O meu mozo

Lenina

Charizard
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3 Ene 2016
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Os he mentido. Antes de mi marido hubo otro.

No recuerdo cómo empezó. Lo que recuerdo es que lo esperaba, al caer la tarde, en el camino. No cogía jovenlandesas por no ensuciarme el vestido, no jugaba, solo esperaba a que su figura enfilara la recta que llevaba a nuestras casas. Entonces yo corría a su encuentro, como el cachorro que corre hacia su amo, y me plantaba delante, expectante, hasta que paraba, levantaba la vista y me decía: "Ola neniña". Entonces volvía con él, andando a su lado. Siempre llevaba una azada, un ligón o una horquilla apoyada en el hombro. Unos pantalones de pana marrón demasiado anchos. Y una sonrisa triste que me conmovía y me intrigaba.

Era muy callado. Debíamos hacer un gran contraste, aquel muchacho de veintipocos, de piel blanca, alto y fuerte, con el pelo tan neցro que azuleaba al sol, como la cola de las urracas. Y yo, una mocosa que iba a cumplir seis años, que parecía hija de etnianos, la piel caramelo y los ojos neցros, pero con el pelo muy rubio, caminado juntos por la carretera, como viejos compadres.

Venía cansado de trabajar en el campo todo el día, se le notaba, pero no parecía incomodarse por mi presencia. En aquel lugar, no solo las cosas tenían nombres distintos a los que yo conocía, también las cosas mismas parecían ser diferentes. "O leite" era "la leche", y a la vez era un producto distinto, más fuerte, que no venía en un paquete, sino en cazos de metal que se ponían a hervir, y dejaban una capa de grasa en la superficie que me era desconocida. Y "os nenos", "os rapaces", no eran los niños de la gran ciudad, a los que apenas se les dirigía la palabra y que para ser bien educados no debían ser percibidos por los adultos. Allí "os rapaces" siempre eran recibidos con una sonrisa por hombres, mujeres o ancianos, y se les daba carta blanca para meterse en las casas de todos los vecinos, cuyas puertas siempre estaban abiertas. Y siempre volvía a casa con los bolsillos llenos: "Loura bonitiña, leva unhas mazás", y llevabas manzanas, caramelos, chocolate, bemoles, hasta un pollito o un cachorrillo de perro, que esa misma noche devolvían tus padres mientras tú te deshacías en lágrimas.

Yo misma me metía muchas veces en su casa, esquivando a sus perros, más falsos que Judas, que movían la cola, pero a la vez lanzaban dentelladas al tobillo, y jugaba en su patio, pero siempre cuando él no estaba. Porque si estaba no quería entrar, porque me daba vergüenza. Sus hermanas pequeñas, ya adolescentes, me miraban con maldad y me preguntaban: "Luis é o teu mozo?" y yo fingía no entenderlas, pero las entendía. Si eran demasiado insistentes, su progenitora las echaba: "Deixademe a nena en paz", y se iban riendo. Ella no se reía. Era callada y triste, como su hijo.

Ella también le esperaba, apoyada en el quicio de la puerta. Cuando llegábamos, yo le pedía que me upara, y él, sonriendo, me cogía y me lanzaba al aire. En aquel momento yo volaba tan alto que creía que podría tocar las telarañas centenarias que colgaban del canalón de su casa como leve tul empolvado. Sentía el vértigo en la barriga justo antes de descender, y no tenía miedo porque sabía que sus manos me encontrarían otra vez en el camino hacia el suelo para volver a lanzarme. Sí, era "o meu mozo", y yo lo quería con mi alma de cinco años, porque era fuerte, porque era bueno, y porque me sonreía.

Su progenitora también sonreía mirándonos. Yo entonces no lo sabía, pero ella y su marido se sentaban todas las noches uno enfrente del otro, en la mesa de la cocina, y bebían hasta el desvanecimiento. Ella con una borrachera pesada y llorosa, su marido con una borrachera faltona. Y era aquel hijo el que evitaba males mayores, el que los metía en la cama, el que limpiaba los cristales rotos, el que seguía yendo a trabajar por las mañanas aunque las broncas no le hubieran dejado dormir por las noches.

La sed, esa sed malsana, acabó consumiéndolos a todos como a cerillas, como una maldición bíblica que se extendió por generaciones: los hijos de las hijas acabaron teniendo los rasgos dulces y estupefactos de los fetos sometidos al alcohol en el vientre materno. Luis emigró al País Vasco, lejos de aquella jaula de grillos, donde pudo prosperar. Pero aquello pasó mucho después, en aquel momento todavía podían ofrecer una imagen de familia normal, aunque fuera de cara a la galería.

Mi familia también cambió. Aquel fue el último año en que pude enterrar la cara en los mandilones neցros de mi abuela, que olían a "lume e xabrón". Perdí Galicia durante muchos años, pero guardé los recuerdos, los atesoré como raras figuras de porcelana.

Lo volví a ver dos veces. Una hará unos quince años, una visión fugaz de una cara dentro de un coche, que pasa por tu lado en la carretera. Era un buen coche, llevaba la mujer al lado y dos críos detrás. Me alegré por él. Me daba tranquilidad que hubiera escapado de aquella casa, que le fuera bien en la vida. Nos saludamos con la mano, pero no fue por reconocimiento, en mi aldea se saluda por sistema, si has llegado hasta lo remoto tienes que ser por fuerza alguna oveja perdida de algún clan de la tribu, otro desperdigado más.

Hace dos años, supe de él por mi progenitora. "¿Tú conociste a Luis de Salcedo?" Mi progenitora ya mezcla recuerdos, no atina bien con las fechas. "Sí, lo conozco". "Pasó por aquí esta tarde, vino a ver al padre". Ya no quedaba nadie que visitar en aquella casa más que al anciano cirrósico de ojos tiernos pero de dentellada fiera, como sus perros, y a los sobrinos lelos, las hermanas y la progenitora habían muerto hacía años. "Vino a decirle que tenía el bicho. Luego vino a verme y me abrazó, llorando como un niño chico". "¿Qué tiene?" "Cáncer en las tripas. Tenía los ojos brillantes, como tu padre. No pinta bien".

El verano pasado lo vi por última vez. El paseaba por sus terrenos, cabizbajo y despacio. Estaba delgado, pero todavía lograba conservar su planta. Le saludé a lo lejos, desde la carretera, y él me devolvió el saludo, sonriendo sin reconocerme. 32 años son muchos, para un recuerdo que en su caso no significaba nada. Se giró y se metió en casa. Fue una visita breve, de despedida, y se fue abruptamente, sin decir adiós a nadie, porque acabó peleando con su padre. Ni la fin tan cercana los ablandó lo suficiente como para que acabaran encontrando un modo de perdonarse las faltas.
Hoy mi progenitora me ha llamado para contarme su fin. Desde que murió mi padre parece haberse convertido en la cronista del goteo constante de óbitos de la aldea. Los comenta, los sopesa, los compara en injusticia y ensañamiento con el de mi padre. Supongo que es una manera como otra cualquiera de superar la pérdida, de ir tirando. En esta, mi padre salía ganando, Luis tenía 57 años, e hijos todavía en la veintena. En estos casos su enfado con la vida es triste, dulce, resignado. A otros también les pasa, a veces todavía peor que a nosotros.

Yo he aguantado el tipo, pero después de colgar, me he puesto a llorar sin poder evitarlo. Mi marido me ha preguntado que qué me pasaba. "Un vecino de Galicia ha muerto". "¿Lo conocías?" "Lo conocí de niña". Y me ha abrazado, comprensivo. Está acostumbrado a las rarezas de su mujer, que quiere aparentar que es dura, pero a veces se echa a llorar por encontrar los cadáveres despachurrados contra el cemento de los gorrioncillos que caen del tejado. Llorar por alguien al que conocí brevemente hace treinta años, entra dentro de mi normalidad. No le he contado nada más. Hay poco que decir en estos casos, de todas maneras. Es mejor abrazarse.

(Sí, ya, ya, me vais a dar palos por todos lados. La historia que conmovió a Jeffrey Epstein y a Enrique Ponce. Lo sé. Pero tenía que escupirla, porque me sentía nostálgica).

Un beso, burbujos.
 
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Miedo y egoísmo.
En toda relación amorosa hay egoísmo. Cuanto más grande el ego, más despecho cuando termina, por eso las mujeres tenemos fama de ser terribles y vengativas cuando nos dejan, porque nuestro ego suele estar más inflado. Veo egoísta la actitud de la mujer de querer retenerle en contra de sus deseos, como egoísta lo veo a él por anteponer los suyos a su matrimonio.
 
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