¿Os mola?

Manoliko

Será en Octubre
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8 Sep 2010
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Una lluviosa tarde de otoño, hallándome en casa desocupado y sin otros planes, a causa de lo inclemente del tiempo, decidí cocinar unos litros de cerveza. Octubre era el mejor mes para fermentar cerveza en casa, al menos en el sur de España. La temperatura ambiente era optima para el trabajo de las levaduras, y a diferencia de lo que ocurre en primavera, la llegada progresiva del frío favorecía el acondicionamiento en botella durante el periodo de guarda. Primero herví la malta, añadí el lúpulo, dejé que el mosto se enfriase e inoculé una cepa de levadura kveik. A continuación, introduje la mezcla en un barril y lo llevé al trastero donde se quedaría fermentando durante dos semanas. Llegado el momento, embotellaría la cerveza, usando una chapadora manual, y la dejaría madurar unas tres semanas más. La paciencia sería, finalmente, recompensada con cuarenta y cinco tercios de una sabrosa y lupulada cerveza de estilo india pale ale.



No se trataba de un trastero polvoriento y repleto de chinches. Era una habitación más o menos limpia, donde guardaba una serie de recuerdos de mi infancia y adolescencia: discos de Iron Maiden, Metallica, Barón rojo; una antigua Atari 2600 con cartuchos de juegos como Enduro, River raid, Space invaders, Pacman o Pitfall; inservibles cintas en VHS de antiguas películas de terror de la Hammer... En resumen, una suerte de museo sobre finales del siglo XX, gestionado por el mismísimo Diógenes. También guardaba cajas de apuntes de mi época universitaria y algunos libros. Ojeándolos, encontré entre ellos una recopilación de relatos de Lovecraft. Me pareció un crimen que aquel ejemplar estuviese allí abandonado, así que lo llevé conmigo de regreso al salón, con la intención de guardarlo en la estantería, junto a otros clásicos de la literatura fantástica como el Señor de los Anillos.



Una tenue luz crepuscular penetraba por la ventana del cuarto de estar. Me asomé a través de ella y contemplé las calles mojadas, había cesado de llover y el cielo se despejaba. Puesto que el horario laboral me obligaba a comer pasadas las tres de la tarde, todavía no me apetecía cenar. Puse en marcha el televisor y usé la conexión a internet para poner música relajante. Me senté en un cómodo sillón ubicado junto a la ventana, encendí la lámpara situada a su lado y me dispuse a adentrarme en los horrores cósmicos imaginados por el genio de Providence. El cielo se fue oscureciendo mientras devoraba aquellas páginas rescatadas del trastero. Absorto en la lectura, perdí la noción del tiempo. Era ya de noche cuando una melodía comenzó a sonar; increíblemente hermosa, pero a la vez inquietante, cargada de misterio y melancolía. Mi piel se erizó al escuchar aquella composición musical que, como un extraño sortilegio, parecía tras*portarme a los sombríos bosques escandinavos que evoca. Se trataba de Tomhet, de Burzum. Quizá debido al tipo de frecuencia sonora, esta pieza consigue el mismo efecto que nos causa a algunas personas el ruido blanco del secador de pelo o la aspiradora. Pero va mucho más allá, logra tocar algo en lo más profundo de mi subconsciente, me relaja e invita a meditación. Aquella música, en aquel preciso instante, abonado por la naturaleza de la lectura que llevaba entre manos, me hizo dudar de si lo que iba a presenciar a continuación era real o tal vez fruto de un estado alterado de consciencia.



Empecé a sentir hambre y me percaté de que llevaba cerca de dos horas leyendo. Apague la luz y alcé la vista al cielo. Había clareado casi por completo; la media luna menguante y las constelaciones eran ahora visibles. Una de las estrellas llamó mi atención; brillaba con mucha más fuerza que el resto, y a cada centelleo parecía crecer más y más. ¿De que astro se trataba? ¿Era un planeta? ¿Acaso un avión, satélite, dron u otro artefacto ideado por el hombre? De pronto, comenzó a moverse. No lo hacía en linea recta, sino describiendo primero una curva y efectuando, después, un brusco cambio de trayectoria en angulo recto. Su tamaño alcanzó a competir con el que, para nosotros, tiene el Sol visto desde la Tierra. Sus rayos, empero, no eran anaranjados y cálidos, sino violetas y fríos como luces de neón. Aquella cosa se acercaba cada vez más a mi ventana, colmando la habitación de tonos jovenlandesados, hasta que de pronto se detuvo. Resultaba difícil calcular su tamaño real y la distancia a la que se encontraba, pero daba la impresión de hallarse a unos cien metros, justo sobre los árboles de un parque cercano. No parecía emitir ningún sonido, tan solo la música de Burzum amenizaba el espectáculo. Súbitamente, aquella bola de fuego violácea despidió un intenso haz de luz contra el suelo. Tan solo duró un segundo, como el destello de una antigua cámara fotográfica. Tras esto, la luminaria se alejó hacia el firmamento a la velocidad del rayo, hasta desaparecer en el inmenso abismo de la noche.



Me arrepentí de no haberlo grabado con el móvil, pero tan obnubilado estuve que ni siquiera pensé en ello. Envié mensajes de texto a varios familiares y amigos para preguntarles si habían visto algo en el cielo, todos respondieron negativamente. Pensé en avisar a las autoridades, pero tenía la intuición de que mi historia les iba a sonar demasiado extraña, así que decidí esperar a hacer algunas averiguaciones la mañana siguiente. Acababa de presenciar algo para lo cual no tenía ninguna explicación remotamente satisfactoria. ¿Se trataría, en efecto, de algún tipo de dron con un potente foco? Reconozco que sentí miedo, aunque no podría asegurar si lo que me provocaba temor era el encuentro con lo inexplicable o la posibilidad de estar volviéndome loco. No quería mirar al cielo, y cualquier luz en el exterior, como la de un coche que pasara por la calle, me ponía los pelos de punta. Antes de acostarme cerré todas las ventanas de la casa, si aquella luz regresaba no quería volver a verla.



Me oculté bajo las sábanas de mi cama, como si aquella fina capa de tela pudiera servirme de protección. Trataba de dormir, convencido de que cuanto antes lo consiguiera, antes dejaría de pensar en aquello, pero me fue imposible. Comencé a escuchar unos gruñidos procedentes de la calle. Estos sonidos evolucionaron, tras*formándose primero en ladridos que subieron de intensidad, hasta parecerme la desesperada llamada de un centinela, y finalmente en aullidos. Aullidos entrecortados, lastimosos, similares a un llanto, que se fueron apaciguando lentamente. Se hizo el silencio, un silencio amenazante, preludio de funestos acontecimientos, y entonces... aquellos chirridos.



Me sobresalté, pues sentí que el ruido venía de dentro de la habitación, pero en breve localicé el origen exacto; la ventana. Algo estaba rascando el cristal, provocando con ello un sonido desagradable y estridente, de esos que causan dentera, o como se le llama en mi tierra, tiricia. La curiosidad se hizo mayor que el temor inicial, así que reuní el valor suficiente para levantarme y acercarme a la ventana. Lentamente, llevé mi ojo derecho a una de las pequeñas rendijas de la persiana. No entiendo como logré contener un grito, pero seguro que el parpado debió abrirse, de par en par, y mi pupila dilatarse ante lo que vi...


(tu vi continued)
 
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Última edición:
Hasta aquí.
Demasiado amateur.

Lo de la lluviosa tarde de otoño es formulaico pero lo puedo llegar a disculpar porque por lo menos se lee rápido y sin estridencias. Lo que ya no disculpo es el "sin otros planes" y el "a causa de lo inclemente del tiempo" que hay cuatro palabras más adelante. Ya hay que ser malo para cagarla en la primera frase de esa manera.
 
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