Qué fue de los rescatados por el
La mayoría de los 630 desembarcados por el buque en Valencia hace casi 45 días ha iniciado los trámites para pedir asilo y se concentra en aprender castellano
Valencia / Madrid 29 JUL 2018 - 12:41 CEST
"Sé que para los argelinos es difícil regularizarse en España, pero mi abogado me ha dicho que nuestro caso es especial". El caso al que se refiere este hombre de 33 años es el Aquarius, el buque de rescate recibido en España el 17 de junio ante 600 periodistas y la atenta mirada de una Europa que azuza la política de puertos cerrados. Es pronto para aventurar si ese migrante argelino conseguirá el asilo o podrá regularizarse por otras vías en España, pero su abogado tiene razón: su caso (y el de los 629 que viajaban con él) es excepcional.
Las autoridades y servicios de acogida lidian con la llegada de casi 21.000 personas a las costas españolas en lo que va de año: decenas de migrantes han tenido que dormir en los últimos días en la cubierta de los buques de Salvamento Marítimo por falta de camas. Esa situación contrasta con la de los 630 rescatados por el Aquarius, que ya han iniciado sus demandas de protección internacional y viven en pisos o centros de ONG repartidos por toda España. Superados los controles médicos y el papeleo inicial, pueden dedicarse a aprender castellano y tratan de perfilar su futuro en España.
El Gobierno de Pedro Sánchez, en una sonora llamada de atención a la Unión Europea, los acogió por razones humanitarias, pero también les dio prioridad en los trámites y en el sistema de acogida. "En Valencia, si hoy se pide cita para solicitar asilo hay que esperar hasta febrero o marzo", mantiene Jaume Durá, coordinador territorial de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR). Esta ONG subraya que el caso expone a las claras que la realidad migratoria en España no es la del Aquarius. Pero a la vez insiste en una lectura positiva: "Esta experiencia tiene que servir para poner en evidencia que con protocolos y organización las cosas pueden hacerse bien y las llegadas pueden gestionarse de una manera mucho más garantista", defiende su secretaria general, Estrella Galán.
El 1 de agosto se cumplen 45 días del desembarco del buque en el puerto de Valencia. Es el plazo de residencia legal que el Gobierno les concedió para que pudiesen recuperarse y regularizar su situación. La fecha no cambiará mucho sus vidas; los abogados que les asisten dan por hecho que sus solicitudes de protección internacional serán admitidas a trámite, por lo que su permiso de residencia se prorrogará automáticamente hasta que se resuelva su expediente (un proceso que puede dilatarse dos años). Además, cumplidos seis meses desde que hicieron la entrevista que inicia el proceso, tendrán derecho a trabajar. Se aplicó la misma política a los 60 rescatados por el Open Arms que atracó en Barcelona el 4 de julio. A ellos, por ser un grupo menor y más fácil de gestionar, se les concedió un permiso de 30 días. Muchos de ellos ya han iniciado su demanda de protección internacional para quedarse en España.
Francia cumplió con lo prometido y ha garantizado el asilo a 80 de los 630 rescatados. El gesto político de Sánchez y la atención mediática, sin embargo, resta puntos a los migrantes para relacionarse. En sus paseos por Valencia, el grupo de argelinos evita las referencias al rescate. "Si a las chicas les dices que viniste en el Aquarius te rechazan. Ahora les digo que soy turista, que vengo de Francia", cuenta Ahmed.
La acogida es muy diferente en función del perfil de cada cuál. A petición de las asociaciones responsables por sus casos, varios de los nombres que figuran en este reportaje son ficticios o se usan solamente sus iniciales.
Pequeños adultos
Los niños que llegaron en solitario en el Aquarius han supuesto un desafío para las autoridades valencianas antes de que se bajaran del barco. La red de acogida autonómica no tenía plazas para tantos: se habilitó un albergue juvenil en Alicante para hospedarlos. Desde hace unos días, ocupan un nuevo centro donde vivirán hasta que cumplan la mayoría de edad y dejen de depender de la Administración. Casi 45 días después de su desembarco, la atención psicológica aún se considera de emergencia. "Hasta ahora hemos tratado los aspectos básicos de su llegada. Más adelante podremos trabajar en los traumas que arrastran desde sus países de origen y en su integración", explica una de las psicólogas.
Abdul, de 16 años, usa frases de lo más cortante para hilar su historia y clava los ojos en su interlocutor para asegurarse de que está escribiendo. No escatima en los detalles desde que comenzó su huida de Sierra Leona. Quiere que todo el mundo sepa por qué apenas sonríe. Recuerda el nombre de cada uno de los tres pueblos en los que fue raptado, el momento en el que el grupo con el que viajaba decidió empezar a beber su propia orina para sobrevivir en el desierto, rememora a su amigo muerto por el camino. También la fecha en la que se embarcó en Libia en una noche de tormenta: "Pasamos 24 horas en el mar achicando agua. Cuando el Aquarius llegó estaba casi muerto". Quiere ser electricista. Pero matiza: "Si me ayudan, quiero ir a la universidad. Quiero estudiar tecnología de la información".
En un principio, se contaron a bordo 124 menores no acompañados, pero en unas semanas el número cayó a 77. Las pruebas médicas para calcular la edad —cuestionadas por su margen de error— determinaron que 47 de ellos ya eran adultos. Mohamed, un joven menudo de Guinea-Bissau, es uno de los que se separó del grupo tras las pruebas. Ya está en Valencia junto a los adultos y quiere aprender castellano lo antes posible para convertirse en periodista. "Me gustaría contar las historias de los otros", explica. Es uno de los pocos que aún no ha hecho la entrevista necesaria para solicitar protección internacional. Todos los trámites que hizo como niño, a pesar de tener 22 años, no le valen. "Me declaré menor porque la policía me hizo muchas preguntas y me asusté", relata. En el extremo opuesto está un joven que lleva casi 45 días sosteniendo que tiene 19 años, aunque confiesa a este periódico que es menor. "Nadie lo sabe", asegura. Dice que prefiere tener vida de adulto.
Los magrebíes que no querían ir a España.
Un grupo de argelinos, en su primer día tras el desembarco.
Un grupo de argelinos, en su primer día tras el desembarco. MÒNICA TORRES
El día que el presidente Pedro Sánchez anunció que Valencia abriría su puerto al Aquarius, los 43 argelinos y 11 marroquíes a bordo pasaron de la euforia a la preocupación. Se imaginaron repatriados, como les ocurre a muchos de sus compatriotas por los acuerdos migratorios de España con esos países. Yacine, un programador informático argelino, agarró su bolsa de viaje recién comprada y a los dos días de desembarcar se marchó a Francia, donde su hermana tiene una panadería. Cuenta que trabaja mucho y que espera regularizarse. En estos 45 días ha perdido a un amigo argelino en las aguas de Libia. Se ahogó intentando alcanzar Europa. "Le dije que no viniese, pero no me hizo caso", lamenta. Otros dos amigos de Yacine, con familiares en Francia, también se han marchado por su cuenta. Son algunos de los casi 70 rescatados a los que las autoridades han perdido la pista.
Salim, el argelino de 33 años que aparece en el arranque de este reportaje y al que su abogado le dice que su caso es especial, resiste. Ha pedido protección internacional: prefiere morir a volver a Argelia. "No quiero irme. Voy a aprender español y a trabajar como peluquero", escribe en árabe en el traductor automático del ordenador. Si finalmente no obtiene los papeles que le permitan vivir y trabajar legalmente en España, Salim, como otros dos argelinos que se unen a la conversación, buscará otro destino europeo. Todos residen en un hostal valenciano alquilado por una ONG que hospeda a 39 rescatados.
O. B. tiene 28 años y huyó de Nigeria en 2016 para no convertirse en víctima del grupo terrorista Boko Haran. Llegó a Libia con su marido en busca de trabajo, pero una tarde fue al supermercado y no volvió, relata en el Centro de Acogida del Refugiado de Mislata, un municipio a siete kilómetros del centro de Valencia. Pasó tres semanas en prisión hasta que su familia pagó un rescate, pero al regresar a casa su marido ya no estaba. Había partido en un bote hacia Italia. "No le culpo. Tenía que salir de allí", defiende. Recibe clases diarias de castellano y en cuanto se maneje con el idioma pretende apuntarse a un curso de cocina. "Me gustaría aprender las especialidades de aquí, quiero trabajar en un restaurante", asegura. Su marido, mientras tanto, está empleado ilegalmente en Roma como electricista. "Estaremos juntos en cuanto consiga mis papeles", suspira.
La camerunesa Jessica vive en un piso cerca de la playa en Valencia junto a ocho nigerianas. Sin niños. Cuenta por teléfono que reciben atención psicológica —los abusos sensuales contra los migrantes de ambos sexos, los malos tratos y el trauma son comunes— y legal. Aún recuerda el pánico que la invadió al llegar a la entrevista para pedir el estatuto de refugiada. Frente a ella, un policía uniformado. "Solo me tranquilicé cuando me dijo que no estábamos en Libia", cuenta sobre aquel agente al que le relató la historia del viaje desde su patria, por Argelia y Libia, hasta que fue localizada en una patera.
Jóvenes amos de casa
"Estamos aprendiendo español porque sin el idioma no será fácil en este país", asegura en inglés Mechi en el apartamento de dos habitaciones que comparte con otros tres migrantes del Aquarius, un compatriota nigeriano y dos de Costa de Marfil. Varones en la veintena, viven en un barrio popular de Madrid, adonde fueron trasladados tras la acogida inicial. Pasan muchas horas muertas que dedican a trastear en los móviles que les dio la ONG que les acoge. Ellos mismos cocinan lo que compran y siempre guardan el tique porque recibir dinero de bolsillo requiere justificar con facturas los gastos. Todos han pasado por el médico. El único que arrastra un problema físico grave es Odion, que explica que tiene una herida de bala mal curada que le duele.
Otro de los rescatados, M. A., que huyó de Darfur, tiene 23 años y ya entiende preguntas básicas en castellano. Responde con los brazos cruzados, como si se protegiese, pero sonríe. "Lo más interesante de estos días es que he conocido a personas de otros países como Siria, Venezuela, Ucrania, jovenlandia, Argelia, España...", dice de sus compañeros de Mislata. En 45 días solo ha hablado una vez con su familia porque viven en una zona rural sin teléfono. "En España ha sido la primera vez que he podido llamarlos después de un año y medio de ruta", cuenta. "En España, también he descubierto lo bien que se siente uno cuando le quieren y le respetan". A la salida del centro, un joven de Chad sentado en una barandilla se retira los auriculares para mostrar orgulloso lo que está escuchando: el noticiario de las ocho de una emisora local.
UNA SOLA ONG FRENTE A LIBIA Y SALVINI
N. G. G.
El barco Open Arms patrulla frente a Libia en soledad. “Estamos de vuelta a la zona de rescate. No desistiremos mientras tantas vidas naufragan invisibles en este mar convertido en fosa común de los más pobres”, tuiteaban este jueves. Desde hace cuatro semanas es la única embarcación de una ONG que busca migrantes en esa área aunque en este periodo la política de puertos cerrados de Italia y Malta le ha obligado a realizar dos largas travesías hasta España para desembarcar a los migrantes rescatados. El último era una mujer, la camerunesa Josefa, que según la ONG fue abandonada por una patrullera libia.
Mientras, el Aquarius está amarrado en Marsella (Francia), donde se prepara para zarpar a primeros de agosto hacia la zona donde se concentra las pateras que salen de Libia hacia Italia. “Desde nuestro último rescate, el 9 de junio, más de 600 personas han muerto en el Mediterráneo central con una presencia mínima de las ONG en la medida en que ha continuado la criminalización y obstrucción de nuestra tarea de salvar vidas”, recuerda Aloys Vimard, coordinador de MSF en Aquarius. Una cifra que supone algo menos de la mitad de todos los ahogados en 2018.
El barco ha sido sometido a diversas mejoras técnicas para afrontar mejor travesías largas y los equipos han reevaluado su modo de operar para “definir una estrategia adaptada a un contexto que ha cambiado completamente”, declara Nicola Stalla, coordinador de rescates del barco de SOS Mediterranée y MSF. Se han reunido con las partes implicadas además de “trabajar en el aspecto legal para estar mejor preparados para afrontar de nuevo una campaña irresponsable de ataque a las ONG contra las que no se ha probado ninguna mala conducta hasta ahora”.
La mayoría de los 630 desembarcados por el buque en Valencia hace casi 45 días ha iniciado los trámites para pedir asilo y se concentra en aprender castellano
Valencia / Madrid 29 JUL 2018 - 12:41 CEST
"Sé que para los argelinos es difícil regularizarse en España, pero mi abogado me ha dicho que nuestro caso es especial". El caso al que se refiere este hombre de 33 años es el Aquarius, el buque de rescate recibido en España el 17 de junio ante 600 periodistas y la atenta mirada de una Europa que azuza la política de puertos cerrados. Es pronto para aventurar si ese migrante argelino conseguirá el asilo o podrá regularizarse por otras vías en España, pero su abogado tiene razón: su caso (y el de los 629 que viajaban con él) es excepcional.
Las autoridades y servicios de acogida lidian con la llegada de casi 21.000 personas a las costas españolas en lo que va de año: decenas de migrantes han tenido que dormir en los últimos días en la cubierta de los buques de Salvamento Marítimo por falta de camas. Esa situación contrasta con la de los 630 rescatados por el Aquarius, que ya han iniciado sus demandas de protección internacional y viven en pisos o centros de ONG repartidos por toda España. Superados los controles médicos y el papeleo inicial, pueden dedicarse a aprender castellano y tratan de perfilar su futuro en España.
El Gobierno de Pedro Sánchez, en una sonora llamada de atención a la Unión Europea, los acogió por razones humanitarias, pero también les dio prioridad en los trámites y en el sistema de acogida. "En Valencia, si hoy se pide cita para solicitar asilo hay que esperar hasta febrero o marzo", mantiene Jaume Durá, coordinador territorial de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR). Esta ONG subraya que el caso expone a las claras que la realidad migratoria en España no es la del Aquarius. Pero a la vez insiste en una lectura positiva: "Esta experiencia tiene que servir para poner en evidencia que con protocolos y organización las cosas pueden hacerse bien y las llegadas pueden gestionarse de una manera mucho más garantista", defiende su secretaria general, Estrella Galán.
El 1 de agosto se cumplen 45 días del desembarco del buque en el puerto de Valencia. Es el plazo de residencia legal que el Gobierno les concedió para que pudiesen recuperarse y regularizar su situación. La fecha no cambiará mucho sus vidas; los abogados que les asisten dan por hecho que sus solicitudes de protección internacional serán admitidas a trámite, por lo que su permiso de residencia se prorrogará automáticamente hasta que se resuelva su expediente (un proceso que puede dilatarse dos años). Además, cumplidos seis meses desde que hicieron la entrevista que inicia el proceso, tendrán derecho a trabajar. Se aplicó la misma política a los 60 rescatados por el Open Arms que atracó en Barcelona el 4 de julio. A ellos, por ser un grupo menor y más fácil de gestionar, se les concedió un permiso de 30 días. Muchos de ellos ya han iniciado su demanda de protección internacional para quedarse en España.
Francia cumplió con lo prometido y ha garantizado el asilo a 80 de los 630 rescatados. El gesto político de Sánchez y la atención mediática, sin embargo, resta puntos a los migrantes para relacionarse. En sus paseos por Valencia, el grupo de argelinos evita las referencias al rescate. "Si a las chicas les dices que viniste en el Aquarius te rechazan. Ahora les digo que soy turista, que vengo de Francia", cuenta Ahmed.
La acogida es muy diferente en función del perfil de cada cuál. A petición de las asociaciones responsables por sus casos, varios de los nombres que figuran en este reportaje son ficticios o se usan solamente sus iniciales.
Pequeños adultos
Los niños que llegaron en solitario en el Aquarius han supuesto un desafío para las autoridades valencianas antes de que se bajaran del barco. La red de acogida autonómica no tenía plazas para tantos: se habilitó un albergue juvenil en Alicante para hospedarlos. Desde hace unos días, ocupan un nuevo centro donde vivirán hasta que cumplan la mayoría de edad y dejen de depender de la Administración. Casi 45 días después de su desembarco, la atención psicológica aún se considera de emergencia. "Hasta ahora hemos tratado los aspectos básicos de su llegada. Más adelante podremos trabajar en los traumas que arrastran desde sus países de origen y en su integración", explica una de las psicólogas.
Abdul, de 16 años, usa frases de lo más cortante para hilar su historia y clava los ojos en su interlocutor para asegurarse de que está escribiendo. No escatima en los detalles desde que comenzó su huida de Sierra Leona. Quiere que todo el mundo sepa por qué apenas sonríe. Recuerda el nombre de cada uno de los tres pueblos en los que fue raptado, el momento en el que el grupo con el que viajaba decidió empezar a beber su propia orina para sobrevivir en el desierto, rememora a su amigo muerto por el camino. También la fecha en la que se embarcó en Libia en una noche de tormenta: "Pasamos 24 horas en el mar achicando agua. Cuando el Aquarius llegó estaba casi muerto". Quiere ser electricista. Pero matiza: "Si me ayudan, quiero ir a la universidad. Quiero estudiar tecnología de la información".
En un principio, se contaron a bordo 124 menores no acompañados, pero en unas semanas el número cayó a 77. Las pruebas médicas para calcular la edad —cuestionadas por su margen de error— determinaron que 47 de ellos ya eran adultos. Mohamed, un joven menudo de Guinea-Bissau, es uno de los que se separó del grupo tras las pruebas. Ya está en Valencia junto a los adultos y quiere aprender castellano lo antes posible para convertirse en periodista. "Me gustaría contar las historias de los otros", explica. Es uno de los pocos que aún no ha hecho la entrevista necesaria para solicitar protección internacional. Todos los trámites que hizo como niño, a pesar de tener 22 años, no le valen. "Me declaré menor porque la policía me hizo muchas preguntas y me asusté", relata. En el extremo opuesto está un joven que lleva casi 45 días sosteniendo que tiene 19 años, aunque confiesa a este periódico que es menor. "Nadie lo sabe", asegura. Dice que prefiere tener vida de adulto.
Los magrebíes que no querían ir a España.
Un grupo de argelinos, en su primer día tras el desembarco.
Un grupo de argelinos, en su primer día tras el desembarco. MÒNICA TORRES
El día que el presidente Pedro Sánchez anunció que Valencia abriría su puerto al Aquarius, los 43 argelinos y 11 marroquíes a bordo pasaron de la euforia a la preocupación. Se imaginaron repatriados, como les ocurre a muchos de sus compatriotas por los acuerdos migratorios de España con esos países. Yacine, un programador informático argelino, agarró su bolsa de viaje recién comprada y a los dos días de desembarcar se marchó a Francia, donde su hermana tiene una panadería. Cuenta que trabaja mucho y que espera regularizarse. En estos 45 días ha perdido a un amigo argelino en las aguas de Libia. Se ahogó intentando alcanzar Europa. "Le dije que no viniese, pero no me hizo caso", lamenta. Otros dos amigos de Yacine, con familiares en Francia, también se han marchado por su cuenta. Son algunos de los casi 70 rescatados a los que las autoridades han perdido la pista.
Salim, el argelino de 33 años que aparece en el arranque de este reportaje y al que su abogado le dice que su caso es especial, resiste. Ha pedido protección internacional: prefiere morir a volver a Argelia. "No quiero irme. Voy a aprender español y a trabajar como peluquero", escribe en árabe en el traductor automático del ordenador. Si finalmente no obtiene los papeles que le permitan vivir y trabajar legalmente en España, Salim, como otros dos argelinos que se unen a la conversación, buscará otro destino europeo. Todos residen en un hostal valenciano alquilado por una ONG que hospeda a 39 rescatados.
O. B. tiene 28 años y huyó de Nigeria en 2016 para no convertirse en víctima del grupo terrorista Boko Haran. Llegó a Libia con su marido en busca de trabajo, pero una tarde fue al supermercado y no volvió, relata en el Centro de Acogida del Refugiado de Mislata, un municipio a siete kilómetros del centro de Valencia. Pasó tres semanas en prisión hasta que su familia pagó un rescate, pero al regresar a casa su marido ya no estaba. Había partido en un bote hacia Italia. "No le culpo. Tenía que salir de allí", defiende. Recibe clases diarias de castellano y en cuanto se maneje con el idioma pretende apuntarse a un curso de cocina. "Me gustaría aprender las especialidades de aquí, quiero trabajar en un restaurante", asegura. Su marido, mientras tanto, está empleado ilegalmente en Roma como electricista. "Estaremos juntos en cuanto consiga mis papeles", suspira.
La camerunesa Jessica vive en un piso cerca de la playa en Valencia junto a ocho nigerianas. Sin niños. Cuenta por teléfono que reciben atención psicológica —los abusos sensuales contra los migrantes de ambos sexos, los malos tratos y el trauma son comunes— y legal. Aún recuerda el pánico que la invadió al llegar a la entrevista para pedir el estatuto de refugiada. Frente a ella, un policía uniformado. "Solo me tranquilicé cuando me dijo que no estábamos en Libia", cuenta sobre aquel agente al que le relató la historia del viaje desde su patria, por Argelia y Libia, hasta que fue localizada en una patera.
Jóvenes amos de casa
"Estamos aprendiendo español porque sin el idioma no será fácil en este país", asegura en inglés Mechi en el apartamento de dos habitaciones que comparte con otros tres migrantes del Aquarius, un compatriota nigeriano y dos de Costa de Marfil. Varones en la veintena, viven en un barrio popular de Madrid, adonde fueron trasladados tras la acogida inicial. Pasan muchas horas muertas que dedican a trastear en los móviles que les dio la ONG que les acoge. Ellos mismos cocinan lo que compran y siempre guardan el tique porque recibir dinero de bolsillo requiere justificar con facturas los gastos. Todos han pasado por el médico. El único que arrastra un problema físico grave es Odion, que explica que tiene una herida de bala mal curada que le duele.
Otro de los rescatados, M. A., que huyó de Darfur, tiene 23 años y ya entiende preguntas básicas en castellano. Responde con los brazos cruzados, como si se protegiese, pero sonríe. "Lo más interesante de estos días es que he conocido a personas de otros países como Siria, Venezuela, Ucrania, jovenlandia, Argelia, España...", dice de sus compañeros de Mislata. En 45 días solo ha hablado una vez con su familia porque viven en una zona rural sin teléfono. "En España ha sido la primera vez que he podido llamarlos después de un año y medio de ruta", cuenta. "En España, también he descubierto lo bien que se siente uno cuando le quieren y le respetan". A la salida del centro, un joven de Chad sentado en una barandilla se retira los auriculares para mostrar orgulloso lo que está escuchando: el noticiario de las ocho de una emisora local.
UNA SOLA ONG FRENTE A LIBIA Y SALVINI
N. G. G.
El barco Open Arms patrulla frente a Libia en soledad. “Estamos de vuelta a la zona de rescate. No desistiremos mientras tantas vidas naufragan invisibles en este mar convertido en fosa común de los más pobres”, tuiteaban este jueves. Desde hace cuatro semanas es la única embarcación de una ONG que busca migrantes en esa área aunque en este periodo la política de puertos cerrados de Italia y Malta le ha obligado a realizar dos largas travesías hasta España para desembarcar a los migrantes rescatados. El último era una mujer, la camerunesa Josefa, que según la ONG fue abandonada por una patrullera libia.
Mientras, el Aquarius está amarrado en Marsella (Francia), donde se prepara para zarpar a primeros de agosto hacia la zona donde se concentra las pateras que salen de Libia hacia Italia. “Desde nuestro último rescate, el 9 de junio, más de 600 personas han muerto en el Mediterráneo central con una presencia mínima de las ONG en la medida en que ha continuado la criminalización y obstrucción de nuestra tarea de salvar vidas”, recuerda Aloys Vimard, coordinador de MSF en Aquarius. Una cifra que supone algo menos de la mitad de todos los ahogados en 2018.
El barco ha sido sometido a diversas mejoras técnicas para afrontar mejor travesías largas y los equipos han reevaluado su modo de operar para “definir una estrategia adaptada a un contexto que ha cambiado completamente”, declara Nicola Stalla, coordinador de rescates del barco de SOS Mediterranée y MSF. Se han reunido con las partes implicadas además de “trabajar en el aspecto legal para estar mejor preparados para afrontar de nuevo una campaña irresponsable de ataque a las ONG contra las que no se ha probado ninguna mala conducta hasta ahora”.