Clavisto
Será en Octubre
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- 10 Sep 2013
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He comprado cuatro mascaras de las buenas. También gafas protectoras, otras cuatro. La chica de la ferretería era simpática y estaba bastante bien. Bonita nariz. Un viejo quería la copia de una llave. "De tonalidad si puede ser" le había oído decir mientras esperaba en el otro mostrador por la máscara que me faltaba. Han ido aposta a la otra tienda por ella. En ese momento apareció el jefe con ella. La cogí y fui para la caja. La chica ya había hecho copia de la llave y estaba colocándole una pequeña goma azul en la cabeza. El viejo pidió la cuenta y la chica dijo tanto así como un euro y algo. Al viejo se le hizo mucho y dijo que no quería la goma. Pensaba que era gratis, dijo. Al fin se fue, pagué como cien llaves con sus gomas de colores y salí de allí con la imagen de la chica rendida a mis pies, a mis mascaras y a mis gafas de protección. Todavía me falta el mono de pintor. Entonces sí que por fin estaré estupendo.
He tomado una nueva costumbre cuando llego a casa. Abro las puertas de los armarios de la cocina y miro la comida enlatada que he ido comprando durante estas últimas semanas. Sólo hasta hace un par de días no la he colocado. Las bolsas yacían en el suelo de la cocina a la espera de ese momento, de ese peligroso momento en el que ya ves que cualquier noche tropezarás con ellas hasta abrirte la cabeza sobre la lavadora. Pero anteayer fui al podólogo (conviene tener los pies en condiciones) y aproveché la tarde. Vacié toda la cosa inútil que llenaba aquel espacio, lo limpié a conciencia y ordené todas mis compras. Por cierto que lo del podólogo fue gracioso. Mi última visita fue apenas hace tres meses y hasta yo noté una cierta sorpresa en su hierático rostro cuando me vio; normalmente lo hago cada seis, pero bueno, tampoco llevo diez años yendo al podólogo, ni siquiera dos, pero ya va siendo una costumbre y eso es buen síntoma para mi.
Fue curioso. El hombre se puso a trabajarme a los pies y enseguida pensé que ese tío tenía que tener mascaras. Quizá fuera porque al quitarme los calcetines noté un cierto pestazo, cosa rara pues si algo cuido de mi integridad física son mis pies; además que esa tarde no había salido a andar y no había razón para ello: ni al quitármelos por la noche huelen así. De hecho yo no huelo. Es extraño.
Estaba mirando las decenas de diplomas que tiene colgados y pensé en pedirle una mascarilla. Y así se lo dije cuando terminó, no antes, no hay que poner nervioso al personal innecesariamente, y más cuando tus pies son los que están en juego.
- Oiga -le dije mientras él anotaba algo en mi ficha ya con la recepcionista y cobradora dentro de la habitación- ¿no tendrá una mascarilla? Una de esas...-rematé de manera que me recordó a cuando uno busca pilinguis o drojas-
Él volvió a mirarme un tanto sorprendido pero fue clemente cual adepto a la venida del séptimo adviento y enseguida me habló de la inutilidad de las mascaras quirúrgicas y prácticamente de la futilidad del mundo entero en apenas un par de frases. No pasó lo mismo con la enfermera y colaboradora, con la recepcionista o lo que sea, con la que se ama, vamos, pues con la excitación del tema a la pobre se le escapó llamarle por su apócope mientras hablaba sin parar, cosa que me impactó sobremanera aunque supongo no dejé traslucir en penitencia por lo de los calcetines ya que él mantuvo su casi polar frialdad, eso sí, rota a modo de mascarilla de cosa que, creo, me metió en la cuenta y que nada más llegar a casa y olerla dejé en el cajón de los calcetines de verano.
El tabaco lo tengo resuelto desde el lunes, mi día de descanso. La mujer de la limpieza no pudo ir por cosas de su religión y entre mi buen Josemari y yo apañamos el asunto más primordial. Luego fui a comprar botes, latillas y tetrabricks y después cogí a mi sobrinete, lo eché en el carro y nos fuimos a dar un paseo por ahí. Esta vez llevaba unas gafillas de sol que sus padres le han comprado y no hubo problemas. Lo malo es que ahora no puedo verle mientras le llevo. Su progenitora dice que si te ve sólo quiere brazos y por eso le ha cambiado el punto de visión. De todas formas yo me agachaba de vez en cuando para volver a verle. Estaba precioso. Dormido, con gorro y gafas de sol, pero precioso. Llegó a casa de mi progenitora más tranquilo que nunca. Y fue pasar adentro, sacarlo del carro, quitarle el gorrito y el abrigo y enseguida empezar a sonreírme y a babearme mientras yo lo subía y bajaba por encima y debajo de mi cabeza diciéndole cosas que ni él ni yo entendíamos.
- Dame ocho Golden Virginia de 50 -le dije a la estanquera roquera. Esta vez ni se me ocurrió discriminar por fotografías-
Obedeció sin más, o casi, pues tampoco es normal que uno que lleva pidiéndote uno a la semana llegue un día y te pida ocho. Compré además boquillas y papel en proporción. Me regaló un mechero. Todo esto lo he metí en el armario de la ropa que nunca uso, en su altillo. Ahí también he dejado las máscaras y las gafas de hoy.
Estoy preparado. Bueno, me faltan cosas: velas, quizá más pilas, medicamentos estoy bien (he ido arramblando antibióticos, antipiréticos y antitodo por ahí durante estas semanas, aparte de otras movidas), productos de limpieza y alcohol lo tengo fijo, no me va a faltar. Quedan retales: unos monos de pintor, guantes tengo, cinta americana también, ayer pillé en el Lidl unas luces a pilas, en fin, yo qué sé...
- Me encanta tu nariz -le diré-
- Te quiero tanto, Kufisto -dirá ella-
He tomado una nueva costumbre cuando llego a casa. Abro las puertas de los armarios de la cocina y miro la comida enlatada que he ido comprando durante estas últimas semanas. Sólo hasta hace un par de días no la he colocado. Las bolsas yacían en el suelo de la cocina a la espera de ese momento, de ese peligroso momento en el que ya ves que cualquier noche tropezarás con ellas hasta abrirte la cabeza sobre la lavadora. Pero anteayer fui al podólogo (conviene tener los pies en condiciones) y aproveché la tarde. Vacié toda la cosa inútil que llenaba aquel espacio, lo limpié a conciencia y ordené todas mis compras. Por cierto que lo del podólogo fue gracioso. Mi última visita fue apenas hace tres meses y hasta yo noté una cierta sorpresa en su hierático rostro cuando me vio; normalmente lo hago cada seis, pero bueno, tampoco llevo diez años yendo al podólogo, ni siquiera dos, pero ya va siendo una costumbre y eso es buen síntoma para mi.
Fue curioso. El hombre se puso a trabajarme a los pies y enseguida pensé que ese tío tenía que tener mascaras. Quizá fuera porque al quitarme los calcetines noté un cierto pestazo, cosa rara pues si algo cuido de mi integridad física son mis pies; además que esa tarde no había salido a andar y no había razón para ello: ni al quitármelos por la noche huelen así. De hecho yo no huelo. Es extraño.
Estaba mirando las decenas de diplomas que tiene colgados y pensé en pedirle una mascarilla. Y así se lo dije cuando terminó, no antes, no hay que poner nervioso al personal innecesariamente, y más cuando tus pies son los que están en juego.
- Oiga -le dije mientras él anotaba algo en mi ficha ya con la recepcionista y cobradora dentro de la habitación- ¿no tendrá una mascarilla? Una de esas...-rematé de manera que me recordó a cuando uno busca pilinguis o drojas-
Él volvió a mirarme un tanto sorprendido pero fue clemente cual adepto a la venida del séptimo adviento y enseguida me habló de la inutilidad de las mascaras quirúrgicas y prácticamente de la futilidad del mundo entero en apenas un par de frases. No pasó lo mismo con la enfermera y colaboradora, con la recepcionista o lo que sea, con la que se ama, vamos, pues con la excitación del tema a la pobre se le escapó llamarle por su apócope mientras hablaba sin parar, cosa que me impactó sobremanera aunque supongo no dejé traslucir en penitencia por lo de los calcetines ya que él mantuvo su casi polar frialdad, eso sí, rota a modo de mascarilla de cosa que, creo, me metió en la cuenta y que nada más llegar a casa y olerla dejé en el cajón de los calcetines de verano.
El tabaco lo tengo resuelto desde el lunes, mi día de descanso. La mujer de la limpieza no pudo ir por cosas de su religión y entre mi buen Josemari y yo apañamos el asunto más primordial. Luego fui a comprar botes, latillas y tetrabricks y después cogí a mi sobrinete, lo eché en el carro y nos fuimos a dar un paseo por ahí. Esta vez llevaba unas gafillas de sol que sus padres le han comprado y no hubo problemas. Lo malo es que ahora no puedo verle mientras le llevo. Su progenitora dice que si te ve sólo quiere brazos y por eso le ha cambiado el punto de visión. De todas formas yo me agachaba de vez en cuando para volver a verle. Estaba precioso. Dormido, con gorro y gafas de sol, pero precioso. Llegó a casa de mi progenitora más tranquilo que nunca. Y fue pasar adentro, sacarlo del carro, quitarle el gorrito y el abrigo y enseguida empezar a sonreírme y a babearme mientras yo lo subía y bajaba por encima y debajo de mi cabeza diciéndole cosas que ni él ni yo entendíamos.
- Dame ocho Golden Virginia de 50 -le dije a la estanquera roquera. Esta vez ni se me ocurrió discriminar por fotografías-
Obedeció sin más, o casi, pues tampoco es normal que uno que lleva pidiéndote uno a la semana llegue un día y te pida ocho. Compré además boquillas y papel en proporción. Me regaló un mechero. Todo esto lo he metí en el armario de la ropa que nunca uso, en su altillo. Ahí también he dejado las máscaras y las gafas de hoy.
Estoy preparado. Bueno, me faltan cosas: velas, quizá más pilas, medicamentos estoy bien (he ido arramblando antibióticos, antipiréticos y antitodo por ahí durante estas semanas, aparte de otras movidas), productos de limpieza y alcohol lo tengo fijo, no me va a faltar. Quedan retales: unos monos de pintor, guantes tengo, cinta americana también, ayer pillé en el Lidl unas luces a pilas, en fin, yo qué sé...
- Me encanta tu nariz -le diré-
- Te quiero tanto, Kufisto -dirá ella-