Pido expulsión para el forero Eric Finch por poner texto de pedofilia repulsiva

SEGUNDA JORNADA
Se levantaron a la hora de costumbre. El obispo, completamente repuesto de sus
excesos, y que desde las cuatro de la mañana estaba escandalizado de que lo hubiesen dejado
acostarse solo, había tocado el timbre para que Julie y el jorobador que le había sido destinado
vinieran a ocupar su puesto. Llegaron inmediatamente, y el libertino se echó en sus brazos en
busca de nuevas obscenidades.
Después de haber tomado el desayuno como de costumbre en el aposento de las
muchachas, Durcet realizó la visita y, a pesar de lo que pudiera decirse, todavía encontró
nuevas delincuentes. Michette era culpable de un tipo de falta y Augustine, a quien Curval
había hecho decir que se mantuviera durante todo el día en un determinado estado, se
encontraba en el estado completamente contrario; ella no recordaba nada, y pedía perdón
por ello, y prometía que no volvería a suceder más, pero el cuadrumvirato fue inexorable, y
ambas fueron inscritas en la lista de castigos del siguiente sábado.
Singularmente descontentos por la torpeza de todas aquellas muchachas en el arte de la
masturbación, impacientes por lo que habían experimentado sobre esto la víspera, Durcet
propuso establecer una hora por la mañana, durante la cual se darían lecciones al respecto, y
que por turno, cada uno de ellos se levantaría una hora más temprano, y como el momento
del ejercicio sería establecido desde las nueve hasta las diez, se levantaría, digo, a las nueve
para ir a dedicarse a este ejercicio. Decidióse que aquel que realizase esta función se sentaría
tranquilamente en medio del serrallo, en un sillón, y que cada muchacha, conducida y guiada
por la Duelos, la mejor meneadora que había en el castillo, se acercaría a sentarse encima de
él, que la Duelos dirigiría su mano, sus movimientos, le enseñaría la mayor o menor rapidez
que hay que imprimir a las sacudidas de acuerdo con el estado del paciente, que prescribiría
sus actitudes, sus posturas durante la operación, y que se impondrían castigos reglamentados
para aquella que al cabo de la primera quincena no lograra dominar perfectamente este arte,
sin necesidad de más lecciones. Sobre todo, les fue concretamente recomendado, según los
principios del padre recoleto, mantener el glande siempre descubierto durante la operación, y
que la mano vacante se ocupase sin cesar durante todo el tiempo en cosquillear los alrededores,
según las diferentes fantasías de los interesados.
Este proyecto del financiero gustó a todos, la Duelos, informada, aceptó el trabajo, y
desde aquel mismo día dispuso en su aposento un consolador con el que ellas pudiesen
ejercitar constantemente sus dedos y mantenerlos en la agilidad requerida. Se le encargó a
Hercule el mismo trabajo con los muchachos, que más hábiles siempre en este arte que las
muchachas, porque sólo se trata de hacer a los otros lo que hacen a sí mismos, sólo
necesitaron una semana para convertirse en los más deliciosos meneadores que fuese posible
encontrar. Entre ellos, aquella mañana, no se encontró a nadie en falta, y como el ejemplo de
Narcisse, la víspera, había tenido como consecuencia que se negaran casi todos los permisos,
sucedió que en la capilla sólo se encontraron la Duelos, dos jorobadores, Julie, Thérèse,
Cupidon y Zelmire. A Curval se le empalmó mucho, se había enardecido asombrosamente
por la mañana con Adonis, en la visita de los muchachos, y creyóse que eyacularía al ver las
cosas que hacían Thérése y los jorobadores, pero se contuvo.
La comida fue como siempre, pero el querido presidente, que bebió y se comportó
disolutamente durante el ágape, se inflamó de nuevo a la hora del café, servido por
Augustine y Michette, Zélamir y Cupidon, dirigidos por la vieja Fanchon, a quien, por
capricho, se le había ordenado que estuviera desnuda como los muchachos. De este
contraste surgió el nuevo furor lúbrico de Curval, quien se entregó a algunos desenfrenos
con la vieja y Zélamir que le valieron por fin la pérdida de su leche.
El duque, con el pito empalmado, abrazaba a Augustine; rebuznaba, denostaba, deliraba,
y la pobre pequeña, temblando, retrocedía como la paloma ante el ave de presa que la
acecha, dispuesta a capturarla. Sin embargo, se contentó con algunos besos libertinos y con
darle una primera lección, como anticipo de la que empezaría a tomar al día siguiente. Y
como los otros dos, menos animados, habían empezado ya sus siestas, nuestros dos
campeones los imitaron. Se despertaron a las seis para pasar al salón de los relatos.
Todas las cuadrillas de la víspera estaban cambiadas, tanto los individuos como los
vestidos, y nuestros amigos tenían por compañeras de canapé, el duque a Aline, hija del
obispo y por consiguiente, ¡por lo menos, sobrina del duque!, el obispo a su cuñada
Constance, mujer del duque e hija de Durcet; Durcet a Julie, hija del duque y mujer del
presidente, y Curval, para despertarse y reanimarse un poco, a su hija Adélaïde, mujer de
Durcet, una de las criaturas del mundo a quien más le gustaba molestar a causa de su virtud y
devoción. Empezó con algunas bromas perversas, y habiéndole ordenado que tomara
durante la sesión una postura adecuada a sus gustos pero muy incómoda para aquella pobre
mujercita, la amenazó con toda su cólera si la cambiaba un solo momento. Cuando todo
estuvo listo, Duelos subió a su tribuna y reanudó así el hilo de su relato
Hacía tres días que mi progenitora no había aparecido por la casa, cuando su marido,
inquieto más por sus efectos y su dinero que por la criatura, decidió entrar en su
habitación, donde tenían la costumbre de guardar todo lo más precioso, ¡pero cuál
no fue su asombro cuando en vez de encontrar lo que buscaba halló sólo un billete
de mi progenitora en el que le decía que se resignara a su pérdida, porque habiéndose
decidido a separarse de él para siempre, y careciendo de dinero, le había sido
necesario coger todo lo que se llevaba! En cuanto al resto, sólo él y los malos tratos
que le había dado tenían la culpa, si lo abandonaba, y que le dejaba las dos hijas, que
bien valían lo que se llevaba. Pero el buen hombre estaba lejos de considerar que lo
uno valiese como lo otro, y nos despidió graciosamente, rogándonos que no
durmiéramos en la casa, prueba cierta de que discrepaba con mi progenitora.
Bastante poco afligidas por una situación que nos dejaba en plena libertad, a mi
hermana y a mí, para entregarnos tranquilamente a un género de vida que empezaba
a gustamos, sólo pensamos en llevarnos nuestras escasas pertenencias y en
despedirnos de nuestro querido padrastro que había tenido a bien dárnoslas.
Mientras decidíamos lo que debíamos hacer, nos alojamos mi hermana y yo en una
pequeña habitación de los alrededores. Allí lo primero que hicimos fue preguntarnos
acerca de la suerte de nuestra progenitora. Teníamos la seguridad de que se encontraba en
el convento, decidida a vivir secretamente en la celda de algún padre, o haciéndose
mantener en algún rincón de las cercanías, cosa que no nos preocupaba demasiado,
cuando un hermano del convento nos trajo un billete que hizo cambiar nuestras
conjeturas. Dicho billete decía en sustancia que lo mejor que nos podía aconsejar era
que fuésemos al convento en cuanto anocheciera, a la celda del padre guardián, el
mismo que escribía el billete; que él nos esperaría en la iglesia hasta las diez de la
noche y nos conduciría al lugar donde se encontraba nuestra progenitora, cuya felicidad
actual y calma nos haría compartir gustosamente. Nos exhortaba vivamente a que no
faltásemos a la cita y, sobre todo, a ocultar nuestros movimientos con gran cuidado;
porque era esencial que nuestro padrastro no se enterase de nada, en bien de nuestra
progenitora y de nosotras mismas.
Mi hermana, que a la sazón había cumplido quince años y qUe, por consiguiente,
tenía más vivacidad y razonaba más que yo, que sólo tenía entonces nueve, después
de haber despedido al Portador del billete y contestado que reflexionaría sobre el
asunto arriba, no dejó de extrañarse de todas aquellas maniobras.
-Françon -me dijo-, no vayamos. Hay gato encerrado en todo esto. Si esta
proposición fuese franca, ¿por qué mi progenitora no hubiera escrito ella misma un billete
junto a éste o al menos no lo hubiera firmado? ¿Y con quién podría estar en el
convento, mi progenitora? El padre Adrien, su mejor amigo, no está allí desde hace tres
años, más o menos. Desde entonces, ella no va al convento, más que de paso, y no
tiene ningún asunto allí. ¿Por qué azar hubiera buscado ella este retiro? El padre
guardián no es ni ha sido nunca su amante. Sé que ella lo ha divertido dos o tres
veces, pero no se trata de un hombre capaz de liarse con una mujer sólo por eso,
porque es inconstante y hasta brutal con las mujeres una vez que se le ha pasado el
capricho. Por lo tanto, ¿a qué viene que ahora muestre tanto interés por nuestra
progenitora? Te digo que hay gato encerrado en este asunto. Nunca me ha gustado ese
viejo guardián; es malo, duro y brutal. Una vez me atrajo a su habitación, donde
estaba con tres más, y después de lo que me sucedió allí, juré no volver a poner los
pies en su celda. Créeme, dejemos ahí todos esos monjes bribones. No quiero
ocultarte más tiempo, Françon, que tengo una conocida, me atrevo a decir una buena
amiga. Se llama Mme Guérin, hace dos años que la trato, y desde entonces no ha
tras*currido una semana sin que me hiciese participar en una buena juerga. Pero no
juergas de doce perversoss monedas como las del convento; no hay una sola que no
me haya reportado tres escudos por lo menos. Mira, aquí tienes una prueba de ello -
prosiguió mi hermana mostrándome una bolsa que contenía por lo menos diez
luises-; como puedes advertir, tengo de qué vivir. Y bien, si quieres seguir mi consejo,
haz como yo. La Guérin te recibirá, no te quepa la menor duda, te vio hace ocho
días, cuando vino a buscarme para una juerga, y me ha encargado que te lo
propusiese también y que por muy joven que fueses ella siempre hallaría dónde
colocarte. Haz como yo, te digo, y pronto nos veremos libres de apuros. Por lo
demás, es todo lo que puedo decirte, pues, excepto esta noche que pagaré tus, gastos,
no cuentes más conmigo, pequeña. Cada cual para sí, en este mundo. He ganado esto
con mi cuerpo y mis dedos, haz tú lo mismo. Y si el pudor te lo impide, vete al
diablo, y sobre todo no vengas a buscarme, porque después de lo que acabo de
decirte, si te viera morir de sed, no te daría un vaso de agua. Por lo que respecta a mi
progenitora, muy lejos de estar enojada por la suerte que haya corrido, sea cual sea, te diré
que me regocijo de ello, y que mi único deseo es que la muy fruta se encuentre tan
lejos que no la vuelva a ver nunca. Sé hasta qué punto ella me perjudicó en mi oficio,
y todos los hermosos consejos que me daba mientras, la muy meretriz se comportaba
tres veces peor. Amiga mía, que el diablo se la lleve y sobre todo que no la traiga, eso
es todo lo que le deseo.
No teniendo, en verdad, el corazón más tierno ni mejor alma que mi hermana,
aprobaba sinceramente todas las invectivas con que ella llenó a esa excelente progenitora,
y, tras agradecer a mi hermana el conocimiento que me proporcionaba, le prometí
seguirla a casa de aquella mujer y, una vez adoptada, dejar de serle una carga. Como
mi hermana, me negaba a ir al convento.
-Si efectivamente ella es feliz, tanto mejor -dije-; en tal caso, nosotras podremos
serlo por nuestro lado, sin necesidad de compartir su suerte. Y si se trata de una
trampa que se nos tiende, es necesario evitar caer en ella.
Después de eso mi hermana me abrazó.
- ¡Vaya! -dijo-. Veo ahora que eres una buena chica. Bien, bien, ten la seguridad
de que haremos fortuna. Yo soy linda y tú también, ganaremos lo que se nos antoje,
amiga mía. Pero es necesario no atarse, no lo olvides. Hoy uno, mañana otro, es
preciso ser fruta, niña mía, fruta en el alma y en el corazón. En cuanto a mí -continuó
diciendo-, lo soy tanto, puedes verlo ahora, que no hay confesión, sacerdote, consejo
ni representación que puedan apartarme del vicio. Estaría dispuesta, rediós, a mostrar
mi ojo ciego en la plaza del mercado con tanta tranquilidad como me bebo un vaso de
vino. Imítame, Françon, complaciéndolos, una saca todo lo que quiere de los
hombres; el oficio es un poco duro al principio, pero una se hace a ello. Hay tantos
hombres como gustos. Primero, hay que ser capaz de cualquier cosa, uno quiere una
cosa, otro quiere otra. Pero ¿qué importa? Una está allí para obedecer y someterse,
enseguida se acaba, y queda el dinero.
Yo me sentía turbada, lo confieso, al escuchar palabras tan licenciosas en la boca
de una muchacha tan joven y que siempre me había parecido tan decente. Pero como
mi corazón compartía su sentido, no tardé en decirle que estaba no solamente dispuesta
a imitarla en todo, sino hasta en portarme peor que ella, si era necesario.
Encantada conmigo, mi hermana me abrazó de nuevo, y como empezaba a ser tarde
mandamos a buscar una pularda y buen vino, cenamos y dormimos juntas, decididas
a ir al día siguiente por la mañana a casa de la Guérin para rogarle que nos recibiera
como pupilas.
Fue durante la mencionada cena cuando mi hermana me enseñó todo lo que yo
ignoraba todavía acerca del libertinaje. Se me exhibió completamente desnuda, y
puedo asegurar que era una de las más bellas criaturas que había entonces en París.
Hermosa Piel, una gordura agradable y, a pesar de esto, el talle más esbelto e
interesante, los más bellos ojos azules y todo el resto digno de lo mencionado. Me
enteré también del tiempo que hacía que la Guérin se había fijado en aquellos
atractivos y del placer con que se la ofrecía a sus clientes, quienes, jamás cansados de
ella, la volvían a pedir una y otra vez. Al meternos en la cama caímos en la cuenta de
que nos habíamos olvidado de dar una respuesta al padre guardián, quien
seguramente se enojaría por nuestra negligencia y a quien era preciso tratar con
miramientos mientras estuviésemos en el barrio. ¿Pero cómo reparar aquel olvido?
Ya eran más de las once, y decidimos dejar las cosas tal como estaban.
Al parecer, la aventura le interesaba mucho al guardián, por lo que es de creer
que trabajaba más para él que para la pretendida felicidad de que nos hablaba, porque
apenas dieron las doce llamaron con suavidad a nuestra puerta. Era el padre guardián
en persona; nos esperaba, dijo, desde hacía dos horas, y por lo menos hubiéramos
podido hacerle llegar una respuesta, y tras haberse sentado en nuestra cama, nos dijo
que nuestra progenitora había decidido pasar el resto de sus días en un pequeño aposento
secreto que tenían en el convento y donde le daban la mejor comida del mundo,
amenizada con la compañía de los grandes personajes de la casa que solían pasar la
mitad del día con ella y con otra mujer joven, compañera de mi progenitora; que sólo
dependía de nosotras aumentar el número, pero como éramos demasiado jóvenes
para establecernos, él nos tomaría sólo por tres años, al cabo de los cuales, juraba que
nos devolvería nuestra libertad y mil escudos a cada una; que nuestra progenitora le había
encargado que nos dijera que le causaríamos un gran placer si íbamos a compartir su
soledad.
-Padre -le contestó descaradamente mi hermana-, le agradecemos su proposición.
Pero a nuestra edad no tenemos ningún deseo de encerramos en un claustro para
convertirnos en pilinguis de sacerdotes, ya lo hemos sido demasiado.
El guardián insistió en sus proposiciones, y lo hizo con un fuego que demostraba
bien a las claras hasta qué punto deseaba lograr sus propósitos. Advirtiendo al fin
que no se salía con la suya, dijo lanzándose casi furiosamente, sobre mi hermana.
-Y bien, fruta, satisfáceme pues una vez más por lo menos, antes que me vaya.
Y, tras haberse desabrochado sus calzones, montó encima de mi hermana, quien
no opuso ninguna resistencia, convencida de que si satisfacía su necesidad se
desembarazaría de él más pronto. Y el libertino, sujetándola debajo de sus rodillas,
agitó un instrumento duro y bastante grueso a unos centímetros de la cara de mi
hermana.
- ¡Linda cara -exclamó-, linda carita de fruta, cómo voy a inundarte de leche, ah,
rediós!
Y al cabo de unos instantes las esclusas se abrieron, el esperma eyaculó y todo el
rostro de mi hermana, principalmente la nariz y la boca se encontraron cubiertos por
las pruebas del libertinaje de nuestro hombre, cuya pasión no hubiera sido satisfecha
de un modo tan barato si su proyecto hubiese tenido éxito. El religioso, más
calmado, sólo pensó ya en marcharse, y después de habernos arrojado un escudo
sobre la mesa, y encendido de nuevo su linterna, dijo:
-Sois unas pequeñas fulastres, sois unas pequeñas tiparracas. Dejáis escapar
vuestra fortuna. ¡Que el cielo os castigue haciéndoos caer en la miseria y tenga yo el
placer de veros hundidas en ella como venganza, esos son mis últimos deseos!
Mi hermana, que se limpiaba la cara, le devolvió todas sus tonterías, y cuando la
puerta volvió a cerrarse para no abrirse ya hasta la mañana siguiente, pasamos al
menos el resto de la noche tranquilas.
-Lo que has visto -me dijo mi hermana- es una de sus pasiones favoritas. Le gusta
con locura descargar sobre la cara de las muchachas. Si se limitara a ello, bueno...,
pero el bribón tiene otros gustos y tan peligrosos que temo...
Pero mi hermana, vencida por el sueño, se durmió antes de acabar la frase, y
como el día siguiente nos trajo otras aventuras, dejamos de pensar en aquélla.
Por la mañana nos levantamos y, tras habernos arreglado bien, nos dirigimos a
casa de la señora Guérin. Esta heroína vivía en la calle Soli, en un apartamento muy
limpio del primer piso, que compartía con seis señoritas entre dieciséis y veintidós
años, todas muy lozanas y lindas. Permitidme, señores, que no os las describa más
que a medida que sea necesario. La Guérin, encartada del proyecto que había
conducido a mi hermana a su casa después que hacía tanto que la deseaba, nos
recibió y alojó a ambas con gran placer.
-Aunque es muy joven -le dijo mi hermana, señalándome-, le servirá bien, se lo
aseguro. Es dulce, gentil, tiene buen carácter y un alma decididamente inclinada al
puterío. Tiene usted muchos disolutos entre sus amistades que desean niñas, he aquí
una que corresponde a lo que necesitan... empléela.
La Guérin, volviéndose hacia mí, me preguntó entonces si estaba decidida a
todo.
-Sí, señora -le contesté, en un tono ligeramente descarado que le gustó-, a todo
para ganar dinero.
Fuimos presentadas a nuestras nuevas compañeras, que ya conocían a mi
hermana y que por amistad le prometieron que cuidarían de mí. Luego cenamos
todas juntas, y en una palabra así fue, señores, mi primera instalación en el burdel.
No tras*currió mucho tiempo sin que empezara mi práctica en él: aquella misma
noche llegó un viejo comerciante envuelto en una capa con quien la Guérin me
emparejó para mi estreno.
- ¡Oh! A propósito, -dijo la Guérin presentándome al viejo libertino-, las queréis
sin pelo, señor Duelos, le aseguro que ésta no tiene ni uno.
-En efecto -contestó el viejo original, contemplándome-. parece muy niña.
¿Cuantos años tienes, pequeña? -Nueve, señor.
-¡Nueve años!... Bien, bien, señora Guérin, usted sabe que son así como las
quiero. Y más jóvenes aún, si usted las tuviera. Las tomaría pardiez, recién
destetadas.
Y la Guérin, tras retirarse, riéndose de la expresión, nos dejó solos. Entonces el
viejo libertino, acercándose, me besó dos o tres veces en la boca. Acompañando una
de mis manos con la suya, hizo que sacara de su bragueta su verga no muy
empalmada y, actuando constantemente sin hablar demasiado, me desabrochó las
faldas, me acostó en el canapé, me subió la camisa hasta el pecho y, montando sobre
mis dos muslos, que había abierto completamente, con una mano me entreabría el
shishi todo lo que podía, mientras con la otra se la meneaba con todas sus fuerzas.
"El lindo pajarito", decía, agitándose y suspirando de placer. "Cómo lo domesticaría
si aún pudiera, pero ya no puedo; por más que hiciera, ni en cuatro años se
endurecería este bribón de pito. Ábrete, ábrete, pequeña, separa bien los muslos." Y
al cabo de un cuarto de hora, por fin, advertí que el hombre suspiraba más
hondamente. Algunos " ¡rediós! " añadieron cierta energía a sus expresiones y sentí
los bordes de mi shishi inundados del esperma cálido y espumoso que, como el
bribón no podía lanzar dentro, se esforzaba en hacerlo penetrar dentro con los
dedos.
Hecho esto, partió como un rayo, y todavía me encontraba ocupada en
limpiarme cuando mi galán abría ya la puerta de la calle. Este fue el principio,
señores, que me valió el nombre de Duelos. Era costumbre en aquella casa que cada
pupila adoptase el nombre del primer hombre que la ocupaba, y yo me sometía tal
uso.
-¡Un momento! -dijo el duque-. No he querido interrumpir hasta que no hubiese una
pausa, pero ya que has hecho una, explícame un poco dos cosas: primera, si tuviste noticias
de tu progenitora o si jamás supiste lo que fue de ella; segunda, dime si las causas de la antipatía
que os inspiraba a tu hermana y a ti eran naturales o tenían una causa. Esto tiene relación
con la historia del corazón humano, a lo que nos dedicamos de una manera particular.
-Monseñor -contestó la Duelos-, ni mi hermana ni yo tuvimos nunca la menor noticia de
esa mujer.
-Bien -dijo el duque-. En ese caso está claro, ¿no es verdad Durcet?
-Sin la menor duda -contestó el financiero-. Y tuvisteis suerte en no caer en la trampa,
porque no hubierais regresado jamás.
- ¡Es inaudito --lijo Curval-, cómo se propaga esta manía!
-Es que es muy deliciosa, a fe mía --lijo el obispo.
-¿Y el segundo punto? -preguntó el duque, dirigiéndose a la narradora.
-El segundo punto, monseñor, es decir, el motivo de nuestra antipatía, difícilmente a fe
mía sería capaz de explicarla, pero era tan violenta en nuestros dos corazones que nos
confesamos una a otra que hubiéramos sido capaces de envenenarla en el caso de no poder
llegar -a desembarazarnos de ella de otro modo. Nuestra aversión era completa, y como ella
no daba ningún motivo para ello, lo más verosímil es pensar que este sentimiento era obra de
la naturaleza.
-¿Y quién lo duda? -dijo el duque-. Cada día vemos que la naturaleza nos inspira la
inclinación más violenta hacia lo que los hombres llaman crimen, y aunque la hubieseis
envenenado veinte veces, esta acción dentro de vosotras sólo hubiera sido el resultado de esa
inclinación que ella os inspiraba hacia el crimen, inclinación que cobraba en vosotras la
forma de una invencible antipatía. Es una locura imaginar que debamos nada a nuestras
madres. ¿Y sobre qué se fundaría nuestro agradecimiento?: ¿Sobre lo que gozaba cuando era
jodida? Seguramente, no es para menos. En cuanto a mí, yo sólo veo en ello motivos de repruebo
y desprecio. ¿Nos da la felicidad al darnos la vida?... Lejos de esto. Nos arroja a un mundo
lleno de escollos, y a nosotros nos toca salir de apuros como podamos. Recuerdo que tuve
una progenitora en otro tiempo que me inspiraba más o menos los mismos sentimientos que la
Duelos sentía por la suya: la aborrecía. Cuando me fue posible, la mandé al otro mundo, y
nunca he gozado una voluptuosidad más viva que cuando cerró los ojos para no volverlos a
abrir más.
En este momento se escucharon unos sollozos terribles en una de las cuadrillas. Era en
la del duque, sin lugar a dudas. Al investigar, vióse que la joven Sophie tenía los ojos
arrasados en lágrimas. Dotada de un corazón muy distinto al de aquellos canallas, la
conversación trajo a su espíritu el recuerdo querido de aquella que le había dado el ser y
había muerto defendiéndola cuando fue raptada. Y esta idea cruel había venido a su tierna
imaginación acompañada sólo de abundantes lágrimas.
- ¡Ah, pardiez! -dijo el duque- ¡Buena cosa es ésa! ¿Lloras a tu progenitora, no es verdad,
pequeña mocosa? Acércate, acércate, para que te consuele.
Y el libertino, enardecido por los preliminares y por estas palabras y por el efecto que
tenían, mostró un triunfal pito que parecía querer una eyaculación. Mientras tanto, Marie (era
la dueña de la cuadrilla), trajo a la muchacha. Sus lágrimas corrían abundantemente y el
hábito de novicia que le habían puesto aquel día prestaba aún más encanto a un dolor que la
embellecía. Era imposible ser más linda.
- ¡estropeado Dios -dijo el duque, levantándose como un frenético-, qué linda tajada para
hincarle el diente! Quiero hacer lo que la Duelos acaba de contarnos, quiero mojarle el shishi
con mi leche... ¡Que la desnuden!
Y todo el mundo esperaba en silencio el desenlace de aquella pequeña escaramuza.
-¡Oh, señor, señor! -exclamó Sophie, lanzándose a los pies del duque-. Respetad al
menos mi dolor, gimo por la fin de una progenitora que me fue muy querida, que murió
defendiéndome y a la que no veré nunca más. ¡Tened piedad de mis lágrimas y concededme
por lo menos una noche de descanso!
- ¡Ah! ¡jorobar! -exclamó el duque, empuñando su verga que amenazaba al cielo-. Nunca
hubiera creído que esta escena fuese tan voluptuosa. Desnúdala, desnúdala, pues -decía a
Marie, furioso-; ya debería estar desnuda.
Y Aline, que se encontraba en el sofá del duque, lloraba a lágrima viva, mientras se oía
gemir a la tierna Adélaïde en el nicho de Curval, quien, lejos de compartir el dolor de aquella
bella criatura, la regañaba violentamente por haber abandonado la posición en que la había
colocado, y por otra parte, contemplaba con el más vivo interés el desenlace de aquella
deliciosa escena.
Mientras tanto, desnudan a Sophie, sin el menor miramiento por su dolor, la colocan en
la actitud que acababa de relatar la Duelos y el duque anuncia que va a descargar. Pero
¿cómo hacerlo? Lo que acababa de relatar Duelos había sido realizado por un hombre con el
miembro mustio y la descarga de su fofo pito podía dirigirse a voluntad. Pero no era el
mismo caso ahora: la amenazadora cabeza del miembro del duque no quería inclinarse y
continuaba amenazando al cielo; hubiera sido preciso, por decirlo así, colocar a la
muchachita encima. Nadie sabía qué hacer, y sin embargo, cuantos más obstáculos surgían,
más juraba y blasfemaba el irritado duque. Finalmente, la Desgranges acudió en su ayuda.
Nada de lo que se refería al libertinaje era desconocido para aquella vieja bruja; cogió a la
niña y la colocó tan hábilmente sobre sus rodillas que, se colocase como se colocase el
duque, la punta de su pito rozaba la vagina. Dos sirvientas acudieron para sujetar las piernas
de la muchachita, la cual, si hubiese tenido que ser desvirgada, nunca hubiera podido ofrecer
un shishi más hermoso. Pero eso no era todo aún: era necesaria una mano hábil para hacer
desbordar el torrente y dirigirlo justamente a su destino. Blangis no quería correr el riesgo de
utilizar la mano de un muchacho torpe para una operación tan importante.
-Toma a Julie -dijo Durcet-; quedarás contento de ella. Empieza a menearla como un
ángel.
- ¡Oh, jorobar! -exclamó el duque-. Esa fruta fallará, la conozco. Basta con que yo sea su
padre, tendrá un miedo espantoso.
-Te aconsejo un muchacho, a fe mía -dijo Curval-. Toma a Hercule; tiene una muñeca
muy hábil.
-Sólo quiero a la Duelos -dijo el duque-. Es la mejor de todas las meneadoras, permitidle
que deje su puesto unos momentos y que venga.
La Duelos llega, muy orgullosa de una preferencia tan notable. Se arremanga hasta el
codo y empuñando el enorme instrumento de Monseñor, empieza a sacudirlo, con la cabeza
siempre descubierta, a menearlo con tal arte, a agitarlo con sacudidas tan rápidas y al mismo
tiempo tan adecuadas al estado en que veía al paciente, que finalmente la bomba estalla sobre
el mismo agujero que debe cubrir. Lo inunda, el duque grita, blasfema y se debate. Duelos no
se detiene; sus movimientos están condicionados al grado del placer que proporcionan.
Antinoüs, colocado allí a propósito, hace penetrar delicadamente el esperma en la vagina a
medida que fluye, y el duque, vencido por las más deliciosas sensaciones, ve, expirando de
voluptuosidad, cómo se deshincha poco a poco entre los. dedos de su meneadora el fogoso
miembro cuyo ardor acaba de inflamarlo tan poderosamente. Se echa de nuevo sobre el sofá,
la Duelos regresa a su lugar, la muchachita se limpia, se consuela y vuelve a su cuadrilla, y el
relato prosigue, dejando a los espectadores persuadidos de una verdad de la cual, creo,
estaban imbuidos desde hacía tiempo, a saber, que la idea del crimen supo siempre inflamar
los sentidos y conducirnos a la lubricidad.
Quedé muy asombrada -dijo la Duelos, reanudando el hilo de su discurso- al ver
que todas mis compañeras se reían al encontrarse conmigo, y me preguntaban si me
había limpiado bien y mil otras cosas que demostraban que ellas sabían muy bien lo
que yo acababa de hacer. No me dejaron mucho rato en la inquietud, y mi hermana,
conduciéndome a una habitación contigua a aquella donde se celebraban
comúnmente las orgías, y donde yo había sido encerrada, me mostró un agujero a
través del cual se veía el canapé y todo lo que ocurría en el cuarto. Me dijo que
aquellas señoritas se divertían fisgando por el agujero lo que hacían los hombres a
sus compañeras, y que yo misma era dueña de ir allá cuando quisiera, siempre que no
estuviera ocupado. Porque sucedía a menudo, decía ella, que aquel respetable agujero
sirviese para misterios acerca de los cuales sería instruida en su momento y lugar. No
tras*currieron ocho días sin que sacase provecho de ese placer, y una mañana en que
habían preguntado por una tal Rosalie, una de las más bellas rubias que imaginarse
pueda, tuve la curiosidad de observar qué le harían. Me oculté, y he aquí la escena de
que fui testigo.
El hombre que estaba con ella no debía tener más de veintiséis o treinta años. En
cuanto ella entró, la hizo sentarse en un taburete muy alto y destinado para la
ceremonia. Tan pronto como estuvo sentada, le quitó todas las horquillas que
sostenían su pelo e hizo flotar hasta el suelo un bosque de cabellos rubios, soberbios,
que adornaba la cabeza de aquella hermosa muchacha. Sacó luego un peine de su
bolsillo, los peinó, los desenredó, los acarició y besó, entremezclando cada acción
con elogios sobre la belleza de aquella cabellera, que era lo único que le ocupaba.
Finalmente se sacó de la bragueta un pequeño pito seco y muy tieso que envolvió
rápidamente con los cabellos de su dulcinea, y meneándosela con el moño, eyaculó
mientras pasaba su otra mano alrededor del cuello de Rosalie y la besaba en la boca.
Desenvolvió su verga muerta, vi los cabellos de mi compañera sucios de leche; ella
los limpió se los volvió a atar, y nuestros amantes se separaron.
Al cabo de un mes, mi hermana fue llamada por un personaje que nuestras
señoritas me dijeron que fuera a contemplar a través del agujero porque tenía una
extravagante fantasía. Se trataba de un individuo de unos cincuenta años; apenas
había entrado cuando, sin preliminares de ninguna clase, sin caricias, mostró su
trastero a mi hermana, la cual, al tanto de la ceremonia, hizo que se inclinara sobre la
cama, se apodera del fofo y arrugado ojo ciego, hunde sus cinco dedos en el orificio y
empieza a sacudirlo de una manera tan énergica que la cama crujía. Mientras tanto,
nuestro hombre, sin mostrar nada más, se agita, se menea, sigue los movimientos, se
presta a ellos con lubricidad y grita que descarga y que goza el mayor de los placeres.
La agitación había sido violenta, en verdad, porque mi hermana estaba cubierta de
sudor; ¡pero qué menguados episodios y qué imaginación tan estéril!
Si bien el hombre que me fue presentado poco después no fue más caprichoso,
por lo menos partía más voluptuoso y su manía, para mí, tenía más el colorido del
libertinaje. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años bajo y rellenito, pero fresco y
alegre. Como todavía no había visto a ningún hombre con un gusto como el suyo, mi
primer movimiento fue el de arremangarme hasta el ombligo: un perro al que se le
muestra un bastón no hubiera puesto una cara más larga. - ¡Eh! ¡Por tu vida!
Dejemos tranquilo el shishi, querida, te lo ruego -me dijo, bajándome las faldas tan
rápidamente como yo las había subido-. Esas pilinguillas -prosiguió, de buen humorsólo
le muestran a uno sus shishis. Serás la causa de que no descargue en toda la
noche.., mientras no me haya quitado de la cabeza tu estropeado shishi. Y diciendo esto
hizo que me volviera de espaldas y levantó metódicamente los refajos por detrás. En
esta posición, y conduciéndome él mismo, sin soltar las faldas levantadas, para ver
tos movimientos de mi ojo ciego mientras caminaba, hizo que me acercase a la cama,
sobre la que me acostó de bruces. Entonces examinó mi trastero con la más
escrupulosa atención, ocultando con una mano el shishi, que parecía temer más que al
fuego. Finalmente, tras haberme pedido que disimulara todo lo que pudiera esta
indigna parte (empleo su expresión), con sus dos manos manoseó durante un buen
rato y con lubricidad mi trastero; lo separaba, lo juntaba, acercaba a él su boca y una
vez o dos hasta sentí que la colocaba sobre el agujero, pero no se estremecía
aparentemente, no había señales de nada. Sin embargo, cuando se sintió dispuesto,
preparóse para el desenlace de la operación. -Tiéndete completamente en el suelo -
me dijo, arrojando algunos cojines- allá, sí, eso es... con las piernas bien separadas, el
ojo ciego un poco levantado y el agujero lo más entreabierto que te sea posible -añadió, al
ver mi docilidad. Y entonces, tomando un taburete, lo colocó entre mis piernas y fue
a sentarse en él de manera que su pito, que finalmente sacó de su bragueta, pudiese
ser meneado a la altura del agujero que incensaba. Entonces sus movimientos se
hicieron más rápidos, con una mano se meneaba y con la otra separaba mis nalgas, y
algunas alabanzas sazonadas con muchos juramentos componían su discurso. - ¡Oh,
santo Dios! ¡Qué hermoso ojo ciego! ¡Cómo voy a inundarlo! Y cumplió su palabra. Me
sentí toda mojada; el libertino pareció quedar anonadado tras su éxtasis. ¡Tan verdad
es que el homenaje rendido a ese templo tiene siempre más ardor que el que se
ofrece en el otro!; y se fue, tras haberme prometido que regresaría porque había
satisfecho muy bien sus deseos. Efectivamente, regresó al día siguiente, pero su
inconstancia le hizo preferir a mi hermana; fui a observarlos y vi que empleaba
absolutamente los mismos procedimientos, a los que mi hermana se prestaba con la
misma complacencia.
-¿Tenía un ojo ciego hermoso tu hermana? –preguntó Durcet.
-Podréis juzgar por un solo detalle, monseñor -dijo la Duelos-. Un famoso pintor, a
quien le habían encargado una Venus de hermosas nalgas, un año después, le pidió que le
sirviera de modelo, porque decía, había estado buscando en todas las casas de alcahuetas de
París sin haber encontrado lo que necesitaba.
-Puesto que ella tenía quince años, y que aquí hay muchachas de tal edad, compáranos su
trastero -dijo el financiero- con alguno de los culos que tienes aquí ante tu vista.
Duelos fijó los ojos en Zelmire y dijo que le era imposible encontrar nada, no solamente
respecto al ojo ciego si no a la cara, que pudiera competir con su hermana.
-Bueno, Zelmire -dijo el financiero- ven, pues, a presentarme tus nalgas.
Ella pertenecía precisamente a su cuadrilla. La encantadora muchacha se acercó
temblando. Es colocada al pie del canapé, acostada de bruces; levantan su grupa con las--
cojines y el pequeño orificio se ofrece completo.
El libertino empalmado besa y manosea lo que se le presenta. Ordena a Julie que se la
menee. Es obedecido, sus manos se extravían sobre otras partes, la lubricidad lo embriaga, su
pequeño instrumento, bajó las sacudidas voluptuosas de Julie, parece endurecerse un
momento, el canalla blasfema, la leche fluye y suena la hora de la cena.
Como en todas las comidas, reinaba la misma profusión, haber descrito una es como
haberlas descrito todas. Pero como casi todo el mundo había eyaculado, en esta cena fue
preciso restablecer fuerzas, y por lo tanto, se bebió mucho. Zelmire, que era llamada la
hermana de la Duelos, fue extraordinariamente festejada en las orgías y todo el mundo quiso
besar su ojo ciego. El obispo dejó en él algo de leche, los otros tres compañeros volvieron a
excitarse y se fueron a acostar como la víspera, es decir, cada cual con las mujeres que habían
tenido en los canapés y cuatro jorobadores que no habían aparecido desde la cena.

---------- Post added 12-ago-2018 at 11:15 ----------

TERCERA JORNADA
El duque se levantó a las nueve. Era él quien debía comenzar a prestarse a las lecciones
que la Duelos tenía que dar a las muchachas. Se instaló en un sillón y experimentó durante
una hora los diversos manoseos, masturbaciones, poluciones y posiciones diversas de cada
una de aquellas muchachas, conducidas y guiadas por su maestra, y, como es fácil imaginar,
su temperamento fogoso se excitó mucho con tal ceremonia. Tuvo que hacer increíbles
esfuerzos para no perder su leche, pero, bastante dueño de sí mismo, supo contenerse y
regresó triunfalmente para fanfarronear de que había soportado un asalto que mucho dudaba
que sus amigos hubieran podido sostener con la misma flema que él. Esto dio lugar a algunas
apuestas y a una multa de cincuenta luises que sería impuesta a quien descargase durante las
lecciones.
En vez del almuerzo y dulas visitas, aquella mañana se empleó en disponer el cuadro de
las diecisiete orgías proyectadas para el final de cada semana, así como en la última fijación
de los desvirgamientos que ahora podían establecer mejor que antes después de haber conocido
mejor a las personas. Como dicho cuadro establecía de una manera decisiva todas las
operaciones de la campaña, hemos creído necesario ofrecer una copia al lector; nos ha
parecido que, sabiendo, después de haberlo leído, el destino de las personas, se interesaría
más por ellas en el resto de las operaciones.
CUADRO
DE LOS PROYECTOS DEL RESTO DEL VIAJE
El día 7 de noviembre, fin de la primera semana, se procederá por la mañana al
casamiento de Michette y Giton, y los dos esposos, que por la edad no pueden unirse, como
tampoco las parejas de los tres himeneos siguientes, serán separados por la moche, sin tener
en cuenta la ceremonia que sólo habrá servido para divertir durante el día. La misma noche
se procederá al castigo de las personas marcadas en la lista del amigo de turno durante el
mes.
El día 14 se procederá al matrimonio de Narcisse y Hébé, con las mismas cláusulas
anteriores.
El 21 se efectuará el matrimonio de Colombe y Zélamir.
El 21, igualmente, el de Cupidon y Rosette.
El 4 de diciembre (los relatos de la Champville habrán estimulado las expediciones
siguientes), el duque desvirgará a Fanny.
El día 5 de diciembre, dicha Fanny será casada con Hyacinthe, el cual gozará de su joven
esposa delante de la reunión. Tal será la fiesta de la quinta semana, y por la noche habrá los
castigos ordinarios, porque los casamientos se celebrarán por la mañana.
El día 8, Curval desvirgará a Michette.
El 11, el duque desvirgará a Sophie.
El 12, para celebrar la fiesta de la sexta semana, Sophie será casada con Céladon, de
acuerdo con las mismas cláusulas anteriores. Lo cual no se repetirá en los siguientes.
El 15, Curval desvirgará a Hébé.
El 18, el duque desvirgará a Zelmire, y el 19, para celebrar la fiesta de la séptima semana,
Adonis se casará con Zelmire.
El 20, Curval desvirgará a Colombe.
El 25, día de Navidad, el duque desvirgará a Augustine, y el 26, fiesta de la octava
semana, Zéphyr se casará con Augustine.
El 29, Curval desvirgará a Rosette, y se ha dispuesto todo para que Curval, que tiene un
miembro más pequeño que el duque, posea a las más jóvenes.
El día 1 de enero, primer día en que los relatos de la Martaine habrán hecho soñar en
nuevos placeres, se procederá a las desfloraciones sodomitas en el orden siguiente:
El primero de enero, el duque sodomizará a Hébé.
El día 2, para celebrar la novena semana, Hébé, después de haber sido desvirgada por
delante por Curval y por detrás por el duque, será entregada a Hercule, quien gozará de ella
de la manera que le ordene la reunión.
El día 4, Curval enculará a Zélamir.
El día 6, el duque dará por detrás a Michette, y el 9, para celebrar la fiesta de la décima
semana, esta Michette, que habrá sido desvirgada por el shishi por Curval, y por el ojo ciego por el
duque, será entregada a Brise-cul para que goce de ella, etc.
El día 11, el obispo enculará a Cupidon.
El 13, Curval enculará a Zelmire.
El 15, el obispo enculará a Colombe.
El 16, para la fiesta de la onceava semana, Colombe, que habrá sido desvirgada por el
shishi por Curval y por el ojo ciego por el obispo, será entregada a Antinoüs, quien gozará de ella,
etc.
El día 17, el duque enculará a Giton.
El día 19, Curval enculará a Sophie.
El día 21, el obispo enculará a Narcisse.
El 22, el duque enculará a Rosette.
El 23, en la fiesta de la doceava semana, Rosette será entregada a Bande-au-ciel.
El día 25, Curval dará por ojo ciego a Agustine.
El 28, el obispo dará por ojo ciego a Fanny.
El día 30, para la fiesta de la treceava semana, el duque se casará con Hercule como
marido y con Zéphyr como mujer, y el matrimonio se efectuará, así como los tres otros
siguientes, delante de todo el mundo.
El 6 de febrero, para la fiesta de la catorceava semana, Curval se casará con Brise-cul
como marido y con Adonis como mujer.
El 13 de febrero, para la fiesta de la quinceava semana, el obispo se casará con Antinoüs
como marido y con Céladon como mujer.
El 20 de febrero, para la fiesta de la dieciseisava semana, Durcet tendrá a Bande-au-ciel
como marido y a Hyacinthe como mujer.
Por lo que respecta a la fiesta de la diecisieteava semana, que cae el 27 de febrero, víspera
del final de los relatos, se celebrará por medio de sacrificios para los cuales los señores se
reservan in petto la elección de las víctimas.
Mediante estos arreglos, desde el 30 de enero se habrán efectuado todos los
desvirgamientos, excepto los de los cuatro muchachos que los señores deberán tomar como
mujer, y que se reservan intactos hasta el final con el objeto de hacer durar la diversión hasta
el fin del viaje.
A medida que los sujetos sean desvirgados, reemplazarán a las esposas en los canapés
durante los relatos, y, por la noche, estarán cerca de los señores, alternativamente, según su
elección, con los cuatro últimos bardajes que los señores se reservan como mujeres en el
último mes.
En el momento en que una muchacha o un muchacho desvirgado haya reemplazado a
una esposa en el canapé, esta esposa será repudiada. Desde ese momento su descrédito será
general, y sólo tendrá sitio entre las sirvientas.
Respecto a Hébé, de doce años de edad, de Michette, de doce años de edad, de
Colombe, de trece años y de Rosette, también de trece años, a medida que sean entregadas a
los jorobadores y vistas . por ellos, caerán igualmente en descrédito, sólo serán admitidas en las
voluptuosidades duras y brutales, tendrán un sitio entre las esposas repudiadas y serán
tratadas con el más extremo rigor. Desde el 24 de enero, las cuatro se encontrarán en el
mismo plano de igualdad.
Con este cuadro se ve que el duque habrá tenido los shishis vírgenes de Fanny, Sophie,
Zelmire, Augustine y los culos de Hébé, Michette, Giton, Rosette y Zéphyr.
Que Curval habrá tenido el desvirgamiento de los shishis de Michette, Hébé, Colombe,
Rosette y los de los culos de Zélamir, Zelmire, Sophie, Augustine y Adonis.
Que Durcet que ya no joroba, habrá tenido únicamente el desvirgamiento del ojo ciego de
Hyacinthe, con el que se casará como mujer.
Y que el obispo, que sólo joroba en el ojo ciego, habrá tenido los desvirgamientos sodomitas de
Cupidon, Colombe, Narcisse, .Fanny y Céladon.
Habiendo dedicado todo el día a disponer estos arreglos y a charlar, y sin que nadie
hubiese caído en falta, todo tras*currió sin acontecimientos hasta la hora del relato, en que,
siendo los arreglos los mismos, aunque siempre variados, la célebre Duelos subió a su
tribuna y prosiguió en los siguientes términos su relato de la víspera:
Un joven cuya manía, aunque muy poco libertina, en mi opinión, no por eso era
menos singular, se presentó en casa de Mme Guérin, poco después de la última
aventura de que hablé ayer. Necesitaba una nodriza joven y lozana; la mamaba y eyaculaba
sobre los muslos de aquella buena mujer mientras se atiborraba con su leche.
Su pito me pareció muy mediocre y toda su persona bastante desmedrada, y su
descarga fue tan dulce como su operación.
Al día siguiente se presentó otro en la misma habitación cuya manía seguramente
os parecerá más divertida. Quería que la mujer estuviese envuelta con. velo que le
ocultara completamente todo el pecho y la figura; la única parte del cuerpo que
deseaba ver, y que tenía que ser de una calidad superior, era el ojo ciego, ya que todo el
resto le era indiferente y se sabía que le hubiera disgustado contemplarlo. Mme
Guérin hizo venir de fuera una mujer de una gran antiestéticaldad y de unos cincuenta años
de edad, pero cuyas nalgas estaban cortadas como las de Venus. Nada más hermoso
podía ofrecerse a la vista.
Yo quise ver esta escena; la vieja dueña, bien envuelta, fue a colocarse en seguida
de bruces sobre el borde de la cama. Nuestro libertino, de unos treinta años y
seguramente hombre de toga, le levanta las faldas hasta los costados, se extasía ante
las bellezas de su gusto que le son ofrecidas. Manosea, separa las soberbias nalgas, las
besa con ardor y, con la imaginación inflamada más por lo que supone que por lo
que hubiera visto sin duda si la mujer hubiese estado sin velo y fuese incluso bonita,
cree tener trato con la misma Venus, y al cabo de poco rato, ya con el miembro
endurecido a fuerza de sacudidas, lanza una lluvia benéfica sobre las dos nalgas que
están bajo su mirada. Su descarga fue viva e impetuosa. Estaba sentado delante del
objeto de su culto; una de sus manos lo abría mientras que con la otra lo machacaba,
y gritó diez veces: - ¡Qué hermoso ojo ciego! ¡Ah, qué delicia inundar de leche semejante
ojo ciego! En cuanto terminó levantóse y se marchó sin manifestar el menor deseo de
saber con quien había tratado.
Un joven clérigo solicitó a mi hermana, poco tiempo después. Era joven y guapo,
pero casi no podía distinguirse su pito, tan pequeño y blando era. La tumbó casi
desnuda en un canapé, se colocó de rodillas entre sus muslos, sosteniéndole las
nalgas con las dos manos, y empezó a cosquillearle el pequeño agujero de su trastero.
Luego su boca se pegó al shishi de mi hermana. Le cosquilleó el clítoris con la lengua,
y obró de un modo tan hábil, hizo un empleo tan acompasado y tan igual de sus dos
movimientos, que en tres minutos la sumergió en el delirio; vi como su cabeza se
inclinaba, su mirada se extraviaba y la bribona exclamó: "- ¡Oh, mi querido abad, me
haces morir de placer!"
El clérigo tenía por costumbre tragar todo el líquido que su libertinaje hacía fluir.
No falló y, meneándosela, agitándose a su vez mientras obraba contra el canapé
donde estaba mi hermana, le vi esparcir por el suelo la evidencia de su virilidad. Me
tocó al día siguiente, y os puedo asegurar, señores, que es una de las más dulces
operaciones que he vivido en mi vida: el bribón del abad tuvo mis primicias, y el
primer leche que perdí en mi vida fue en su boca. Más diligente que mi hermana en
devolverle el placer que me daba, agarré maquinalmente su pito flotante y mi
pequeña mano le devolvió lo que su boca me hacía experimentar con tanta delicia.
En este punto el duque no pudo impedir interrumpir. Singularmente excitado por las
masturbaciones a las que se había prestado por la mañana, creyó que ese tipo de lubricidad
ejecutado con la deliciosa Augustine cuyos despiertos y bribones ojos anunciaban un
temperamento muy precoz, le haría perder un leche que ya picaba excesivamente a sus
huevones. Ella pertenecía a su cuadrilla, le gustaba bastante, había sido destinada a él para la
desfloración, la llamó. Esa noche estaba vestida de marmota y encantadora bajo este disfraz.
La dueña le remangó las faldas y la colocó en la postura que había descrito Duelos. El duque
se apoderó primero de las nalgas,, se arrodilló, introdujo un dedo en el ano, que cosquilleó
ligeramente, agarró el clítoris que esta amable niña tenía ya muy marcado, chupó. Los de
Languedoc tienen temperamento; Augustine fue una prueba de ello: sus bonitos ojos se
animaron, suspiró, sus muslos se levantaron maquinalmente, y el duque tuvo la suerte de
obtener un leche joven que sin duda corría por primera vez.
Pero no se obtienen dos dichas seguidas. Hay libertinos endurecidos hasta tal punto por
el vicio, que cuanto más simple y delicada es la cosa que hacen, menos se excita su maldita
cabeza. Nuestro querido duque era de estos, tragó el esperma de esta deliciosa niña sin que el
suyo quisiese correr. Y hasta hubo un momento, pues nada es tan inconsecuente como un
libertino, un momento, digo, en que iba a acusar por ello a esta pobre desgraciada, que
totalmente confundida por haber cedido a la naturaleza, ocultaba su cabeza entre las manos e
intentó huir de su puesto.
- ¡Qué me traigan otra! -dijo el duque, lanzando furiosas miradas a Augustine-. Las
chuparé todas antes que no perder mi leche.
Trajeron a Zelmire, la segunda muchacha de su cuadrilla, que igualmente le correspondía
por derecho. Tenía la misma edad que Augustine, pero la pena de su situación encadenaba
en ella todas las facultades de un placer que tal vez sin eso la naturaleza le hubiese permitido
igualmente disfrutar. Le levantan las faldas por encima de los muslos, más blancos que el
alabastro; muestra un montecito cubierto de una pelusilla que empieza
a brotar. Se deja colocar en la forma requerida, pero por más que haga el duque, nada
logra. Se levanta furioso al cabo de un cuarto de hora y, corriendo hacia su gabinete con
Hercule y Narcisse, dice:
- ¡Ah, jorobar! Veo que no es la caza que necesito -refiriéndose a las dos muchachas- y que
sólo tendré éxito con ésta.
Se ignoran cuáles fueron los excesos a los que se entregó, pero al cabo de unos instantes
se oyeron gritos y rugidos que demostraban que había logrado la victoria, y que los
muchachos eran, para una eyaculación, vehículos más seguros que las más adorables
muchachas. Mientras tanto, el obispo se había encerrado con Giton, Zélamir y Bande-au-ciel,
y cuando se hubieron escuchado los gritos suscitados por su descarga, los dos hermanos, que
seguramente se habían entregado a los mismos excesos, regresaron para escuchar más
tranquilamente el relato de nuestra narradora:
tras*currieron casi dos años sin que se presentasen en casa de la Guérin más
personajes o gente de gustos demasiado comunes, excepto los que he contado ya,
cuando fui avisada de que me arreglara y, sobre todo, lavase bien mi boca. Obedecí y
bajé cuando me lo ordenaron. Un hombre de unos cincuenta años, rellenito y robusto,
se encontraba con la Guérin.
-Ahí puede verla usted -dijo-. Señor, no tiene más que doce años y es limpia
como si saliese del vientre de su progenitora, puedo responder de ello.
El cliente me examinó, me hizo abrir la boca, inspeccionó mis dientes, respiró mi
aliento y, satisfecho de todo, sin duda, pasó conmigo al templo destinado a los
placeres. Nos sentamos uno enfrente del otro, y muy cerca. Nada podía imaginarse
de más serio que mi pretendiente, nada más frío ni flemático. Me miraba de soslayo,
me contemplaba con los ojos medio cerrados y me preguntaba yo a qué conduciría
todo aquello, cuando, rompiendo finalmente el silencio, me dijo que guardara en la
boca la mayor cantidad posible de saliva. Obedecí, y cuando consideró que mi boca
debía estar llena, se lanza con ardor a mi cuello, pasa su brazo alrededor de mi cabeza
con el fin de sujetarla, y pegando sus labios a los míos, bombea, absorbe y traga con
avidez todo el líquido que yo había acumulado, que parecía colmarlo de éxtasis. Atrae
mi lengua con el mismo furor, y cuando la siente seca y advierte que ya no hay nada
en mi boca, me ordena que vuelva a empezar mi operación. Repite la suya, vuelvo a
efectuar la mía, y así durante ocho o diez veces seguidas.
Chupó mi saliva con tal furor que sentía una opresión en el pecho. Creí que por
lo menos algunas chispas de placer coronarían su éxtasis, pero me equivocaba. Su
flema, que sólo se desmintió un poco en los instantes de sus ardientes succiones,
volvía a ser la misma cuando terminaba, y cuando le hube dicho que ya no podía
más, volvió a mirarme de reojo, a fijar sus ojos en mí como al principio, se levantó
sin decir una sola palabra, pagó a la Guérin y se marchó.
- ¡Ah! ¡santo Dios, santo Dios! -dijo Curval-. Yo soy más feliz que él, porque descargo.
Todas las cabezas se levantaron, y todos vieron al querido presidente haciendo a Julie, su
mujer, que aquel día tenía por compañera en el canapé, lo mismo que la Duelos acababa de
relatar. Sabíase que esta pasión era bastante de su gusto, junto con algunos otros episodios
que Julie le proporcionaba y que la joven Duelos no había proporcionado a su cliente, si hay
que creer al menos los refinamientos que aquel exigía y que el presidente estaba lejos de
desear.
-Un mes después -dijo la Duelos, a quien se le había ordenado que prosiguiera-,
tuve tratos con un chupador de un camino completamente contrario. Este era un
viejo abad que, después de haberme previamente besado y acariciado el trastero
durante más de media hora, hundió su lengua en el agujero, hizo que penetrara con
fuerza, la volvió y revolvió con tanto arte que creía casi sentirla dentro de mis
entrañas. Pero éste, menos flemático, tras separar mis nalgas con una mano, con la
otra se la meneaba muy voluptuosamente, y descargó atrayendo hacia sí mi ano con
tanta violencia, y cosquilleando tan lúbricamente, que yo compartí su éxtasis. Cuando
terminó, examinó todavía unos momentos mis nalgas, miró ese agujero que acababa
de ensanchar, no pudo impedir besarlo una vez más y se marchó, no sin antes
haberme asegurado que regresaría a menudo porque había quedado muy contento de
mi ojo ciego. Cumplió la palabra, y durante cerca de seis meses me visitó tres o cuatro
veces por semana para practicar la misma operación, a la que me había acostumbrado
tanto que no la realizaba sin hacerme experimentar gran placer. Este detalle, por otra
parte, le era bastante indiferente, porque nunca me pareció que se diese por enterado
o que lo desease. Quien sabe incluso, pues los hombres son muy raros, si no le
hubiese quizás disgustado.
Aquí Durcet, a quien este relato acababa de inflamar, quiso, como el viejo abad, absorber
el agujero de un ojo ciego, pero no el de una muchacha. Llamó a Hyacinthe, que era el que le
gustaba más. Lo coloca bien, le besa el ojo ciego, se casca el pito, se agita. Por la vibración de sus
nervios, por el espasmo que precede siempre a su descarga, hubiera podido creerse que su
perversa y pequeña anchoa, que Aline meneaba con fuerza, iba finalmente a soltar su
simiente, pero el financiero no era tan pródigo de su leche y ni siquiera se empalmó. Se les
ocurre cambiarle de objeto, se le ofrece Céladon, pero nada se gana con ello. La feliz
campana que anunciaba la cena salva el honor del financiero.
-No esculpa mía -dice, riendo, a sus compañeros-. Como habéis visto, iba a obtener la
victoria; pero esta maldita comida la ha demorado. Vamos a cambiar de voluptuosidad;
cuando Baco me haya coronado, seré más ardiente en los combates del amor.
La cena, tan suculenta como alegre, y tan lúbrica como siempre, fue seguida de orgías y
se cometieron muchas pequeñas infamias. Hubo muchas bocas y culos chupados, pero una
de las cosas en que se divirtieron más consistió en el juego de ocultar el rostro y el pecho de
las muchachas y apostar a reconocerlas examinando sólo sus nalgas. El duque se equivocó
varias veces, pero los otros tres tenían tal experiencia de los culos que no erraron una sola
vez. Luego se acostaron, y el día siguiente les trajo nuevos placeres y algunas nuevas
reflexiones.

CUARTA JORNADA
Los amigos, con el fin de distinguir bien en cada instante del día a aquellos jóvenes o
muchachas cuyas virginidades debían pertenecerles, decidieron hacerles llevar en todos sus
diversos atavíos una cinta en los cabellos, que indicaría a quienes pertenecían. Por lo tanto, el
duque adoptó el rosa y el verde y todo aquel que llevase una cinta rosa delante le pertenecía
por el shishi, del mismo modo que quien llevase una cinta verde detrás sería de él por el ojo ciego.
Desde entonces, Fanny, Zelmire, Sophie y Augustine lucieron un lazo rosa a un lado de su
peinado, y Rosette, Hébé, Michette, Giton y Zéphyr se prendieron una cinta verde detrás de
sus cabellos, como prueba de los derechos que el duque tenía sobre sus culos.
Curval escogió el neցro para la parte delantera y el amarillo para el trastero, de manera
que Michette, Hébé, Colombe y Rosette llevaron siempre desde entonces un lazo neցro
delante, y Sophie, Zelmire, Augustine, Zelamir y Adonis llevaban un amarillo en el moño.
Durcet marcó sólo por detrás, con una cinta lila, a Hyacinthe, y el obispo, que sólo tenía
para él cinco primicias sodomitas, ordenó a Cupidon, Narcisse, Céladon, Colombe y Fanny
que llevaran un lazo violeta detrás.
Nunca, cualquiera que fuese el atavío que se llevara, debían quitarse estas cintas, para que
de una ojeada, al ver a aquellas jóvenes personas con un tonalidad por delante y otro por detrás,
pudiera distinguirse en seguida quién tenía derechos sobre su ojo ciego o quien los tenía sobre su
shishi.
Curval, que había pasado la noche con Constance, por la mañana se quejó vivamente de
ella. No se sabía muy bien cuál era el motivo de sus quejas; es necesario tan poco para
disgustar a un libertino. Disponíase a hacer que se le incluyera en los castigos para el sábado
próximo, cuando esta hermosa muchacha declaró que estaba embarazada; y debía estarlo de
su marido, ya que Curval sólo había tenido trato carnal con ella desde hacía cuatro días. Esta
noticia divirtió mucho a nuestros libertinos, por las voluptuosidades clandestinas que vieron
les proporcionaría. El duque no salía de su asombro. Sea como fuere, el acontecimiento le
valió a Constance la exección de la pena que hubiera tenido que sufrir por haber disgustado a
Curval. Querían dejar que la pera madurase, una mujer preñada los divertía, y el partido que
sacarían de ello divertía mucho más lúbricamente su pérfida imaginación. Fue dispensada del
servicio de la mesa, de los castigos y de algunos otros pequeños detalles que su estado no
hacía ya voluptuoso vérselos cumplir, pero fue obligada a estar en el canapé y a compartir
hasta nueva orden el lecho de quien quisiera elegirla.
Fue Durcet quien aquella mañana se prestó a los ejercicios de masturbaciones, y como su
pito era extraordinariamente pequeño, requirió mucho esfuerzo de las alumnas. Sin embargo,
se trabajó; pero el pequeño financiero, que había hecho durante toda la noche el oficio de
mujer, no pudo soportar el de hombre. Fue duro, intratable, y el arte de aquellas ocho
encantadoras alumnas dirigidas por la más hábil maestra no logró siquiera hacerle levantar
cabeza. Salió de allí con aire triunfal, y como la impotencia comunica siempre un poco de ese
humor que se llama "rabieta" en libertinaje, sus visitas fueron asombrosamente severas.
Rosette, entre las muchachas, y Zélamir, entre los jóvenes, fueron las víctimas: uno de ellos
no estaba de la manera en que debía encontrarse -este enigma se explicará desPués-, y el otro
se había desgraciadamente desprendido de algo que le había sido ordenado que guardara.
Sólo aparecieron en los lugares públicos la Duelos, Marie, Aline y Fanny, dos jorobadores
de la segunda clase y Giton. Curval, que aquel día estaba muy empalmado, se calentó mucho
con la Duelos. La comida, donde hubo conversaciones muy libertinas, no lo calmó, y el café,
servido por Colombe, Sophie, Zéphyr y su querido amigo Adonis, acabó de encenderlo.
Agarró a este último y tumbándole sobre un sofá, le colocó, blasfemando, su enorme
miembro entre los muslos, por detrás, y como este enorme instrumento salía más de seis
pulgadas por el otro lado, ordenó al joven que menease con fuerza lo que sobresalía, y él, por
su parte, se puso a menear al muchacho por encima del pedazo de carne con que lo tenía
enfilado. Mientras esto sucedía, presentaba a la reunión un ojo ciego tan sucio como grande, cuyo
orificio impuro tentó al duque. Viendo que aquel ojo ciego estaba a su alcance hundió en él su
nervioso instrumento, sin dejar de absorber la boca de Zéphyr, operación que había empezado
antes de que se le ocurriera la idea que ahora ejecutaba.
Curval, que no esperaba tal ataque, blasfemó de alegría. Pateó, se tendió, prestóse; en
aquel momento, el joven leche del encantador muchacho, cuya verga meneaba, empieza a
gotear sobre la enorme cabeza de su instrumento furioso. Aquel cálido leche con que se
siente mojado, las reiteradas sacudidas del duque que empezaba también a descargar, todo lo
impulsa todo lo determina, y chorros de un esperma espumoso inundan el ojo ciego de Durcet,
que había acudido a colocarse delante para que no hubiera, dijo, nada perdido, y cuyas nalgas
blancas y rollizas fueron dulcemente cubiertas por un licor precioso que hubiera preferido
sentir dentro de sus entrañas.
Mientras tanto, el obispo no estaba ocioso; chupaba por turno los agujeros de los culos
divinos de Colombe y de Sophie, pero fatigado sin duda por algunos ejercicios nocturnos, no
dio señales de vida, y como todos los libertinos a quienes el capricho y la saciedad vuelven
injustos, se encolerizó contra las dos deliciosas niñas por faltas cometidas por su débil
naturaleza. Luego se durmió un rato, y, llegada la hora de los relatos, fueron a escuchar a la
amable Duelos, quien prosiguió su narración de la manera siguiente:
Había habido algunos cambios en la casa de Mme Guérin -dijo nuestra heroína-.
Dos de las muy lindas muchachas, acababan de encontrar a unos cándidos que las
mantenían y a los cuales ellas engañaban, como hacemos todas. Para reemplazar esta
pérdida, nuestra querida mamá había puesto los ojos en la hija de un tabernero de la
calle Saint-Denis, de trece años de edad, y una de las más lindas criaturas que es
posible imaginar. Pero la pequeña, buena como piadosa, se resistía a todas las
seducciones, cuando la Guérin, tras haberse servido de un medio muy hábil para
atraerla un día a su casa, la puso en las manos del personaje singular cuya manía voy a
describir. Era un eclesiástico de cincuenta y cinco a cincuenta y seis años, pero fresco
y vigoroso y que no aparentaba más de cuarenta. Ningún otro ser en el mundo tenía
un talento más singular que este hombre para arrastrar a muchachas al vicio, y como
su arte era lo más sublime, hacía de él su único placer. Toda su voluptuosidad
consistía en desarraigar los prejuicios de la infancia, lograr que se despreciara la
virtud y adornar al vicio con los más bellos colores. Nada era olvidado: cuadros
seductores, promesas halagüeñas, ejemplos deliciosos, todo era utilizado, todo era
hábilmente empleado, todo artísticamente adecuado a la edad, al tipo de espíritu de la
niña, y nunca fallaba un golpe. En sólo dos horas de conversación estaba seguro de
convertir en una fruta a la niña más sensata y razonable, y desde hacía treinta años
que ejercía este oficio en París, había confesado a la señora Guérin, una de sus
mejores amigas, que tenía en su catálogo más de diez mil muchachitas seducidas y
arrojadas por él al libertinaje. Prestaba tales servicios a más de quince alcahuetas, y
cuando no lo ejercía, buscaba por su propia cuenta, corrompía todo lo que
encontraba y lo mandaba en seguida a sus parroquianas. Pero lo realmente
extraordinario, señores, y lo que hace que os cite la historia de ese personaje singular,
es que él no gozaba nunca del fruto de sus trabajos. Se encerraba solo con la niña,
pero todos los recursos que le prestaban su ingenio y su elocuencia contribuían a
inflamarlo. Era cosa cierta que la operación le excitaba los sentidos, pero era
imposible saber dónde y cómo los satisfacía. Perfectamente observado, nunca se
había visto en él otra cosa que un fuego prodigioso en la mirada al terminar sus
discursos, algunos movimientos de su mano en la parte delantera de su calzón, que
anunciaba una decidida rigidez* producida por la obra diabólica que cometía, y
nunca nada más.
Llegó, encerróse con la pequeña tabernera, yo lo observaba; la entrevista fue
larga, el seductor estuvo asombrosamente patético, la niña lloró, se animó, pareció
ser presa de una especie de entusiasmo; éste fue el momento en que los ojos del
personaje se inflamaron más y en que pude observar los gestos sobre su calzón. Poco
después, se levantó, la niña le tendió los brazos como para abrazarlo, él la besó como
un padre, sin ninguna clase de lubricidad. Salió, y tres horas después la pequeña llegó
a casa de Mme Guérin con su paquete.
-¿Y el hombre? -preguntó el duque.
-Después de su lección desapareció -contestó la Duelos.
- ¿Y sin regresar para ver el resultado de sus trabajos? -No, monseñor, estaba seguro del
éxito; no había fallado ninguna vez.
- ¡Extraordinario personaje! -dijo Curval-. ¿Qué piensas tú de él, señor duque?
-Creo -contestó éste- que esta seducción era lo único que lo calentaba y que descargaba
en sus calzones.
-No -dijo el obispo-, te equivocas, esto no era más que un preparativo para sus
desenfrenos, y apostaría cualquier cosa que al salir de allá consumaba otros mayores.
-¿Otros mayores? -dijo Durcet-. ¿Y qué voluptuosidad más deliciosa hubiera podido
proporcionarse que la de gozar de su propia obra, puesto que él era el maestro?
- ¡Y bien!, apuesto a que lo he adivinado -dijo el duque-: como tú dices, esto no era más
que un preparativo, se excitaba corrompiendo, a muchachas, y luego iba a dar por el ojo ciego a
los muchachos... ¡Era todo un tipo!, estoy seguro.
Preguntóse a la Duelos si no tenía alguna prueba de lo que se suponía, y si no seducía
también a muchachitos. Nuestra narradora contestó que no tenía ninguna prueba y, a pesar
del aserto muy verosímil del duque, cada cual tuvo sus dudas acerca del carácter de aquel
extraño predicador, y tras haber convenido todos en que su manía era realmente deliciosa,
pero que era preciso consumar la obra o hacer algo peor después, la Duelos reanudó el hilo
de su narración:
Al día siguiente del de la llegada de nuestra joven novicia, que se llamaba
Henriette, llegó un libertino chiflado que nos unió a ambas en la misma escena. Este
nuevo libertino no gozaba de más placer que observar por un agujero todas las
voluptuosidades un poco singulares que sucedían en una habitación contigua, le
gustaba sorprenderlas y encontraba en los placeres de los otros un alimento divino
para su lubricidad. Se le situó en la habitación de que he hablado y a la cual yo iba tan
a menudo como mis compañeras a espiar para divertirme con las pasiones de los
libertinos. Fui destinada a entretenerlo mientras él atisbaba, y la joven Herriette pasó
al otro aposento con el chupador del agujero del ojo ciego del que os hablé ayer. La
pasión muy voluptuosa de aquel libertino era el espectáculo que deseaba darse a mi
atisbador, y para inflamarlo mejor e hiciese su escena más caliente y agradable de ver,
se le previno que la muchacha que se le daría era una novicia y que era con él con
quien se estrenaría. Quedó convencido de ello ante el aire de pudor e inocencia de la
pequeña tabernera. Se comportó todo lo lúbrico y cochino que era posible serlo en
sus ejercicios libidinosos lejos de pensar que eran observados. En cuanto a mi
hombre, con el ojo pegado al agujero, una mano sobre mis nalgas y la otra en su pito,
que meneaba poco a poco, parecía regir su éxtasis de acuerdo con lo que veía. "- ¡Ah,
qué espectáculo! -decía de vez en cuando-. ¡Qué hermoso ojo ciego tiene esa pequeña y
qué bien lo besa ese tipo-" Finalmente,, cuando el amante de Henriette hubo
descargado, el mío me tomó entre sus brazos y, después de haberme besado un
momento, me dio la vuelta, me sobó, besó, lamió lúbricamente mi ojo ciego y me inundó
las nalgas con las pruebas de su virilidad.
--¿Meneándose la verga él mismo? -preguntó el duque.
-Sí, monseñor -contestó la Duelos-, y meneando un pito, os L) aseguro, que por su
increíble pequeñez no vale la pena de ser mencionado.
El personaje que se presentó después -prosiguió diciendo la Duelos- no
merecería quizás figurar en mi lista si no me pareciera digno de ser citado por la
circunstancia, creo yo que bastante singular, que mezclaba a sus placeres, muy
sencillos por otra parte, y que os hará ver hasta qué punto el libertinaje degrada en el
hombre todos los sentimientos de pudor, virtud y honestidad. Ese hombre no quería
ver, quería ser visto. Y sabiendo que había hombres cuya fantasía consistía en
sorprender las voluptuosidades de los otros, rogó a la Guérin que hiciera ocultar a un
hombre de tales gustos, y que él le daría el espectáculo de sus placeres. La Guérin
avisó al hombre a quien yo había divertido algunos días atrás en el agujero, y sin
decirle que el hombre que contemplaría sabía perfectamente que sería visto, cosa que
hubiera interrumpido sus voluptuosidades, le hizo creer que sorprendería cómodamente
el espectáculo que iba a ofrecérsele.
El atisbador fue encerrado en la habitación del agujero con mi hermana, y yo me
reuní con el otro. Este era un joven de unos veintiocho años, guapo y lozano.
Instruido acerca del lugar donde se encontraba el agujero, se colocó delante del
mismo con naturalidad e hizo que yo me situara a su lado. Yo se la meneaba. En
cuanto se le puso duro, se levantó, mostró al atisbador su pito, se volvió de espaldas,
mostró su ojo ciego, me subió las faldas, enseñó el mío, arrodillóse delante, me meneó el
ano con la punta de su nariz, me apartó las nalgas para que todo se viera
perfectamente y descargó meneándose él mismo la verga mientras me tenía arremangada
por detrás ante el agujero, de tal manera que el que lo ocupaba veía a la vez
en aquel momento decisivo mis nalgas y el pito furioso de mi amante. Si éste se
deleitó, Dios sabe lo que el otro experimentó; mi hermana dijo que estaba en el
séptimo cielo y que confesó que nunca había gozado tanto, y según eso sus nalgas
fueron inundadas tanto por lo menos como lo habían sido las mías.
-Si el joven poseía una hermosa verga y un hermoso ojo ciego -dijo Durcet-, había motivos
para tener una bonita descarga.
-Tuvo que ser deliciosa -dijo la Duelos-, porque su verga era larga, y bastante gruesa, y su
ojo ciego de piel suave, rollizo, bellamente formado, como el del dios del amor.
-¿Abriste sus nalgas? -dijo el obispo-. ¿Mostraste el agujero al atisbador?
-Sí, monseñor -contestó la Duelos-, él mostró el mío y yo ofrecí el suyo, que él presentó
de la manera más lúbrica del mundo.
-He presenciado una docena de escenas como ésta en mi vida -dijo Durcet-, que me han
valido mucho leche. Me refiero a las dos maneras, ya que es tan bonito sorprender como
querer serlo.
Un personaje, más o menos del mismo gusto -prosiguió diciendo la Duelos- me
condujo a las Tullerías algunos meses después. Quería que pescara hombres y que les
meneara la verga bajo sus propias narices, en medio de un montón de sillas entre las
que se había ocultado. Y tras habérselas meneado así a siete u ocho tipos, él se
instaló sobre un banco en una de las avenidas más concurridas, arremangó mis faldas
por detrás, mostró mi ojo ciego a los paseantes, se sacó la verga y me ordenó que se la
meneara delante de todos los tras*eúntes, lo cual, aunque era de noche, armó tal
escándalo que en los momentos en que dejaba salir su leche cínicamente había
aproximadamente más de diez personas alrededor de nosotros y nos vimos obligados
a huir para no ser detenidos.
Cuando conté a la Guérin nuestra historia, se echó a reír y me dijo que había
conocido a un hombre en Lyon (donde hay muchachos que hacen el oficio de
chulos), había un hombre, digo, con una manía tan singular como la mencionada. Se
disfrazaba tomó los alcahuetes públicos, llevaba gente a dos muchachas que pagaba y
mantenía para eso, luego se ocultaba en un rincón para proceder a su práctica, la
cual, dirigida por la muchacha escogida para ello, no dejaba de enseñarle el pito y las
nalgas del libertino, única voluptuosidad que era del gusto de nuestro falso alcahuete
y que tenía la virtud de hacerlo eyacular.
Como la Duelos, aquella noche, terminó temprano su relato, empleóse el resto de la
velada, antes del momento del servicio, en algunas lubricidades escogidas; y como las cabezas
estaban excitadas sobre el cinismo, delante de los demás. El duque ordenó a la Duclos que se
desnudara completamente, hizo que se inclinara, se apoyara en el respaldo de una silla y
ordenó a la Desgranges que le meneara la verga sobre las nalgas de su compañera, de manera
que la cabeza de su miembro rozara el orificio del ojo ciego de la Duclos a cada sacudida. A esto
se añadieron algunos episodios que el orden de las materias no nos permite revelar aún; pero
sí diremos que el tercer ojo de la narradora fue completamente regado y que el duque, muy bien
servido y completamente rodeado, descargó lanzando rugidos que demostraron hasta qué
punto se había excitado. Curval se hizo dar por el ojo ciego, el obispo y Durcet, por su parte,
efectuaron con uno y otro sesso cosas muy extrañas, y luego sirvióse la cena.
Después de la cena se bailó, los dieciséis jóvenes, cuatro jorobadores y las cuatro esposas
pudieron formar tres contradanzas, pero todos los participantes de este baile estaban
desnudos y nuestros libertinos, indolentemente acostados en sofás, se divirtieron
deliciosamente con todas las diferentes bellezas que les ofrecían por turno las diversas
actitudes que la danza obligaba a tomar. Tenían cerca de ellos a las narradoras que los manoseaban
con más o menos rapidez, de acuerdo con el mayor o menor placer que
experimentaban, pero agotados por las voluptuosidades del día, nadie eyaculó, y cada cual se
fue a la cama a restaurar las fuerzas, necesarias para entregarse al día siguiente a nuevas
infamias.
 
QUINTA JORNADA
Fue Curval quien aquella mañana se prestó a las masturbaciones de la escuela, y como las
muchachas empezaban a progresar, trabajo le costó resistir las sacudidas multiplicadas, las
actitudes lúbricas y variadas de aquellas ocho encantadoras muchachas. Pero como quería
reservarse abandonó el lugar, desayunaron y se estableció aquella mañana que los cuatro
jóvenes amantes de los señores, a saber, Zéphyr, favorito del duque, Adonis, el amado de
Curval, Hyacinthe, amigo de Durcet, y Celadon, querido del obispo, serían desde entonces
admitidos en todas las comidas al lado de sus amantes, en cuyas habitaciones dormirían
regularmente todas las noches, favor que compartirían con las esposas y los jorobadores, con
lo cual se ahorró una ceremonia que era costumbre celebrar por la mañana y que consistía en
que los cuatro jorobadores que no se habían acostado llevasen cuatro jóvenes. Llegaron solos,
y cuando los señores pasaban al apartamento de los muchachos eran recibidos con las
ceremonias prescritas sólo por los cuatro que se quedaban.
El duque, quien desde hacía dos o tres días estaba enamoriscado de la Duclos, cuyo ojo ciego
encontraba soberbio y cuyo hablar le agradaba, exigió que ella se acostase también en su
habitación, y habiendo tenido éxito este ejemplo, Curval admitió igualmente en la suya a la
vieja Fanchon, que le gustaba mucho. Los otros dos esperaron todavía algún tiempo para
llenar este cuarto lugar de favor en sus aposentos por la noche.
Aquella misma mañana dispúsose que los cuatro jóvenes amantes que acababan de ser
escogidos llevarían por regla general, siempre que no se viesen obligados a vestir un disfraz,
como en la cuadrilla, llevarían, digo, el traje que voy a describir: se trataba de una especie de
sobretodo ligero y estrecho, suelto como un uniforme prusiano, pero mucho más corto, pues
sólo llegaba hasta la mitad de los muslos. Dicho sobretodo se abrochaba en el pecho y en los
faldones, como todos los uniformes, era de satén rosa forrado de tafetán blanco, las solapas
y bocamangas eran de satén blanco también, y debajo había una especie de chaqueta corta o
chaleco y los calzones igualmente de satén blanco. Pero estos calzones estaban abiertos en
forma de corazón por la parte de atrás desde la cintura, de modo que pasando la mano por
esta rendija se podía manosear el ojo ciego sin la menor dificultad; sólo un gran lazo de cinta
cerraba esta abertura, y cuando queríase que esta parte del muchacho quedase al descubierto,
bastaba deshacer el lazo, el cual tenía el tonalidad escogido por el amigo a quien pertenecía la
virginidad del muchacho. Los cabellos, levantados en rizos a los lados, caían absolutamente
libres por detrás, sólo atados con una cinta del tonalidad prescrito. Polvos muy perfumados y de
un tinte entre gris y rosa coloreaban sus cabelleras, sus cejas muy cuidadas y comúnmente
pintadas de neցro, y un poco de colorete en sus mejillas, acababan de realzar el esplendor de
su belleza; iban destocados, medias de seda blanca con bordados cubrían sus piernas, que
unos zapatos grises atados con grandes lazos rosas, calzaban admirablemente. Una corbata
de gasa tonalidad crema voluptuosamente anudada armonizaba con una pechera de encaje. Al
verlos así engalanados podía asegurarse sin duda que nada había más encantador en el
mundo. Desde el momento en que fueron adoptados de esta manera, todos los permisos de
la índole de los que a veces se concedían por la mañana fueron absolutamente prohibidos,
pero por otra parte se les concedieron tantos derechos sobre las esposas como los que tenían
los jorobadores: podían maltratarlas a placer, no solamente en las comidas, sino en cualquier
momento del día, con la seguridad de que nunca se les reprocharía nada.
Hecho esto, se procedió a las visitas ordinarias; la bella Fanny, a la cual Curval había
mandado decir que se encontraba en cierto estado, se halló en un estado contrario (lo que
sigue nos explicará todo esto); fue apuntada en el cuaderno de los castigos. Entre los jóvenes
se descubrió que Giton había hecho algo que estaba prohibido; fue igualmente apuntado.
Cumplidas las funciones de la capilla, de poca monta, se sentaron a la mesa.
Fue la primera comida en que fueron admitidos los cuatro amantes. Se sentaron al lado
de quien los amaba, quien los tenía a su derecha, con el jorobador favorito a la izquierda. Estos
encantadores invitados alegraron la comida; los cuatro eran muy gentiles, de gran dulzura y
empezaban a ponerse a tono con la casa. El obispo, que estaba muy animado aquel día, no
dejó de besar a Céladon casi todo el tiempo que duró la comida, y como ese muchachito
debía formar parte de la cuadrilla que servía el café, salió poco después de los postres.
Cuando monseñor, a quien se le habían calentado los cascos, volvió a verlo desnudo en el
salón contiguo, no aguantó más.
-¡Dios! -dijo, encendido-. Ya que no puedo enfilarlo por el ojo ciego, por lo menos le haré lo
que Curval hizo ayer a su bardaje.
Y, cogiendo al pequeño, lo acostó de bruces y deslizóle la verga entre los muslos. El
libertino estaba en las nubes, el vello de su miembro frotaba el lindo tercer ojo que hubiera
querido perforar; una de sus manos manoseaba las nalgas del delicioso amorcito y con la otra
le meneaba la verga. Pegó su boca a la del hermoso muchachito, aspiraba el aire de su pecho
y tragaba su saliva. El duque, para excitarlo con el espectáculo de su libertinaje, se colocó
delante de él succionando el orificio del ojo ciego de Cupidon, el segundo de los muchachitos que
servía el café aquel día. Curval se le acercó, y, bajo sus ojos, se hizo menear la verga por
Michette; Durcet le ofreció las nalgas separadas de Rosette. Todos se esforzaban por darle el
éxtasis al que aspiraba; éste tuvo lugar, sus nervios se estremecieron, sus ojos brillaron,
hubiera sido terrible para cualquiera que ignorase cuáles eran en él los efectos espantosos de
la voluptuosidad. Finalmente el leche brotó y esparcióse sobre las nalgas de Cupidon, que
en el último instante túvose el cuidado de colocar debajo de su pequeño camarada para
recibir las pruebas de virilidad que sin embargo no le eran debidas.
Llegó la hora de los relatos, y todos se colocaron. Debido a una singular disposición,
todos los padres tenían aquel día a su hija en sus canapés, cosa que no los asustó de ningún
modo, y la Duelos prosiguió así:
Como no me habéis exigido, señores, que os rindiese exacta cuenta de lo que-me
sucedió día a día en casa de la Guérin, sino que me refiriese simplemente a
acontecimientos un poco singulares que hayan podido señalar algunos de mis días,
dejaré en silencio algunas anécdotas poco interesantes de mi infancia que sólo nos
ofrecerían repeticiones monótonas de lo que ya habéis oído, y os manifestaré que
acababa de cumplir dieciséis años, no sin tener una gran experiencia del oficio que
ejercía, cuando me cayó en suerte un libertino cuya fantasía diaria merece ser contada.
Era un grave presidente de cerca de cincuenta años y que, según la señora
Guérin, la cual me dijo que lo conocía desde hacía muchos años, se entregaba
regularmente todas las mañanas a la fantasía con cuyo relato os voy a entretener.
Como su alcahueta ordinaria acababa de retirarse, lo había recomendado antes a los
cuidados de nuestra querida matrona, y fue conmigo con quien debutó en su casa.
Se colocaba solo cerca del agujero del que ya he hablado; en mi habitación se
encontraba un ganapán o un savoyardo, un hombre del pueblo, en una palabra, pero
limpio y sano; era todo lo que el hombre exigía, puesto que la edad y la figura no
tenían importancia para él. Me encontré bajo su mirada, lo más cerca posible del
agujero, en el acto de menear la verga del ganapán, quien consideraba delicioso ganar
dinero de aquella manera. Después de haberme prestado sin ninguna objeción a todo
lo que el buen hombre podía desear de mí, le hice eyacular en un platillo de porcelana,
que corrí a llevar a la otra habitación. Mi hombre me esperaba, en éxtasis, se
lanzó hacia el platillo, tragó la leche tibia, mientras fluía la suya propia; con una mano
yo excitaba su eyaculación y con la otra recibía lo que caía y llevaba rápidamente a la
boca del libertino, para que tragase su leche a medida que salía.
Eso era todo. No me tocó ni me jodió nunca, ni una sola vez me arremangó: se
levantaba del sillón con tanta flema como pasión había demostrado, tomaba su
bastón y se marchaba diciendo que yo se la meneaba muy bien y que había
comprendido perfectamente sus gustos. Al día siguiente trajeron otro ganapán, porque
era necesario que cada día se le cambiara de tipo, así como era preciso cambiar la
mujer. Mi hermana trató con él; salió contento, para volver a comenzar al día
siguiente, y durante todo el tiempo que estuve en casa de la Guérin ni una sola vez
faltó a la ceremonia a las nueve en punto de la mañana, sin que nunca tocara a una
muchacha, aunque le habían mostrado algunas que eran muy lindas.
-¿Quería ver el ojo ciego del ganapán? -preguntó Curval. -Sí, monseñor -contestó la Duelos-,
era preciso, cuando se estaba masturbando al hombre cuya eyaculación tragaba, hacerle dar
vueltas; y era necesario también que el ganapán hiciera dar vueltas a la mujer en todos los
sentidos.
- ¡Oh, ahora lo entiendo -dijo Curval-, antes no!
Poco tiempo después -prosiguió diciendo la Duelos- llegó al serrallo una mujer
de unos treinta años, bastante linda, pero pelirroja como Judas. Al principio creímos
que era una nueva compañera, mas pronto nos confesó que solo venía para una
orgía. El hombre a quien iba destinada esta nueva heroína, llegó pronto; se trataba de
un importante financiero, bastante guapo, cuya singularidad, puesto que se le
destinaba una fruta que seguramente nadie más hubiera querido, cuya singularidad,
digo, despertó en mí el deseo de ir a observarlos. Apenas se encontraron en la habitación,
la fruta se desnudó y nos mostró un cuerpo blanco y rollizo.
-¡Vamos, salta, salta! -le dijo el financiero-. ¡Caliéntate, sabes muy bien que quiero
que se sude!
Y he aquí que la pelirroja empieza a saltar y brincar por la habitación como una
cabra joven, y nuestro hombre la examina mientras se la menea, y todo eso sin que
yo pueda adivinar aún el objeto de la aventura. Cuando la mujer estuvo toda cubierta
de sudor, se acercó al libertino, levantó un brazo y le dio a oler el sobaco, cuyos
pelos goteaban.
-¡Ah, eso, eso es! -dijo nuestro hombre mirando con ardor aquel brazo mojado-.
¡Qué embriagador aroma!
Luego, arrodillándose ante ella, olió y respiró en el interior de la vagina y en el
tercer ojo del ojo ciego, pero volvía siempre a los sobacos, sea porque esta parte le gustaba
más, sea porque encontraba más husmo; siempre era allí donde su boca y nariz se
pegaban con más avidez. Finalmente una verga bastante larga aunque poco gruesa,
verga que se meneaba vigorosamente desde hacía más de una hora sin ningún
resultado, empezó a levantar cabeza. La fruta se coloca adecuadamente, el financiero,
por detrás, la mete su anchoa bajo la axila, ella aprieta el brazo, formando así un
localito bastante angosto; mientras tanto, a juzgar por su actitud, gozaba de la
contemplación y del olor de la otra axila, de la que se apodera, hunde en ella su
instrumento y descarga, sacando brillo, devorando esta parte que le proporciona tanto
placer.
-¿Y era necesario -preguntó el obispo- que esta criatura fuese completamente pelirroja?
-Completamente -contestó la Duelos-. Esas mujeres, como no ignoráis, monseñor,
tienen en esta parte un husmo infinitamente más intenso, y el sentido del olfato era sin duda
el que una vez hostigado por cosas fuertes despertaba mejor en él los órganos del placer.
-Sea -replicó el obispo-, pero me parece que me hubiera gustado. más oler el ojo ciego de esa
mujer que sus sobacos.
-Ambas cosas tienen sus atractivos erijo Curval-,, y te aseguro que si lo hubieses catado
hubieras encontrado que es muy delicioso.
-Es decir, señor presidente -dijo el obispo-, que este guisado es de tu gusto también...
-Pero ya lo he probado -dijo Curval-, y con algunos aditamentos te aseguro que siempre
me valía una eyaculación.
-Bueno, adivino esos aditamentos: debías oler el ojo ciego -dijo el obispo.
-Bueno, bueno -interrumpió el duque-, no le hagas una confesión, monseñor; nos diría
cosas que no debemos escuchar todavía. Prosigue, Duelos, y no dejes que estos charlatanes
te interrumpan otra vez.
Hacía seis semanas -prosiguió la narradora- que la Guérin había prohibido
absolutamente a mi hermana que se lavara y exigía de ella que se mantuviera en el
estado más sucio e impuro que le fuera posible, sin que barruntásemos sus motivos,
cuando finalmente llegó un viejo verde que, medio borracho, preguntó groseramente
a la Guérin si la fruta estaba bien sucia. "¡Oh, le respondo de ello!", contestó la
Guérin. Se les encierra juntos, vuelo yo hacia mi agujero y veo a mi hermana sentada
a horcajadas, desnuda, en un gran bidet lleno de champaña y a nuestro hombre,
armado con una gran esponja, inundándola, limpiándola y recogiendo con cuidado
todas las gotas que corrían por su cuerpo o goteaban de la esponja.
Hacía tanto tiempo que mi hermana no se había lavado ninguna parte de su
cuerpo, ni siquiera el ojo ciego, que el vino adquirió pronto un tonalidad turbio y sucio y un
olor que no debía ser precisamente agradable. Pero cuanto más se corrompía el licor
con la suciedad del cuerpo de mi hermana, más agradaba a nuestro libertino. Lo cató,
encontróle delicioso, tomó un vaso y en media docena de rasadas tragó el da repelúsnte
vino con el cual acababa de lavar un cuerpo lleno de cochambre desde hacía tiempo.
Cuando hubo bebido, cogió a mi hermana, la colocó sobre el lecho y derramó sobre
las nalgas y el tercer ojo entreabierto los chorros de la impúdica simiente que habían
hecho hervir los impuros detalles de su da repelúsnte manía.
Pero otra manía, más sucia aún, debía incesantemente ofrecerse a nuestras
miradas. Había en la casa una de esas mujeres llamadas "recaderas" cuyo oficio
consiste en correr día y noche Para levantar nuevas piezas de caza. Esta criatura, de
unos cuarenta años de edad, añadía a sus muy marchitos atractivos, que nunca habían
sido muy seductores, el terrible defecto de que le hedían los pies. Tal era
positivamente lo que convenía al marqués de... Llega, le presentan a la dama, Louise,
que tal era su nombre; la encuentra deliciosa y en cuanto la tiene en el santuario de
los placeres, la hace descalzar. Louise, a quien se había recomendado especialmente
que no se cambiara las medias ni los zapatos durante más de un mes, ofrece al
marqués un pie infecto que hubiera hecho vomitar a cualquiera; pero era
precisamente por lo que tenía de sucio y da repelúsnte por lo que inflamaba los
sentidos de nuestro hombre. Lo coge, lo besa con ardor, su boca aparta cada uno de
los dedos y su lengua recoge con el más vivo entusiasmo esa materia negruzca y
hedionda que la naturaleza deposita entre los dedos y que la incuria multiplica. No
solamente la saca con la lengua sino que se la traga, la saborea, y el leche que pierde
meneándose su verga es prueba inequívoca del excesivo placer que experimenta.
- ¡Eso sí que no lo comprendo! -dijo el obispo. -Será preciso, pues, que te lo haga
entender -dijo Curval.
- ¡Cómo! ¿Te gustaría...? -dijo el obispo.
-Miradme -dice Curval.
Todos se levantan, lo rodean y ven a aquel increíble libertino, que tenía todos los gustos
de la más crapulosa lujuria, besar el da repelúsnte pie de la Fanchon, esta sucia y vieja sirvienta
que hemos descrito antes, y extasiándose de lujuria mientras lo absorbe.
-Yo comprendo todo esto -dice Durcet-; sólo se necesita estar hastiado para comprender
esas infamias; la saciedad se las inspira al libertinaje, que las ejecuta inmediatamente. Se está
cansado de la cosa sencilla, la imaginación se encrespa y la pequeñez de nuestros medios, la
debilidad de nuestras facultades, la corrupción de nuestro espíritu nos conducen a tales
abominaciones.
Tal era sin duda la historia -prosiguió diciendo la Duclosdel viejo comendador
Carrières, uno de los mejores clientes de la Guérin. Sólo le interesaban las mujeres
taradas por el libertinaje, por la naturaleza o por la mano de la justicia; en una
palabra, sólo las aceptaba si eran tuertas, ciegas, cojas, jorobadas, lisiadas, mancas, sin
dientes, con algunos miembros mutilados, azotadas, estigmatizadas o marcadas por
cualquier acto de justicia, y siempre de edad madura.
En la escena que pude observar, se le había dado una mujer de cincuenta años,
marcada por ladrona pública y, además, tuerta. Esta doble degradación le pareció un
tesoro. Se encierra con ella, hace que se desnude, besa en sus espaldas las señales
ciertas de su envilecimiento, absorbe con ardor cada surco de esa llaga que él llamaba
honorable. Hecho esto, todo su entusiasmo se concentró en el agujero del ojo ciego,
entreabrió las nalgas, besó con delicia el marchito tercer ojo, lo chupó largo rato y,
montando sobre las espaldas de la mujer, refregó con su verga las marcas de la
justicia que ella llevaba, alabándola por haber merecido tal distinción; y luego,
inclinándose sobre su ojo ciego, consumó el sacrificio volviendo a besar el altar donde
acababa de rendir un homenaje tan largo y derramando un abundante leche sobre
las marcas halagadoras que le habían encendido la imaginación.
- ¡Dios! -dijo Curval, a quien la lubricidad enloquecía aquel día-. Vi, cómo da fe de ello
mi verga en rigidez*, hasta que junto me ha calentado el relato de esa pasión.
Y llamando a la Desgranges, añadió:
-Ven, mujerzuela impura. Ven, tú que te pareces tanto a la que acaba de ser descrita. Ven
a darme el mismo placer que ella proporcionó al comendador.
La Desgranges se acerca, Durcet, amigo de tales excesos, ayuda al presidente a
desnudarla. Primero, ella ofrece algunas dificultades; se sospecha la verdad, es regañada por
ocultar una cosa que la hará ser más apreciada por la sociedad de amigos. Finalmente su
espalda maltratada aparece mostrando una V y una M, lo cual corrobora que ha sufrido dos
veces las marcas infamantes cuyos vestigios sin embargo encienden los impúdicos deseos de
nuestros libertinos.
El resto de aquel cuerpo usado y marchito, aquel ojo ciego de tafetán chino, aquel tercer ojo
infecto y grande, la mutilación de un pezón y de tres dedos, aquella pierna corta que la obliga
a cojear, aquella boca desdentada, todo esto calienta y anima a nuestros dos libertinos.
Durcett la absorbe por delante, Curval por detrás, y mientras que criaturas de la más
esplendorosa belleza y frescura se encuentran allí bajo sus ojos, dispuestas a satisfacer sus
menores deseos, es con lo que la naturaleza y el crimen han deshonrado, han marchito, es
con la criatura más sucia y da repelúsnte con la que nuestros dos calaveras, en éxtasis, gozarán
los más deliciosos placeres... Después de esto resulta difícil explicar al hombre. Ambos
parecían disputarse aquel cadáver anticipado, como dos perros encarnizándose con una
carroña, después de haberse entregado a los más sucios excesos, dos hombres que finalmente
descargan su leche, y que a pesar del agotamiento debido al placer, tal vez
hubieran buscado inmediatamente otros del mismo tipo de crápula e infamia si la hora de la
cena no los hubiese avisado para ocuparse de otros placeres.
El presidente, desesperado porque había eyaculado, y porque en esos casos sólo se
reanimaba con excesos de comida y bebida, comió como un lechón. Quiso que el pequeño
Adonis menease la verga de Bande-au-ciel y le hizo tragar el leche, y poco satisfecho de esta
última infamia, que se ejecutó inmediatamente, se levantó y dijo que su imaginación le
sugería cosas más deliciosas que todo aquello y, sin más explicaciones, arrastró consigo a
Fanchon, Adonis y Hercule, se encerró en el camerín del fondo y no volvió a aparecer hasta
la hora de las orgías, pero en un estado tan brillante que estuvo todavía en situación de
proceder a otros mil horrores distintos, pero que en el orden esencial que nos hemos propuesto
no nos permite aún pintarlos a nuestros lectores.
Llegó la hora de acostarse. Curval, el inconsecuente Curval, que teniendo aquella noche a
la divina Adélaïde, su hija, como compañera de cama y podía pasar con ella la más deliciosa
de las noches, fue hallado al día siguiente echado sobre la repuganante Fanchon, con la cual
había cometido nuevos horrores toda la noche, mientras Adonis y Adélaïde, privados de su
lecho, se encontraban, él en una pequeña cama muy alejada, y ella, sobre un colchón
colocado en el suelo.
SEXTA JORNADA
A monseñor le tocó el turno de ir a presentarse a la sesión de masturbaciones; fue. Si las
discípulas de la Duelos hubiesen sido hombres, verosímilmente monseñor no hubiera
resistido. Pero tener una pequeña hendidura en la parte baja del vientre era para él un
enorme insulto, y aunque las mismas Gracias lo hubiesen rodeado, en cuanto aparecía esa
maldita hendidura, era suficiente para calmarlo. Resistió, pues, como un héroe, y creo que a
pesar de que las operaciones continuaron no llegó a ponérsele dura.
Era fácil advertir que existían grandes deseos de encontrar a las ocho jóvenes en falta a
fin de proporcionarse para el día siguiente, que era el funesto sábado de los castigos, a fin de
proporcionarse, digo, para tal momento, el placer de castigarlas a las ocho. Había ya seis; la
dulce y bella Zelmire fue la séptima y, de buena fe, ¿lo había merecido? ¿El placer de
castigarla no era mayor que cualquier consideración de equidad? Dejaremos el caso sobre la
conciencia de Durcet, y nos contentaremos con narrar. Una dama muy hermosa vino
también a aumentar la lista de las delincuentes: la tierna Adélaïde. Durcet, su esposo, quería,
afirmaba, dar ejemplo siendo más estricto con ella que con otra cualquiera, y había sido
culpable con él mismo. El la había llevado a cierto lugar, donde los servicios que ella tenía
que prestarle, después de ciertas funciones naturales, no eran muy limpios; no todo el mundo
es tan depravado como Curval, y aunque se tratase de su hija, ésta no compartía sus gustos.
Ella se resistió, o se comportó mal, o bien sólo hubo ganas de molestar por parte de Durcet.
El caso es que ella fue inscrita en el libro de los castigos, con gran satisfacción de la reunión.
Como no había aportado nada la visita hecha al apartamento de los jóvenes, se pasó a los
placeres secretos de la capilla, placeres tanto más picantes y singulares cuanto que incluso se
rechazaba a los que pedían ser admitidos el permiso de ir a proporcionárselos. Aquella
mañana sólo se vio allí a Constance, a los dos jorobadores subalternos y a Michette.
Durante el almuerzo, Zéphyr, de quien cada vez se estaba más contento por los encantos
que parecían embellecerlo cada día más, y por el libertinaje voluntario a que se entregaba,
Zéphyr, digo, insultó a Constance, quien, aun cuando no servía aparecía siempre a la hora del
almuerzo. La llamó "fabricante de niños" y le dio algunos golpes en el vientre para enseñarle,
dijo, a huevar con su amante, luego besó al duque, lo acarició, le meneó un momento la
verga y supo tan bien calentarlo que Blangis juró que no pasaría la tarde sin que lo mojase de
leche y el hombrecito lo provocaba diciendo que le desafiaba a hacerlo. Como estaba de
servicio para el café, salió a la hora de los postres y volvió a aparecer desnudo para servir al
duque. En el momento en que abandonó la mesa, el duque, muy animado, debutó con
algunas tunantadas; le chupó la boca y la verga, lo colocó sobre una silla ante él con el trastero
a la altura de su boca y lo estuvo hurgando de esta manera durante un cuarto de hora.
Finalmente su pito se rebeló, levantó la cabeza orgullosa, y el duque vio que el homenaje
exigía por fin incienso. Sin embargo, todo estaba prohibido, excepto lo que se había hecho la
víspera; el duque resolvió, pues, imitar a sus compañeros. Tumba a Zéphyr sobre el canapé,
le. mete su instrumento entre los muslos, pero sucede lo que le sucedió a Curval: el
instrumento sobresale seis pulgadas.
-Haz lo que yo hice -le dice Curval-. Menea la verga del muchacho sobre tu pito, de
modo que su leche riegue tu glande.
Pero el duque encontró más placentero enfilar dos a la vez. Ruega a su hermano que
acomode allí a Augustine, con las nalgas contra los muslos de Zéphyr, y el duque, moliendo,
por decirlo así, a la vez a una muchacha y a un joven, para añadir a ello más lubricidad,
menea el pito de Zéphyr sobre las lindas nalgas redondas y blancas de Augustine y las inunda
con ese lechecito infantil que, como puede imaginarse, excitado por una cosa tan linda, no
tarda en fluir abundantemente.
Curval, que halló el caso interesante, y que veía el ojo ciego del duque entreabierto y como
suspirando por un pito, como son todos los culos de todos los individuos en los momentos
en que su pito está empalmado, fue a devolverle lo que había recibido la antevíspera, y el
querido duque, en cuanto sintió las voluptuosas sacudidas de esta intromisión, soltó su
leche casi en el mismo momento en que Zéphyr eyaculaba su verga orgullosa y nerviosa,
amenazó al obispo, que se masturbaba entre los muslos de Giton, con hacerle experimentar
la misma suerte que acababa de infligir al duque. El obispo lo desafía, el combate se entabla,
el obispo es enculado y pierde entre los muslos del lindo muchachito que acaricia un leche
libertino tan voluptuosamente provocado. Mientras tanto, Durcet, espectador benévolo,
disponiendo sólo de Hébé y de la dueña, no perdía su tiempo y se entregaba silenciosamente
a infamias que debemos mantener aún secretas. Finalmente llegó la calma, se quedaron
dormidos, y a las seis, cuando nuestros actores fueron despertados, se dirigieron hacia los
nuevos placeres que les preparaba la Duelos.
Aquella noche se cambió de sesso a las cuadrillas: las muchachas de marinero y los
muchachos de modistillas, su vista era encantadora, nada excita tanto la lubricidad como este
pequeño trueque voluptuoso; es agradable encontrar en un muchachito lo que lo asemeja a
una muchachita, y ésta es mucho más interesante cuando, para complacer, imita el sesso que
se desearía que tuviera. Aquel día, cada cual tenía a su mujer en el canapé; recíprocamente se
felicitaban de un orden tan religioso, y como todo el mundo estaba dispuesto a escuchar, la
Duelos reanudó el relato de sus lúbricas historias como se verá:
Había en casa de la Guérin una mujer de unos treinta años, rubia, un poco
rolliza, pero singularmente blanca y lozana, la llamaban Aurore, tenía una boca
encantadora, hermosos dientes y la lengua voluptuosa, pero ¿quién lo creería?, sea
por defecto de educación o por debilidad del estómago, aquella adorable boca tenía
el defecto de soltar a cada momento una cantidad prodigiosa de gases, y sobre todo
cuando había comido mucho había veces que no cesaba de eructar durante una hora
flatos que habrían hecho dar vueltas a un molino. Pero con razón se dice que en ese
mundo no hay defecto que no encuentre su admirador, y aquella hermosa mujer, por
razón del suyo, tenía uno de los más ardientes; se trataba de un sabio y serio doctor
de la Sorbona que, cansado de demostrar inútilmente la existencia de Dios en la escuela,
iba a veces a convencerse en el burdel de la existencia de la criatura humana. El
día fijado, avisaba a Aurore para que comiera como una desenfrenada. Presa de
curiosidad por tan devota entrevista, corro a mi agujero, y estando los amantes
juntos, tras algunas caricias preliminares, dirigidas todas a la boca, veo que nuestro
dómine coloca delicadamente a su querida compañera sobre una silla, se sienta
delante de ella y, poniendo en sus manos sus deplorables reliquias, le dice:
-Actúa, mi hermosa pequeña. Actúa; ya sabes los medios de hacerme salir de este
estado de languidez, utilízalos deprisa, pues me siento con grandes ganas de gozar.
Aurore recibe en una mano el blando instrumento del doctor y con la otra le
coge la cabeza, pega su boca a la del hombre y suelta en su bocaza unos sesenta
eructos, uno tras otro. Nada puede describir el éxtasis del servidor de Dios; estaba en
las nubes, jadeaba, tragaba todo lo que le lanzaban, hubiérase dicho que habría
lamentado perder el más mínimo aliento, y durante todo aquel tiempo sus manos
manoseaban los pechos y se metían debajo de las faldas de mi compañera, pero estas
caricias sólo eran episódicas; el objeto único y capital era aquella boca que lo colmaba
de suspiros. Finalmente, con la verga dura, debido a los cosquilleos voluptuosos que
aquella ceremonia le hacía experimentar, descargó sobre la mano de mi compañera y
luego escapa diciendo que nunca en su vida había gozado tanto.
Un hombre más extraordinario exigió de mí, poco tiempo después, una
particularidad que no merece ser silenciada. La Guérin me había hecho comer aquel
día, casi forzándome, de una manera tan copiosa como había visto hacer algunos días
antes a mi compañera en el almuerzo. Había tenido cuidado en hacerme servir todo
lo que sabía me gustaba más, en el mundo, y habiéndome dicho, al levantarme de la
mesa, todo lo que era necesario hacer con el viejo libertino con el que iba a unirme,
me hizo tragar tres granos de un emético disueltos en un vaso de agua caliente. El
libertino llega, era un cliente del burdel a quien ya había visto algunas veces sin
ocuparme demasiado acerca de lo que buscaba allí. Me besa, hunde su lengua sucia y
da repelúsnte en mi boca, cuyo mal olor acentúa el efecto del purgante. Ve que mi
estómago se rebela y él se muestra extasiado. " ¡Valor, pequeña! -exclama-. ¡Valor!
No me dejaré perder ni una sola gota". Prevenida sobre todo lo que tenía que hacer,
lo siento en un canapé, hago que incline su cabeza sobre uno de los bordes; tenía
abiertos los muslos, le desabrocho la bragueta, cojo una verga blanda y corta que no
anuncia ninguna rigidez*, se la sacudo, el hombre abre la boca; sin dejar de
meneársela, recibiendo los manoseos de sus manos impúdicas que se pasean por mis
nalgas, le lanzo a quemarropa dentro de la boca toda la digestión imperfecta de un almuerzo
que el emético me hacía devolver. Nuestro hombre está en las nubes, se
extasía, traga, va a buscar él mismo sobre mis labios la impura eyaculación que lo
embriaga, sin perder una gota, y cuando cree que la operación va a cesar, provoca su
continuación con los cosquilleos de su lengua; y su verga, aquella verga que apenas
toco, tan abrumada estoy por la crisis, aquella verga que sólo se endurece sin duda
después de tales infamias, se hincha, se levanta y deja, llorando, sobre mis dedos la
prueba nada sospechosa de las impresiones que aquella suciedad le proporciona.
- ¡Ah, rediós! -dice Curval-. He aquí una deliciosa pasión, sin embargo, podría refinarse
más.
-¿Cómo? -pregunta Durcet, con una voz entrecortada por los suspiros de la lubricidad.
-¿Cómo? -dice Curval-, ¡eh! Pues mediante la elección de la mujer y de la comida, ¡vive
Dios!
-De la mujer... ¡Ah, comprendo! Tú desearías para eso a una Fanchon.
- ¡Eh! Sin duda alguna.
-¿Y la comida? -preguntó Durcet, mientras Adélaïde se la meneaba.
-¿La comida? -contestó el presidente-. ¡Eh! Rediós, la obligaría a devolver lo que yo le
daría del mismo modo.
-¿Es decir -preguntó el financiero, cuya cabeza empezaba a extraviarse-, que tú
devolverías en la boca de la mujer, la cual se tragaría lo tuyo y después lo devolvería?
-Exactamente.
Y como ambos corrieron hacia sus gabinetes, el presidente con Fanchon, Augustine y
Zélamir, Durcet con la Desgranges, Rosette y Bande-au-ciel, hubo que esperar cerca de
media hora para continuar los relatos de la Duclos. Por fin, regresaron.
-Acabas de hacer porquerías -dijo el duque a Curval, que había regresado primero.
-Algunas -contestó el presidente-, son la felicidad de mi vida, y por lo que a mí respecta,
sólo estimo la voluptuosidad en tanto que sea la más puerca y da repelúsnte.
-Pero por lo menos ha habido eyaculación, ¿no es verdad?
- ¡Ni hablar! -dijo el presidente-. ¿Crees que nos parecemos a ti y que, como tú, hay
eyaculación a cada momento? Dejo esas hazañas para ti y para los vigorosos campeones
como Durcet -añadió, viendo regresar a éste sosteniéndose apenas sobre sus piernas a causa
del agotamiento.
-Es verdad -dijo el financiero-, no lo he aguantado, esa Desgranges es tan sucia, en su
persona y en sus palabras, se presta tan fácilmente a todo lo que uno quiere...
- ¡Vamos, Duelos! -dijo el duque-. Prosigue tu relato, pues si no le cortamos la palabra, el
pequeño indiscreto nos dirá todo lo que ha hecho, sin reflexionar en lo horrible que resulta
vanagloriarse así de los favores que se reciben de una linda mujer.
Y la Duelos, obedeciendo, reanudó así el hilo de su historia:
Puesto que a los señores les gustan tanto estas rarezas, dijo nuestra historiadora,
lamento que no hayan refrenado un instante su entusiasmo, porque lo que tengo que
contar aún esta noche surtirá mayores efectos. Lo que el señor presidente considera
que faltaba para perfeccionar la pasión que acabo de narrar se encontraba palabra por
palabra en la pasión que seguía; me molesta que no se me diera tiempo para acabarla.
El viejo presidente Saclanges ofrece de un extremo a otro las singularidades que el
señor Curval parecía desear. Se había escogido para enfrentarse con él a nuestra
decana; era una alta y robusta muchacha de unos treinta y seis años, borracha, mal
hablada, pendenciera, procaz, aunque, por otra parte, era bastante hermosa; el
presidente llega, se le sirve cena, los dos se emborrachan, los dos pierden el control,
los dos vomitan dentro de sus respectivas bocas, tragan y se devuelven mutuamente
lo que se prestan, caen finalmente sobre los restos de la cena y sobre la porquería con
que acaban de regar el suelo. Entonces me mandan a mí, porque mi compañera
estaba ya fuera de sí y sin fuerzas. Sin embargo, era el momento más importante del
libertino; lo hallo en el suelo, con la verga levantada y dura como una barra de hierro;
empuño el instrumento, el presidente balbucea y blasfema, me atrae a él, absorbe mi
boca y descarga como un toro revolcándose una y otra vez sobre sus basuras.
Aquella misma muchacha nos dio poco después el espectáculo de una fantasía
por lo menos tan sucia; un rellenito monje que la pagaba muy bien se colocó a
horcajadas sobre su vientre, los muslos de mi compañera estaban todo lo abiertos
que era posible y fijados a unos grandes muebles, para que no pudieran moverse. En
esta posición, se sirvieron algunos manjares sobre el bajo vientre de la mujer, a pelo y
sin plato. El buen hombre coge algunos pedazos con su mano, los hunde en el shishi
abierto de su dulcinea, los revuelve una y otra vez y se los come sólo cuando se encuentran
completamente impregnados de las sales que la vagina le proporciona.
-He aquí una manera de almorzar completamente nueva -dijo el obispo.
-Y que no os gustaría, ¿verdad, monseñor? -dijo la Duelos.
-¡No, me cachis! -contestó el servidor de la iglesia-. No me gusta lo suficiente el
shishi para eso.
-Bueno -dijo nuestra narradora-, escuchad entonces el relato que cerrará mis narraciones
de esta noche, estoy segura de que os divertirá más.
Hacía ocho años que vivía yo en casa de Mme Guérin. Acababa de cumplir
diecisiete años, y durante todo aquel tiempo no había habido un solo día sin que
viera todas las mañanas a cierto recaudador de impuestos con el que se tenían toda
clase de atenciones. Era un hombre de unos sesenta años, rellenito, bajo, y que se
parecía bastante al señor Durcet. Como él, tenía lozanía y era entrado en carnes.
Necesitaba una nueva muchacha cada día y las de la casa sólo le servían como mal
menor o cuando la de fuera faltaba a la cita. El señor Dupont, tal era el nombre de
nuestro financiero, era tan exigente en la elección de las muchachas como en sus
gustos, no quería de ninguna manera que la muchacha fuera una fruta, excepto en los
casos obligados, como he dicho; era necesario que fuesen obreras, empleadas de
tiendas, sobre todo de modas. La edad y el tonalidad de la tez estaban también
reglamentados, tenían que ser rubias, entre los quince y los dieciocho años, ni más ni
menos, y por encima de todas las cualidades era preciso que tuvieran el ojo ciego bien
moldeado y, de una lisura tan absoluta que el más pequeño grano en el tercer ojo era un
motivo de exclusión. Cuando eran vírgenes, las pagaba doble.
Aquel día se esperaba para él una joven encajera de dieciséis años cuyo ojo ciego era
considerado como un verdadero modelo, pero él ignoraba que se le había preparado
este regalo, y como la joven mandó aviso de que no la esperaran porque aquella
mañana no había podido zafarse de sus padres, la Guérin, que sabía que Dupont no
me había visto nunca, me ordenó que me vistiera de burguesa, que tomase un coche
al final de la calle y que llegara a la casa un cuarto de hora después que hubiese
llegado Dupont, ante quien debería representar mi papel, haciéndome pasar por una
empleada de una casa de modas. Pero por encima de todo, lo más importante era que
me llenase el estómago con media libra de anís y después con un gran vaso de un
licor balsámico que ella me dio y cuyo efecto debía ser el que se verá en seguida.
Todo se realizó lo mejor que se pudo; felizmente habíamos dispuesto de algunas horas
para que nada faltase. Llego poniendo cara de boba, me presentan al financiero,
quien al principio me mira atentamente, pero como yo estaba muy alerta, no pudo
descubrir en mí nada que desmintiera la historia que le habían contado.
-¿Es virgen? -preguntó Dupont.
-No por aquí -dijo la Guérin, poniendo una mano sobre mi vientre-, pero lo es
por el otro lado, respondo de ello.
Y mentía descaradamente. Pero no importa, nuestro hombre se tragó la mentira,
que es lo que se necesitaba.
-Arremángala, arremángala -dijo Dupont.
Y la Guérin levantó mis faldas por detrás, haciéndome inclinar ligeramente hacia
ella, y descubrió al libertino el templo entero de su homenaje. El hombre mira, toca
un momento mis nalgas, las abre con sus dos manos, y satisfecho sin duda de su examen,
dice que el ojo ciego está en condiciones de ser aceptado. Luego me hace algunas
preguntas sobre mi edad y mi oficio y, contento con mi pretendida inocencia y el aire
de ingenuidad que adopto, me hace subir a su aposento, porque tenía uno en casa de
la Guerín, donde sólo entraba él y no podía ser observado desde ninguna parte. En
cuanto entramos, cierra la puerta con cuidado y, tras haberme contemplado unos
momentos, me pregunta en un tono bastante brutal, carácter que marca toda la
escena, me pregunta, digo, si es realmente verdad que nunca me han estropeado por el
ojo ciego. Como formaba parte de mi papel ignorar semejante expresión, me hice repetir,
asegurándole que no comprendía lo que quería decir, y cuando por gestos me dio a
entender lo que quería decir de una manera en que no había medio de seguir
demostrando ignorancia, le contesté, asustada y pudorosa, que nunca me había
prestado a tales infamias. Entonces me dijo que quitara solamente las faldas, y en
cuanto hube obedecido, dejando que mi camisa continuase ocultando la parte de
delante, él la levantó por detrás todo lo que pudo debajo de mi corsé, y como al
desnudarme mi pañuelo del cuello había caído y mis pechos quedaron al descubierto,
se enfadó.
- ¡Qué el diablo se lleve tus berzas! -exclamó-. ¿Quién te pide las berzas? Esto es lo
que me hace perder la paciencia con todas esas criaturas, siempre esa impúdica manía
de mostrar las tetonas.
Y cubriéndome rápidamente, me acerqué a él como para pedirle excusas, pero
advirtiendo que le mostraba la parte delantera de mi cuerpo en la actitud que iba a
tomar, se enfureció una vez más:
- ¡Eh!, no te muevas de como te había colocado, ¡dios! -dijo, agarrándome por las
caderas y poniéndome de modo que sólo le presentase el ojo ciego-. Quédate así, jorobar,
me importan un bledo tus pechos y tu shishi, lo único que necesito es tu ojo ciego.
Mientras decía esto se levantó y me condujo al borde de la cama, sobre la cual me
instaló tumbada sobre el vientre, luego, sentándose en un taburete muy bajo, entre
mis piernas, se encontró en esta disposición con que su cabeza estaba justamente a la
altura de mi ojo ciego. Me mira un instante más, luego, no encontrándome aún tal como
quería, se levantó para colocarme un cojín bajo el vientre, para que mi ojo ciego quedara
más atrás, vuelve a sentarse, me examina, y todo esto con la mayor sangre fría, con la
flema de un deliberado libertinaje. Al cabo de un momento, se apodera de mis dos
nalgas, las abre, pone su boca abierta en el agujero sobre el cual la pega
herméticamente y, en seguida, siguiendo la orden que había recibido e impulsada por
la necesidad que de ello tenía, le largo a la garganta el pedo más ruidoso que había
recibido en su vida, se aparta furioso.
- ¡Vaya, pequeña insolente -me dijo-, tienes la desfachatez de lanzar un pedo
dentro de mi boca!
- ¡Oh, señor -le contesté, disparando una segunda andanada-, así es como trato a
los que me besan el ojo ciego!
-Bueno, suelta pedos, suelta pedos, bribona, ya que no puedes retenerlos, suelta
tantos pedos como quieras y puedas.
Desde aquel momento, ya no me contuve más, nada puede expresar la necesidad
de soltar ventosidades que me dio la droja que había bebido, y nuestro hombre,
extasiado, ora los recibe en la boca, ora en las narices. Al cabo de un cuarto de hora
de semejante ejercicio, se acuesta finalmente en el canapé, me atrae hacía él, siempre
con mis nalgas sobre su nariz, me ordena que se la menee en este posición, sin
interrumpir un ejercicio que le proporciona divinos placeres. Suelto pedos, meneo
una verga blanda y no más larga ni gruesa que un dedo, a fuerza de sacudidas y de
pedos, el instrumento finalmente se endurece. El aumento de placer de nuestro
hombre, el instante de su crisis, me es anunciado por un redoblamiento de iniquidad
de su parte; es su lengua ahora lo que provoca mis pedos, es ella la que se mete hasta
el fondo de mi ano, como para provocar las ventosidades, es sobre ella donde quiere
que los suelte, desvaría, me doy cuenta de que pierde la cabeza, y su pequeño
instrumento riega tristemente mis dedos con siete u ocho gotas de un esperma claro
y gris que lo calman por fin. Pero como en él la brutalidad fomentaba el extravío y lo
reemplazaba inmediatamente, apenas me dio tiempo para que me vistiera. Gruñía,
rezongaba, en una palabra, me ofrecía la imagen odiosa del vicio cuando ha
satisfecho su pasión, y esa inconsecuente grosería que, cuando el prestigio se ha
desvanecido, trata de vengarse despreciando el culto usurpado por los sentidos.
-He aquí un hombre que me gusta más que todos los que lo han precedido -dijo el
obispo-: ¿no sabes si al día siguiente tuvo a su pequeña novicia de dieciséis años?
-Sí, monseñor, la tuvo, y al otro día una virgen de quince, aún más linda. Como pocos
hombres pagaban tanto, pocos eran tan bien servidos.
Como esta pasión había calentado cabezas tan acostumbradas a los desórdenes de esta
especie, y recordado un gusto al que ofrendaban de una manera tan completa, no quisieron
esperar más para practicarla. Cada uno recogió lo que pudo y tomó un poco de todas partes,
llegó la hora de la cena, en la que se insertaron casi todas las infamias que acababan de
escuchar, el duque emborrachó a Thérèse y la hizo vomitar en su boca, Durcet hizo lanzar
pedos a todo el serrallo y recibió más de sesenta durante la velada. En cuanto a Curval, por
cuya cabeza pasaban toda clase de caprichos, dijo que quería hacer sus orgías solo y fue a
encerrarse en el camarín del fondo con Fanchon, Marie, la Desgranges y treinta botellas de
champaña. Tuvieron que sacar a los cuatro, los encontraron nadando en las olas de su porquería
y al presidente dormido, con la boca pegada a la de la Desgranges, quien aún
vomitaba en ella. Los otros tres se habían despachado a su gusto en cosas parecidas o
distintas; habían celebrado sus orgías bebiendo, habían emborrachado a sus bardajes, los
habían hecho vomitar, habían obligado a las muchachas a soltar pedos, habían hecho qué sé
yo qué, y sin la Duelos, que no había perdido el juicio y lo puso todo en orden y los mandó a
acostarse, es muy verosímil que la aurora de dedos rosados, al entreabrir las puertas del
palacio de Apolo, los hubiera encontrado sumergidos en su porquería, más semejantes a
cerdos que a hombres.
Necesitados de descanso, cada uno se acostó solo, para recobrar en el seno de Morfeo
un poco de fuerzas para el día siguiente.

---------- Post added 12-ago-2018 at 11:18 ----------

SEPTIMA JORNADA
Los amigos no se preocuparon más de ir cada mañana a prestarse a una hora de lección
de la Duelos. Fatigados de los placeres de la noche, temiendo además que esta operación les
hiciera eyacular demasiado temprano, y juzgando además que esta ceremonia los hartaba
muy de mañana en perjuicio de las voluptuosidades y con personas que tenían interés en
tratar con miramientos, convinieron en que cada mañana les sustituiría uno de los jorobadores.
Las visitas se efectuaron, de las ocho muchachas sólo faltaba una para que hubiesen
pasado todas por la lista de los castigos, era la bella e interesante Sophie, acostumbrada a
respetar todos sus deberes; por ridículos que pudieran parecer, los respetaba, pero Durcet,
que había prevenido a Louison, su guardiana, ;upo tan bien hacerla caer en la trampa, que fue
declarada culpable e inscrita por consiguiente en el libro fatal. La dulce Mine, igualmente
examinada con rigor, fue también declarada culpable, con lo cual la lista de la noche se llenó
con los nombres de las ocho muchachas, de las dos esposas y de los cuatro muchachos. Cumplidas estas obligaciones, ya sólo se pensó en ocuparse del matrimonio que debía
celebrarse en la proyectada fiesta del final de la primera semana. Aquel día no se concedió
ningún permiso para las necesidades públicas en la capilla, monseñor se revistió
pontificalmente, y todos se dirigieron hacia el altar. El duque, que representaba al padre de la
muchacha, y Curval, que representaba al del muchacho, condujeron a Michette y a Giton
respectivamente. Ambos iban magníficamente ataviados en traje de ciudad, pero en sentido
contrario, es decir, el muchacho iba vestido de mujer, y la muchacha, de hombre.
Desgraciadamente, nos vemos obligados, por el orden que hemos dado a las materias, a
retrasar todavía por algún tiempo el placer que sin duda experimentaría el lector al enterarse
de los detalles de esta ceremonia religiosa; pero ya llegará sin duda el momento en que
podremos informarlo de esto.
Pasaron al salón, y fue mientras esperaban la hora del almuerzo, cuando nuestros cuatro
libertinos, encerrados solos con la encantadora pareja, los hicieron desnudarse y los
obligaron a cometer juntos todo lo que su edad les permitió respecto a las ceremonias
matrimoniales, excepto la introducción del miembro viril en la vagina de la muchachita, la
cual hubiera podido efectuarse porque el muchacho tenía una rigidez* muy intensa, y que no
se permitió tal cosa para que nada marchitara una flor destinada a otros usos. Sin embargo,
se les permitió que se tocaran y acariciaran, la joven Michette se la meneó a su maridito, y
Giton, con ayuda de sus amos, masturbó muy bien a su mujercita. Sin embargo, ambos
empezaron a darse cuenta de la esclavitud en que se encontraban para que la voluptuosidad,
incluso la que su edad permitía experimentar, pudiera nacer en sus pequeños corazones.
Se comió, los dos esposos fueron al festín, pero a la hora del café, cuando las cabezas se
habían ya calentado, fueron desnudados, como lo estaban Zelamir, Cupidon, Rosette y
Colombe, que aquel día estaban encargados de servir el café. Y en ese momento del día
como estaba de moda la jodienda entre los muslos, Curval se apoderó del marido, y el duque
de la mujer, y los enmuslaron a los dos. El obispo, después de haber tomado café, se envició
con el encantador ojo ciego de Zelamir, que chupaba mientras lanzaba pedos, y pronto lo enfiló
en el mismo estilo, mientras Durcet efectuaba sus pequeñas infamias en el hermoso ojo ciego de
Cupidon. Nuestros dos principales atletas no eyacularon, mas pronto se apoderaron de Rosette
y de Colombe y las enfilaron como los galgos y entre los muslos, de la misma manera
que acababan de hacer con Michette y Giton, ordenando a estas encantado
ras niñas que meneasen con sus lindas manos, según las instrucciones recibidas, los
monstruosos extremos de las vergas que sobresalían de sus vientres; y mientras tanto, los
libertinos manoseaban tranquilamente los orificios de los culos frescos y deliciosos de sus
pequeños goces. Sin embargo, no se eyaculaba; sabiendo que habría placeres deliciosos
aquella noche, se contuvieron. A partir de aquel momento, se desvanecieron los derechos de
los jóvenes esposos, y su matrimonio, aunque formalmente efectuado, no fue más que un
juego; cada uno de ellos regresó a la cuadrilla que le estaba destinada, y todos fueron a
escuchar a la Duclos, que continuó así su historia:
Un hombre que tenía más o menos los mismos gustos que el financiero que
acabó el relato de ayer, empezará, si lo aprobáis, señores, el relato de hoy. Era un
relator del Consejo de Estado, de unos sesenta años de edad, y que añadía a la
singularidad de sus fantasías la de querer sólo mujeres más viejas que él. La Guérin le
dio una vieja alcahueta, amiga suya, cuyas nalgas arrugadas semejaban un viejo
pergamino para humedecer el tabaco. Tal era el objeto que debía servir para que
nuestro libertino efectuara sus ofrendas. Se arrodilla delante de aquel ojo ciego decrépito,
lo besa amorosamente; se le lanzan algunos pedos en la nariz, se extasía, abre la boca,
se le lanzan más pedos y su lengua va a buscar con entusiasmo el viento espeso que
se le destina. Pero no puede resistir al delirio a que lo arrastra tal operación. Saca de
su bragueta una verga vieja, pálida y arrugada como la divinidad a la que inciensa. -
¡Ah! pee pee, queridita -exclama, meneándose la verga con todas sus fuerzas-. Pee,
corazón, sólo de tus pedos espero el desencantamiento de este enmohecido
instrumento. La alcahueta redobla sus esfuerzos, y el libertino, ebrio de
voluptuosidad, deja entre las piernas de su diosa dos o tres desgraciadas gotas de
esperma a las que debía todo su éxtasis.
¡Oh terrible efecto del ejemplo! ¡Quién lo hubiera dicho! En aquel momento, como si se
hubieran dado la señal para ello, nuestros cuatro libertinos llaman a las dueñas de sus
cuadrillas. Se apoderan de sus viejos y feos culos, solicitan pedos, los obtienen y se
encuentran a punto de ser tan felices como el viejo relator del Consejo de Estado, pero el
recuerdo de los placeres que los esperan en las orgías los contiene, y despiden a las dueñas.
La Duclos prosigue su relato:
No haré hincapié en lo que viene ahora, señores, porque sé que tiene pocos
seguidores entre vosotros, pero como me habéis ordenado que lo diga todo,
obedezco. Un hombre muy joven y gallardo tuvo la fantasía de hurgarme el shishi
cuando tenía la regia; yo me encontraba tumbada de espalda, con los muslos abiertos,
él se había arrodillado delante de mí y chupaba, con sus dos manos debajo de mis
nalgas, que levantaba para que mi shishi estuviera a su alcance. Tragó mi leche y mi
sangre, porque obró con tanta habilidad y era tan guapo que descargué. El mismo se
meneaba la verga, se hallaba en el séptimo cielo, diríase que nada en el mundo podía
causarle más placer, y me convenció de ello la ardiente y calurosa eyaculación que
pronto soltó. Al día siguiente vio a Aurore, poco después a mi hermana, al cabo de
un mes nos había pasado revista a todas y prosiguió así hasta despachar sin duda
todos los burdeles de París.
Esta fantasía, convendréis en ello, señores, no es sin embargo más singular que la
de un hombre, amigo en otro tiempo de la Guérin, la cual le proporcionaba la
materia que necesitaba, y cuya voluptuosidad nos aseguró que consistía en tragar
abortos; se le avisaba cada vez que una pupila de la casa se encontraba en tal caso, él
acudía y se tragaba el embrión, extasiado de la voluptuosidad.
-Yo conocí a ese hombre -dijo Curva]-, su existencia y sus gustos son la cosa más cierta
del mundo.
-Sea -dijo el obispo-, pero también es cierto que yo no lo imitaría nunca.
-¿Y por qué razón? -preguntó Curval-. Estoy seguro de que eso puede producir una
descarga, yo si Constance quiere dejarme hacer, le prometo, ya que está embarazada,
provocar la llegada de su señor hijo antes de término y de comérmelo como si fuese una
sardina.
- ¡Oh, sabemos el horror que le inspiran las mujeres embarazadas! -contestó Constance-.
Sabemos perfectamente que usted se deshizo de la progenitora de Adélaïde porque estaba
embarazada por segunda vez, y si Julie quiere seguir mis consejos, se cuidará.
-Cierto es que detesto la progenitura -dijo el presidente-, y que cuando la bestia está
repleta me inspira una furiosa da repelúsncia; mas pensar que maté a mi mujer por eso, podría
engañarte; has de saber, fruta, que no necesito ningún motivo para apiolar a una mujer, y
sobre todo una vaca como tú, a la que te impediría que parieras tu ternero si me
pertenecieses.
Constance y Adélaïde se echaron a llorar, lo cual empezó a poner en evidencia el repruebo
secreto que el presidente sentía por aquella encantadora esposa del duque, quien, lejos de
sostenerla en esta discusión, contestó a Curval que debía perfectamente saber que la
progenitura le gustaba tan poco como a él, y que si Constance estaba embarazada, todavía no
había nacido. Aquí las lágrimas de Constance se hicieron más abundantes; se encontraba en
el canapé de su padre, Durcet, quien, por todo consuelo, le dijo que si no se callaba
inmediatamente la sacaría afuera a patadas en el ojo ciego a pesar de su estado. La infeliz mujer
hizo caer sobre su corazón lastimado las lágrimas que se le reprochaban y se limitó a decir:
64 ¡Ay, Dios mío, qué desgraciada soy! Pero es mi destino, al que me resigno". Adélaïde, que
tenía los ojos llenos de lágrimas, era hostigada por el duque, que deseaba hacerla llorar más,
logró contener sus sollozos, y como esta escena un poco trágica, aunque muy regocijante
para el alma perversa de nuestros libertinos, llegó a su fin, la Duelos reanudó el relato en los
siguientes términos:
Había en casa de la Guérin una habitación bastante agradablemente construida y
que nunca servía más que para un solo hombre; tenía doble techo, y esta especie de
entresuelo bastante bajo, donde sólo podía permanecer acostado, servía para instar al
libertino de singular especie cuya pasión calmé yo. Se encerraba con una muchacha
en esta especie de escotilla, y su cabeza se situaba de manera que estaba a la misma
altura de un agujero que daba a la habitación superior; la muchacha encerrada con el
mencionado hombre no tenía otra faena que la de menearle la verga, y yo, colocada
arriba, tenía que hacer lo mismo a otro hombre, el agujero era poco ostensible y
estaba abierto como por descuido, y yo, por limpieza o para no ensuciar el piso, tenía
que hacer caer, al quererse a mi hombre, el leche a través del agujero, y así lanzarlo
al rostro del que estaba al otro lado. Todo estaba construido con tal ingenio que nada
se veía y la operación tenía un gran éxito: en el momento en que el paciente recibía
sobre sus narices el leche de aquel que estaba arriba, él soltaba el suyo, y todo estaba
dicho.
Sin embargo, la vieja de la que acabo de hablar, volvió a presentarse, pero tuvo
que tratar con otro campeón. Este, hombre de unos cuarenta años, hizo que se
desnudara y le lamió en seguida todos los orificios de su viejo cadáver: ojo ciego, shishi,
boca, nariz, axilar, orejas, nada fue olvidado, y el malvado, a cada lamida, tragaba
todo lo que había recogido. No se limitó a esto, hizo que mascara pedazos de pastel,
que tragó también a pesar de que ella los hubiese triturado. Quiso también que
conservara en la boca tragos de vino, con los que ella se lavó y gargarizó, y que él
luego se tragó igualmente, y mientras tanto, su verga había tenido una rigidez* tan
prodigiosa que el leche parecía listo para dispararse sin necesidad de provocarlo.
Cuando se sintió en trance de soltarlo, volvió a precipitarse sobre su vieja, le hundió
profundamente la lengua en el agujero del ojo ciego y descargó como una fiera.
- ¡Y, dios! -exclamó Curval-. ¿Es necesario ser joven y linda para hacer que el leche
corra? Una vez más diré que, en los placeres, es la cosa sucia lo que provoca la eyaculación, y
cuanto más sucia, más voluptuosidad ofrece.
-Son las sales -dijo Durcet- que se exhalan del objeto de voluptuosidad las que irritan a
nuestros espíritus animosos y los ponen en movimiento; ahora bien, ¿quién duda de que
todo lo que es viejo, sucio y hediondo contiene una gran cantidad de estas sales y, por consiguiente,
más medios para suscitar y determinar nuestra eyaculación?
Se discutió todavía durante un rato esta tesis, pero como había mucho trabajo por hacer
después de la cena, se sirvió un poco antes de la hora, y en los postres, las jóvenes castigadas
volvieron al salón donde deberían soportar los castigos junto con los cuatro muchachos y las
dos esposas igualmente condenadas, lo que representaba un total de catorce víctimas. A
saber: las ocho muchachas conocidas, Adélaïde y Aline, y los cuatro muchachos, Narcisse,
Cupidon, Zélamir y Giton. Nuestros amigos, ya ebrios ante la idea de las voluptuosidades tan
de su gusto que los esperaban, terminaron de calentarse la cabeza con una prodigiosa
cantidad de vinos y licores, y se levantaron de la mesa para pasar al salón, donde los
esperaban los pacientes, en tal estado de embriaguez, furor y lubricidad que no existe nadie
seguramente con deseos de encontrarse en el lugar de aquellos desgraciados delincuentes.
En las orgías, aquel día, sólo debían asistir los culpables y las cuatro viejas encargadas del
servicio. Todos estaban desnudos, todos se estremecían, todos lloraban, todos esperaban su
suerte, cuando el presidente, sentándose en un sillón, preguntó a Durcet el nombre y la falta
de cada persona. Durcet, tan borracho como su compañero, tomó la libreta y quiso leer,
pero como todo lo veía borroso y no lo lograba, el obispo lo reemplazó, y aunque tan ebrio
como su compañero, pero llevando mejor el vino, leyó en voz alta alternativamente el nombre
de cada culpable y su falta; el presidente pronunciaba inmediatamente una sentencia de
acuerdo con las fuerzas y la edad del delincuente, siempre muy dura. Terminada esta
ceremonia, se impusieron los castigos. Lamentamos muchísimo que el orden de nuestro plan
nos impida describir aquí los lúbricos castigos, pero rogamos a nuestros lectores que nos
perdonen; estamos seguros de que comprenderán la imposibilidad en que nos encontramos
de satisfacerlos por ahora. No perderán nada con ello.
La ceremonia fue muy larga: catorce personas tenían que ser castigadas, y hubo episodios
muy agradables. Todo fue delicioso, no hay duda, puesto que nuestros cuatro canallas
descargaron y se retiraron tan fatigados, tan borrachos de vino y de placeres, que sin la ayuda
de los cuatro jorobadores que vinieron a buscarlos no hubieran podido llegar nunca a sus
aposentos, donde, a pesar de todo lo que acababan de hacer, les esperaban todavía nuevas
lubricidades.
El duque, que aquella noche tenía que acostarse con Adélaïde, no quiso. Ella formaba
parte del número de las castigadas, y tan bien castigada que, habiendo eyaculado en su honor,
no quiso saber nada de ella aquella noche, y tras ordenarle que se acostara en un colchón en
el suelo dio su lugar a la Duelos, que como nunca disfrutaba de su favor.

---------- Post added 12-ago-2018 at 11:24 ----------

Y añado ahora: tú lo que quieres es que te copie el libro entero para evitar comprártelo.

Seguro que te ha gustado.

Con tres mensajes y un primer jilo abierto mezclando ejército y *******astia ¿cómo tienes tanta jeta?
 
Debe ser un fragmento de la obra del Marqués de Sade. No veas la adaptación de Pasolini, que esa sí que es infumable.
 
Debe ser un fragmento de la obra del Marqués de Sade. No veas la adaptación de Pasolini, que esa sí que es infumable.

Pasolini tiene de bueno que tras*pone el espíritu de la obra al fascismo de la República Social Italiana. Yo creo precisamente que es una adaptación bastante buena, aunque la verdad es que la obra no se presta demasiado a ello, porque de entre todas las del Marqués es, además de inconclusa, francamente desmadrada.
 
Las ciento veinte jornadas de Sodoma es un catálogo de desvaríos y horrores que, a diferencia de otras como La Filosofía en el Tocador, carece casi por completo de diálogos de carácter filosófico. El contenido del opúsculo Franceses, un esfuerzo más si queréis ser republicanos, aquí está ausente casi por completo.
 
Pasolini tiene de bueno que tras*pone el espíritu de la obra al fascismo de la República Social Italiana. Yo creo precisamente que es una adaptación bastante buena, aunque la verdad es que la obra no se presta demasiado a ello, porque de entre todas las del Marqués es, además de inconclusa, francamente desmadrada.


¿Son los dos grandes autores?

De Sade reconozco que solo a empecé a leer Justina y no pase del discurso anticatólico de las primeras líneas. ¿De verdad merece la pena?

Y de Pasolini sí que me he visto varias películas, pero no me gusta su estilo. El cacareado "El Evangelio según San Mateo" me parece inferior a "Ordet" de Dreyer, "Rey de reyes" y hasta la teleserie de Zeffirelli.
 
No puedo dar agradecimientos en este subforo, así que los hago públicos aquí.

Sigamos con Pasolini. Hay, y lo he comentado ya en el foro, una escena muy buena aunque imagino que pasa un tanto desapercibida, en que están los cuatro depravados en un aparte, y el obispo sentado en el suelo, medio derrengado. Hablan sobre Nietzsche.

En ese momento es cuando comprendemos el auténtico horror del fascismo: la educación, la enorme cultura que muchos de sus seguidores poseían. Al igual que sucedió con el nacionalsocialismo alemán: gente que tenía unos conocimientos elevadísimos, inmensos, se puso a los pies de paletos de uniforme.

---------- Post added 12-ago-2018 at 11:58 ----------

A Pasolini hay que verlo como lo que era: comunista, cristiano, gays, hombre de clase medio-alta y enorme cultura rechazado por todos porque a ningún grupo se sometía por completo ni se acomodaba. A medianoche huía de todo lo que estuviese haciendo, da igual que fuese la más alta conversación, para ir en busca de putti.

Yo lo compararía con Mishima, en cuanto a su condición de representantes de una cultura masculina atormentada e incomprendida.

Y a Sade como un autor al que se puede leer como divertimento pero no tomarse demasiado en serio. Muchos de sus relatos jovenlandesales son más bien mediocres y mi opinión es que La Philosophie au boudoir es la obra más redonda.
 
No puedo dar agradecimientos en este subforo, así que los hago públicos aquí.

Sigamos con Pasolini. Hay, y lo he comentado ya en el foro, una escena muy buena aunque imagino que pasa un tanto desapercibida, en que están los cuatro depravados en un aparte, y el obispo sentado en el suelo, medio derrengado. Hablan sobre Nietzsche.

En ese momento es cuando comprendemos el auténtico horror del fascismo: la educación, la enorme cultura que muchos de sus seguidores poseían. Al igual que sucedió con el nacionalsocialismo alemán: gente que tenía unos conocimientos elevadísimos, inmensos, se puso a los pies de paletos de uniforme.

Saló es la única de unas 5 o 6 películas de Pasolini que no he podido ver entera, así que puede que me haya perdido algo, como tú comentas. De todos modos, me estas hablando del texto de un diálogo, no de valores puramente cinematográficos.

Y es que yo no dudo que Pasolini sea culto (obviamente lo era y algún texto le he leído que merece la pena). Lo que ocurre es que su cine no me parece buen cine (y no me basta que no quisiese hacerlo, es que hay que hacer buen cine cuando haces cine, valga la redundancia). Que conscientemente hagas una cosa, no impide que sea una cosa.

Exagero un poco, pero para qué se me entienda. ;)
 
Pero... ya podrían los dioses darnos a los españoles nuestros propios Pasolini o Mishima.

Sí, al menos Pasolini es un icono cultural, con indudable exigencia intelectual. Eso es algo que es difícil encontrar en el cine español, más allá de Buñuel y, en un terreno más a pie de calle, los guiones de Azcona.
 
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