La plantilla
Las revoluciones son tan variadas que exigen un libraco-ladrillo para explicarlas todas bien (si gustan de podcasts,
Mike Duncan tiene aquí
uno sobre el 1848 enterito), pero sí podemos definir una “revolución estándar” (que en ninguna parte se dio, pero sirve como plantilla). Para empezar, un estallido espontáneo y casi nunca planificado en una ciudad, que tras unas jornadas de violencia triunfa y resulta en un gobierno o autoridad provisional, que sustituye/complementa al régimen anterior. Como primera medida, suele hacer un funeral de los muertos de la revuelta, y posteriormente se organizan unas elecciones (con un electorado ampliado a un 25-40% de los varones, desde el 1-3% anterior), que sin embargo dan unas cámaras bastante más liberal-conservadoras que los gobiernos provisionales, lo que pone a los radicales ante la disyuntiva de, o bien comerse los mocos y trabajar como minoría reformista dentro del nuevo régimen, o relanzar los estallidos iniciales y empujar “a por más”, o, tercero, desechar de plano el parlamentarismo. Entremedias, se sacan constituciones por un tubo, que cabe clasificar como “preventivas” (las sacan los reyes en plan “pueblo, os regalo esta carta otorgada con más derechos que antes y un parlamento, y lo hago porque sus quiero mucho, no porque estéis leyendo las instrucciones de IKEA para montar la Guilotinonen”), revolucionarias (recogen al menos parte de las reivindicaciones revolucionarias), y contra-revolucionarias (las otorga la reacción victoriosa al final de todo).
¡En Austria tuvieron una de cada!
Y mientras están en estas, la reacción se organiza, los reyes se aseguran el control sobre sus ejércitos, los liberales se dan golpecitos muy ufanos en el pecho porque han logrado todo lo que querían y deciden dejar al populacho a merced de la reacción, que sin embargo CHORPRECHA en cuanto se ha quitado de encima a los radicales, también recorta derechos políticos liberales (pero manteniendo cierto liberalismo económico, que ya intuyen correctamente que esta gente, si les dejas explotar, los derechos políticos y sociales como que tampoco son tan importantes). Por lo demás, en algunos lugares, no todos, los radicales se organizan mucho mejor que antes para lanzar insurrecciones/revoluciones que Clark denomina “de segunda ola”: basándose en clubes y organizaciones mucho más compactas, con algún tipo de plan, sin contar ya con los liberales (que de todas formas ya están bastante contentos con las migajas), que aguantan hasta bien entrado 1849, y que demuestran que, mira, incluso la izquierda aprende a veces.
Pero fracasan igual porque ya es demasiado tarde.
Parte fundamental, como dijimos, es el comportamiento de la población rural, que en todas partes va a ser un pilar fundamental de la reacción. Primero, porque los revolucionarios, puras flores de asfalto (en esta época, de empedrado), no entienden el mundo rural, sus inquietudes y preocupaciones, y esperan que siga sus instrucciones como si nada. Por ejemplo, Marx, que a posteriori y rabiando los describió como un saco de patatas homogéneas. Y segundo, porque la propia reacción aquí adelanta por la izquierda a los liberales y suele organizar, o bien reformas agrarias para crear una clase terrateniente suficientemente amplia para sustentar los regímenes post-1848, o imponiendo aranceles protectores,
trigo nacional para la comida nacional, no como esos liberaluchos que pretenden importar trigo barato desde Ucrania. Resumir los miles de arreglos bajo los que vivía y trabajaba la población rural llevaría unos cuantos tomos, pero lo que hay que tener presente es que eran muchos más. Un 70% a lo largo de Europa, e incluso en zonas industrializadas aún rondaban el 50%. Y al contrario que en las ciudades, en el campo la gente sí se mezclaba. No es que se casaran entre ricos y pobres (a ver, para lo importante sí que hay clases), pero compartían ritos, juegos o incluso escuela. Y los más perversoss del campo, los que quizás habrían sido susceptibles de alzarse, de todas formas ya habían emigrado a las ciudades. Sin embargo, en algunos casos la población rural sí se unió a la revolución, generalmente allí donde esta se solapaba con una lucha de liberación nacional: en Sicilia contra los napolitanos, en el Véneto, Hungría o Bohemia contra los austriacos, o en Polonia contra todos.
Simplificando aún más, vemos tres fases: unos primeros meses de entusiasmo, para el verano las contradicciones dejan paso al desengaño para unos y la radicalización para otros, y para el otoño/invierno la ¿inevitable? contrarrevolución contra los revolucionarios divididos. Las fases inicial y final vienen acompañadas de violencia. Posteriormente, conservadores de todo pelaje, para deslegitimizar las revueltas, van a hablar insistentemente de unos supuestos “agitadores extranjeros”, porque como iba el buen pueblo a querer rebelarse, que cosas, si estaban contentos con lo que había, vamos, ¡encantados! La verdad, es un poco absurdo que conservadores rusos acusaran a alemanes de instigar revueltas en Polonia… mientras conservadores alemanes acusaban a polacos de instigar las barricadas de Berlín. Y, de hecho, minuciosas investigaciones de los fallecidos en las diferentes luchas callejeras nunca dieron con esos “agentes extranjeros”. Porque no los había: la gente estaba hasta el moño, eso es todo. Pero por razones distintas que en cada caso hay que analizar por separado. Porque el desarrollo estándar se cruza, claro, con circunstancias específicas locales.
Italia
Clark nos deja claro que los que empiezan la juerga son
los suizos en 1846, y encima allí ganan “los buenos” (liberales reformistas protestantes frente a conservadores católicos). Pero como entonces no tendríamos una historia tan redonda del “fracaso”, la mayoría de las narrativas empiezan la historia de la revolución en Palermo, en enero de 1848.
Pobrecillos, para una vez que hacen algo no neutral ¡y queda totalmente tapado!
En Sicilia, el fermento es una mezcla entre resentimiento por ser gobernados desde Nápoles, deseos de independencia, los funcionarios corruptos del rey Fernando II de Borbón, una reforma agraria destinada a crear una amplia clase de terratenientes pero malograda porque los funcionarios con conexiones se quedaron con los lotes en las subastas, miseria generalizada, y el recuerdo de
una constitución propia en 1812, inspirada en la Pepa. De hecho, la autoridad borbónica se reducía a las grandes ciudades, el campo se había vuelto demasiado peligroso para sus funcionarios.
El detonante inmediato, en cambio, parece de chiste. Las revoluciones no las hace una persona, pero en este caso sí tenemos que apuntar a una: Francesco Bagnasco,
un veterano de 1820, que creía que los ciudadanos estaban dispuestos a enfrentarse a la tiranía y empapeló la ciudad de carteles que decían que el 12 de enero de 1848 se produciría un alzamiento aprovechando el cumpleaños del rey. Firmaba un “comité revolucionario” compuesto por Bagnasco solito, que parecía creer que si dices todas las mañanas veinte veces “voy a crear una revolución” delante del espejo, eso acabará pasando.
“Voy a mostrarle a Isabel quien manda. Voy a mostrarle a Isabel quien manda. Voy a mostrarle a Isabel quien manda. Voy a mostrarle a Isabel quien manda. Voy a mostrarle a Isabel quien manda…”
Cuando llegó el día, pues no había planes, ni conspiraciones, ni nada. Pero la ciudad se llenó de gente esperando ver algo, había corrido el vino por las celebraciones, los soldados desplegados estaban nerviosos, y lo de siempre, solo hace falta que a alguien se le vaya el dedo con el gatillo y la tenemos liada. Aquí, como en tantas capitales europeas a lo largo del año, la confianza en si mismo del régimen había colapsado mucho antes, facilitando la revuelta, en cuyo desarrollo jugaron un papel importante los cónsules extranjeros, mediando en favor de los revolucionarios.
Las noticias pronto llegaron a la capital, Nápoles, donde se formaron manifestaciones enormes, demasiado grandes para ser controladas por el ejército (que de todas formas había partido a Sicilia, para montar un ineficaz asedio a Palermo). Agobiado y acojonado, el gobierno se quedó bloqueado, y en su desesperación el rey prometió que vale, que habrá Constitución y además mando a mis tropas al norte a luchar por la libertad de Italia. La Constitución, eso sí, no estaría basada en la de Cádiz de 1812 (que era, pásmense, el paradigma de
pogreismo de la época), sino la mucho más modosita francesa de 1830, pero daba igual,
il popolo estaba encantado.
Italia en ese momento tenía dos candidatos a rey unificador, uno ciertamente inesperado desde nuestra óptica actual: Giovanni Maria Battista Pellegrino Isidoro Mastai Ferretti, conocido como Pio IX, elegido en 1846, campechano y popular, que decretó una amnistía nada más llegar, y en enero de 1848 fue el primer Papa en decir públicamente “Dios bendiga a Italia”, lo que llevó al pueblo al paroxismo. Los gritos de “¡Viva Pio Nono!” fueron parte de todas las revueltas italianas, al menos en su fase inicial, y en ocasiones iban con la coletilla “rey de Italia” (en otras, con “fin a los austriacos”).
El otro candidato era el rey de Piamonte,
Carlos Alberto -cuya dinastía a la larga completaría la tarea-, que, de hecho, va a hacer un quiebro inesperado: tras décadas de autocracia, sus asesores le lían para proclamar una constitución (esta sería “preventiva”, y además exitosa, porque Piamonte se libra de barricadas), con el subtexto “esto podría ser la base para una constitución de Italia entera”. Y cuela: en Milán, que en ese momento es una posesión austriaca (y cuyo alcalde,
Gabrio Casati, tiene a un hijo de oficial de artillería piamontés y al otro estudiando derecho en Innsbruck, una vela a Dios y otra al Diablo), deciden pedir ayuda a Piamonte para su “liberación”, una vez han logrado echar al ejército austriaco, que sin embargo no está derrotado (anécdotas curiosas: desde 1815, las dos primeras filas de
La Scala habían estado reservadas para oficiales austriacos, que incluso con media ciudad en llamas no se cortaron de asistir a la ópera).
La revolución empezaba a causar conflictos internacionales… aunque la operación militar piamontesa es de verdadero chiste: avanza tan lenta que los austriacos se reagrupan sin problemas, evita choques directos, y Carlos Alberto está mandando a todas las cancillerías de Europa mensajes secretos para explicar, “no, mirad, es que TENGO que intervenir porque si no acabamos teniendo una república liberal y democrática en Milán” (en este momento, decir
república liberal y democrática era como hoy decir
bolchevismo). De hecho, fue cuando ya se acercaban a Milán que los comandantes piamonteses se dieron cuenta de que no tenían tricolores italianas, y encargaron rápidamente unas setenta.
Pero mientras tanto en el sur, donde había empezado la cosa, los revolucionarios se toparon con un problema: el rey Fernando II de Borbón de las Dos Sicilias no quería jurar la nueva constitución en los términos acordados. El 15 de mayo los revolucionarios salieron a la calle, y viendo que los regimientos suizos del rey también lo hacían montaron barricadas, pero los realistas esta vez no tuvieron contemplaciones y aplastaron a los insurrectos a cañonazo limpio. La
Vía Toledo, cuna de la revuelta de enero, quedó sembrada de cadáveres, con unos cien muertos civiles, la mayoría desarmados. Un nuevo gobierno de leales enseguida proclamó que el 15 de mayo había sido una victoria sobre “comunistas” y que el rey “había defendido con éxito la constitución”, que pretendía proteger como la joya que era, faltaría.
Este es un momento tan bueno como cualquier otro para recordar que Don Juan Carlos de Borbón, rey por la gracia de Franco, nunca tuvo a bien jurar la Constitución española de 1978.
Asegurada Nápoles, los Borbones llamaron a las tropas de vuelta desde el norte y fueron a por Sicilia, que fue tratada como territorio a conquistar. Pese a los esfuerzos de los sicilianos (comandados por un polaco,
Ludwik Mierosławski, un
internacionalista que ya había luchado en Polonia en 1846 y 1848, ahora en Sicilia, y aún lo intentaría en Alemania y en Polonia en 1860), las tropas neapolitanas entraron en Palermo. Allí donde empezó todo, también empezó el final, pues la victoria de la reacción neapolitana envalentonó a los reaccionarios de todo el continente. (Pequeño consuelo: los Borbones de las Dos Sicilias apenas ganaron doce añitos más, hasta que
Garibaldi les pasó por encima en 1860.)
En el norte, mientras, ausente Nápoles, los austriacos recuperaron el terreno perdido y mediante una combinación de palo (
una masacre aquí, un bombardeo allá…) y zanahoria (promesas de eliminar los impuestos más odiados) el mariscal Radetzky (filosofía: “treinta años de paz bien valen tres días de sangre”) aisló a los revolucionarios en Venecia y Milán, mientras Piamonte se escabullía de vuelta a su terruño y Pio IX se distanciaba de la lucha contra Austria.
El Papa, de hecho, va a dar marcha atrás de manera tan exagerada que tendrá que salir por piernas de Roma, donde una de las revoluciones “de segunda ola” va a
proclamar una república con una constitución bastante progre, con abolición de la pena de fin y sufragio universal usado por medio millón de romanos (lo que tiene mérito, teniendo en cuenta las amenazas de excomulgación que lanza Pio IX desde su exilio con los Borbones en Nápoles). La cosa duró hasta que un Napoleón con ganas de congraciarse a la grey católica mandó a 10000 franceses (acompañados de 4000 españoles) a tomar Roma por asalto.