Relato dedicado a los foreros de la guardería "Experto onanista"

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23 Dic 2015
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Experto onanista​

El hombre llegó impaciente a su casa con el fin de meneársela.
¿Y por qué no? Llevaba todo el día sin descansar, salvo para echar la meadilla y notaba los huesos tensos y cargados (ni hablar de las narices). El cuello hablaba con su idioma particular: «tac, tac, colócame bien, por favor». Y solo los radicales piensan que darse autoplacer es equivalente al castigo ígneo.
Con una, toda la tensión volaría.
Se sentó en la silla de cuero del escritorio. Encendió su portátil HP y esperó a que la maldita barra del Windows 10 acabase de cargar. Un segundo. Dos segundos. Tres segundos. Da igual que el portátil costase mil euros que esa cosa de sistema operativo se ralentizaba como uno de cuatrocientos. Y cuando por fin apareció el escritorio del Windows, se maravilló (como hacía todos los días) con el fondo de pantalla: Scarlett Johansson desnuda delante de un espejo. Foto perfecta. La diosa pillada. Pero no son las únicas fotos que tenía almacenadas en la biblioteca de imágenes. La niña ricura de Disney, Miley Cyrus, cayó en sus garras hacía relativo escaso tiempo. Maravilloso. Puede ser fake, o no, —el hombre juraría que no—, pero esas tetitas jóvenes tienen su refinado contorno de «pija malcriada».
Como se le estaba poniendo al hombre…
Selena Gomez, la cantante y actriz de Disney Channel, fue otra de las antiguas incorporaciones. En la foto, la exnovia del niño prodigio de la tontería Justin Bieber, muestra sus dos montañas en pleno esplendor. Grandioso. Y que decir de Vanessa Hudgens, estrella de High School Musical, fotos practicando el lesbianismo. Tanta pureza por televisión y mírala luego, astuta, astuta y astuta, igual que todas.
No se quedan atrás los videos robados. Tenía almacenados decenas y decenas de ellos: Kim Kardashian, Paris Hilton, Pamela Anderson, Marilyn Monroe, Shakira, Kelly Hazel (video tomado en Tenerife). E incluso los tíos famosos no se quedan atrás: Colin Farell, el acondroplásico Verne Troyer, Rob Lowe, Dustin Neil Diamond, el rapero pedófilo R. Kelly…
Todo el mundo graba sus vídeos. Él no podía ser menos, pero a su manera, que era algo distinta a la de los demás. El hombre abrió el explorador de Internet y se metió en su página prono favorita, una donde las guapas jóvenes enseñan todo gratis. O casi gratis, no se consideraba de los que pagaba, pero alguna que otra vez tuvo que hacer uso de la tarjeta de crédito. Unas buenas berzas, y una buena raja, cuesta menos que ir al cine ¿cómo no iba a aprovechar la oportunidad?
La página web se dividía en dos secciones principales, en la parte inferior se veían las fotos de las modelos y los avisos de nuevas integrantes en el remoto caso que las haya; en la parte superior estaban los mensajes privados y las conversaciones. El hombre no tenía mensajes, eso es para afeminados. Las redes sociales son para afeminados. Chatear para decir tonterías es para afeminados. Interesarse por los demás es para afeminados. Estamos en un mundo de afeminados, pero él no lo era, por supuesto. Él se la zurraba con las tías más despampanantes que habían emergido de las dilatadas vaginas de sus guarras madres.
El momento se acercaba. Activó un filtro que hacía desaparecer a las mujeres gorditas (pulsó una opción que desechaba a las mujeres por encima de los sesenta kilos), y apareció iluminado en la pantalla las fotos de las elegidas: rubias, morenas y pelirrojas, tetonas y culonas. Mujeres capaces de hacer lo que fuese para que él, su papi, estuviese feliz.
Buenas chicas.
Miró foto por foto la mujer que más le interesaba (las conocía a todas, era un asiduo de la web). Su obsesión comenzó cuando la novia le dejó. Las depresiones son para afeminados, nada mejor para tratarlas que practicar ciber sesso (las chicas solo verían lo importante). Fue raro al principio: cambiar del sesso real al virtual, pero tampoco era muy distinto a ver una peli, o una revista.
El hombre se bajó los pantalones. El amigo estaba preparado.
Faltaba algo, pero no caía en que podía ser. Pensaba que lo tenía todo preparado, o casi: clínex, teléfono, ratón y teclado opcional por si llegaba el líquido, etcétera. Se levantó de la silla y fue hasta la cocina. Allí todo estaba en perfecto estado. Volvió a su cuarto y se dio cuenta de la tontería que era: abrir el correo electrónico. Día si y el otro también, lo abría, ya que estaba subscrito a multitud de webs eróticas que hacían buenos regalos; por ejemplo, hace unos días se enteró del primer interracial de la actriz Stoya, la diosa y reina del prono actual. A veces también mandan lo que denominaba «información defectuosa»: vaginas en lata, vaselina traseril, todo tipo de porras y látigos con fines sensuales, y una larga lista.
En este momento no había nada interesante, tenía cinco mensajes nuevos, y los cinco hacían promoción de un nuevo DVD promocional que recogía el bizarro sesso de mujeres embarazadas que le produjo un leve estreñimiento. Cerró el correo y volvió a la página de las cam prono. Deslizó el cursor en la barra desplazadora y nuevas fotos emergieron surcando la barrera de la provocación y la sexualidad.
Un momento, una chica nueva atrajo su atención. Dio un click en la foto y se agrandó hasta ocupar toda la pantalla. No se veía la cara (tímida, quizás), pero tenía unas caderas de infarto. Estaba colocada en la mundialmente conocida posición de «perrito». No pillarla, bien pillada, se le acabaría la tontería de las webs y esas pajadas. El hombre hizo otro clik en el link que permitía establecer conversación con ella, se recostó lo mejor que pudo en la silla y esperó hasta que la pantalla mostrase a la preciosidad.
Un segundo.
Dos segundos.
Tres segundos.
Apareció, pero más que aparecer, la imagen mostraba un cuarto a oscuras con una bombilla solitaria apuntando a la cama. Debajo de la cama había tirada unas esposas y varios plátanos típicos de un tentempié. Sin rastro de la chica. «Una traviesa, perfecto», pensó mientras esperaba a que apareciese. Sin quitar los ojos de la pantalla, el hombre arrojó sus vaqueros neցros hacia una estantería. La chica seguía sin aparecer. Era el momento de la llamada. No siempre, pero de vez en cuando, las que no tenían futuro ninguno en la web, hacían esperar a sus clientes. Era un gesto de mal gusto, por supuesto. Lo peor es el después, la pantomima que viene: que si está cansada, que si se arrepiente de entrar, tonterías, vamos. Para esos casos que tienes el «amiguito» en la palma de la mano, y la chica no aparece, no hay nada mejor que el zumbido. El hombre se imagina que es algo parecido a una leve sacudida eléctrica a un cuerpo amordazado e inútil. Llevó el cursor hasta la parte inferior izquierda y apretó un icono que parecía un trueno en escala diminuta. El cuarto de la imagen vibró.
Se encendió la luz. Una mujer —en realidad lo supuso por el contorno de la sombra que le acompañaba—, apareció en la habitación. El hombre supuso que estaría en el baño afeitándose su bendita zona del bajo vientre. La mujer se desplazó por toda la habitación, como si fuese un mosquito, y luego apagó la luz. El cuarto se quedó a oscuras.
Ya no era divertido.
Una sensación de intranquilidad se esparció en el cuerpo del hombre. Más sudor frío que provenía del cuello se reunió con el de la axila. El olor a sudor extendía su magnificencia por todo su cuarto como si fuese un alimento pasado de fecha. Seguramente la chica permanecía intacta con las manos encima de sus perfectos muslos. Hasta que, de pronto, la mujer (de nuevo, seguramente, ya que no la veía del todo, solo observaba sombras) deslizó un dedo por los poros fríos y húmedos de sus brazos y los pasó por sus cortas piernas atléticas. La sombra giró un poco la cabeza y el cuello parecía un dulce de chocolate.
La sombra de mujer abría y cerraba la boca (o la facción de sombra) diciendo: «tómame, hazme tuya, reviéntame con todo lo que tienes». El hombre la rompería, online, pero la rompería. La sentiría cerca e intangible, como la abstracta sensación de respirar y entonces, lo harían juntos.
El hombre se encontraba cómodo, pero siempre la sensación se puede mejorar, todo se puede mejorar. Hizo fuerza con la espalda y movió el sillón pocos centímetros hacia detrás y estiró las piernas por encima de la amplia mesa del escritorio. Un ligero temblor hizo que cayeran algunas revistas.
La mujer movió la pierna. Estaba ahí, podía olerlo cibernéticamente. El hombre le mandó otro zumbido y un mensaje se mostró en pantalla:
«Toda tuya»
«Por supuesto que lo eres», pensó el hombre, y después de la mujer dar el primer paso en la conversación, él activó la cam de su portátil (presionó el icono de la cámara), y acercó la pantalla a su ingle. Mostraba ese algo que se mueve sin pilas y que es el objeto de placer máximo. Volvió a colocar el portátil encima de su mesa, y se levantó, no quería que la cam mostrase su cara. Con un ligero toque del ratón minimizó la pantalla y buscó entre la larga lista el programa que permitía el control de la cam con una simple ejecución de varias teclas a la vez. Lo activó. Todo preparado. Se sentó. Desactivó la cam durante unos segundos, los cuales movió la pantalla del ordenador dirigiéndola a su barriga. «Poco a poco, todo lo que se hace rápido se hace mal», pensó, y activó la cam de nuevo (presionó «F5» más «C»). Y otro mensaje apareció:
«Quiero verlo de nuevo y más cerca»
El hombre se levantó y acercó la pantalla todo lo que pudo a su «alopécico» durante unos segundos, y luego la puso en la posición normal: «vista de barriga». Mientras, la mujer se movía por la habitación. Seguro que estaba excitada, cualquiera no ve algo tan espectacular como todos esos centímetros del hombre en todo su esplendor.
Fuera del mosaico de la imagen, había una lista de personas que estaban conectadas en ese momento y veían lo mismo que él. Normalmente se trata de pajilleros que solo miran, pero de vez en cuando, y sobre todo con las chicas nuevas, lanzan comentarios austeros como: «métete el dedo en el tercer ojo» o «muérdete los galletaes hasta dejar marca». Esta vez, todos estaban callados. Mejor, la mujer era solo para él.
«Me encanta», la pantalla volvía a emitir letras. El hombre, en pocos segundos, deparó en aquello que a la mujer le encantaba ¿La barriga? ¿O será lo poco que se ve de un cuarto con comida en el suelo? Quizás la mujer notase el deseo levitando y extendiéndose por los nervios. El hombre esperaba que no fuese nada de eso. Molaba más que sintiese ciber cariño por él. Más de una vez se imaginó quedando con alguna muchachita del Chat. La invitaría a una copa y luego la llevaría a su habitación. Seguramente sean unas cortesanacas en la cama, darían alaridos de caballo y harían magulladuras como gatos salvajes. Grabaría el sesso y lo emitiría junto a ella a cambio de muchos euros.
Grandioso.
La mujer, esbozada en una sombra perfecta, se sentó en la cama. El breve aleteo de sus dedos rozando las rodillas y las piernas había parado, y en este momento quedaba la parte más aburrida, el cara a cara: hablar para calentar.
— ¿Cómo te llamas? —preguntó la mujer.
El hombre tanteó la respuesta un segundo. No podía usar su nombre real, rompería el juego. Pensó un nombre rápido por el que le fuese imposible descubrirlo y que además fuese divertido. Ya que, por ejemplo, no molaría nada llamarse Raúl (se imaginó a la mujer diciéndole cosas guarras al oído: «Raúl, dame más fuerte; Raúl, apágame el fuego; Raúl, rompe la puerta de carne», y no le moló. Era un nombre demasiado común. Abelardo quizás tendría más suerte: «Abelardo, estás mojadito», «Abelardo muérdeme la oreja», pero tampoco le gustó. Giró su cabeza y observó los pósters de las paredes de su cuarto. Tenía a los grandes dioses del universo. Nada de Cristo, ni pajadas de esas. El maravilloso John Holmes y los treinta y cinco centímetros en alzamiento. jorobar, ¿cómo sería compartir un simple viaje a la orilla del mar con tal mamotreto? Rocco Siffredi, el otro grande, observaba al hombre desde una alfombra con un tapiz peculiar: su imagen a tamaño real. Y faltaba uno, el mito, el Zeus terrenal, el gran Ron Jeremy. El hombre obviaba detalles escabrosos de la carrera de Jeremy (autofelación, por ejemplo), pero el prototipo de icono sensual, impuesto solo por el buenorro de Jeremy (a su manera), seguía vivo para él. El hombre se dejó bigote con el objetivo de parecerse a él. Pero no ligaba como Jeremy, porque claro, el nabo no tenía la altura necesaria para equipararse a los maestros. Bueno, al menos intentó ganar simpatía. Veía todas las apariciones televisivas de Jeremy desde hacía años y se sabía de memoria sus guiones (y compraba sus productos alimenticios «Salsa picante»).
—Llámame Jeremy —escribió el hombre.
El verdadero Jeremy nunca tendría ciber sesso, por supuesto, pero él no lo era. Los contactos por ordenador solo son una breve distracción del mundo real. El mundo que come y eructa a gente como el hombre. El mundo que no llora cuando alguien cae. El mundo dominado por la perversidad y el horror.
—Jeremy, ¿qué te gusta hacer? —preguntó la mujer.
—Un poco de todo (menos lavarme los dientes, ducharme y retirar el cerumen de mis oídos) —contestó el hombre.
Jeremy se quedó observando la pantalla. Esperaba una risa leve que mostrase los blancos dientes extendiéndose como un arco iris. Pero no llegaba. La sombra no rió. Era como un muro.
Y al hombre no le gustaban los muros.
—¿Te gustan flacas o obesas? —preguntó la mujer.
—Dependiendo si saben colocarse bien de caballito, las prefiero obesas. Si les gusta que la tomen por detrás, las prefiero flacas.
Flacas. Rubias. Morenas. Rusas. Negras. El hombre no tenía prototipo de mujer. Mientras tuviese cerradura —el hombre era la llave—, podía sentirse en el cielo más literal jamás imaginado. Después contaría en orden inverso del uno al veinte reiteradas veces, y esperaría a llegar juntos. Y si no, pues a comerle el «helado». A las mujeres nunca se les puede dejar a medias.
—¿Te gustan las guarradas? —dijo la mujer.
—Por supuesto y más si me lo dices tú, preciosa.
Sabía que era preciosa sin haberla visto. Todas las mujeres lo son. Ya sea en tal cosa, o en tal otra. ¿Y a quien no le gustan las guarradas? (Métemela toda; eso es mío y de nadie más; papi dame duro; que entre toda; cómelo todo que es tuyo; toda la leche es mía; te voy a sacar toda la leche; que rico, dame más).
—¿Quieres que empecemos? —preguntó la mujer.
—Por supuesto —contestó el hombre.
Otra bombilla, puesta en el lateral derecho de la habitación, se encendió. Aún así, no mostró nada nuevo que el hombre no hubiese visto con anterioridad. Siempre hay habitaciones mejores. Prefería, por ejemplo, las chicas que jugaban a la Wii desnudas. O las que se hacían dedos en la calle (incluso en el cine). Una vez logró ver un show que consistía en meterse un plátano en un supermercado. Recordaba como el dinero no paraba de llegar a la mujer mientras todos los visionarios estallaban en mensajes obscenos. Pero eso no era divertido. A él, en particular, le gusta la intimidad. Y en ese excitante momento, a pesar de haber otros diez espectadores que no hablaban, sentía seguridad. El hombre mostró por segunda vez su regazo y los mensajes estallaron:
—Jajaja —rio alguien.
—Venga, animaos todos —dijo otro espectador anónimo.
—Una marabunta de penes. Perfecto, ya tengo para vomitar —contestó otro más.
—Que cosa más bonita, parece un juguete —escribió el último.
Al hombre los comentarios le daban igual. Él era Jeremy, y como tal, no deberían incordiar los mirones. Si Jeremy, el verdadero Jeremy, se autofeló delante de una cámara de video, el hombre podría aguantar el nerviosismo de estar siendo observado por decenas de ojos cachondos.
—¿Te gusta? —preguntó la mujer.
La mujer se dio la vuelta y enseñó su ojo ciego. Tenía un magnífico bombacha de leopardo… pero, por dios, era..., sin comentarios. Las nalgas parecían miles de objetos distintos: bloques de hormigón, plastilina disecada, globos de fiesta, platos… y la lista no paraba. La mujer movió sus nalgas, y era, en un simple adjetivo: «poco agradable». El hombre perdió la rigidez* y retiró la cam.
Los mensajes estallaron como si fuesen voladores en fin de año:
—Que gordita más bonita
—pompis para ordeñar. ¿Te gusta que te ordeñen?
—Métete un dildo.
—Si estuviese ahí te reventaría a pijazos.
Y los cachondos dejaron de emitir mensajes. Una sombra espesa envolvió el contorno de la mujer, de arriba a abajo. Se apagó la luz en la habitación. Un icono en la parte superior derecha de la web indicó al hombre que tenía un mensaje privado. Como estaba todo oscuro, y era una joven «extraña», no perdería nada por mirar el mensaje. Se subió los pantalones y «cliqueó».
—¿Por qué quitaste la cam? —preguntaba alguien (supuso que la mujer con el ojo ciego raro).
Las preguntas personales le incomodaban. Aquí venía para lo que venía, y punto. No tenía que responder preguntas y mucho menos a un ojo ciego con estrías.
—Que te den, subida de peso —respondió.
El hombre cerró la ventana de los mensajes y la de la mujer subida de peso y volvió a la pantalla inicial de elección de mujer. No había satisfecho su necesidad primaria y por lo tanto debería intentarlo con otra, y que, por supuesto, no fuese subida de peso.
Los nuevos rostros bellos rellenos de un falso photoshop abrieron todas las compuertas de su excitación. Internet es prono. prono equivale a Internet. Pero no son equiparables los videos prono a ver a una mujer real danzando para ti y haciendo todo lo que una mente enferma y perturbada puede imaginar. El photoshop es como los implantes mamarios de las más viejunas del Chat (treinta años, quizás más, pero todavía no había descubierto la forma de descubrir la edad de una persona por la estilizada forma del shishi).
Cuando estaba a punto de cliquear la ventana que correspondía a una rubia con ojos azules y cara de aduladora compulsiva, llegó otro maldito mensaje privado:
—Eres un mal agradecido. Tienes el mejor cuerpo delante de ti y te vas…
«Un buen cuerpo no es un cuerpo amorfo», pensó el hombre. Ese ojo ciego no está dentro de las elecciones básicas. Es un cuerpo feo, y punto. La mujer estaba virada. Tanto hablar con desconocidos vuelve a las personas paranoicas.
—Enséñame las berzas —respondió el hombre.
Podría tener buenas berzas. obesas, pero berzas al fin y al cabo. Un ojo ciego no podía menospreciar el impacto general del cuerpo ¿O sí? Bueno, daba igual, cuando uno está excitado sea mujer loba, zombie o vampiro, tiene donde meter por igual.
Una ventana opcional que solo se mostraba por conversaciones privadas e individuales, se desplegó cubriendo toda la ventana. El juguete sensual que el hombre anteriormente había visto debajo de la cama, estaba encima de las sábanas. La chica ya había estado jugando. Y sola. Jeremy no lo podía soportar.
El hombre se bajó los pantalones.
A partir de ahora, jugarían juntos.
La mujer apareció desde algún lugar que el hombre no había divisado, simplemente apareció, como si fuese un fantasma invisible que tomase un cuerpo sólido. No era tan subida de peso. Mejor dicho, no era subida de peso para nada. No pensaba ni que superase los cincuenta kilos. Pensó que quizás la excitación le había jugado una mala pasada, o el maldito karma que sale en las películas de televisión. La mujer estaba desnuda y era… perfecta. Las caderas habían disminuido el tamaño, y las berzas tenían la posición correcta y perfecta, ni grandes ni pequeñas, simplemente perfectas. El cuello era corto y sensual. Los labios de la boca eran gruesos (operados fijo) pero excitantes. Tenía dedos raquíticos y finos.
Finalmente, todos aquellos pensamientos impuros producidos por la imagen (soñada) de una «cosa rara», fue un lapsus momentáneo.
—¿Te gusta lo que ves? —preguntó la mujer.
—Me encanta —contestó el hombre.
El bombacha de leopardo no mostraba la bendita zona en donde si ella quería, él comería y bebería hasta que la fin llamase a su corazón. El hombre acarició «la cabeza» y acercó la cam a esa idílica porción de su cuerpo. Debían jugar en igualdad de situaciones. Si ella enseña, él enseña; si ella gime, él gime; si ella se corre, él se corre.
—Me encanta —escribió la mujer mientras acaricia sus senos que empiezan a ponerse duros—. ¿Puedo hacerte una pregunta?
—Por supuesto —contestó Jeremy. «Que la pregunta sea si tengo novia para quedar y mojar», pensó.
—¿Cuál es tu fantasía? —preguntó la mujer.
Antes de contestar, el hombre deparó en las fantasías. Su vida era una fantasía. El ciber sesso es una fantasía. Guardar las bombachas sucias de su exnovia debajo de su almohada es una fantasía. No quedaba nada por hacer. En sus años mozos practicaba el sesso al aire libre. Los asientos traseros del coche todavía olían a diversas vaginas. Señor, había incluso participado en tríos. Lo había hecho en un baño de la universidad. No se podía decir que fuese de fantasías incumplidas, pero le quedaba algo por hacer…
—Mi fantasía es hacerlo con un monstruo de película —contestó el hombre.
La mujer arqueó las cejas y sonrió. El tanguita se cayó de sus caderas y mostró una fina capa de vello en la zona del pubis.
—Trato hecho —contestó la mujer. Soy tu monstruo.
Y por fin ocurrió. El bombacha cayó al suelo y pudo verlo. Oh sí, lo vio. Era lo que esperaba desde hacía tanto tiempo… El hombre cayó de espaldas al suelo, una de las patas de la silla se rompió del impacto.
El vello fino del pubis de la mujer (o que él pensaba que era fino, estilizado y corto), crecía en largas ramificaciones que envolvía sus piernas. Parecía un árbol de pelo. La mujer reía. Los dedos de los pies eran deformes, como si fuesen piedras de distintos tamaños. Y la mujer seguía riendo. La barriga que fue subida de peso por un tiempo, y flaca en el último recuerdo, tenía la grasa enroscada como si fuese una manguera.
Era un monstruo. Su monstruo.
El hombre colocó la silla en la posición correcta (rompió una esquina del clínex y lo colocó sobre una de las patas de la silla), y esperó a que su monstruo de feria cambiase de forma.
Y lo hizo.
La nariz se alargó y recordó al niño Pinocho. Las orejas eran propias de un cuento de elfos. Los labios rellenitos, eran los propios de un tras*formista. Lo peor de todo es que el hombre seguía excitado. Y como nunca. Sentía que las venas, o lo que Dios quiera que tuviese su nabo, se romperían del alzamiento. No solo crecía, su platano se movía sola, como si fuese un bicho de alguna película de ciencia ficción.
«Todo para ella», dijo en voz alta.
La mujer rio. Rio. Y rio hasta que los dientes se cayeron de la boca, como si fuesen estalactitas de hielo puestas al sol. Entonces más pelo, como el de las piernas, emergió de la boca como si fuese una mano. La mujer era la reina de los pelos. El hombre colocó la palma de la mano derecha en su «amiguito» y lo movió a un ritmo lento, pausado. Quería que durase todo el tiempo del día, de la semana, del mes, del año, del mundo. Juntos hasta el fin de los días. Imaginó como sería hacerlo cara a cara, piel a piel, pelo a pelo, con la cosa esa y se excitaba aún más. Tenía que hacerlo parar. Tenía. Movía su muñeca envuelta en su «soldado» cada vez más rápido. Era un acto inconsciente. Cerraba los ojos de placer, pero cuando lo hacía la seguía viendo: ambos estaban envueltos en la magia de los pelos y el horror. Poseía a una elfa, a una loba, a una «Pinocho». Y más que a nadie más, se poseía a si mismo.
El hombre acabó y el líquido salió disparado. Pero eso no fue un impedimento para acabar. Seguía dura, le quedaban todavía otras millones de caricias frente a la pantalla que emitía el show de la mujer velluda.
Y otra.
Otra más.
El aire olía a sangre. Sangre en las manos. Sangre en su nabo. Sangre y leche unidos, compartiendo los dedos, las uñas, las venas de las manos…
Pero no podía parar. No quería mirar a su cosita. Solo podía mirar a la mujer velluda abierta de patas en la cama sucia y maloliente. La veía —o lo imaginaba— con los muslos velludos vibrando mientras se metía un animal, un ratón muerto, inerte, que desde la boca aun mantenía sus últimos esbozos de vida. Sangre y más sangre. El ratón dio paso al cepillo de dientes. Lo metía, lo sacaba, lo metía, lo sacaba. Gritaba a más no poder. Los altavoces estallarían de un momento a otro. Y estallarían con… pelos.

De los muslos del hombre desciende sangre líquida que estaciona en el suelo, donde desaparece formando charcos de distintos tamaños. Las ruedas de la silla dejan el rastro sobre el parqué del suelo, pero no de ahora, sino de hace varias horas, cuando el hombre todavía estaba vivo.
La pantalla sigue encendida. La mujer velluda no está de primer plano, pero se puede ver parte del cuarto oscuro, en realidad ya no tan oscuro. Las sombras en las paredes se han disipado, y muestran fotos, pero no fotos corrientes, sino rostros de personas, que al igual que el hombre, murieron desangrados al «azotarse» su miembro. No era grotesco, o no a primera vista, todos tenían la boca abierta y los ojos en blanco. Contactaban con el más allá. Murieron felices, al fin y al cabo, y con el nabo en la mano. No se puede pedir más.
 
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