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Madmaxista
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Padre Custodio: “La misión del cristiano no es apuntalar el sistema, sino cambiar el mundo”
Palabras pronunciadas por Custodio Ballester en la presentación del libro de Douglas Hyde, Compromiso y liderazgo, editado por Hazteoir.org:
En la misma línea que la Antología de Formación de Selectos del P. Ángel Ayala, S.I, Hazteoir ha vuelto a poner al alcance de los lectores un precioso y profético libro que denuncia nuestros complejos y apunta unos caminos no por olvidados menos novedosos, pues están apuntados en el Evangelio. “Nunca dudes de que un grupo pequeño de ciudadanos reflexivos y comprometidos puede cambiar el mundo. De hecho, es lo único que alguna vez lo ha cambiado” y puede volver a hacerlo. Y es que se trata de eso: de cambiar, de tras*formar una realidad que tantas veces yace bajo el poder del Maligno (cf. 1Jn 5, 19). “Nosotros, por el contrario, que pertenecemos al día”, no a la noche ni a las tinieblas; “seamos sobrios. Revistámonos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación”. “Pero nosotros no somos gente que se arredra para su perdición, sino hombres de fe para salvar el alma (Hb 10,39).
Douglas A. Hyde (1911–1981), autor de Compromiso y liderazgo, fue un gran periodista inglés, educado como metodista por sus padres, pero que en su juventud perdió la fe y se hizo comunista durante 20 años, ocho de los cuales fue director jefe del periódico Daily Worker, el periódico del Partido Comunista en el Reino Unido. Pero, poco a poco, fue desilusionándose del comunismo al ver las grandes incongruencias de los comunistas soviéticos, hasta que llegó a encontrar un nuevo sentido a su vida, convirtiéndose a la fe católica.
Dice el Apocalipsis: “Y el que está sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Y añadió: Escribe, porque estas palabras son fieles y verdaderas” (Ap 21,5). Tan fieles y verdaderas que están escritas en el corazón de cada hombre y mujer que viene a este mundo. Así lo sentía Douglas Hyde hace más de cincuenta años: “En algunos círculos –también eclesiásticos- está de moda despreciar ese idealismo, este deseo de cambiar el mundo que tachan de sentimentaloide”: No puede tras*formarse un mundo formado por hombres pecadores. Este cinismo llevó a muchos jóvenes a rechazar abrazar la causa de un comunismo que les ofrecía estar en el lado de los buenos en la lucha del bien contra el mal, y de la verdad contra la mentira (cf. pg 37).
Yo también he oído de boca de altos eclesiásticos parecidas palabras: “Siempre ha existido el aborto y siempre existirá. Que el estado regule el matrimonio lgtb y la adopción por gayses es inevitable ¿qué quieres hacer?”. Detrás de esas afirmaciones subyace la convicción –entre cínica y fatalista- de que todo ello es el inexcusable precio que debemos pagar por vivir en la sociedad del bienestar. Y cuando a alguien se le ocurre denunciar que, si no hay una directa cooperación formal o material en toda esta debacle social, sí que existe -en muchos ámbitos de la comunidad eclesial- una connivencia con el mal que por ser disimulada o silenciosa no nos hace menos cómplices… responden a su vez que la connivencia con el mal es inevitable, porque en caso contrario volveríamos a las cavernas… Palabras cuasi textuales.
Con estos presupuestos no es extraño que los que por nuestra vocación bautismal estamos llamados a “abandonar el anterior modo de vivir, el hombre viejo corrompido por deseos seductores, a renovaros en la mente y en el espíritu y a vestiros de la nueva condición humana, creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas” (Ef 4, 22), nos encontremos ante el mismo muro de miedosa indiferencia con el que se topó el antiguo miembro del Partido Comunista británico: “En los grupos de estudio y en los cursillos de formación pueden discutir tranquilamente y durante todo el tiempo que quieran sobre los principios fundamentales y los derechos inalienables -“principios innegociables”, diríamos ahora-. Sin embargo, cuando hay que trasladarlos a la práctica, empiezan los problemas. El clero se pone nervioso ante lo que hay que hacer, y mira con aprensión a los que intentan aplicar su cristianismo a la sociedad pagana en la que viven. Al laico se le deja hablar cuanto quiere -congresos sobre los católicos en la vida pública, conferencias, encuentros-, pero cuando quiere pasar a la acción, se encienden todas las luces rojas” (p.111). Sin embargo, la gente no madura en una vitrina, sino cuando se lanza y aprende de sus errores. Si nunca das testimonio de tu fe, si no haces nada por ella, si no actúas, nunca te equivocarás. Pero no hacer nada, esperar tranquilamente el Juicio Final y a que sea el mismo Dios el nos saque las castañas de fuego, es una equivocación muchísimo más grave. Al decir del P. Ayala: “La oración es lo primero, pero no es lo único ni es suficiente”.
Podemos haber pasado todo un proceso de formación cristiana “sin haber oído nunca una palabra acerca de la misión social de la Iglesia o la responsabilidad de tras*formar la sociedad con el Evangelio desde nuestro trabajo, sindicato u organización profesional, su actividad política o sus relaciones con los demás” (pg. 54). Aparte de ir a misa los domingos, confesarse de vez en cuando y rezar por las noches, ¿alguien nos dijo alguna vez o alguien puso alguna vez en práctica que formamos parte del grupo de aquellos sobre los que, en su origen, recayó la responsabilidad de cambiar el mundo?
“La batalla de nuestra época es en última instancia una batalla para apoderarse de las almas y las mentes de los hombres”, dice Hyde. Pero, mientras los poderes de este mundo vocean su credo desde todas las tribunas, la voz de los cristianos suena baja y atemorizada. Mientras los poderes de este mundo dedican todas las horas del día; mientras ellos dedican todos los medios para apuntalar toda clase de perversiones, los cristianos dedicamos –los que más- algunas horas libres. Los comunistas de Hyde sabían que su objetivo era un mundo comunista. ¿Sabemos nosotros que nuestro objetivo es un mundo, una sociedad, una patria cristiana?
Por ello, Douglas Hyde, desde su experiencia como líder comunista y formador de líderes apunta, cual explorador de tierras no desconocidas, sino olvidadas, un nuevo y a la vez antiguo camino. Decía el profeta: “Paraos en los caminos a mirar, preguntad por la vieja senda: «¿Cuál es el buen camino?»; seguidlo, hallaréis reposo” (Jr. 6,16).
Lo que define a un verdadero líder, -todo comunista era líder y todo cristiano debiera serlo- deseoso de cambiar el mundo es, en primer lugar, la capacidad de sacrificio, que se concreta en capacidad de compromiso. Es decir, esa disposición por la que uno está dispuesto a dedicar tiempo, dinero, arriesgar su carrera y su nivel de vida para que triunfe la causa más justa y verdadera, para que la sangre que derramó Cristo por todos no sea inútil para algunos.
Un verdadero líder exigirá mucho a los suyos. Abandonará la ley de mínimos que busca hacer fácil y confortable la tarea para eludir así la responsabilidad, porque sabe que “si pide poco a la gente, obtendrá poco, pero si le pide mucho, responderán de forma heroica” (pg. 38). “Cuanto más materialista y comodona es una sociedad, más sobresale el que se compromete. El hombre que se compromete resulta atractivo justamente por su capacidad de compromiso”.
Friedrich Engels afirmó: “Los filósofos sólo han intentado explicar el mundo. Sin embargo, la misión es cambiarlo”. Cuando el líder consigue que los suyos se den cuenta de que ese cambio es necesario y posible, y que son ellos los que pueden conseguirlo, ha llenado entonces sus vidas de una fuerza dinámica tan poderosa que uno puede conseguir cosas que serían imposibles de otra manera. La vida tiene un fin, y por ello vale la pena vivirla plenamente.
Para un verdadero líder, la palabra y la acción están indisolublemente unidas en su mente y en su experiencia vital. Enviará a los suyos a hacer algo que movilice su valor jovenlandesal, algo que les coloque en primera línea de fuego y que conduce a cambiar el mundo. No se limitará a pedirles que pasen a la acción. Él mismo está personalmente implicado en ella.
Un verdadero líder sabe que el progreso, el cambio, es fruto del conflicto: Porque “desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los cielos sufre violencia, y los que luchan lo conquistan” (Mt 11,12). “No penséis que vine a traer paz a la tierra; no vine atraer paz, sino espada. Vine a poner al hombre contra su padre, a la hija contra su progenitora y a la nuera contra la suegra. Y los enemigos del hombre serán los de su propia casa” (Mt 10, 34).
Un verdadero líder considera su trabajo diario como una excelente oportunidad para luchar por la causa, que no es una especie de hobby al que dedica algunas horas libres. La causa es su vida. Si la nuestra es la mejor causa imaginable –la de Cristo-, eso nos confiere la obligación de difundirla entre los demás. Si a los comunistas no les importaba causar buena impresión, sino difundir su ideología, hemos de abandonar el politiqueo por obsoleto y anunciar la verdad, sin excepción ni compromiso.
Y es que el cristianismo debe crear líderes que se conviertan en “instrumentos voluntarios del proceso del cambio tanto en el mundo como en el trabajo o en la sociedad humana” (pg. 119), en el campo de actividad al que les lleve la vida. Es decir que, allá donde esté el cristiano, asuma el papel de líder. Un líder que se cristianice a sí mismo y luche por una sociedad cada vez más cristiana, un líder que ejerza -con ese objetivo- sobre la opinión pública la máxima presión posible.
Ante una situación nueva, la primera reflexión que se hace la gente es: “Que venga alguien y haga algo”. La reacción espontánea del líder es: “¿qué voy a hacer yo?” La acción y los principios que la sustentan, van siempre unidos en su mente y en su vida. Si cada cristiano adoptase esta actitud mental y actuase de acuerdo con ella, las cosas serían bien diferentes.
Por tanto, nos interesa formar líderes que actúen a favor de la causa de Cristo y de su Iglesia y no a favor de ellos mismos. Personas que entiendan lo que creen, comprometidos con su fe, y que intenten practicarla en todas las facetas de su vida personal y social. Y dispuestas a pagar el precio correspondiente. El mismo que su Maestro: “Per Crucem ad lucem”.
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Palabras pronunciadas por Custodio Ballester en la presentación del libro de Douglas Hyde, Compromiso y liderazgo, editado por Hazteoir.org:
En la misma línea que la Antología de Formación de Selectos del P. Ángel Ayala, S.I, Hazteoir ha vuelto a poner al alcance de los lectores un precioso y profético libro que denuncia nuestros complejos y apunta unos caminos no por olvidados menos novedosos, pues están apuntados en el Evangelio. “Nunca dudes de que un grupo pequeño de ciudadanos reflexivos y comprometidos puede cambiar el mundo. De hecho, es lo único que alguna vez lo ha cambiado” y puede volver a hacerlo. Y es que se trata de eso: de cambiar, de tras*formar una realidad que tantas veces yace bajo el poder del Maligno (cf. 1Jn 5, 19). “Nosotros, por el contrario, que pertenecemos al día”, no a la noche ni a las tinieblas; “seamos sobrios. Revistámonos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación”. “Pero nosotros no somos gente que se arredra para su perdición, sino hombres de fe para salvar el alma (Hb 10,39).
Douglas A. Hyde (1911–1981), autor de Compromiso y liderazgo, fue un gran periodista inglés, educado como metodista por sus padres, pero que en su juventud perdió la fe y se hizo comunista durante 20 años, ocho de los cuales fue director jefe del periódico Daily Worker, el periódico del Partido Comunista en el Reino Unido. Pero, poco a poco, fue desilusionándose del comunismo al ver las grandes incongruencias de los comunistas soviéticos, hasta que llegó a encontrar un nuevo sentido a su vida, convirtiéndose a la fe católica.
Dice el Apocalipsis: “Y el que está sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Y añadió: Escribe, porque estas palabras son fieles y verdaderas” (Ap 21,5). Tan fieles y verdaderas que están escritas en el corazón de cada hombre y mujer que viene a este mundo. Así lo sentía Douglas Hyde hace más de cincuenta años: “En algunos círculos –también eclesiásticos- está de moda despreciar ese idealismo, este deseo de cambiar el mundo que tachan de sentimentaloide”: No puede tras*formarse un mundo formado por hombres pecadores. Este cinismo llevó a muchos jóvenes a rechazar abrazar la causa de un comunismo que les ofrecía estar en el lado de los buenos en la lucha del bien contra el mal, y de la verdad contra la mentira (cf. pg 37).
Yo también he oído de boca de altos eclesiásticos parecidas palabras: “Siempre ha existido el aborto y siempre existirá. Que el estado regule el matrimonio lgtb y la adopción por gayses es inevitable ¿qué quieres hacer?”. Detrás de esas afirmaciones subyace la convicción –entre cínica y fatalista- de que todo ello es el inexcusable precio que debemos pagar por vivir en la sociedad del bienestar. Y cuando a alguien se le ocurre denunciar que, si no hay una directa cooperación formal o material en toda esta debacle social, sí que existe -en muchos ámbitos de la comunidad eclesial- una connivencia con el mal que por ser disimulada o silenciosa no nos hace menos cómplices… responden a su vez que la connivencia con el mal es inevitable, porque en caso contrario volveríamos a las cavernas… Palabras cuasi textuales.
Con estos presupuestos no es extraño que los que por nuestra vocación bautismal estamos llamados a “abandonar el anterior modo de vivir, el hombre viejo corrompido por deseos seductores, a renovaros en la mente y en el espíritu y a vestiros de la nueva condición humana, creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas” (Ef 4, 22), nos encontremos ante el mismo muro de miedosa indiferencia con el que se topó el antiguo miembro del Partido Comunista británico: “En los grupos de estudio y en los cursillos de formación pueden discutir tranquilamente y durante todo el tiempo que quieran sobre los principios fundamentales y los derechos inalienables -“principios innegociables”, diríamos ahora-. Sin embargo, cuando hay que trasladarlos a la práctica, empiezan los problemas. El clero se pone nervioso ante lo que hay que hacer, y mira con aprensión a los que intentan aplicar su cristianismo a la sociedad pagana en la que viven. Al laico se le deja hablar cuanto quiere -congresos sobre los católicos en la vida pública, conferencias, encuentros-, pero cuando quiere pasar a la acción, se encienden todas las luces rojas” (p.111). Sin embargo, la gente no madura en una vitrina, sino cuando se lanza y aprende de sus errores. Si nunca das testimonio de tu fe, si no haces nada por ella, si no actúas, nunca te equivocarás. Pero no hacer nada, esperar tranquilamente el Juicio Final y a que sea el mismo Dios el nos saque las castañas de fuego, es una equivocación muchísimo más grave. Al decir del P. Ayala: “La oración es lo primero, pero no es lo único ni es suficiente”.
Podemos haber pasado todo un proceso de formación cristiana “sin haber oído nunca una palabra acerca de la misión social de la Iglesia o la responsabilidad de tras*formar la sociedad con el Evangelio desde nuestro trabajo, sindicato u organización profesional, su actividad política o sus relaciones con los demás” (pg. 54). Aparte de ir a misa los domingos, confesarse de vez en cuando y rezar por las noches, ¿alguien nos dijo alguna vez o alguien puso alguna vez en práctica que formamos parte del grupo de aquellos sobre los que, en su origen, recayó la responsabilidad de cambiar el mundo?
“La batalla de nuestra época es en última instancia una batalla para apoderarse de las almas y las mentes de los hombres”, dice Hyde. Pero, mientras los poderes de este mundo vocean su credo desde todas las tribunas, la voz de los cristianos suena baja y atemorizada. Mientras los poderes de este mundo dedican todas las horas del día; mientras ellos dedican todos los medios para apuntalar toda clase de perversiones, los cristianos dedicamos –los que más- algunas horas libres. Los comunistas de Hyde sabían que su objetivo era un mundo comunista. ¿Sabemos nosotros que nuestro objetivo es un mundo, una sociedad, una patria cristiana?
Por ello, Douglas Hyde, desde su experiencia como líder comunista y formador de líderes apunta, cual explorador de tierras no desconocidas, sino olvidadas, un nuevo y a la vez antiguo camino. Decía el profeta: “Paraos en los caminos a mirar, preguntad por la vieja senda: «¿Cuál es el buen camino?»; seguidlo, hallaréis reposo” (Jr. 6,16).
Lo que define a un verdadero líder, -todo comunista era líder y todo cristiano debiera serlo- deseoso de cambiar el mundo es, en primer lugar, la capacidad de sacrificio, que se concreta en capacidad de compromiso. Es decir, esa disposición por la que uno está dispuesto a dedicar tiempo, dinero, arriesgar su carrera y su nivel de vida para que triunfe la causa más justa y verdadera, para que la sangre que derramó Cristo por todos no sea inútil para algunos.
Un verdadero líder exigirá mucho a los suyos. Abandonará la ley de mínimos que busca hacer fácil y confortable la tarea para eludir así la responsabilidad, porque sabe que “si pide poco a la gente, obtendrá poco, pero si le pide mucho, responderán de forma heroica” (pg. 38). “Cuanto más materialista y comodona es una sociedad, más sobresale el que se compromete. El hombre que se compromete resulta atractivo justamente por su capacidad de compromiso”.
Friedrich Engels afirmó: “Los filósofos sólo han intentado explicar el mundo. Sin embargo, la misión es cambiarlo”. Cuando el líder consigue que los suyos se den cuenta de que ese cambio es necesario y posible, y que son ellos los que pueden conseguirlo, ha llenado entonces sus vidas de una fuerza dinámica tan poderosa que uno puede conseguir cosas que serían imposibles de otra manera. La vida tiene un fin, y por ello vale la pena vivirla plenamente.
Para un verdadero líder, la palabra y la acción están indisolublemente unidas en su mente y en su experiencia vital. Enviará a los suyos a hacer algo que movilice su valor jovenlandesal, algo que les coloque en primera línea de fuego y que conduce a cambiar el mundo. No se limitará a pedirles que pasen a la acción. Él mismo está personalmente implicado en ella.
Un verdadero líder sabe que el progreso, el cambio, es fruto del conflicto: Porque “desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los cielos sufre violencia, y los que luchan lo conquistan” (Mt 11,12). “No penséis que vine a traer paz a la tierra; no vine atraer paz, sino espada. Vine a poner al hombre contra su padre, a la hija contra su progenitora y a la nuera contra la suegra. Y los enemigos del hombre serán los de su propia casa” (Mt 10, 34).
Un verdadero líder considera su trabajo diario como una excelente oportunidad para luchar por la causa, que no es una especie de hobby al que dedica algunas horas libres. La causa es su vida. Si la nuestra es la mejor causa imaginable –la de Cristo-, eso nos confiere la obligación de difundirla entre los demás. Si a los comunistas no les importaba causar buena impresión, sino difundir su ideología, hemos de abandonar el politiqueo por obsoleto y anunciar la verdad, sin excepción ni compromiso.
Y es que el cristianismo debe crear líderes que se conviertan en “instrumentos voluntarios del proceso del cambio tanto en el mundo como en el trabajo o en la sociedad humana” (pg. 119), en el campo de actividad al que les lleve la vida. Es decir que, allá donde esté el cristiano, asuma el papel de líder. Un líder que se cristianice a sí mismo y luche por una sociedad cada vez más cristiana, un líder que ejerza -con ese objetivo- sobre la opinión pública la máxima presión posible.
Ante una situación nueva, la primera reflexión que se hace la gente es: “Que venga alguien y haga algo”. La reacción espontánea del líder es: “¿qué voy a hacer yo?” La acción y los principios que la sustentan, van siempre unidos en su mente y en su vida. Si cada cristiano adoptase esta actitud mental y actuase de acuerdo con ella, las cosas serían bien diferentes.
Por tanto, nos interesa formar líderes que actúen a favor de la causa de Cristo y de su Iglesia y no a favor de ellos mismos. Personas que entiendan lo que creen, comprometidos con su fe, y que intenten practicarla en todas las facetas de su vida personal y social. Y dispuestas a pagar el precio correspondiente. El mismo que su Maestro: “Per Crucem ad lucem”.
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