad y el Santo Oficio, los escritores italianos y los grecolatinos, la mitología y la historia, los bachilleres y los médicos, los versos y la prosa... Y para terminar pero en primer lugar y ante todo, se burla de sí mismo y del género de la novela de tercera persona a la que aparentemente pertenece y del narrador omnisciente, ese pobre hijo de vecino inflado a más, como Dostoievsky, que pretende que lo sabe todo y lo ve todo y nos repite diálogos enteros como si los hubiera grabado con grabadora y nos cuenta, con palabras claras, cuanto pasa por la confusa cabeza de Raskolnikof como si estuviera metido en ella o dispusiera de un lector de pensamientos, o como si fuera ubicuo y omnisciente como Dios. Y no. No existe el lector de pensamientos, ni Dios tampoco. El Diablo sí, mi compadre, a quien he olido, tocado y visto: olido con estas narices, tocado con estos dedos y visto con estos ojos. ¡Al diablo con Dostoievsky, Balzac, Flaubert, Eça de Queiroz, Julio Verne, Cronin, Zola, Blasco Ibáñez y todos, todos, todos los narradores omniscientes de todas las dañinas novelas de tercera persona que tanto mal les han hecho a los zafios llenándoles de humo los aposentos vacíos de sus cabezas! ¡Novelitas de tercera persona a mí, narradorcitos omniscientes! ¡Majaderos, mentecatos, necios!
¿Y el Quijote qué? ¿No es pues también una novela de tercera persona de narrador omnisciente? ¡Pero por Dios! ¡Cómo va a ser una novela de tercera persona una que empieza con "no quiero"! Lo que es es una maravilla. En el Quijote nada es lo que parece: una venta es un castillo, un rebaño es un ejército, unas odres de vino son unas cabezas de gigante, unas mozas del partido o rameras (que con perdón así se llaman) son unas princesas, y una novela de tercera persona es de primera. ¡Que si qué! Treinta veces cuando menos en el curso de su libro, en una forma u otra, Cervantes nos va refrendando el "no quiero" del comienzo para que no nos llamemos a engaño y no lo vayamos a confundir con los novelistas del común que vinieran luego, a él que es único, y nos vayamos con la finta (como dicen en México) de que lo que él cuenta fue verdad y ocurrió en la realidad y existió de veras el hidalgo de la Mancha. Y así, en el segundo capítulo, vuelve al asunto del yo: "Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la de Puerto Lápice; otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha es que él anduvo todo aquel día, y al anochecer su rocín y él se hallaron cansados y pobres", etc. ¿No es esto una obvia tomadura de pelo? ¿Si don Quijote va solo, cómo pudieron saber los que escribieron los anales de la Mancha qué le pasó aquel día? Ya en la página anterior nos había dicho: "Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mismo y diciendo: -¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, de esta manera?", etc. Pues el sabio es él, Cervantes, que es quien está inventando esos hechos y esos pensamientos, y puesto que el personaje es nuestro, ya que acaba de decir "nuestro flamante caballero", nosotros también los estamos inventando con él. Jamás Dostoievsky, Balzac, Flaubert y demás embaucadores de tercera persona tendrían la generosidad y la amplitud de alma para hacernos coautores de sus libros porque ellos se creen Dios Padre y que están metidos hasta en el corazón del átomo. Cervantes no, Cervantes no se cree nadie y está jugando.
El yo que está implícito en el "no quiero" del primer capítulo y explícito en el "lo que yo he podido averiguar" del segundo, reaparece en el noveno: "Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles", etc. Y al muchacho que dice le compra los cartapacios, que resultan ser la Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. En adelante Cervantes seguirá alternando entre el yo implícito o explícito que ya conocemos y el Cide Hamete Benengeli que ha inventado para recordarnos que él y el historiador arábigo y don Quijote y todo lo que llena su libro son mera ilusión. ¿Y qué es la realidad, pregunto yo, sino mera ilusión? ¿O me van a discutir ahora que Colombia no un sueño de basuco? Las ventas no son ventas y las rameras no son rameras. Las ventas son castillos y las rameras son princesas, y todo es humo que llena los aposentos vacíos de la cabeza.
¿Y si el Quijote no es una novela de tercera persona, qué es entonces, cómo lo podemos describir aunque sea por fuera? Es un diálogo. Un gran diálogo entre don Quijote y Sancho con la intervención ocasional de muchos otros interlocutores, y con Cervantes detrás de ellos de amanuense o escribano, anotando y explicando. Hojeen el libro y verán. Ahí todo el tiempo están hablando, conversando, en pláticas. Y de repente, "estando en estas pláticas", aparece gente por el camino y don Quijote les cierra el paso: "Deteneos, caballeros, o quienquiera que seáis, y dadme cuenta de quién sois, de dónde venís, adónde vais, qué es lo que en aquellas andas lleváis". Eso, o cosa parecida, dice siempre, y siempre le contestan que llevan prisa y que no se pueden detener a contestarle tanta pregunta. "Sed más bien criado -replica entonces don Quijote- y dadme cuenta de lo que os he preguntado; si no, conmigo sois todos en batalla". ¡Y se le suelta el resorte de la ira! Las escenas de acción del Quijote (don Quijote acometiendo los molinos de viento o las odres de vino o el rebaño de ovejas o liberando a los galeotes), que son las que ilustró Doré, ocupan una veintena de páginas, y el libro tiene mil. De esas mil, otras doscientas las ocupan las novelas incorporadas, ¿y qué es el resto? Son conversaciones, pláticas. Y he aquí la razón de ser de Sancho Panza y la explicación de la primera de las tres salidas de don Quijote, que fue una salida en falso. Don Quijote sale solo y una veintena de páginas después Cervantes lo hace regresar. ¿A qué? ¿Por dinero, unas camisas limpias y un escudero que se le olvidaron, según dice? No, lo que se le olvidó fue algo más que el dinero, las camisas y el escudero, se le olvidó el interlocutor, y sin interlocutor no hay Quijote. Eso lo sintió muy bien Cervantes cuando escribía las primeras páginas, que el libro que tenía en el alma era un diálogo y no una simple serie de episodios como los del Lazarillo o del Guzmán de Alfarache, quienes van solos de aventura en aventura, sin interlocutor. Ésta es la diferencia fundamental entre el Quijote y las novelas picarescas. Un escritor de hoy (de los que creen que escriben para la eternidad) borra esas primeras veinte páginas y empieza el libro de nuevo haciendo salir a don Quijote acompañado por Sancho desde el comienzo. Pero un escritor del Siglo de Oro no, y menos Cervantes a quien le daba lo mismo mismo y mesmo.
¡Qué iba a borrar nada! ¡Si ni siquiera releía lo que había escrito! Y cuando acabada de salir la primera edición del Quijote sus malquerientes le hicieron ver las inconsecuencias del robo del rucio de Sancho, que aparece y desaparece sin que se sepa por qué, y se vio obligado a escribir, para la primera reimpresión, un pasaje que aclarara el asunto y enmendara el defecto, lo puso mal, en el sitio en que no era, y el remedio resultó peor que la enfermedad. ¡Pero cuál defecto! Estoy hablando con muy desconcertadas razones. El Quijote no tiene defectos: los defectos en él se vuelven cualidades. ¿Cómo va a ser un defecto, por ejemplo, la prosa desmañada de Cervantes, la del escribano que va detrás de don Quijote y Sancho anotando lo que dicen y
explicando lo que les pasa? Todo lo que dice don Quijote es maravilloso, todos sus parlamentos y réplicas, largas o cortas, y sus insultos, sus consejos, sus arengas, todo, todo. Si la prosa de Cervantes también lo fuera, las palabras de don Quijote serían opacadas por ella o cuando menos contrarrestadas. No es concebible el Quijote narrado en la prosa de Azorín o de Mujica Láinez. Azorín y Mujica Láinez son grandes prosistas, pero no grandes escritores. El gran escritor es Cervantes. Inmenso. Y su instinto literario, certero como pocos, le indicaba que la única forma posible de intervenir él era en una prosa deslucida y torpe, la cual, dicho sea de paso, no le costaba gran trabajo pues no sólo era mal poeta sino mal prosista. Y descuidado y desidioso e ingenuo. ¿No se les hace una ingenuidad que a cada momento nos esté repitiendo que don Quijote está loco y cacareándonos, en una forma u otra, su locura? Un ejemplo: "Esos pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas, pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero del primero que topase". Otro ejemplo: "Con éstos iba ensartando otros disparates". Otro más: "El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su huésped". Otro: "y trújole su locura a la memoria aquel de Valdovinos y del marqués de Mantua". Me niego a aceptar que Cervantes trate a don Quijote de loco. El loco es él que se hizo dar un arcabuzazo en la mano izquierda en la batalla de Lepanto y le quedó anquilosada. A mí a don Quijote no me lo toca nadie. Ni Cervantes.
Mientras tanto, y entrando en materia, ¿qué era lo que le pasaba a don Quijote? Hombre, que se le botó la canica, como a Hitler, como a Castro, como a Wojtyla, y le empezaron a soplar vientos alucinados de grandeza en los aposentos de la cabeza. Y sin embargo don Quijote no fue un ser de carne y hueso: es una ficción literaria de un gentilhombre español que lo llevaba adentro y que ya al final de su desventurada vida de desastres lo logró pasar al papel apresándolo en palabras castellanas, un escritor del Siglo de Oro muy descuidado que no ponía comas, ni puntos y comas, ni dos puntos, ni tildes, ni nada, y que los ocho puntos que puso en su vida los puso mal, donde sobraban o en lugar de comas, pero que tenía el alma grande: Miguel de Cervantes Saavedra, quien en una página ponía mismo y en otra mesmo, en una dozientas y en otra duzientas, y no le importaba. Andrés le dijo a don Quijote que el labrador le debía "nueve meses, a siete reales cada mes. Hizo la cuenta don Quijote y halló que montaban setenta y tres reales, y díjole al labrador que al momento los desembolsase, si no quería morir por ello". Nueve multiplicado por siete da sesenta y tres y no setenta y tres. ¿Quién hizo mal la cuenta? ¿Don Quijote? ¿O Cervantes? ¿O fue una errata? Sabrá el Diablo, mi compadre.
Esos embrollos de Cervantes y esas cuentas de don Quijote me recuerdan la máquina de escribir de mi abuelo, en la que escribía sus memoriales, los interminables memoriales de un pleito que arrastró treinta años del juzgado al tribunal y del tribunal a la corte, hasta que se lo falló, por fin, la fin, pero no en la Corte Suprema de Justicia de Colombia, que está tan en bancarrota como el resto del país, sino en la celestial. Le fallaron en contra. Y pese a lo bueno que fue lo mandaron a los infiernos porque vivió esclavo del terrible pecado de la terquedad. De niño, en un ataque de ira, atravesó una pared de bahareque a cabezazos. Era una terquedad ciega y sorda, que no oía razones, y su máquina una Rémington vieja y destartalada, de teclas desajustadas y con las letras sucias, que jamás limpió. "Abuelito -le decía yo-, ¿por qué no limpiás esas letras, que la a parece e y la o parece ene?" "No -decía-, así enredan más". ¡Cómo quieren que ande yo de la cabeza! Y pensar que el nieto de ese señor es el que les va a explicar en seguida el Quijote. Hombre, eso, como diría don Quijote, es "pensar en lo excusado". En fin, a la mano de Dios.
"En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme..." Así empieza nuestro libro sagrado, con el "no quiero" más famoso que haya dicho un español en los mil años bien contados que lleva de existencia España. Y vaya, que es decir, pues para empecinados los españoles, que le hubieran podido dar lecciones a mi abuelo. ¿Y por qué no quiere acordarse Cervantes del nombre del lugar de la Mancha? Porque no se le da la gana. No quiere y punto. España no necesita razones. ¡Ah, cómo me gusta ese "no quiero", cómo lo quiero! En él me reconozco y reconforto, yo que sólo he hecho lo que he querido y nunca lo que no he querido. Entro a un bar de Madrid y entre tanto señor que grita y fuma pido a gritos con voz firme, sacando fuerzas de flaqueza: "¡Un whisky, camarero!". "Tómese mejor una caña fría que está haciendo mucho calor", me recomienda el necio. "No quiero ninguna caña, ni fría ni caliente, quiero un whisky, y si no me lo sirve ya, me lo voy a tomar a otro bar, a Andalucía". "Váyase mejor a Ávila de la santa que es más fresca", me contesta el maldito. Entonces, para darle una lección al maldito, tomo un tren de la Renfe y me voy a Andalucía a tomarme un whisky en el primer bar que encuentro. Así somos: queremos cuando queremos, y cuando no queremos no queremos. España es una terquedad empecinada. Por eso descubrió a América y la colonizó y la evangelizó y la soliviantó y la independizó y nos la volvió una colcha católica de retazos de paisitos leguleyos. La hazaña le costó su caída de la que apenas ahora, cuatrocientos años después, se está levantando, aunque a costa de sí misma. Hoy España no es más que una mansa oveja en el rebaño de la Unión Europea. ¡Pobre! La compadezco. Lo peor que le puede pasar al que es es dejar de ser.
Pero volvamos al "no quiero" a ver si por la punta del hilo desenredamos el ovillo y le descubrimos al Quijote la clave del milagro, su secreto. Parodia de lo que se le atraviese, el Quijote se burla de todo y cuanto toca lo vuelve motivo de irrisión: las novelas de caballerías y las pastoriles, el lenguaje jurídico y el eclesiástico, la Santa Hermandad y el Santo Oficio, los escritores italianos y los grecolatinos, la mitología y la historia, los bachilleres y los médicos, los versos y la prosa... Y para terminar pero en primer lugar y ante todo, se burla de sí mismo y del género de la novela de tercera persona a la que aparentemente pertenece y del narrador omnisciente, ese pobre hijo de vecino inflado a más, como Dostoievsky, que pretende que lo sabe todo y lo ve todo y nos repite diálogos enteros como si los hubiera grabado con grabadora y nos cuenta, con palabras claras, cuanto pasa por la confusa cabeza de Raskolnikof como si estuviera metido en ella o dispusiera de un lector de pensamientos, o como si fuera ubicuo y omnisciente como Dios. Y no. No existe el lector de pensamientos, ni Dios tampoco. El Diablo sí, mi compadre, a quien he olido, tocado y visto: olido con estas narices, tocado con estos dedos y visto con estos ojos. ¡Al diablo con Dostoievsky, Balzac, Flaubert, Eça de Queiroz, Julio Verne, Cronin, Zola, Blasco Ibáñez y todos, todos, todos los narradores omniscientes de todas las dañinas novelas de tercera persona que tanto mal les han hecho a los zafios llenándoles de humo los aposentos vacíos de sus cabezas! ¡Novelitas de tercera persona a mí, narradorcitos omniscientes! ¡Majaderos, mentecatos, necios!
¿Y el Quijote qué? ¿No es pues también una novela de tercera persona de narrador omnisciente? ¡Pero por Dios! ¡Cómo va a ser una novela de tercera persona una que empieza con "no quiero"! Lo que es es una maravilla. En el Quijote nada es lo que parece: una venta es un castillo, un rebaño es un ejército, unas odres de vino son unas cabezas de gigante, unas mozas del partido o rameras (que con perdón así se llaman) son unas princesas, y una novela de tercera persona es de primera. ¡Que si qué! Treinta veces cuando menos en el curso de su libro, en una forma u otra, Cervantes nos va refrendando el "no quiero" del comienzo para que no nos llamemos a engaño y no lo vayamos a confundir con los novelistas del común que vinieran luego, a él que es único, y nos vayamos con la finta (como dicen en México) de que lo que él cuenta fue verdad y ocurrió en la realidad y existió de veras el hidalgo de la Mancha. Y así, en el segundo capítulo, vuelve al asunto del yo: "Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la de Puerto Lápice; otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha es que él anduvo todo aquel día, y al anochecer su rocín y él se hallaron cansados y pobres", etc. ¿No es esto una obvia tomadura de pelo? ¿Si don Quijote va solo, cómo pudieron saber los que escribieron los anales de la Mancha qué le pasó aquel día? Ya en la página anterior nos había dicho: "Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mismo y diciendo: -¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, de esta manera?", etc. Pues el sabio es él, Cervantes, que es quien está inventando esos hechos y esos pensamientos, y puesto que el personaje es nuestro, ya que acaba de decir "nuestro flamante caballero", nosotros también los estamos inventando con él. Jamás Dostoievsky, Balzac, Flaubert y demás embaucadores de tercera persona tendrían la generosidad y la amplitud de alma para hacernos coautores de sus libros porque ellos se creen Dios Padre y que están metidos hasta en el corazón del átomo. Cervantes no, Cervantes no se cree nadie y está jugando.
El yo que está implícito en el "no quiero" del primer capítulo y explícito en el "lo que yo he podido averiguar" del segundo, reaparece en el noveno: "Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles", etc. Y al muchacho que dice le compra los cartapacios, que resultan ser la Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. En adelante Cervantes seguirá alternando entre el yo implícito o explícito que ya conocemos y el Cide Hamete Benengeli que ha inventado para recordarnos que él y el historiador arábigo y don Quijote y todo lo que llena su libro son mera ilusión. ¿Y qué es la realidad, pregunto yo, sino mera ilusión? ¿O me van a discutir ahora que Colombia no un sueño de basuco? Las ventas no son ventas y las rameras no son rameras. Las ventas son castillos y las rameras son princesas, y todo es humo que llena los aposentos vacíos de la cabeza.
¿Y si el Quijote no es una novela de tercera persona, qué es entonces, cómo lo podemos describir aunque sea por fuera? Es un diálogo. Un gran diálogo entre don Quijote y Sancho con la intervención ocasional de muchos otros interlocutores, y con Cervantes detrás de ellos de amanuense o escribano, anotando y explicando. Hojeen el libro y verán. Ahí todo el tiempo están hablando, conversando, en pláticas. Y de repente, "estando en estas pláticas", aparece gente por el camino y don Quijote les cierra el paso: "Deteneos, caballeros, o quienquiera que seáis, y dadme cuenta de quién sois, de dónde venís, adónde vais, qué es lo que en aquellas andas lleváis". Eso, o cosa parecida, dice siempre, y siempre le contestan que llevan prisa y que no se pueden detener a contestarle tanta pregunta. "Sed más bien criado -replica entonces don Quijote- y dadme cuenta de lo que os he preguntado; si no, conmigo sois todos en batalla". ¡Y se le suelta el resorte de la ira! Las escenas de acción del Quijote (don Quijote acometiendo los molinos de viento o las odres de vino o el rebaño de ovejas o liberando a los galeotes), que son las que ilustró Doré, ocupan una veintena de páginas, y el libro tiene mil. De esas mil, otras doscientas las ocupan las novelas incorporadas, ¿y qué es el resto? Son conversaciones, pláticas. Y he aquí la razón de ser de Sancho Panza y la explicación de la primera de las tres salidas de don Quijote, que fue una salida en falso. Don Quijote sale solo y una veintena de páginas después Cervantes lo hace regresar. ¿A qué? ¿Por dinero, unas camisas limpias y un escudero que se le olvidaron, según dice? No, lo que se le olvidó fue algo más que el dinero, las camisas y el escudero, se le olvidó el interlocutor, y sin interlocutor no hay Quijote. Eso lo sintió muy bien Cervantes cuando escribía las primeras páginas, que el libro que tenía en el alma era un diálogo y no una simple serie de episodios como los del Lazarillo o del Guzmán de Alfarache, quienes van solos de aventura en aventura, sin interlocutor. Ésta es la diferencia fundamental entre el Quijote y las novelas picarescas. Un escritor de hoy (de los que creen que escriben para la eternidad) borra esas primeras veinte páginas y empieza el libro de nuevo haciendo salir a don Quijote acompañado por Sancho desde el comienzo. Pero un escritor del Siglo de Oro no, y menos Cervantes a quien le daba lo mismo mismo y mesmo.
¡Qué iba a borrar nada! ¡Si ni siquiera releía lo que había escrito! Y cuando acabada de salir la primera edición del Quijote sus malquerientes le hicieron ver las inconsecuencias del robo del rucio de Sancho, que aparece y desaparece sin que se sepa por qué, y se vio obligado a escribir, para la primera reimpresión, un pasaje que aclarara el asunto y enmendara el defecto, lo puso mal, en el sitio en que no era, y el remedio resultó peor que la enfermedad. ¡Pero cuál defecto! Estoy hablando con muy desconcertadas razones. El Quijote no tiene defectos: los defectos en él se vuelven cualidades. ¿Cómo va a ser un defecto, por ejemplo, la prosa desmañada de Cervantes, la del escribano que va detrás de don Quijote y Sancho anotando lo que dicen y
explicando lo que les pasa? Todo lo que dice don Quijote es maravilloso, todos sus parlamentos y réplicas, largas o cortas, y sus insultos, sus consejos, sus arengas, todo, todo. Si la prosa de Cervantes también lo fuera, las palabras de don Quijote serían opacadas por ella o cuando menos contrarrestadas. No es concebible el Quijote narrado en la prosa de Azorín o de Mujica Láinez. Azorín y Mujica Láinez son grandes prosistas, pero no grandes escritores. El gran escritor es Cervantes. Inmenso. Y su instinto literario, certero como pocos, le indicaba que la única forma posible de intervenir él era en una prosa deslucida y torpe, la cual, dicho sea de paso, no le costaba gran trabajo pues no sólo era mal poeta sino mal prosista. Y descuidado y desidioso e ingenuo. ¿No se les hace una ingenuidad que a cada momento nos esté repitiendo que don Quijote está loco y cacareándonos, en una forma u otra, su locura? Un ejemplo: "Esos pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas, pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero del primero que topase". Otro ejemplo: "Con éstos iba ensartando otros disparates". Otro más: "El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su huésped". Otro: "y trújole su locura a la memoria aquel de Valdovinos y del marqués de Mantua". Me niego a aceptar que Cervantes trate a don Quijote de loco. El loco es él que se hizo dar un arcabuzazo en la mano izquierda en la batalla de Lepanto y le quedó anquilosada. A mí a don Quijote no me lo toca nadie. Ni Cervantes.