Solidario García
Madmaxista
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“Salí de Ghana como inmigrante y regresé como Erasmus"
Ahmed Mansur (Kumasi, Ghana, 2001) cumplirá 24 años el próximo enero, satisfecho por haber cumplido el sueño de niño: estudiar, formarse, convertirse en uno de esos
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Ahmed Mansur (Kumasi, Ghana, 2001) cumplirá 24 años el próximo enero, satisfecho por haber cumplido el sueño de niño: estudiar, formarse, convertirse en uno de esos blancos que llegaban a la escuela de su pueblo para dar una charla sobre su profesión. “Yo quiero ser como ellos”. Y lo ha conseguido.
En ocho años, desde que llegó a nuestro país en patera, Ahmed ha estudiado un grado superior de la familia de informática, trabaja en una multinacional americana y su declaración de la renta es positiva. Además, se ha matriculado en ingeniería informática en la UOC.
Siguió un camino que no recomienda a nadie, los corredores terroríficos de la inmi gración ilegal que conducen y vomitan a jóvenes al Viejo Continente, maltrechos del viaje con dificultades para progresar.
La formación siempre un objetivo en su cabeza, ya desde pequeño, un alumno aplicado y soñador. “¿De dónde vienen estos blancos?”, preguntó a sus profesores de la escuela de Ayigya Zongo, en Kumasi, a la que asistía de adolescente. “De Europa”, le contestaron.
Un día de examen encontró las puertas del colegio cerradas para él. “Tú no puedes pasar, no está pagada la cuota escolar”. Su padre había perdido el trabajo y él, con 16 años, y sus cinco hermanos tuvieron que abandonar las aulas.
“Europa...”. Se escapó de casa y se fue a Acra, la capital de Ghana. Desde allí iría a Europa. Buscó trabajo de ayudante de autobús, malvivió en la calle, trabajó tardes y noches hasta que hizo acopio de los 250 euros que, le dijeron, le costaría el viaje. Confió en el conductor. Buena gente. Camionero, como su padre. Cogió su mochila, con el registro de su nacimiento y un papel con el teléfono de su casa y se subió a la cabina. Se aseó para llegar limpio. “Europa, ¿Qué sabía yo de dónde estaba si no la habíamos estudiado en geografía?”.
Sus ahorros dieron para cruzar la frontera del norte. En Burkina Faso bajó del camión y todo fue más arduo a partir de entonces. Los países no comparten una lengua común y la internacional es francés, y no inglés, como en Ghana. “La calle es muy fría. Pero no puedes mostrarte vulnerable porque entonces te ven débil y se aprovechan. Muchas veces en los 6 meses que duró mi travesía hasta llegar a Barcelona me arrepentí y pensé en volver a casa. Pero regresar ya era tan difícil como llegar”.
Otro camión lo condujo hasta Argelia y en el trayecto, metido en la carga, vio la inmensidad del desierto, el sol implacable y los huesos de otros que lo habían intentado con poco éxito. Sólo comió harina de sémola con azúcar. Así que no dio importancia, ya en Argel, a sus fuertes dolores de barriga que le llevaron a perder la consciencia. Despertó en un hospital intubado y con tres tajos en el vientre. El miedo en el cuerpo porque... se oyen tantas cosas terribles entre los viajeros como él. El médico le aseguró que era una apendicitis.
A su lado había una mujer que lo cuidaba. Le contó que lo vio desmayarse y lo trasladó al centro hospitalario. “Tú eres blanca. ¿Esto es Europa?”.
La mujer argelina, árabe, lo llevó a su casa, con sus hijos, y lo atendió unas semanas. Su marido regresó de Francia y le explicó que Europa es grande, que está formada por países, distintos, que se requería pasaportes para viajar y visados para los extranjeros. Que no lo podía llevar con él tan fácilmente. “¿Ni aunque yo prometa que voy a estudiar y trabajar?”. Ni así.
Esa familia, generosa, le pagó el viaje a jovenlandia, le encontró un trabajo en un restaurante en Fez y apalabró con alguien que conocía a traficantes de personas un viaje lo más seguro posible a España.
La seguridad consistía en una pequeña neumática, con palos en el suelo para mantener la superficie rígida, unas cuerdas para agarrarse y un motor que había que alimentar de vez en cuando con combustible.
Ahmed era el más pequeño de los 16 hombres de la patera. El único que mo hablaba francés. Estaba deseoso de salir de Agadir, donde vivió las dos semanas previas al viaje, hacinado con mucha más gente, en una casa abandonada de tres pisos, controlada por la mafia, viendo con sus propios ojos, robos, palizas y agresiones sensuales a mujeres. Y estaba también deseoso de llegar a Europa.
“Salimos de noche”, recuerda. “Nos subimos a la embarcación. Uno de Senegal dijo que sabía llevarla, y nos hacía ir de un lado a otro para compensar el movimiento del oleaje. Yo nunca había visto el mar, estaba oscuro, todo se movía mucho. Temblaba de miedo. Poco después ese “capitán” quiso regresar, pero los hombres que nos habían llevado le gritaron amenazantes desde la playa que tenía que continuar”.
Afortunadamente, avistaron tierra firme. La isla de Gran Canaria. A unos metros de la orilla, todos se tiraron al agua. “Todo fue muy rápido. Yo dije que no sabía nadar. Uno me dio un palo para poder flotar. No era suficiente y yo tragaba agua. Me sujetó hasta llegar a la playa”.
Todos los miembros de la embarcación llegaron sanos y salvos. Corrieron al tocar tierra, como si supieran adonde iban. ‘Run for your life’ le gritaban. "Yo corrí también, desesperado, para que no me deportaran. Esa era la palabra que nos hacía correr como si nos persiguieran hacia ningún sitio: deportación”.
En Las Palmas embarcó de forma ilegal en un ferry que le llevó a Almería. Trabajó en el campo (10 horas a cambio de un bocadillo y un jornal de 5 euros al día). Y, de nuevo, se coló en un vehículo, un autobús que le condujo a Barcelona. Quizás allí tendría una oportunidad.
Europa lo encontró sucio, hambriento y derrotado. Sus papeles se habían mojado y ya no se veían las letras que testificaban que era menor de edad. Seguía a los turistas de los tours por la ciudad. Tenía hambre y miedo.
Unos días después, se derrumbó frente a una pareja de Mossos d'Esquadra. "Fueron muy amables conmigo. Me llevaron a un restaurante a comer kebab y me compraron una Coca-Cola. Les conté que yo había venido a estudiar, a ser como los blancos que vinieron a darnos una charla a mi escuela. Pero que todo había ido mal”.
No lo deportaron. Lo llevaron a un centro de menores. Habían pasado seis meses desde que salió de su casa familiar.
Han pasado ocho años. Ahmed se expresa con claridad en catalán y castellano, lenguas que se empeñó en estudiar nada más llegar, pues entendió que eran claves en su progresión. Ha estudiado un programa de formación e inserción, un grado medio y uno superior de la familia de informática. Ahora combina su trabajo a jornada completa en una multinacional de informática con el primer curso de ingeniería informática en la UOC. Es monitor de ocio y colabora en colonias para personas con discapacidad. Ya tiene papeles arreglados. Hace dos años que la renta le da a pagar.
En este tiempo, ha sido clave el nombre de Irene Tovar, la educadora social que le tocó en suerte y comprendió sus deseos de formarse, que encontró los caminos para sortear las rigideces administrativas, arreglar el papeleo, encontrar becas, garantizar vivienda y convencer a asociaciones de las ganas genuinas de progresar de Ahmed. Irene fue la que siguió hablando con su familia de Kumasi cuando a Ahmed se le quebró la voz al oír, por primera vez después de un año, la voz de su progenitora. “La llevo en el corazón”.
También le ayudaron asociaciones y empresas como Fundació Superació, la Fundació Gedi, la Fundació Comptal, el Centre Colectic, Ser micro, la Escola del Treball de Barcelona o Infinits Somriures, de la mano de la cual ha conocido Catalunya, al acompañar a niños con discapacidad de colonias los fines de semana. También Nasco Feedings Mind, creada por Ousman Umar, premio Princesa de Girona, que construye aulas informáticas en escuelas rurales de Ghana para frenar las migraciones forzadas. “Mi ídolo, yo también quiero ayudar a mi país, para que los jóvenes no se tengan que ir”.
En verano de 2023, Ahmed volvió a Ghana. Hizo el camino de vuelta en avión, financiado por el Servicio Español para la Internacionalización de la Educación (SEPIE), que organiza los proyectos de movilidad de estudiantes Erasmus. Como estudiante de grado superior se fue de Erasmus a la empresa de Ousman Umar, en Acra. Cogió un bus hacia su ciudad. Había corrido la voz y familia, amigos, vecinos corrieron a la estación a recibirlo. Llevó tabletas y ordenadores de segunda mano a sus hermanos, que estudiaban los teclados memorizándolos con un dibujo en la pizarra de la escuela, y pagó wifi (su casa es ahora el centro vecinal para ver el fútbol).
Esa noche, su progenitora entró tres veces a su cuarto y en silencio contempló a su hijo, solo para comprobar que estaba vivo. “Mi progenitora me contó que el primer año, al no tener noticias mías se negó a celebrar un funeral como es usual. Sabía que yo estaba bien. Yo le pedí perdón por todo el dolor que le causé”.
Ahmed recogió la semana pasada en el Teatro de Real de Madrid el premio Erasmus 2024 que entrega Sepie, en reconocimiento a su trayectoria.