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Será en Octubre
Los robots ya están aquí - National Geographic
Los robots ya están aquí
Llega la revolución de la robótica. Las máquinas se ocupan de labores que siempre habíamos desempeñado los humanos. Y nuestro modo de vida cambia.
Si es usted como la mayoría de la gente, probablemente no haya conocido nunca a un robot. Pero lo conocerá.
Yo conocí a uno el pasado mes de enero en las praderas de la frontera entre Colorado y Kansas, en compañía de un sanfranciscano llamado Noah Ready-Campbell. Hacia el sur se extendían hasta el horizonte hileras desiguales de aerogeneradores, como un ejército de refulgentes gigantes de tres brazos. Ante mí se abría el hoyo que alojaría la cimentación del siguiente molino.
Una Caterpillar 336 excavaba el hoyo en cuestión: 19 metros de diámetro, con paredes en un ángulo de 34 grados y un suelo casi totalmente plano a tres metros de profundidad. La excavadora amontonaba la tierra retirada allí donde no estorbase. Cada descenso, excavación, elevación, giro y suelta que describía aquella máquina de 37 toneladas exigía un control firme de los mandos y una acendrada capacidad de decisión. En América del Norte, un operador de excavadora con experiencia puede ganar 100.000 dólares al año.
Solo que el asiento de aquella excavadora estaba vacío. El operador iba tumbado sobre el techo de la cabina. No tenía manos; tres serpenteantes cables neցros lo conectaban directamente con el sistema de control del vehículo. Tampoco tenía ojos ni oídos, usaba láseres, GPS, videocámaras y sensores giroscópicos que calculan la orientación de un objeto en el espacio para monitorizar su trabajo. Ready-Campbell, cofundador de una empresa de San Francisco llamada Built Robotics, se encaramó a la excavadora y levantó una tapa en cuyo interior estaba el producto de su compañía: un dispositivo de 90 kilos que lleva a cabo una labor antes reservada a un ser humano.
«Aquí va la IA», dijo, señalando la colección de placas de circuitos, cableados y cajetines metálicos que componían la máquina: sensores para autoubicarse, cámaras para ver el entorno, controladores para enviar las órdenes a la excavadora, dispositivos de comunicación para que los humanos monitoricen su actividad y el procesador en el que su inteligencia artificial –o IA– toma las decisiones que habrían de corresponder a un operador humano. «Todas estas señales de control se tras*miten a los ordenadores que en condiciones normales responden a las palancas y pedales de la cabina».
Cuando yo era niño y soñaba con encontrarme con un robot al hacerme mayor, estaba convencido de que tendría el aspecto y la actitud de un humano, como el C-3PO de La guerra de las galaxias. En realidad, los robots que por entonces estaban instalándose en las fábricas no tenían nada que ver con aquella imagen. Hoy millones de estas máquinas industriales atornillan, sueldan, pintan y realizan otras tareas repetitivas propias de las líneas de montaje. Y a menudo están valladas para seguridad de los trabajadores humanos que aún quedan.
El dispositivo de Ready-Campbell no coincide con esa descripción. Es un nuevo tipo de robot, ni de lejos humano, pero aun así inteligente, competente y semoviente. Excepcionales en su día, estos aparatos –diseñados para «vivir» y trabajar con personas que nunca han tratado con robots– están instalándose sin prisa pero sin pausa en la vida cotidiana.
En 2020 ya hay robots que hacen tareas de inventario y limpian suelos en grandes superficies comerciales. Reponen artículos en los estantes y los bajan para su envío en los almacenes de distribución. Cosechan lechugas, manzanas y hasta frambuesas. Ayudan a niños autistas a socializar y a víctimas de accidentes cerebrovasculares a recuperar el uso de las extremidades. Patrullan fronteras y, en el caso del dron israelí Harop, atacan objetivos que juzgan hostiles. Los hay que confeccionan arreglos florales, ofician ceremonias religiosas, ofrecen monólogos humorísticos en el escenario y hacen de pareja sensual. Y todo ello, ya antes de la esa época en el 2020 de la que yo le hablo de la el bichito-19. De pronto, poner robots en lugar de personas (una idea que muchas mayorías del planeta parecen rechazar, según detectan las encuestas) se antoja sensato –cuando no imprescindible– desde el punto de vista médico.
Hoy los robots reparten comida en la ciudad inglesa de Milton Keynes, llevan y traen material en un hospital de Dallas, desinfectan habitaciones de ingresados en China y Europa y recorren los parques de Singapur, instando a los viandantes a mantener la distancia social.
La pasada primavera, en pleno colapso económico planetario, los fabricantes de robots con los que había contactado en 2019 al empezar a preparar este artículo me aseguraron que estaban recibiendo más solicitudes de información por parte de posibles clientes. En vista de la esa época en el 2020 de la que yo le hablo, mucha gente ha caído en la cuenta de que «la automatización va a ser parte del trabajo –me dijo Ready-Campbell en mayo–. Hasta ahora el impulsor había sido la eficiencia y la productividad, pero ahora se le suma un factor adicional, que es la salud y la seguridad».
Antes incluso del espaldarazo que significó la crisis de la el bichito, la tendencia tecnológica ya aceleraba la creación de robots integrables en nuestra vida cotidiana. Las piezas mecánicas eran cada vez más ligeras, baratas y robustas. Los componentes electrónicos concentraban más potencia de computación en menos espacio físico. Importantes saltos de ingeniería permitieron insertar potentes herramientas de procesamiento de datos en cuerpos robóticos. Los avances en comunicación digital posibilitaron dejar parte de los «cerebros» robóticos dentro de un ordenador externo, o conectar un robot individual con otros cientos para que compartiesen una inteligencia colectiva.
El espacio de trabajo del futuro inmediato «será un ecosistema de humanos y robots que colaboran para maximizar la eficiencia», me dijo Ahti Heinla, cofundador de Skype y de Starship Technologies, cuyos robots autónomos de reparto recorren sobre seis ruedas las calles de Milton Keynes y otras ciudades de Europa y Estados Unidos.
«Nos hemos acostumbrado a disponer de una inteligencia mecánica que podemos llevar encima –me decía Manuela Veloso, experta en robótica e IA de la Universidad Carnegie Mellon, de Pittsburgh, exhibiendo su teléfono inteligente–. Ahora tendremos que acostumbrarnos a inteligencias que tienen cuerpo y se mueven sin nuestra intervención».
Tras la puerta de su despacho, los «cobots» –robots colaborativos– de su equipo recorren los pasillos, guiando a los visitantes y llevando y trayendo papeleo. Parecen iPads colocados en expositores con ruedas. Pero se mueven solos, e incluso toman el ascensor cuando es necesario (con un pitido y una luz, solicitan a los humanos presentes que pulsen en su nombre los botones necesarios).
«Es inevitable: vamos a tener máquinas, criaturas artificiales, que serán parte de nuestra vida cotidiana –afirmó Veloso–. Cuando empiezas a concebir a los robots que te rodean como una tercera especie, sumada a la humana y la de las mascotas, surge el impulso de establecer vínculos con ellos».
Tendremos que discurrir cómo. «La gente tiene que entender que esto no es ciencia ficción; no es algo que vaya a ocurrir dentro de 20 años –añadió Veloso–. Ya está en marcha».
Vidal Pérez le cae bien su nuevo compañero de trabajo.
Durante siete años, este empleado de 34 años de Taylor Farms, una empresa de Salinas, California, se valió de un cuchillo de 18 centímetros para cortar lechugas. Doblando el lomo una y otra vez, cortaba el tallo de una lechuga romana o de una iceberg, arrancaba las hojas que no estaban perfectas y lanzaba la hortaliza a una cubeta.
Desde 2016 los cortes los hace un robot. Es una cosechadora con aspecto de tractor, de ocho metros y medio de largo, que va avanzando sistemáticamente por el cultivo, envuelta en la nube de neblina creada por el agua a presión con la que secciona cada lechuga en cuanto su sensor la detecta. Las lechugas cortadas caen a una cinta tras*portadora inclinada que las lleva hasta la plataforma de la cosechadora, donde un equipo de unos 20 empleados las clasifican en cubetas.
Conocí a Pérez un día de junio de 2019, de buena mañana, cuando hacía un descanso en su lugar de trabajo: nueve hectáreas de lechugas romanas que Taylor suministra a locales de comida rápida y establecimientos de alimentación. Un par de cientos de metros más allá, otra cuadrilla cortaba lechugas según la antigua usanza prerrobótica.
«Es mejor así, porque cortar lechuga a cuchillo cansa mucho más que con la máquina», dijo Pérez. Montado en el robot, rotaba cubetas en la cinta tras*portadora. No todos los operarios prefieren el nuevo sistema, me dijo. «Algunos compañeros quieren seguir como están. Y otros se aburren de estar en la máquina».
Taylor Farms es una de las primeras grandes agroempresas californianas que ha invertido en robotización. «Estamos viviendo un cambio generacional en la agricultura», me aseguró Mark Borman, presidente de Taylor Farms California. Los trabajadores de mayor edad se jubilan y los jóvenes no están dispuestos a ocupar unos empleos que implican deslomarse. La tendencia mundial hacia una restricción de las migraciones tras*fronterizas, aceleradas por el temor a la el bichito, tampoco ayuda. La agricultura está robotizándose en todo el planeta, dijo Borman. «Nosotros crecemos y la mano de obra se reduce, con lo cual los robots ofrecen una oportunidad que nos beneficia a todos».
Fue una consigna que oí con frecuencia el año pasado de boca de directivos de la agricultura y la construcción, la manufactura y la sanidad: estamos asignando tareas a los robots porque no encontramos personas dispuestas a hacerlas.
En el parque eólico de Colorado, ejecutivos de Mortenson Company, una constructora que alquila los robots de Built desde 2018, me hablaron de la desesperada escasez de trabajadores cualificados en su sector. Los robots de Built excavaron 21 cimentaciones en el parque eólico.
«Los operadores dicen cosas como "Vienen a robarnos el empleo" –me contó Derek Smith, director de innovación y eficiencia de Mortenson–. Pero en cuanto comprueban que el robot les ahorra mucho trabajo repetitivo sin que ellos se queden sin tareas, cambian de actitud».
En cuanto el robot acabó la excavación que estábamos observando, un humano a bordo de un buldócer dio los últimos toques y habilitó rampas. «En este trabajo tenemos 229 cimentaciones, con especificaciones prácticamente idénticas –dijo Smith–. Lo que queremos es liquidar las tareas repetitivas para que nuestros operadores se concentren en los aspectos que precisan más arte».
El tsunami de pérdidas de puestos de trabajo provocado por la esa época en el 2020 de la que yo le hablo no ha cambiado esta perspectiva, afirman tanto los fabricantes como los usuarios de robots. «Incluso con una tasa de paro elevadísima es imposible cubrir sin más las vacantes en las que se necesitan competencias superespecializadas,porque no tenemos gente formada para ellas», me aseguró Ben Wolff, presidente y director ejecutivo de Sarcos Robotics.
Esta empresa estadounidense radicada en Utah fabrica exoesqueletos, un tipo de robots que se llevan sobre el cuerpo para sumar a los movimientos de un trabajador humano la fuerza y la precisión de una máquina. Delta Air Lines acababa de iniciar los ensayos con un dispositivo Sarcos para mecánicos aeronáuticos cuando la esa época en el 2020 de la que yo le hablo dejó temblando al sector de la aviación.
Cuando hablé con Wolff esta primavera pasada, lo encontré optimista. «Asistimos a un frenazo a corto plazo, pero a largo plazo esperamos crecer».
En estos momentos, la mayoría de los empleadores busca medios para reducir el contacto entre sus empleados, y en ese sentido podría ser útil un aparato capaz de llevar a cabo las tareas de dos personas. Desde que estalló la esa época en el 2020 de la que yo le hablo, me dijo Wolff, Sarcos ha recibido una avalancha de consultas, algunas de empresas que jamás habrían creído interesadas, por ejemplo, una gran firma de productos electrónicos, una farmacéutica o una envasadora cárnica. Los fabricantes de productos electrónicos y de medicamentos querían mover suministros pesados con menos personal. La envasadora cárnica buscaba distanciar a sus trabajadores, normalmente hacinados.
En un mundo que hoy recela del contacto humano, no será fácil cubrir vacantes en el sector de cuidados infantiles y geriátricos. Maja Matarić, ingeniera informática y experta en robótica de la Universidad del Sur de California, desarrolla «robots socioasistenciales», máquinas que proporcionan apoyo social en vez de desempeñar labores físicas. Uno de los proyectos de su laboratorio, por ejemplo, es un entrenador robótico que guía a un usuario de edad avanzada por una rutina de ejercicios y luego lo anima a salir a la calle y dar un paseo.
«Dice: "Yo no puedo salir, pero ¿por qué no sale usted a dar un paseo y luego me lo cuenta?"», me explicó Matarić. El robot consiste en una cabeza, un tronco y unos brazos de plástico blanco montados sobre un soporte metálico con ruedas. Pero sus sensores y su software le permiten completar parte de las labores que corresponderían a un monitor humano; por ejemplo, decir «Doble un poco hacia dentro el antebrazo izquierdo» durante el ejercicio o «¡Bien hecho!» cuando concluye.
Recorrimos su laboratorio, un hervidero de jóvenes metidos en cubículos, trabajando en las tecnologías gracias a las cuales quizás un robot llegue algún día a propiciar el diálogo en un grupo de apoyo, o a responder de manera que la persona sienta que la máquina empatiza con ella. Pregunté a Matarić si a la gente le «daba cosa» la idea de poner una máquina a vigilar al abuelo.
«Nosotros no sustituimos a los cuidadores –me respondió–. Cubrimos una laguna. Los hijos adultos no pueden estar todo el día atendiendo a sus padres. Y en este país los cuidadores están mal pagados y mal considerados. Mientras eso no cambie, tendremos que recurrir a robots».
Unos días después de visitar a Matarić, en un mundo totalmente diferente a 30 kilómetros al sur de la universidad, cientos de estibadores se manifestaban contra los robots. Marchaban en el barrio de San Pedro de Los Ángeles, donde las grúas para contenedores descuellan sobre un paisaje de almacenes, muelles y modestas calles residenciales. Generaciones de integrantes de esta cohesionada comunidad se han dedicado a la estiba en los muelles. A la generación actual no le gustaba el proyecto de instalación de manipuladores robóticos de mercancías en la mayor terminal del puerto, aunque estas máquinas portuarias ya son comunes en todo el mundo, incluso en otros puertos de la zona de Los Ángeles.
Los estibadores no pretenden que el mundo se quede paralizado, me dijo Joe Buscaino, representante de San Pedro en la corporación municipal de Los Ángeles. San Pedro ya ha vivido zozobras económicas en el pasado, arrastrado por los altibajos de los sectores pesquero, conservero y naval. El problema de los robots, apuntó, es la velocidad con la que los empleadores están introduciéndolos en la vida de los trabajadores.
«Hace años mi padre vio que la pesca estaba agonizando, así que se colocó en una panadería –contó–. Tuvo la oportunidad de reinventarse. Pero la automatización puede ponerte de patitas en la calle de la noche a la mañana».
Entre los economistas hay opiniones encontradas sobre cuándo y cuánto afectarán los robots al empleo del futuro. Pero sí hay cierto consenso: para algunos trabajadores, la adaptación será infinitamente más dura.
«Está claro que muchos, muchísimos puestos de producción y ensamblaje desaparecen en cuanto una industria incorpora la robótica –me dijo Daron Acemoglu, un economista del MIT que ha estudiado los efectos de los robots y otras automatizaciones–. Esto no significa que la tecnología futura no pueda generar empleo. Pero la idea de que vamos a adoptar tecnologías de automatización a diestro y siniestro y crear simultáneamente un montón de puestos de trabajo es una quimera deliberadamente engañosa e incorrecta».
Pese al optimismo de inversores, investigadores y emprendedores de start-ups, son muchos los que como Buscaino ven con recelo un futuro poblado de robots. Temen que las máquinas no solo se hagan con la parte más dura del trabajo, sino con el puesto entero, o al menos con la parte más cualificada, la de mayor prestigio… y bien remunerada. (Este proceso es tan prevalente que los economistas le han dado nombre: «descualificación»). También existe miedo a que los robots hagan del trabajo un espacio más estresante, quizás incluso más peligroso.
Beth Gutelius, urbanista y economista de la Universidad de Illinois en Chicago que ha investigado el sector del almacenamiento, me habló de unas instalaciones que visitó tras su robotización. Los robots entregaban rápidamente artículos a los humanos para su embalaje, con lo cual ahorraban a los trabajadores incontables idas y venidas. Pero también los agobiaban con su ritmo incesante y eliminaban las ocasiones de hablar entre ellos.
Las empresas deberían tener en cuenta que este tipo de estrés sobre los recursos humanos «es insano y repercute sobre el bienestar de los trabajadores», apunta Dawn Castillo, epidemióloga que dirige la investigación sobre robots laborales en el Instituto Nacional de Salud y Seguridad en el Trabajo de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades. De hecho, el Centro de Investigación en Robótica Laboral prevé que los fallecimientos asociados a los robots «probablemente aumenten con el tiempo», según aparece en su página web. Es así porque cada vez hay más robots en más lugares, y porque están trabajando en entornos nuevos, donde se topan con personas que no saben a qué atenerse y con situaciones que sus diseñadores no siempre han previsto.
En San Pedro, a raíz de que Buscaino ganase una votación municipal para paralizar el plan de automatización, el Sindicato Internacional de Estiba y Almacenaje firmó lo que el presidente de la sección local del sindicato llamó un acuerdo «agridulce» con Maersk, el conglomerado danés que opera la terminal de contenedores. Los estibadores aceptaron dejar de oponerse a la robotización a cambio de que 450 mecánicos recibiesen formación para trabajar con los robots. Otros 450 empleados serán «recualificados»: recibirán formación para dedicarse a nuevas tareas con alta presencia tecnológica.
Está por ver hasta qué punto tienen éxito esos programas de cualificación, opina Buscaino, sobre todo en el caso de los trabajadores de mediana edad. Un amigo suyo es mecánico; su experiencia lo deja en buena situación para añadir el mantenimiento de robots a su lista de competencias. En cambio, «mi cuñado Dominic, que es estibador, ni se hace idea de cómo trabajar con estas máquinas. Y tiene 56 años».
(Continúa...)
Los robots ya están aquí
Llega la revolución de la robótica. Las máquinas se ocupan de labores que siempre habíamos desempeñado los humanos. Y nuestro modo de vida cambia.
Si es usted como la mayoría de la gente, probablemente no haya conocido nunca a un robot. Pero lo conocerá.
Yo conocí a uno el pasado mes de enero en las praderas de la frontera entre Colorado y Kansas, en compañía de un sanfranciscano llamado Noah Ready-Campbell. Hacia el sur se extendían hasta el horizonte hileras desiguales de aerogeneradores, como un ejército de refulgentes gigantes de tres brazos. Ante mí se abría el hoyo que alojaría la cimentación del siguiente molino.
Una Caterpillar 336 excavaba el hoyo en cuestión: 19 metros de diámetro, con paredes en un ángulo de 34 grados y un suelo casi totalmente plano a tres metros de profundidad. La excavadora amontonaba la tierra retirada allí donde no estorbase. Cada descenso, excavación, elevación, giro y suelta que describía aquella máquina de 37 toneladas exigía un control firme de los mandos y una acendrada capacidad de decisión. En América del Norte, un operador de excavadora con experiencia puede ganar 100.000 dólares al año.
Solo que el asiento de aquella excavadora estaba vacío. El operador iba tumbado sobre el techo de la cabina. No tenía manos; tres serpenteantes cables neցros lo conectaban directamente con el sistema de control del vehículo. Tampoco tenía ojos ni oídos, usaba láseres, GPS, videocámaras y sensores giroscópicos que calculan la orientación de un objeto en el espacio para monitorizar su trabajo. Ready-Campbell, cofundador de una empresa de San Francisco llamada Built Robotics, se encaramó a la excavadora y levantó una tapa en cuyo interior estaba el producto de su compañía: un dispositivo de 90 kilos que lleva a cabo una labor antes reservada a un ser humano.
«Aquí va la IA», dijo, señalando la colección de placas de circuitos, cableados y cajetines metálicos que componían la máquina: sensores para autoubicarse, cámaras para ver el entorno, controladores para enviar las órdenes a la excavadora, dispositivos de comunicación para que los humanos monitoricen su actividad y el procesador en el que su inteligencia artificial –o IA– toma las decisiones que habrían de corresponder a un operador humano. «Todas estas señales de control se tras*miten a los ordenadores que en condiciones normales responden a las palancas y pedales de la cabina».
Cuando yo era niño y soñaba con encontrarme con un robot al hacerme mayor, estaba convencido de que tendría el aspecto y la actitud de un humano, como el C-3PO de La guerra de las galaxias. En realidad, los robots que por entonces estaban instalándose en las fábricas no tenían nada que ver con aquella imagen. Hoy millones de estas máquinas industriales atornillan, sueldan, pintan y realizan otras tareas repetitivas propias de las líneas de montaje. Y a menudo están valladas para seguridad de los trabajadores humanos que aún quedan.
El dispositivo de Ready-Campbell no coincide con esa descripción. Es un nuevo tipo de robot, ni de lejos humano, pero aun así inteligente, competente y semoviente. Excepcionales en su día, estos aparatos –diseñados para «vivir» y trabajar con personas que nunca han tratado con robots– están instalándose sin prisa pero sin pausa en la vida cotidiana.
En 2020 ya hay robots que hacen tareas de inventario y limpian suelos en grandes superficies comerciales. Reponen artículos en los estantes y los bajan para su envío en los almacenes de distribución. Cosechan lechugas, manzanas y hasta frambuesas. Ayudan a niños autistas a socializar y a víctimas de accidentes cerebrovasculares a recuperar el uso de las extremidades. Patrullan fronteras y, en el caso del dron israelí Harop, atacan objetivos que juzgan hostiles. Los hay que confeccionan arreglos florales, ofician ceremonias religiosas, ofrecen monólogos humorísticos en el escenario y hacen de pareja sensual. Y todo ello, ya antes de la esa época en el 2020 de la que yo le hablo de la el bichito-19. De pronto, poner robots en lugar de personas (una idea que muchas mayorías del planeta parecen rechazar, según detectan las encuestas) se antoja sensato –cuando no imprescindible– desde el punto de vista médico.
Hoy los robots reparten comida en la ciudad inglesa de Milton Keynes, llevan y traen material en un hospital de Dallas, desinfectan habitaciones de ingresados en China y Europa y recorren los parques de Singapur, instando a los viandantes a mantener la distancia social.
La pasada primavera, en pleno colapso económico planetario, los fabricantes de robots con los que había contactado en 2019 al empezar a preparar este artículo me aseguraron que estaban recibiendo más solicitudes de información por parte de posibles clientes. En vista de la esa época en el 2020 de la que yo le hablo, mucha gente ha caído en la cuenta de que «la automatización va a ser parte del trabajo –me dijo Ready-Campbell en mayo–. Hasta ahora el impulsor había sido la eficiencia y la productividad, pero ahora se le suma un factor adicional, que es la salud y la seguridad».
Antes incluso del espaldarazo que significó la crisis de la el bichito, la tendencia tecnológica ya aceleraba la creación de robots integrables en nuestra vida cotidiana. Las piezas mecánicas eran cada vez más ligeras, baratas y robustas. Los componentes electrónicos concentraban más potencia de computación en menos espacio físico. Importantes saltos de ingeniería permitieron insertar potentes herramientas de procesamiento de datos en cuerpos robóticos. Los avances en comunicación digital posibilitaron dejar parte de los «cerebros» robóticos dentro de un ordenador externo, o conectar un robot individual con otros cientos para que compartiesen una inteligencia colectiva.
El espacio de trabajo del futuro inmediato «será un ecosistema de humanos y robots que colaboran para maximizar la eficiencia», me dijo Ahti Heinla, cofundador de Skype y de Starship Technologies, cuyos robots autónomos de reparto recorren sobre seis ruedas las calles de Milton Keynes y otras ciudades de Europa y Estados Unidos.
«Nos hemos acostumbrado a disponer de una inteligencia mecánica que podemos llevar encima –me decía Manuela Veloso, experta en robótica e IA de la Universidad Carnegie Mellon, de Pittsburgh, exhibiendo su teléfono inteligente–. Ahora tendremos que acostumbrarnos a inteligencias que tienen cuerpo y se mueven sin nuestra intervención».
Tras la puerta de su despacho, los «cobots» –robots colaborativos– de su equipo recorren los pasillos, guiando a los visitantes y llevando y trayendo papeleo. Parecen iPads colocados en expositores con ruedas. Pero se mueven solos, e incluso toman el ascensor cuando es necesario (con un pitido y una luz, solicitan a los humanos presentes que pulsen en su nombre los botones necesarios).
«Es inevitable: vamos a tener máquinas, criaturas artificiales, que serán parte de nuestra vida cotidiana –afirmó Veloso–. Cuando empiezas a concebir a los robots que te rodean como una tercera especie, sumada a la humana y la de las mascotas, surge el impulso de establecer vínculos con ellos».
Tendremos que discurrir cómo. «La gente tiene que entender que esto no es ciencia ficción; no es algo que vaya a ocurrir dentro de 20 años –añadió Veloso–. Ya está en marcha».
Vidal Pérez le cae bien su nuevo compañero de trabajo.
Durante siete años, este empleado de 34 años de Taylor Farms, una empresa de Salinas, California, se valió de un cuchillo de 18 centímetros para cortar lechugas. Doblando el lomo una y otra vez, cortaba el tallo de una lechuga romana o de una iceberg, arrancaba las hojas que no estaban perfectas y lanzaba la hortaliza a una cubeta.
Desde 2016 los cortes los hace un robot. Es una cosechadora con aspecto de tractor, de ocho metros y medio de largo, que va avanzando sistemáticamente por el cultivo, envuelta en la nube de neblina creada por el agua a presión con la que secciona cada lechuga en cuanto su sensor la detecta. Las lechugas cortadas caen a una cinta tras*portadora inclinada que las lleva hasta la plataforma de la cosechadora, donde un equipo de unos 20 empleados las clasifican en cubetas.
Conocí a Pérez un día de junio de 2019, de buena mañana, cuando hacía un descanso en su lugar de trabajo: nueve hectáreas de lechugas romanas que Taylor suministra a locales de comida rápida y establecimientos de alimentación. Un par de cientos de metros más allá, otra cuadrilla cortaba lechugas según la antigua usanza prerrobótica.
«Es mejor así, porque cortar lechuga a cuchillo cansa mucho más que con la máquina», dijo Pérez. Montado en el robot, rotaba cubetas en la cinta tras*portadora. No todos los operarios prefieren el nuevo sistema, me dijo. «Algunos compañeros quieren seguir como están. Y otros se aburren de estar en la máquina».
Taylor Farms es una de las primeras grandes agroempresas californianas que ha invertido en robotización. «Estamos viviendo un cambio generacional en la agricultura», me aseguró Mark Borman, presidente de Taylor Farms California. Los trabajadores de mayor edad se jubilan y los jóvenes no están dispuestos a ocupar unos empleos que implican deslomarse. La tendencia mundial hacia una restricción de las migraciones tras*fronterizas, aceleradas por el temor a la el bichito, tampoco ayuda. La agricultura está robotizándose en todo el planeta, dijo Borman. «Nosotros crecemos y la mano de obra se reduce, con lo cual los robots ofrecen una oportunidad que nos beneficia a todos».
Fue una consigna que oí con frecuencia el año pasado de boca de directivos de la agricultura y la construcción, la manufactura y la sanidad: estamos asignando tareas a los robots porque no encontramos personas dispuestas a hacerlas.
En el parque eólico de Colorado, ejecutivos de Mortenson Company, una constructora que alquila los robots de Built desde 2018, me hablaron de la desesperada escasez de trabajadores cualificados en su sector. Los robots de Built excavaron 21 cimentaciones en el parque eólico.
«Los operadores dicen cosas como "Vienen a robarnos el empleo" –me contó Derek Smith, director de innovación y eficiencia de Mortenson–. Pero en cuanto comprueban que el robot les ahorra mucho trabajo repetitivo sin que ellos se queden sin tareas, cambian de actitud».
En cuanto el robot acabó la excavación que estábamos observando, un humano a bordo de un buldócer dio los últimos toques y habilitó rampas. «En este trabajo tenemos 229 cimentaciones, con especificaciones prácticamente idénticas –dijo Smith–. Lo que queremos es liquidar las tareas repetitivas para que nuestros operadores se concentren en los aspectos que precisan más arte».
El tsunami de pérdidas de puestos de trabajo provocado por la esa época en el 2020 de la que yo le hablo no ha cambiado esta perspectiva, afirman tanto los fabricantes como los usuarios de robots. «Incluso con una tasa de paro elevadísima es imposible cubrir sin más las vacantes en las que se necesitan competencias superespecializadas,porque no tenemos gente formada para ellas», me aseguró Ben Wolff, presidente y director ejecutivo de Sarcos Robotics.
Esta empresa estadounidense radicada en Utah fabrica exoesqueletos, un tipo de robots que se llevan sobre el cuerpo para sumar a los movimientos de un trabajador humano la fuerza y la precisión de una máquina. Delta Air Lines acababa de iniciar los ensayos con un dispositivo Sarcos para mecánicos aeronáuticos cuando la esa época en el 2020 de la que yo le hablo dejó temblando al sector de la aviación.
Cuando hablé con Wolff esta primavera pasada, lo encontré optimista. «Asistimos a un frenazo a corto plazo, pero a largo plazo esperamos crecer».
En estos momentos, la mayoría de los empleadores busca medios para reducir el contacto entre sus empleados, y en ese sentido podría ser útil un aparato capaz de llevar a cabo las tareas de dos personas. Desde que estalló la esa época en el 2020 de la que yo le hablo, me dijo Wolff, Sarcos ha recibido una avalancha de consultas, algunas de empresas que jamás habrían creído interesadas, por ejemplo, una gran firma de productos electrónicos, una farmacéutica o una envasadora cárnica. Los fabricantes de productos electrónicos y de medicamentos querían mover suministros pesados con menos personal. La envasadora cárnica buscaba distanciar a sus trabajadores, normalmente hacinados.
En un mundo que hoy recela del contacto humano, no será fácil cubrir vacantes en el sector de cuidados infantiles y geriátricos. Maja Matarić, ingeniera informática y experta en robótica de la Universidad del Sur de California, desarrolla «robots socioasistenciales», máquinas que proporcionan apoyo social en vez de desempeñar labores físicas. Uno de los proyectos de su laboratorio, por ejemplo, es un entrenador robótico que guía a un usuario de edad avanzada por una rutina de ejercicios y luego lo anima a salir a la calle y dar un paseo.
«Dice: "Yo no puedo salir, pero ¿por qué no sale usted a dar un paseo y luego me lo cuenta?"», me explicó Matarić. El robot consiste en una cabeza, un tronco y unos brazos de plástico blanco montados sobre un soporte metálico con ruedas. Pero sus sensores y su software le permiten completar parte de las labores que corresponderían a un monitor humano; por ejemplo, decir «Doble un poco hacia dentro el antebrazo izquierdo» durante el ejercicio o «¡Bien hecho!» cuando concluye.
Recorrimos su laboratorio, un hervidero de jóvenes metidos en cubículos, trabajando en las tecnologías gracias a las cuales quizás un robot llegue algún día a propiciar el diálogo en un grupo de apoyo, o a responder de manera que la persona sienta que la máquina empatiza con ella. Pregunté a Matarić si a la gente le «daba cosa» la idea de poner una máquina a vigilar al abuelo.
«Nosotros no sustituimos a los cuidadores –me respondió–. Cubrimos una laguna. Los hijos adultos no pueden estar todo el día atendiendo a sus padres. Y en este país los cuidadores están mal pagados y mal considerados. Mientras eso no cambie, tendremos que recurrir a robots».
Unos días después de visitar a Matarić, en un mundo totalmente diferente a 30 kilómetros al sur de la universidad, cientos de estibadores se manifestaban contra los robots. Marchaban en el barrio de San Pedro de Los Ángeles, donde las grúas para contenedores descuellan sobre un paisaje de almacenes, muelles y modestas calles residenciales. Generaciones de integrantes de esta cohesionada comunidad se han dedicado a la estiba en los muelles. A la generación actual no le gustaba el proyecto de instalación de manipuladores robóticos de mercancías en la mayor terminal del puerto, aunque estas máquinas portuarias ya son comunes en todo el mundo, incluso en otros puertos de la zona de Los Ángeles.
Los estibadores no pretenden que el mundo se quede paralizado, me dijo Joe Buscaino, representante de San Pedro en la corporación municipal de Los Ángeles. San Pedro ya ha vivido zozobras económicas en el pasado, arrastrado por los altibajos de los sectores pesquero, conservero y naval. El problema de los robots, apuntó, es la velocidad con la que los empleadores están introduciéndolos en la vida de los trabajadores.
«Hace años mi padre vio que la pesca estaba agonizando, así que se colocó en una panadería –contó–. Tuvo la oportunidad de reinventarse. Pero la automatización puede ponerte de patitas en la calle de la noche a la mañana».
Entre los economistas hay opiniones encontradas sobre cuándo y cuánto afectarán los robots al empleo del futuro. Pero sí hay cierto consenso: para algunos trabajadores, la adaptación será infinitamente más dura.
«Está claro que muchos, muchísimos puestos de producción y ensamblaje desaparecen en cuanto una industria incorpora la robótica –me dijo Daron Acemoglu, un economista del MIT que ha estudiado los efectos de los robots y otras automatizaciones–. Esto no significa que la tecnología futura no pueda generar empleo. Pero la idea de que vamos a adoptar tecnologías de automatización a diestro y siniestro y crear simultáneamente un montón de puestos de trabajo es una quimera deliberadamente engañosa e incorrecta».
Pese al optimismo de inversores, investigadores y emprendedores de start-ups, son muchos los que como Buscaino ven con recelo un futuro poblado de robots. Temen que las máquinas no solo se hagan con la parte más dura del trabajo, sino con el puesto entero, o al menos con la parte más cualificada, la de mayor prestigio… y bien remunerada. (Este proceso es tan prevalente que los economistas le han dado nombre: «descualificación»). También existe miedo a que los robots hagan del trabajo un espacio más estresante, quizás incluso más peligroso.
Beth Gutelius, urbanista y economista de la Universidad de Illinois en Chicago que ha investigado el sector del almacenamiento, me habló de unas instalaciones que visitó tras su robotización. Los robots entregaban rápidamente artículos a los humanos para su embalaje, con lo cual ahorraban a los trabajadores incontables idas y venidas. Pero también los agobiaban con su ritmo incesante y eliminaban las ocasiones de hablar entre ellos.
Las empresas deberían tener en cuenta que este tipo de estrés sobre los recursos humanos «es insano y repercute sobre el bienestar de los trabajadores», apunta Dawn Castillo, epidemióloga que dirige la investigación sobre robots laborales en el Instituto Nacional de Salud y Seguridad en el Trabajo de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades. De hecho, el Centro de Investigación en Robótica Laboral prevé que los fallecimientos asociados a los robots «probablemente aumenten con el tiempo», según aparece en su página web. Es así porque cada vez hay más robots en más lugares, y porque están trabajando en entornos nuevos, donde se topan con personas que no saben a qué atenerse y con situaciones que sus diseñadores no siempre han previsto.
En San Pedro, a raíz de que Buscaino ganase una votación municipal para paralizar el plan de automatización, el Sindicato Internacional de Estiba y Almacenaje firmó lo que el presidente de la sección local del sindicato llamó un acuerdo «agridulce» con Maersk, el conglomerado danés que opera la terminal de contenedores. Los estibadores aceptaron dejar de oponerse a la robotización a cambio de que 450 mecánicos recibiesen formación para trabajar con los robots. Otros 450 empleados serán «recualificados»: recibirán formación para dedicarse a nuevas tareas con alta presencia tecnológica.
Está por ver hasta qué punto tienen éxito esos programas de cualificación, opina Buscaino, sobre todo en el caso de los trabajadores de mediana edad. Un amigo suyo es mecánico; su experiencia lo deja en buena situación para añadir el mantenimiento de robots a su lista de competencias. En cambio, «mi cuñado Dominic, que es estibador, ni se hace idea de cómo trabajar con estas máquinas. Y tiene 56 años».
(Continúa...)
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