Que paguen ellos también: breve compendio de la crisis en España

srrosa

Madmaxista
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Es un texto de Jotdown, así que aviso, tocho

La crisis financiera ha traído, entre otros efectos, una enorme cantidad de sarama informativa. Esto no es nuevo: un alto porcentaje de la prensa diaria se escribe solo para llenar papel, práctica tan antigua que Arthur Schopenhauer tuvo tiempo de denunciarla: “Existen dos tipos de escritores: aquellos cuyo motivo para escribir es el fondo y aquellos cuyo motivo para escribir es el hecho mismo de escribir. Los primeros han tenido pensamientos que les parece que vale la pena compartir; los segundos necesitan dinero y por eso escriben, por dinero”. Estos últimos, ni que decir tiene, son “amigos del claroscuro” y por este motivo su escritura carece de toda precisión. De ahí que se pueda notar en seguida que solo escriben para llenar papel.

En el caso de la crisis cualquier relajación, no obstante, resulta inaceptable, por mucho beneficio que tal o cual artículo pueda reportar al experto que lo suscribe. Esta literatura o sarama informativa responde, de modo general, a una corriente que trata de calmar los ánimos y se adscribe, con ánimo más o menos deliberado, a la llamada escuela neoliberal de pensamiento, que es lo que la mayoría del público lector ha terminado por asumir. De forma sintética, la tesis fundamental de tales artículos acusa a la sociedad española de irresponsable y concluye, por no decir celebra, que los recortes representan la justa respuesta a su insensato comportamiento. El objetivo de dicha operación desinformativa es, en suma, hacer creer a la clase media que es partícipe principal del desastre y que por lo tanto ha de pagar el fin de fiesta. Dado su cometido, dichos documentos suelen fundarse en una serie de tópicos y también en la ocultación de la naturaleza real de la crisis. No se pretende insinuar aquí que la clase asalariada no tenga ninguna responsabilidad en la ruina actual del país. Pero queremos poner el énfasis en que ese colectivo no es el único ni principal culpable ni tiene que cargar sobre sus hombros el peso principal de la ruina nacional. Este texto se opone a una consigna política que se ha propagado como la pólvora.

El sentimiento general de la población, eficazmente delineado por una escuela neoliberal que cuenta con el respaldo de una ingente literatura académica pero cuyo crédito científico es nulo, sostiene que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Y que ahora corresponde pagar colectivamente la factura. Esto es una monumental mentira que confirma, entre otros extremos, que dicha escuela neoliberal no basa sus tesis en evidencias empíricas sino en corrientes (interesadas) de pensamiento, eso sí, emitidas con gran prosopopeya y repetidas hasta la saciedad. Así luce la economía. Una de las más sombrías lecciones del presente es que quienes pretenden sacarnos de la depresión son las cabezas especulativas que nos metieron en ella y lo que es peor, van armados con la misma ideología que nos condujo al abismo. Esto, que es fabuloso, pone los pelos de punta. Fíjense que un problema no se resuelve con las premisas que lo crearon. Pero ahí andamos.

Díaz FerránComo resultado de esa poderosa ofensiva de la élite neoliberal, a la que hay que reconocer una sensacional falta de escrúpulos para enriquecerse, la prensa abunda en pretendidos principios económicos de validez universal. Estos preceptos, en su mayoría falsos, se repiten en un medio y otro y se realimentan hasta convertirse en moneda común. La única solidez de tales principios es, como se ha dicho, su indiscutible capacidad de persuasión. Y suelen defenderse porque eximen de toda responsabilidad a quien los publica. Señalemos un par de tales mentiras. La primera, repetida ad náuseam, sostiene que España padece una hiperinflación crónica de empleados públicos. Es obvio que hay funcionarios que no trabajan y que debería haber mecanismos simples para despedirlos, como en cualquier empresa. Pero argumentar que dado que hay funcionarios indolentes todos merecen que les bajen el sueldo —aprovechando la coyuntura de recortes presupuestarios— supone un evidente desatino, lo mismo que no tiene ningún sentido pretender que quien disfruta de un empleo vitalicio —por motivos justificados— vaya a aceptar un recorte salarial ad infinitum. A ningún empresario en su sano juicio se le ocurriría bajar el sueldo a todos sus empleados por el simple motivo de que una fracción se conduce irresponsablemente o de que disfruta de un contrato indefinido. En cualquier caso, si se consultan las cifras, se comprueba que España disfruta de la proporción de empleados públicos más baja de la UE-15.

Otra mentira muy apreciada por la propaganda neoliberal lamenta que los sueldos españoles son excesivos —el insigne Díaz Ferrán no pudo ser más claro: hay que trabajar más por menos dinero—, que están por encima de los alemanes y que eso ha supuesto un impedimento para el desarrollo económico nacional, so pretexto de pérdida de competitividad. Cabe señalar, en primer término, que quienes dicen esto suelen pensar en el sueldo medio de un empleado o en el salario mínimo interprofesional, pero no tienen nada en contra de los obscenos estipendios que se pagan a sí mismos. De otro lado, son incontables los expertos que han señalado la falacia de tal argumento y que defienden el auge de salarios porque, en contra del dogma neoliberal, no frenan la economía. Un sueldo alto se traduce en un mayor consumo, con lo cual las empresas venden más y se reanima el comercio. Por si esto no quedara claro, la presente sucesión de recortes no ha hecho más que deprimir la economía. La gente compra menos porque tiene menos o porque no tiene nada e incluso porque aun teniendo algo está razonablemente preocupada y ha decidido que lo más sensato, en este momento, es ahorrar. Pero es que, además, si se calcula el incremento español de los sueldos con relación a la inflación real —que debe considerar el precio de la vivienda, como ha hecho David Lizoain— entonces el asalariado medio español resulta otra vez perjudicado. En ese caso, las nóminas en España han disminuido proporcionalmente incluso en la reciente época de abundancia.

Si unos sostienen una cosa y otros la contraria, ¿a quién creer? Cada vez que alguien señala, por ejemplo, la hipertrofia del cuerpo de empleados públicos españoles no aporta una sola cifra, porque ninguna le puede dar la razón a no ser que se tergiverse o descontextualice, mientras que quienes sostienen lo contrario se limitan a comparar el porcentaje de empleados públicos españoles con el de otros países de la UE-15. En ese caso, en que no hay lugar para la discusión, el último refugio de los neoliberales es acusar a sus adversarios de mentir, es decir, de inventarse las cifras. Curiosamente, además, se contentan con repetir que esos datos son falsos sin aportar otros capaces de rebatirlos. No los aportan porque no existen. Ni que decir tiene que hay miles de ingenuos dispuestos a creer esa enésima mentira neoliberal (i.e. la mentira de que el otro miente) y rechazar esas cifras (verdaderas) porque no encajan en su retrato imaginario de la economía. La mediocridad es altamente contagiosa, sobre todo si sirve para que una élite amase una colosal fortuna.

Dado que defiende lo que no admite argumento, la prosa de un retórico neoliberal suele diferir del diáfano estilo del profesional competente. Este último, por principio, intenta expresarse amablemente, es decir, con claridad, mientras que el experto neoliberal es partidario del principio de “si no puedes convencerlos, confúndelos”. En general, cuando un artículo de prensa resulta incomprensible se debe a que el autor no tiene grandes cosas que decir o, por el contrario, tiene muchas cosas que ocultar. Los neoliberales son grandes expertos en este arte de vestir la mona. Alan Greenspan, por ejemplo, una de sus más ilustres luminarias —y responsable directo de la quiebra financiera norteamericana— es célebre por no haber acertado una predicción en su vida —los economistas serios compiten por señalar sus más sonadas meteduras de pata, todas descacharrantes— a pesar de lo cual hizo carrera gracias a su jerga incomprensible que no entendía nadie pero entusiasmaba a los políticos que lo pusieron al frente de la Reserva Federal.

El volumen de mentiras convertidas en artículo de fe produce pavor. Desde que en la primavera del 2010 Angela Merkel, Obama, el BCE e tutti quanti “persuadieron” a Zapatero de que había que aplicar la tijera, la economía española solo se ha resentido. No decimos que no se pueda o deba racionalizar el gasto público, pero ni esta es la solución ni debe plantearse sin medidas paralelas de activación. Como por ejemplo: elevar los tributos a los grandes capitales, combatir el fraude y los paraísos fiscales o crear un impuesto sobre las operaciones financieras internacionales. Así de simple, aunque a ellos les parezca muy complicado, cuando no técnicamente imposible, porque no tienen ninguna intención de rascarse el bolsillo ni mucho menos incordiar a sus socios de expolio. El tiempo ha dado la razón a quienes sostenían que esos brutales recortes eran un disparate, así como algunos de los artífices de dicha política, que han matizado su discurso —empezando por Christine Lagarde, directora del FMI— y han reconocido que España no puede salir de la recesión únicamente recortando el gasto público.

Alan GreenspanLa oposición a tales medidas salvajes no se debe, por tanto, a que ideológicamente resulten aberrantes sino a que los hechos demuestran su absoluta ineficacia. Todo esto lo ha resumido con especial claridad el inspector de Hacienda Raúl Burillo: “Se habla mucho de gasto, pero es una crisis de ingresos”. Es decir, el problema no es que de repente el Estado gaste mucho más, sino que ingresa mucho menos, de forma que aunque puedan ajustarse los gastos lo más sensato sería tratar de aumentar otra vez los ingresos. ¿Cómo? Queda dicho: persiguiendo a quienes más tienen e ingresan menos, llamados también grandes defraudadores. Y esto no lo decimos nosotros sino Hacienda. El fraude fiscal en España, que en sus tres cuartas partes proviene de los grandes capitales, asciende aproximadamente a 90.000 millones de euros. Si cada año se recaudara esa cantidad, no sería necesario ningún recorte.

Esos mismos articulistas suelen presentarse como acérrimos defensores de la flexibilidad laboral. Su argumento es claro: si el empresario puede despedir sin apenas costes será menos reacio a contratar. Esto puede ser cierto, pero también será menos reacio a despedir. Y no solo para evitar pérdidas, sino para aumentar los márgenes de beneficio, como así ha sido. Hace unos meses España aprobó la reforma que universaliza el despido sin que se hayan producido posteriores mejoras, todo lo contrario. Frente a esa tesitura, Andreu Mas-Colell, conseller catalán de economía, ejecutó una sensacional pirueta deductiva: si tales medidas no tienen un efecto positivo a medio plazo (a corto plazo ya daba por descontado que iban a resultar un desastre) significará que hay que flexibilizar más la contratación, es decir, el despido. Su razonamiento viene a ser el siguiente: “Si con nuestras medidas el empleo aumenta, la razón es nuestra. Si empeora, también: simplemente será que no se nos concedió suficiente margen. De hecho, exigimos un margen más amplio. Lo que hacemos lo hacemos bien. Déjennos hacerlo mejor”. Bajo esta premisa neoliberal es imposible equivocarse: la banca siempre gana. Esto es así porque no funda sus tesis en la realidad sino en sus delirios neoliberales. Se trata de un clarísimo incumplimiento del principio de demarcación de Karl Popper, criterio que determina lo que no es una práctica científica porque no admite refutación empírica. Pase lo que pase, tienen razón. Para algo se están forrando.

Otra de las grandes preocupaciones de la propaganda neoliberal consiste en subrayar la responsabilidad de quienes pidieron préstamos que no iban a poder pagar, sin citar a quienes concedieron préstamos que no iban a poder cobrar (y se supone que estos eran los expertos en riesgos), con dinero que además no era suyo y que habían pedido a su vez prestado y no iban a poder devolver. Es decir, los segundos, esto es, los bancos, incurrieron en una doble irresponsabilidad. Prestaban lo que no iban a poder recuperar y pedían lo que no iban a poder devolver. Además, debe añadirse que los primeros, si no pagan, acostumbran a quedarse sin casa y con la restante deuda pendiente de pago, mientras los segundos, que han provocado enormes agujeros crediticios porque no fueron imprudentes una sino cientos o miles de veces, se jubilan con retribuciones multimillonarias. Para mayor escarnio, la ley no persigue esta práctica indecorosa.

Lo más sobresaliente, con todo, es que los estúpidos banqueros que prestaron cifras indecentes a sus homólogos españoles lo hicieron a cargo de entidades alemanas o francesas, empezando por el Deutsche Bank. Se calcula que los bancos alemanes y franceses tienen metidos en Italia y España 730.000 millones de euros. El país que esté libre de culpa que tire la primera piedra. Quien presta a un banco que concede una hipoteca a un ciudadano o empresa que acaso no le devuelva el crédito, debe asumir su parte de responsabilidad. Y si no, ¿para qué pagan esos sueldos a sus analistas de riesgo? Pero seamos francos. Tales profesionales no se guían por análisis sino por modelos que en verdad son consignas, no excesivamente sutiles: “Ahora presta a todo el mundo. Ahora no prestes ni a Dios. Etcétera”. Es sabido cómo fluye el crédito en España en la actualidad. El BCE o el FROB lo tras*fiere a los bancos y estos se lo quedan, tapan agujeros, especulan con él, se suben los sueldos o compran deuda pública. De modo que la economía real no ve ni un solo céntimo de esa monumental inyección de dinero público porque no existe una legislación que obligue a su distribución equitativa.

De todo eso no se suelen ocupar tales articulistas, como si la culpa fuera únicamente de la clase media y su manía de aspirar a un hogar. Tampoco se dice que la primera vivienda constituye un derecho inalienable recogido en la Constitución ni que el enorme agujero crediticio de los bancos españoles no se debe solo al impago de particulares sino de promotoras, constructoras e inmobiliarias. Por otro lado, cuando se detienen en la burbuja inmobiliaria, tales expertos suelen omitir uno de los motivos principales de su brutal impacto, cuya responsabilidad ha de atribuirse también a los bancos y la legislación hipotecaria. Nos referimos a la posibilidad real, es decir, chifladura, de embargarse durante más de treinta años a un tipo variable de interés. Si los bancos no hubieran admitido esta práctica demente o si los gobiernos la hubieran prohibido, el estallido de la burbuja inmobiliaria hubiese parecido un juego de niños comparado con lo que luego sucedió. Aquí todos son responsables, los que firmaron la hipoteca, es decir, los que pidieron prestado a un interés variable durante décadas (particulares y empresas) y los que prestaron. Y también los que permitieron que dichos contratos fueran legales, así como los que prestaron a quienes prestaban. Recuerdo un amigo holandés que no podía entender esa chaladura crediticia y que no dudó un solo instante en que tarde o temprano la burbuja iba a estallar y los precios se iban a derrumbar. Este amigo es ingeniero aeronáutico. Entre tanto, todos esos expertos analistas que repartían millones a espuertas (y cobraban suculentos sueldos por su desvarío) no vieron nada o no quisieron verlo. O nadie les hizo caso. Para qué, si se estaban amasando gigantescas fortunas.

Tampoco se subraya en tales medios que la actual ruina de España se ha visto seriamente agravada por el precio de la deuda y que dicha deuda se ha disparado debido a la negativa del Banco Central Europeo a comprar bonos públicos. Lo confesó Mas-Colell con asombrosa franqueza: el 5% que tenía previsto recortar el 2012 del sueldo de los funcionarios catalanes (luego Rajoy se le anticipó) lo pensaba gastar en el incremento de la deuda pública autonómica. Para disminuir los intereses cobrados por esa deuda el “mercado internacional”, ese eufemismo que encubre a delincuentes financieros, pidió recortes. Hubo recortes y entonces la prima subió. En este punto, es obvio que la falta de liquidez pública no se debe solo al anterior despilfarro sino también a la actual especulación del mercado financiero internacional. Por eso supone una mezquindad responsabilizar a quienes son víctimas de una constante hemorragia patrimonial hacia arriba, aunque puntualmente hayan participado en el desvarío colectivo que condujo a la crisis.

FMI

Existe, en este punto, un conjunto de interrogantes que no ha merecido la atención de los especialistas pero que no obstante está desempeñando un papel fundamental en la ruina española. A saber, ¿cómo se calcula el riesgo de impago de una deuda y cómo se traduce dicho riesgo en el interés resultante de un crédito? ¿Ese riesgo es producto de un cálculo final o bien de las llamadas leyes de mercado? Y, finalmente, ¿qué confianza merecen quienes calculan ese riesgo o establecen los mecanismos que lo determinan? Si un hipotético prestamista está dispuesto a prestar una suma de dinero a otra parte al 3% y a renglón seguido un experto o el mercado vaticinan que esta segunda parte (la prestataria) puede sufrir graves problemas de solvencia y que por tanto existe un elevado riesgo de impago (que técnicamente es lo que afirman las agencias de calificación del estado español), entonces el futuro prestamista, si tiene dos dedos de frente, no prestará a un interés más alto, pongamos el 6%. Sencillamente no va a prestar. Ni un céntimo. Los inversores, sin embargo, como no se fían del estado español, prestan al 6 o al 7 en vez del 3%. ¿Cómo se explica eso? Hay quien defiende que el cálculo de los intereses (el 6 o el 7 en vez del 3) responde a sutiles modelos o mecanismos que analizan el riesgo, etcétera. Esto es una absoluta majadería. ¿Cómo se puede prever con un margen tan ajustado el riesgo verdadero de que España pague su deuda? Y, lo que es peor, ¿cómo vamos a creer las previsiones de un mercado o de una clase tecnócrata incapaz de anticipar el estallido de la burbuja inmobiliaria?

Es más, un mercado o una agencia calificadora que no supieron prever el colosal estallido crediticio americano una semana antes de que se desencadenara, ¿cómo van a predecir con tal detalle —el que va de un 3 a un 4, un 5 o 6%— y con diez años de anticipación el riesgo de que España pague su deuda? Un pretendido experto que no distingue una vaca a un metro de distancia, no va a describir un mosquito a cincuenta. Por lo demás, si hace cinco años el mercado o tales agencias sostenían que se podía prestar a España durante diez años al mismo interés que Alemania, hay que concluir que fracasaron estrepitosamente, porque si ahora no mienten esa deuda a diez años, de los cuales solo ha tras*currido la mitad, corre un grave peligro de no ser cobrada. Así que se equivocaron hace cinco años o se equivocan ahora, y de qué manera. Entonces, ¿por qué tomar en serio sus predicciones? Y, sobre todo, ¿por qué admitir la sutileza apreciativa que conduce de un 3% a un 5% de interés?

Puede aducirse que en el caso de las agencias estas fueron capaces de prever el estallido inmobiliario pero guardaron silencio. Peor aún. Si en un contexto tan flagrante mintieron irresponsablemente, ¿cómo vamos a creerles cuando se trata de un vaticinio mucho más complejo y que les reporta ingentes beneficios? Seamos claros: sus modelos matemáticos —que pueden dar como resultado lo que se les antoje— se basan en intereses particulares y rumores sin ninguna base científica. Es más, la inaceptable reforma que el PSOE aplicó la pasada legislatura sobre el Artículo 135 de la Constitución Española, garantiza el pago de esa deuda por delante de un conjunto de gastos públicos fundamentales. Lo saben bien quienes prestan su dinero al estado español y agotan los bonos en minutos, por mucho que finjan desconfianza para percibir intereses más altos.

Aun cuando los anteriores argumentos no persuadan al lector sobre la estafa de la deuda pública, puede adoptarse una estrategia más simple: los hechos. Vicenç Navarro, entre otros, lleva meses advirtiendo que la prima de riesgo de un país como España no viene determinada por la llamada confianza del mercado sino más sucintamente por el Banco Central Europeo (BCE). Si el BCE compra deuda, la prima baja. Si no compra, sube. La prueba de que esto es así pudo verse unas semanas atrás cuando el BCE anunció, por fin, que iba a adquirir deuda española. A pesar de la tibieza de ese gesto (se trataba de deuda a tres años en el mercado secundario, es decir, el BCE no iba a comprar bonos a España sino a los compradores de tales bonos) la prima sufrió un significativo e inmediato descenso. ¿Por qué, entonces, el BCE no compra deuda española para sacarnos del actual agujero crediticio? Porque de este modo, tomando como pretexto el alto precio de la prima, se da un motivo (a sí y a sus socios de la Troika) para seguir exigiendo nuevos recortes o, como dicen ellos, recuperar la confianza de los mercados. Y porque así obliga al estado español a devolver mayores intereses a los inversores, es decir, a ellos. En síntesis: para hacer pagar a la clase trabajadora española (así como a la irlandesa, portuguesa, griega e italiana) la factura del fiestorro financiero que se han pegado con asombrosa desvergüenza.

Puestos a poner el dedo sobre la llaga del BCE, tampoco la prensa ha dedicado el suficiente espacio a esa inexplicable normativa europea que prohíbe a dicho banco prestar dinero a los estados, según ellos porque no se fían de su solvencia. De modo que el BCE presta a los bancos españoles, que se están hundiendo, a un 1% y estos bancos prestan al Estado a un 6 o un 7%. Esto no es despilfarro público sino latrocinio. Resulta asombroso que el BCE confíe en esos bancos que están al borde del precipicio porque cuentan con el aval de un estado, el español, de quien dice no fiarse. O son unos dementes o unos caraduras. Si no queda claro, analícese el siguiente caso gráfico: si el director de una oficina bancaria presta diez millones de euros a un cliente al 1% y acto seguido dicho cliente le presta los diez millones a esa misma entidad a un 7%, es que el cliente es cuñado del director y alguien acaba en la guandoca. ¿Por qué cuando el BCE practica este mismo delito aparece amparado por una normativa comunitaria?

BCE

En resumen: dichos articulistas y expertos asumen como bueno el punto de vista de quienes nos gobiernan, es decir, de quienes nos han estafado y de este modo solo se detienen (dichos artículos) en la responsabilidad de quienes han sufrido principalmente la crisis y además la están pagando. Desde que hace dos años empezó el tijeretazo, cada trabajador público español ha dejado de percibir unos 8000 euros en promedio. El Estado emplea a dos millones y medio de personas. En total, por tanto, se ha ahorrado sin contar los despidos unos 20000 millones de euros en nóminas, suma mucho menor que la que se va a acabar embolsando la banca. A este regalo le llaman “inyección de capital”. A fin de que los amos de entidades bancarias no pierdan sus privilegios, un sinnúmero de empleados públicos —la mayoría de los cuales son competentes profesionales— llevan más de 30 meses rehaciendo su economía doméstica, por no decir que pasan estrecheces. Hay quien defiende ese rescate bajo el argumento de que muchos particulares guardan sus “pequeños capitales” en las entidades intervenidas, pero pese a su opacidad contable, los expertos estiman que el 90% de los fondos bancarios españoles pertenece al 10% más rico. Proteger a la banca, una vez más, equivale a arropar a los superricos. La estafa de las preferentes, por si cupiera alguna duda, es otra prueba concluyente de que al gobierno no le preocupa en absoluto el “pequeño ahorrador”.

De este modo, cuando dicen que en el presente toca pagar los excesos de antaño omiten que, por el momento, aquí solo apoquina la clase media. Por ejemplo, con el incremento del IRPF mientras a las SICAV nadie les tose. Si los grandes capitales españoles tributaran lo mismo que en Suecia, por irnos a un extremo, el Estado ingresaría impuestos suficientes para crear varios millones de puestos de empleo, de cuatro a cinco según algunas estimaciones. Y lo mismo suele olvidarse que el resto, esto es, la superclase de los ricos —que como mínimo fue corresponsable de este desaguisado— vive mejor que nunca, aunque ahora empiece a disimular. La venta de automóviles de lujo constituye una prueba suficiente: algo que debería constituir un escándalo público pero que no merece más que alguna ocasional, breve, noticia de prensa.

Finalizaré con un apunte sobre la crisis como síntoma. Si a un tipo se le paga hoy mucho dinero —más de lo que vale— inmediatamente se cree que vale lo que cobra, e incluso más, y por eso pide un aumento de sueldo, que normalmente obtiene. Esta es una de las causas psicológicas de la crisis y la razón de que tanto incompetente campe a sus anchas por la plutocracia española. A quien le van las cosas estupendamente suele desarrollar la firme convicción de que es infalible. Íntimamente esto se expresa así: “jorobar, es que soy la leche”. Nada puede irle mal porque sus méritos personales son ontológicamente incompatibles con el fracaso. Por eso son capaces de hundir una empresa y a la vez subirse el sueldo: miden su talento con la vara de su salario, que se ponen ellos.

John Kenneth Galbraith lo describe de forma gráfica en Breve historia de la euforia financiera: “En toda actitud favorable a la libre empresa subyace una acusada tendencia a creer que cuanto más dinero, ingresos o bienes obtiene un individuo, o cuanto más estrecha es su relación con ellos, más profunda y más exigente es su percepción de las leyes económicas y sociales, y más aguda y penetrante su inteligencia”. Y apostilla: “Además, en un mundo en que para muchos la consecución de dinero resulta difícil y las sumas a las que se puede acceder son siempre insuficientes, la posesión de dinero en elevadas cantidades parece un milagro. Así pues, esa posesión debe asociarse a algún genio especial. Esta visión se ve reforzada por el aire de confianza en sí misma y de autosatisfacción que acostumbra a asumir la persona opulenta”. Galbraith, no hace falta añadirlo, aclara a continuación que nada de esto es cierto, es decir, que el patrimonio personal no es reflejo del genio. Sin embargo, a quien le ha sonreído la suerte rara vez reconoce que su fortuna depende, en primer término, de las oportunidades y, en último, del azar —que no se distribuyen de forma universal— y por eso acostumbra referir la vida de Steve Jobs como si fuera Santa Teresa y obviar el ejemplo de cientos de jóvenes con idéntico talento que no dispusieron del favor del destino. Ese sentimiento, interiorizado por varias generaciones de incautos gracias a la industria americana del entretenimiento, tiene como consecuencia lógica el desprecio al desamparado, expresado en la siguiente fórmula: “Si vives en la miseria, es tu problema”. O más sucintamente: “Haber espabilado”. O también: “Págate tu colegio y págate tu sanidad”.

Admito que se trata de un argumento ad hominem, pero es difícil ignorar que quien reprende a la clase media su irresponsabilidad (i.e. su endeudamiento excesivo) sin señalar a quienes permitieron el marco legal y práctico para ese endeudamiento (i.e. los políticos) ni mucho menos a quienes lo explotaron impunemente y están siendo ahora rescatados (i.e. los banqueros), repito, cuando un experto afea a la clase media sus pretensiones pasadas y apunta casi con regocijo que ahora ha de pagar su insensatez, ese individuo suele expresarse desde el cómodo asiento de quien ha salido indemne de la crisis y, por ende, se cree invencible. Ha olvidado, como afirma Michael Lewis, que quien tiene suerte ha contraído una deuda con quien no la tuvo. Su pensamiento íntimo es el siguiente: “Me sonríe la fortuna. Yo NO he vivido por encima de mis posibilidades. Vosotros, sin embargo, creísteis que podíais ser como yo. jorobaos”. Las clases pudientes aplauden los recortes bajo el argumento de que ellos también sufren, sin querer ver que mientras sus ingresos rara vez resultan insuficientes —supóngase que no se redujeron o que lo hicieron de 10000 a 7000 Euros mensuales— otros, menos afortunados, han podido ver encogido un misérrimo salario de 1000 Euros hasta los 700, el mismo 30%. Y eso en el mejor de los casos. Lo primero puede calificarse de pequeño contratiempo. Lo segundo es el umbral que conduce a la miseria. Y si todos son responsables de este triste desaguisado, resulta evidente que los segundos están pagando un precio mucho mayor. Esto es lo que hay que denunciar, no su discutible irresponsabilidad.

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