Pedro Jeta, impresentable, como siempre.

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Los cochinos y la luna
15.02.2009
Pocas observaciones del doctor Johnson demuestran tanto su legendaria perspicacia como la de que «produce extrañeza y melancolía que la escasez de los placeres humanos pueda persuadir a alguien de que la caza es uno de ellos». Por eso siempre he detestado la caza y compadecido al cazador.

Respecto a lo primero añadiré incluso que fue, precisamente, al escuchar de labios de Zapatero palabras que podría haber pronunciado yo sobre la repulsión profunda que le produce la mera presencia a su alrededor de armas de fuego en cualquier espacio civil, cuando me di cuenta, en una de nuestras primeras conversaciones, lo compatible que puede ser a veces sentirte cómodo con alguien y discrepar profundamente de sus principales ideas, decisiones y proyectos.

En cuanto a lo segundo, sólo puedo decir que hasta hace poco me resultaba imposible comprender cómo personas que nadie confundiría con esos sádicos que disfrutan infligiendo el dolor e imponiendo la fin a otros seres vivos, son capaces de afrontar penosas caminatas y largas esperas en condiciones climatológicas desagradables, embutidos en atuendos tan incómodos como ridículos, para regresar reventados, rebozados en barro y medio pobres, enarbolando como única recompensa unos guiñapos sanguinolentos, destinados a la cazuela, que cualquier carnicería suministraría con mayor calidad y menor precio.

Pero escribo en pasado porque, contemplando el álbum de un reputado cazador, un amigo me hizo ver un día que la respuesta al enigma de por qué alguien puede ser feliz de tal manera está en esas fotos en las que fulanos que todos conocemos como empresarios, políticos o profesionales de éxito posan sonrientes con un hato de perdices, los cuernos de un venado, los colmillos de un elefante o la piel de un tigre: «Quieren ser como los animales que dan el pasaporte.Se retratan con sus restos por la misma razón que los indios se colgaban al cinto las cabelleras de sus enemigos o se atribuye a algún jefe de Estado africano haber devorado las vísceras de sus opositores».

Mi amigo me hizo ver la luz. Efectivamente todos desearíamos poder volar entre robles y encinas, poseer un cuerpo grácil y aterciopelado rematado por una línea Maginot de defensas óseas, exhibir unas elegantes protuberancias de marfil y movernos en la selva de la vida con la agilidad y facilidad de defensa y ataque de los grandes gatos.

Desde entonces no puedo dejar de ver en cada cazador la representación antropomórfica de la especie a la que dispara. Hay conocidos empresarios en los que atisbo piruetas ora de tórtola acrobática, ora de codorniz turulata, algún poderoso banquero en el que percibo el vigor de los grandes paquidermos y políticos en paro con inquietantes ademanes no ya de dóberman sino de urogallo esquivo o de felino emboscado. Incluso cuando veo bambolearse al Rey, moviendo toda su eslora con esa planta imponente de árbol milenario, no puedo dejar de imaginarme al gran Mitrofán -antes de que le dieran la primera copa, no vayamos a liarla - o a cualquiera de sus plantígrados primos.

Claro que, aunque refleje una tendencia, ésta no es una regla automática; como tampoco todos los amos se parecen a sus perros con la misma intensidad y detalle. De ahí que el hecho de que la cacería en la que Bermejo y Garzón participaron el sábado de la semana pasada en la finca Navaltorno fuera de venados no tenga ningún significado especial desde esa perspectiva, pues nadie asimilaría la estampa o conducta de ese par de divos de la sal subida de peso con los gráciles parientes de Bambi.

Sin embargo, hételas aquí que la chispa de las analogías se encendió cuando varios medios publicamos que el segundo acto del domingo había sido una batida de jabalíes en toda regla, celebrada en Cabeza Prieta a muy pocos kilómetros del pueblo natal del juez.Ni siquiera cuando luego quedó aclarado que en realidad se trató de una montería de muflones pudo disiparse tal impacto, pues tampoco hay nadie que identifique a nuestro dúo de tramposos con la nobleza caprina de estos artiodáctilos que siempre chocan de frente con sus bellos cuernos ensortijados cual yelmos de la guerra de Troya.

¿Y por qué con los jabalíes sí? Dejo a la conciencia de cada lector la confesión de cuánto habría contribuido en su caso a esta asociación de ideas -siéntanse por un momento en mi lugar- la siguiente observación lingüística. Resulta que los mismos que se autoproclaman protagonistas del «hecho cinegético», poniéndose cursis y estirados como lo hizo Bermejo el miércoles, luego nunca dicen que van a cazar jabalíes, sino que indefectiblemente alardean de que su plan consiste en «ir a apiolar unos guarros», «meterles plomo a unos marranos» o como poco «pasar el rato tirando a unos cochinos». Esta sí que es, con su eructo de rigor y unas cuantas flatulencias, la genuina Escopeta Nacional.

La primera acepción que el Diccionario reserva para un guarro se refiere, naturalmente, a su condición zoológica; la segunda apela al desaliño físico y la tercera, a la mala educación. Pero todavía hay una cuarta por la que, coloquialmente, se define así a todo «hombre ruin y poco apreciable».

No seré yo quien atribuya tales condiciones jovenlandesales de forma esencialista a nadie, pero ambos adjetivos me parecen muy adecuados a la conducta de quienes abusan de su poder de manera cainita, siempre con la misma pretensión maniquea de demostrar que el adversario ideológico es el compendio de todos los males, errores y vicios a extirpar y por eso «ahora nos toca luchar contra los hijos, igual que luchamos contra los padres». Y muy adecuados son también esos términos para hacer frente al sucio utilitarismo de quienes, creyendo que todos los deberes y funciones se cumplen con igual laxitud, son capaces de explayarse con exclamaciones del estilo de «¡Poco tienen que tener para tener que tirar de esto!».

Tener o no tener, esa es la cuestión. ¿Cuánto tiene Garzón? ¿De cuántos tiene Garzón? ¿Cómo tiene Garzón? ¿Desde cuándo tiene Garzón? Afortunadamente un periódico -al menos el nuestro- se parece muy poco a esa especie de imaginario fichero de la Pide o de la Stasi del que tocaría echar mano -por no abandonar a esta pareja de clásicos- «en el momento en que lo aconseje la jugada». Cuestión distinta es, como digo, que Garzón organice su juzgado y ejerza su jurisdicción mirándose en el espejo de aquellos jueces del Tribunal Revolucionario que por las noches subían a la tribuna del Club de los Jacobinos para denostar, en un ambiente de francachela y camaradería maloliente, a los enemigos políticos a los que a la mañana siguiente pensaban condenar a la guillotina.

Volvemos a centrarnos, por lo tanto, en el esto. O sea en la «cacería» con comillas que comenzó el pasado fin de semana contra el PP. Y, de entre todas las modalidades que se practican para abatir suidos, es decir jabalíes, es decir marranos, guarros o cochinos, la que me parece que viene más al caso es la práctica del aguardo o acecho nocturno en los lugares estratégicos a los que el animal acude en busca de comida.

Basta visitar los foros de internet en los que los esperistas intercambian consejos y experiencias para comprender hasta qué punto la astucia y la tenacidad del cazador compiten con las de su presa. Sobre todo cuando el propósito es cobrarse como pieza uno de los llamados «catedráticos», «macarenos» o «chanchos viejos» con el colmillo doblemente retorcido por la selección natural y la experiencia. Así un cazador veterano relataba recientemente en un texto titulado Los guarros y la luna el acopio de paciencia de que tuvo que dotarse hasta lograr liquidar a «un macareno ladino que entraba al comedero cada vez que las nubes tapaban a la luna». Y es que, como dice el autor, «serán guarros, pero no orates».

Cuestión distinta es «cuando se sale a hacer carne», es decir cuando los cazadores se conforman con abatir a los animales más jóvenes, conocidos como «chanchitos parrilleros», pues al ser su textura más tierna van directamente a la sartén o la cazuela.Todo es mucho más sencillo porque se mueven en grupo como parte de la piara y apenas si toman precauciones al salir a alimentarse cuando les entra el apetito. Hacer así carnicería es como para un escopetero tirar a pichón parado.

Si hubiera que extrapolar tales reglas a lo ocurrido estos días en el Juzgado de Instrucción Número 5 de la Audiencia Nacional, cabría apuntar que en su imaginada batida de jabalíes Garzón y Bermejo -con el inestimable apoyo estratégico del Comisario Jefe de la Brigada Judicial que acudió a despachar y luego volvió a la retaguardia- sólo «salieron a hacer carne» y de momento se limitaron a llenar de plomo a unos cuantos «chanchitos parrilleros» tan glotones e insaciables como Correa y Asociados. Con unos tíos que no perdonan ni un aperitivo, ni una merienda, ni una sobrecena y encima van echando cuartos al pregonero, inflando el tamaño de los platos, exagerando la variedad de las viandas e implicando a los mejores chefs, casi podríamos decir que las armas se disparan solas.

Pero todos sabemos que si Garzón y Bermejo han afilado sus colmillos como gumías, han cepillado sus orejas puntiagudas, han estirado al máximo sus jetas relucientes y han embutido sus pezuñas en las botas que chapotearon ya en 1.000 ciénagas, no es para contentarse con la pedrea. No, ellos buscan liquidar a uno o varios «catedráticos» de postín para cortarles la cabeza, mandarla a los taxidermistas mediáticos habituales y poder exhibirla en la sala de trofeos de la Santa Izquierda Hunting Club.

Y la técnica que están empleando aparece descrita en otro de esos foros de esperistas, pues consiste en sembrar las inmediaciones de una charca con una apetitosa mezcla de manzanas y maíz -las filtraciones del sumario o los propios autos que mantienen el enigma de quiénes fueron sobornados- y aguardar a que en las noches de cuarto menguante algún chancho con galones, atraído por el olor y la curiosidad, comience a merodear discretamente por las inmediaciones, tratando de averiguar que es lo que de verdad hay allí depositado.

Si se tratara de cazadores novatos, dispararían en cuanto vieran moverse la primera sombra. Pero ellos tienen ya suficientes muescas en la culata como para saber contener la impaciencia y retener la adrenalina. Lo que harán será observar noche tras noche la trayectoria del «catedrático» para ir vallando las distintas vías de salida, mientras aumentan poco a poco las dosis que incluyen en el cebo. Sólo cuando la presa ya no tenga escapatoria, apretarán el gatillo. Uno y otro se precipitarán entonces, entusiasmados, hacia el cadáver de la víctima, le quitarán la careta, levantarán el velo del misterio y derogarán el secreto del sumario: ¡Anda, pero si es un excelentísimo señor alcalde! ¡Mira, mira, que es un ilustrísimo consejero o conseller! ¡Fíjate lo que hay aquí, nada menos que un miembro de la Ejecutiva Nacional!

El problema es que, como se descuiden, a lo mejor se encuentran con que tienen overbooking y toda una generación de idealistas maleados va quedando en evidencia, noche tras noche. Es lo que decía Atahualpa Yupanqui: de tanto mirar la luna, ya sólo sabes trincar. O lo que advertía Hobbes, plagiando a Plauto: el hombre es un guarro para el hombre.
Los cochinos y la luna | Opinión | elmundo.es
 
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