Poder, miedo y angustia en tiempos de crisis (tocho inside)

Turguéniev

Himbersor
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Buenas noches, foreros:

Os dejo otro tocho de mi blog. Espero que os guste.

Poder, miedo y angustia en tiempos de crisis:

Me imagino que ustedes estarán tan cansados como yo. Dos años han pasado desde que se declarara la emergencia global por el bichito. Nos han atiborrado de noticieros, estadísticas, muertes y especiales de La Sexta Noche. Han tras*currido los meses y, a pesar de toda la información recibida, todavía desconocemos mucho sobre sus efectos. Sabemos bastante sobre el bichito y sus consecuencias en el organismo y un poco sobre los problemas mentales derivados de las medidas tomadas durante la esa época en el 2020 de la que yo le hablo.

Hay algo que, no obstante, ha pasado desapercibido. Durante meses, se ha organizado una campaña mediática sin precedentes para domar a la sociedad e inclinarla a aceptar las medidas impuestas. En todo Occidente. Tal bombardeo propagandístico ha derivado en una nueva epidemia: la del miedo. Este se ha convertido en compañera de buena parte de la sociedad española.

El miedo puede, con el tiempo, convertirse en angustia. Aunque ambas son, por expresarlo de alguna forma, hermanas, presentan diferencias apreciables. El historiador Jean Delumeau define estas emociones en su obra El miedo en Occidente:
«El primero lleva a lo conocido, la segunda, hacia lo desconocido. El miedo tiene un objeto determinado al que se puede hacer frente. La angustia no lo tiene, y se la vive como una espera dolorosa ante un peligro tanto más temible cuando no está claramente identificado: es un sentimiento global de inseguridad.»
El miedo tiene un profundo sentido biológico. Actúa como nuestra alarma natural, nos protege y previene de los peligros del mundo exterior. El miedo es nuestra aliada al permitirnos identificar con claridad aquello que nos es pernicioso. Es inocuo cuando responde a un hecho concreto en un momento específico. La angustia, al contrario, referencia la indefinición, lo inconmensurable. Nos lleva a la indefensión, a la desorientación y a la inadaptación al carecer de la objetividad de su hermano.

Lo que ha ocurrido a lo largo de estos dos años es que el miedo inicial se ha tornado en angustia. El miedo prudencial ha devenido en semanas y semanas de puro terror para atenazar, así, el alma de la población.

El mecanismo más eficaz para mantener avivadas estas emociones ha sido la prohibición del derecho a olvidar. El recuerdo impuesto por decreto ley. Para lograr este fin, se ha recurrido a diferentes instrumentos. La obligatoriedad de la mascarilla en exteriores es uno de los mejores ejemplos. Desde hace tiempo sabemos de su ineficacia, pero su uso nos evoca el riesgo constante, al tiempo que nos dota de una falsa sensación de seguridad que acentúa, más si cabe, la presencia furtiva de una amenaza fantasma.

Se preguntarán, y todo esto, ¿para qué? El miedo es uno de los amigos más íntimos de los malos gobiernos al que recurren para imponer sus agendas y tapar sus vergüenzas. Para ello, han contado con un inestimable aliado: los medios de comunicación. Estos últimos han actuado de catalizadores del poder de los primeros que ha originado una relación simbiótica realmente perniciosa. A saber, periódicos y televisiones incrementan sus audiencias alimentándose del miedo — ya angustia — de la población. Mientras, el gobierno les ofrece el combustible que necesitan para continuar a cambio de apaciguar las críticas e imponer sus fines. Entiendo que hay medios más libres que otros, pero la tónica general ha sido, en mi humilde opinión, la expresada.

De poder va la cosa. Weber lo definía en su Economía y Sociedad como:
« […] la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad.»
Los debates en torno a este concepto se han sofisticado. Concuerdo más con la interpretación de uno de los filósofos de moda, Byung-Chul Han, legada en su trabajo Sobre el poder. El surcoreano se aleja de las tesis de Weber considerando que el verdadero poder es, en realidad, la ausencia del mismo: aparece en todo su esplendor cuando no está presente o, más bien, cuando se manifiesta en lo sutil. En este sentido, la violencia es, en realidad, pérdida de poder. Hanna Arendt decía que «Poder es lo que nunca sale de los cañones de los fusiles». Recurrir a la coerción se presenta como una exteriorización manifiesta de debilidad. El poder no mata, deja vivir.

El poder absoluto se expresa en su totalidad cuando no se exhibe; cuando uno asume como propias —en un ejercicio de conciencia y libertad las decisiones emanadas por el orden establecido. Es decir, cuando la voluntad de la que hablaba Weber se hace nuestra; cuando «el soberano toma sitio en el alma del otro».

George Orwell retrató con gran acierto este tipo de poder en su obra 1984. Su protagonista, Winston Smith, acaba rindiéndose al control del Ingsoc momentos antes del fatídico final. Él, como otros antes, «Se había vencido a sí mismo definitivamente. Amaba al Gran Hermano.» Es Winston el que escoge someterse a las doctrinas del partido oficial. Aunque entendemos que el protagonista muere, la bala que acabó con su vida no se disparó hasta la genuflexión total de su espíritu.

Salvando las distancias, por supuesto, algo similar ocurre en las sociedades occidentales. Los gobiernos, al igual que los medios, se nutren de la angustia que ellos mismos crearon con sus ejercicios de propaganda para hechizar a la población e introducir esta especie de poder blando. El que sufre la angustia, incapacitado y aquejado de mil fatigas y desdichas, se lanza a los brazos, dominado por la desesperación, de la causa de su desgracia; te rompo las piernas para, luego, regalarte unas muletas. Una especie de síndrome de Estocolmo pandémico.

Tenemos ejemplos de esto. En estos últimos meses hemos podido observar como las medidas han sido recibidas con el beneplácito de una parte de la población: las prohibiciones, las mascaras y los cierres en hostelería se han impuesto sin apenas resistencia o, incluso, han sido deseadas. En una en cuesta de La Razón de junio de 2021 el 65 % estaba a favor de quitarse la mascarilla; es decir, un 35 % se mostraba en contra. En diciembre de ese mismo año, en Málaga, aparecían nobles ciudadanos reacios a quitarse la mascarilla en exteriores ya que «[…] es lo único que nos puede evitar el contagio.» En Telemadrid se preguntaban por su supresión en las aulas. Aquí los datos mejoran, si bien se mantiene un porcentaje estadístico significativo. El 80,76 % es partidario del sí y el 19, 25 %, del no. Esto, queridos lectores, es poder.

Como pueden ver, el poder es sibilino. Todos somos sensibles a su influjo; trabaja como una melodía agradable y reconfortarte que se desliza con delicadeza hacia nuestros oídos. Debilitados por nuestros más profundos temores, nos hemos dejado llevar por sus compases esperando, ingenuamente, el alivio de nuestras penas. Ahora, muchos de nosotros, también amamos al Gran Hermano.

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