Clavisto
Será en Octubre
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Mirabas todo aquello como si no entendieras nada de lo que pasaba a tu alrededor
De esta manera, justo ahora hace algo más de dos días, unas cincuenta y una horas, pensé en empezar el relato que tu imagen de la tarde anterior trajo a mi mente mientras caminaba por el parque viejo del pueblo.
El mediodía de Navidad estaba siendo esplendoroso. Toda la niebla de los días previos, la misma que durante todo el día de hoy, semejante a ayer, no ha permitido que viésemos el sol, se había disipado hasta no dejar rastro alguno. En la amplia avenida en la que desemboca el gran parque nuevo se veía un continuo ir y venir de padres con los hijos que ilusionados estrenaban los regalos de Nochebuena: pequeñas bicicletas de llamativos colores con las dos ruedecillas de atrás puestas; patines con todo el equipo completo incluido (rodilleras, coderas y casco); balones de futbito, alguno de mini-basket, raquetas de tenis y de padel que iban a estrenarse en las cercanas y bien acondicionadas pistas multi-deportivas; había incluso quienes conducían patinetes eléctricos con una sonrisa tan grande como la que uno le pinta al sol cuando lo dibuja siendo niño. Todos acompañados de sus padres, algunas mamás empujando el carrito de otro hermanito y los papás vigilantes, orantes más bien, para que nada malo sucediera. También se veían perritos que papá Noel había dejado a alguna niña que se había portado especialmente bien; una pequeña iba hablándole a su recién estrenado juguete mientras sujetaba la correa con una manita y la otra se la amaba al padre; el perrillo la miraba de vez en cuando, parándose, como preguntándole con los ojos si estaba haciendo bien eso que ella decía, fuera lo que fuese aquello; entonces la niña reía nerviosa, miraba a su padre que sonreía, y le gritaba excitada que su perrito entendía lo que ella le decía.
Más adelante, ya fuera de allí y decidido a subir los molinos como una especie de acción de gracias por ese mediodía que más parecía primavera en Navidad que otra cosa, sucedió que los perros que se veían en la ya cercana lejanía no eran tan pequeños e iban sin correa de acá para allá ante la pasividad de sus amos, contentos de ir encontrándose con muchos otros como ellos. Y viendo a tantos extraños que iniciaban el peregrinaje en compañía de sus bestias, imaginando a todos la que podría ir encontrándome en el camino y tras un breve examen de mis nervios tras una larga noche, poco sueño, una buen resacón y un par de horas de limpieza de las huellas de la batalla que habían quedado en el bar, dejé la acción de gracias para otro momento menos dudoso. Tomé el camino normal y tras una larga y liberadora meada en el matorral de siempre pensé que la vuelta sería esta vez por esa calle que he descubierto hace poco, una paralela a la habitual pero en la que los gatos parecen ser los señores de la misma.
La primera vez que pasé por allí no tardé mucho en sorprenderme ante su actitud: permanecían tranquilos ante mi paso, sin soliviantarse. Algunos yacían tomando el sol sobre los capós y los techos de los coches, cosa que me hizo una gracia infinita; otros estaban en posición de esfinge sobre las aceras; algunos quedaban arrullados plácidamente sobre las raíces de los árboles; y todo ese raro silencio entre tanto gato feliz de estar bajo el sol me recordó a ti.
Llegaste al bar dentro de un grupito que comandaba alguien que sólo viene aquí por estas fechas, alguien no demasiado agradable de ver para mi. Una chica de boca cubista parecía ser su nueva pareja, cosa nada sorprendente; había también un tío mayor con aspecto de no querer estar allí y luego estabas tú. Enseguida me fijé en ti. Siempre me gustaron las mujeres con la piel ajustada y sin más colores que los que da la sangre.
Primero fueron los cafés y pronto, ya en el tumulto de esa tradicional tarde berlanguiana, se pasaron a las más que previsibles copas que el conocido empezó a trasegar con fruición aún con la nueva nota de "cortas", cosa que tampoco me sorprendió mucho pues es algo que ya vamos haciendo todos aunque al final acabemos como siempre. Tú no pediste nada más hasta que poco menos te obligaron a beber algo. Y fue entonces, una vez que yo andaba aclarando vasos, cuando miré como echabas un lento traguito, como hacen quienes no le gusta lo que están bebiendo, y sentí que justo en ese momento ibas a mirarme. Y me miraste con esa mirada reconocible y nunca olvidada, de felina salvaje. Y estuviste así un par de segundos, sin dejar de despegar tus labios de ese vaso que tan poco te estaba gustando lo que contenía.
En toda la tarde te oí hablar. Sólo estabas ahí de pie, viendo como se abrazaban los demás, oyendo sus gritos, sus risas, su creciente histeria, el nerviosismo general, la sensación de rapidez, de velocidad, de desenfreno que acompaña a todo lo vulgar y agotado en sí mismo mucho antes de llegar a haberlo sido en alguna ocasión...
Más tarde te irías en algún momento.
Y esa noche no, pero la siguiente soñé con aquella otra mujer que conociera exactamente igual que te conocí a ti.
Después pasamos doce años juntos que empezaron calentando los verdes bancos de las calles en Navidad y terminaron en el sopor de mi jaula hipotecada con calefacción de Gas Natural.
A ti no te volveré a ver.
O mucho me equivoco.
De esta manera, justo ahora hace algo más de dos días, unas cincuenta y una horas, pensé en empezar el relato que tu imagen de la tarde anterior trajo a mi mente mientras caminaba por el parque viejo del pueblo.
El mediodía de Navidad estaba siendo esplendoroso. Toda la niebla de los días previos, la misma que durante todo el día de hoy, semejante a ayer, no ha permitido que viésemos el sol, se había disipado hasta no dejar rastro alguno. En la amplia avenida en la que desemboca el gran parque nuevo se veía un continuo ir y venir de padres con los hijos que ilusionados estrenaban los regalos de Nochebuena: pequeñas bicicletas de llamativos colores con las dos ruedecillas de atrás puestas; patines con todo el equipo completo incluido (rodilleras, coderas y casco); balones de futbito, alguno de mini-basket, raquetas de tenis y de padel que iban a estrenarse en las cercanas y bien acondicionadas pistas multi-deportivas; había incluso quienes conducían patinetes eléctricos con una sonrisa tan grande como la que uno le pinta al sol cuando lo dibuja siendo niño. Todos acompañados de sus padres, algunas mamás empujando el carrito de otro hermanito y los papás vigilantes, orantes más bien, para que nada malo sucediera. También se veían perritos que papá Noel había dejado a alguna niña que se había portado especialmente bien; una pequeña iba hablándole a su recién estrenado juguete mientras sujetaba la correa con una manita y la otra se la amaba al padre; el perrillo la miraba de vez en cuando, parándose, como preguntándole con los ojos si estaba haciendo bien eso que ella decía, fuera lo que fuese aquello; entonces la niña reía nerviosa, miraba a su padre que sonreía, y le gritaba excitada que su perrito entendía lo que ella le decía.
Más adelante, ya fuera de allí y decidido a subir los molinos como una especie de acción de gracias por ese mediodía que más parecía primavera en Navidad que otra cosa, sucedió que los perros que se veían en la ya cercana lejanía no eran tan pequeños e iban sin correa de acá para allá ante la pasividad de sus amos, contentos de ir encontrándose con muchos otros como ellos. Y viendo a tantos extraños que iniciaban el peregrinaje en compañía de sus bestias, imaginando a todos la que podría ir encontrándome en el camino y tras un breve examen de mis nervios tras una larga noche, poco sueño, una buen resacón y un par de horas de limpieza de las huellas de la batalla que habían quedado en el bar, dejé la acción de gracias para otro momento menos dudoso. Tomé el camino normal y tras una larga y liberadora meada en el matorral de siempre pensé que la vuelta sería esta vez por esa calle que he descubierto hace poco, una paralela a la habitual pero en la que los gatos parecen ser los señores de la misma.
La primera vez que pasé por allí no tardé mucho en sorprenderme ante su actitud: permanecían tranquilos ante mi paso, sin soliviantarse. Algunos yacían tomando el sol sobre los capós y los techos de los coches, cosa que me hizo una gracia infinita; otros estaban en posición de esfinge sobre las aceras; algunos quedaban arrullados plácidamente sobre las raíces de los árboles; y todo ese raro silencio entre tanto gato feliz de estar bajo el sol me recordó a ti.
Llegaste al bar dentro de un grupito que comandaba alguien que sólo viene aquí por estas fechas, alguien no demasiado agradable de ver para mi. Una chica de boca cubista parecía ser su nueva pareja, cosa nada sorprendente; había también un tío mayor con aspecto de no querer estar allí y luego estabas tú. Enseguida me fijé en ti. Siempre me gustaron las mujeres con la piel ajustada y sin más colores que los que da la sangre.
Primero fueron los cafés y pronto, ya en el tumulto de esa tradicional tarde berlanguiana, se pasaron a las más que previsibles copas que el conocido empezó a trasegar con fruición aún con la nueva nota de "cortas", cosa que tampoco me sorprendió mucho pues es algo que ya vamos haciendo todos aunque al final acabemos como siempre. Tú no pediste nada más hasta que poco menos te obligaron a beber algo. Y fue entonces, una vez que yo andaba aclarando vasos, cuando miré como echabas un lento traguito, como hacen quienes no le gusta lo que están bebiendo, y sentí que justo en ese momento ibas a mirarme. Y me miraste con esa mirada reconocible y nunca olvidada, de felina salvaje. Y estuviste así un par de segundos, sin dejar de despegar tus labios de ese vaso que tan poco te estaba gustando lo que contenía.
En toda la tarde te oí hablar. Sólo estabas ahí de pie, viendo como se abrazaban los demás, oyendo sus gritos, sus risas, su creciente histeria, el nerviosismo general, la sensación de rapidez, de velocidad, de desenfreno que acompaña a todo lo vulgar y agotado en sí mismo mucho antes de llegar a haberlo sido en alguna ocasión...
Más tarde te irías en algún momento.
Y esa noche no, pero la siguiente soñé con aquella otra mujer que conociera exactamente igual que te conocí a ti.
Después pasamos doce años juntos que empezaron calentando los verdes bancos de las calles en Navidad y terminaron en el sopor de mi jaula hipotecada con calefacción de Gas Natural.
A ti no te volveré a ver.
O mucho me equivoco.
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