Clavisto
Será en Octubre
- Desde
- 10 Sep 2013
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- Reputación
- 77.144
- Hoola, Kufisto.
- ¡Ey, hola!
No me había dado cuenta de su llegada. Estaba mirando hacia el otro lado, hacia abajo, como casi siempre que salgo a fumar. Es más cómodo que hacerlo al frente; ahí está el resalte, los conductores reducen la velocidad y y por pura inercia echan una mirada hacia la puerta del bar. Hay quienes tocan el claxon o agitan la mano tras la ventanilla. Muchas veces ni los reconoces; o pasa que estás fumando en compañía de otro y ninguno sabe si era el elegido era él. Bueno, sacas la mano, o alzas la barbilla o mueves la boca y santas pascuas, yo qué sé. Otros miran como si les debieras dinero, o una explicación, o cualquier otra cosa que sólo Dios sabrá. Y también hay alguna que echa un vistazo, claro. Eso está bien. Pero vamos, que habiendo circulación prefiero mirar hacia abajo.
Pasamos adentro, se quitó la mascarilla, le puse una cerveza, saludó a los dos que había en la barra y tras hablar con ellos un par de minutos se la llevó a su mesa del ventanal diciéndome algo de la pronta venida de su camarada, un cliente que apenas quince minutos antes se había ido en compañía de otro tras decirme algo de una siesta, y así se lo dije a este a lo que respondió que acababa de hablar con él y que venía para el bar. Pues nada, perfecto, no me sobran los clientes. ¿De todas formas quien puede dormir con semejante calor? Y este de quien hablo menos, que lo suyo con Morfeo parece más asunto de Freddy Krueger.
Vino y esta vez pidió vino. Tinto, por más señas, aunque de la cámara. Suele tomarlo del tiempo pero eso ahora es demasiado absurdo. Antes se había bebido dos Voll-Damm´s (las suyas, eso sí, con la copa sin escarchar) y ahora se decidía por el vino tinto.
Uno de los habituales hizo acto de presencia y tras él la avanzadilla de una cuadrilla a la que ahora le ha dado por venir aquí de vez en cuando. Bien, tengo pocos clientes, estos son cinco y ando a ver si los cazo. Las primeras veces lo hicieron un tanto incómodos, como unos que saben que el camarero sabe que vienen a su bar porque el de la esquina está de vacaciones; pero bueno, ya está abierto y hoy han vuelto a venir. Todos menos el habitual se saludaron con cierta efusividad, algo que tampoco ocurría por primera vez.
Los dos de la barra, ambos tíos altos y de buena crianza, se fueron poco después que pagara el primero en llegar, uno al que no conocía y que sin embargo me miró al entrar como alguien que espera un saludo de reconocimiento. Fue cosa de un segundo, como lo de los coches, pero lo noté. Eso se nota siempre. Al otro lo conozco desde hace tiempo, es un cliente flotante que tiene una mujer estupenda.
Más cervezas, el vino del otro, el tercio del habitual que hoy está otra vez solo con su móvil; su camarada, mi compadre, anda de vacaciones por Cádiz con un colega, me envía vídeos y fotos, "que se aguante quien no pueda"
Salgo a fumar. Son las tres de otra tarde de julio en La Mancha. Miro al frente. Algunos árboles de la mediana, los desprotegidos por la sombra de los edificios, ya están empezando a secarse. No doy tres caladas cuando aquel del principio sale a hacer lo mismo. A este sí lo conozco desde siempre. Nunca hemos sido amigos pero lo conozco y le recuerdo. En mi loca juventud fui muy amigo de uno suyo, uno de su quinta.
- ¿De qué año eres tú, Kufisto?
- Del 73.
- Yo del 72.
- También es buena cosecha.
Llevo puesta la gastada camiseta verde de Fischer pero no añado nada más. Empieza a hablar de aquellos años en la escuela, en el colegio de curas. Apenas puedo acordarme de él. Al relance salen los compañeros, los maestros y entre ellos el más célebre de todos, aquel que mejor me conoció, el único que me enseñó algo aunque al final acabara decepcionándole.
- Jamás olvidaré -le digo tras oír lo de su conocida fin hará tres años- la última vez que estuvo por el bar, poco antes de su fin. De lo que bebió y lo que me dijo al irse.
Se la cuento guardándome de decirle sus últimas palabras aún cuando en ese momento alguien llega a la barra dando golpecitos a modo de señal. Paso a la barra y paga lo suyo. Después viene el resto y les cobro a todos.
Ya no quedan más que los dos. Se han bebido cuatro cervezas y tres vinos en apenas media hora. Vienen a la barra. Hablan de los que se han ido y yo asiento a todo como si los conociera, como si alguna vez me hubiera emborrachado con alguno de ellos. No conocía más que a alguno de vista y al cliente de la mujer estupenda. Pero debería conocerlos a todos, a todos...
No, no me acuerdo de ninguno.
Se van. Cierro la puerta y bajo las persianas. Coloco la última carga del lavavajillas, apago el aire acondicionado, me sirvo una cerveza helada y enciendo un cigarrillo.
- ¡Kufisto! -dijo la última vez que lo vi, aquella noche en la que vino al bar en compañía de una pareja que le ayudaba a andar.
- ¿Qué, padre?
Y desde la puerta del bar, más colgado de los brazos de los otros que cuando entrara sin haber bebido dos Larios con cocacola, mirándome con cierta ternura y bajando un tanto el tono de la inconfundible voz de impenitente fumador que había sido me dijo:
- Tuviste que hacerme caso...
Me acerqué a él y le cogí la mano.
- Sí, padre.
Brillaban sus inteligentísimos ojos. Los míos también.
- Adiós, Kufisto.
- Adiós, padre.
- ¡Ey, hola!
No me había dado cuenta de su llegada. Estaba mirando hacia el otro lado, hacia abajo, como casi siempre que salgo a fumar. Es más cómodo que hacerlo al frente; ahí está el resalte, los conductores reducen la velocidad y y por pura inercia echan una mirada hacia la puerta del bar. Hay quienes tocan el claxon o agitan la mano tras la ventanilla. Muchas veces ni los reconoces; o pasa que estás fumando en compañía de otro y ninguno sabe si era el elegido era él. Bueno, sacas la mano, o alzas la barbilla o mueves la boca y santas pascuas, yo qué sé. Otros miran como si les debieras dinero, o una explicación, o cualquier otra cosa que sólo Dios sabrá. Y también hay alguna que echa un vistazo, claro. Eso está bien. Pero vamos, que habiendo circulación prefiero mirar hacia abajo.
Pasamos adentro, se quitó la mascarilla, le puse una cerveza, saludó a los dos que había en la barra y tras hablar con ellos un par de minutos se la llevó a su mesa del ventanal diciéndome algo de la pronta venida de su camarada, un cliente que apenas quince minutos antes se había ido en compañía de otro tras decirme algo de una siesta, y así se lo dije a este a lo que respondió que acababa de hablar con él y que venía para el bar. Pues nada, perfecto, no me sobran los clientes. ¿De todas formas quien puede dormir con semejante calor? Y este de quien hablo menos, que lo suyo con Morfeo parece más asunto de Freddy Krueger.
Vino y esta vez pidió vino. Tinto, por más señas, aunque de la cámara. Suele tomarlo del tiempo pero eso ahora es demasiado absurdo. Antes se había bebido dos Voll-Damm´s (las suyas, eso sí, con la copa sin escarchar) y ahora se decidía por el vino tinto.
Uno de los habituales hizo acto de presencia y tras él la avanzadilla de una cuadrilla a la que ahora le ha dado por venir aquí de vez en cuando. Bien, tengo pocos clientes, estos son cinco y ando a ver si los cazo. Las primeras veces lo hicieron un tanto incómodos, como unos que saben que el camarero sabe que vienen a su bar porque el de la esquina está de vacaciones; pero bueno, ya está abierto y hoy han vuelto a venir. Todos menos el habitual se saludaron con cierta efusividad, algo que tampoco ocurría por primera vez.
Los dos de la barra, ambos tíos altos y de buena crianza, se fueron poco después que pagara el primero en llegar, uno al que no conocía y que sin embargo me miró al entrar como alguien que espera un saludo de reconocimiento. Fue cosa de un segundo, como lo de los coches, pero lo noté. Eso se nota siempre. Al otro lo conozco desde hace tiempo, es un cliente flotante que tiene una mujer estupenda.
Más cervezas, el vino del otro, el tercio del habitual que hoy está otra vez solo con su móvil; su camarada, mi compadre, anda de vacaciones por Cádiz con un colega, me envía vídeos y fotos, "que se aguante quien no pueda"
Salgo a fumar. Son las tres de otra tarde de julio en La Mancha. Miro al frente. Algunos árboles de la mediana, los desprotegidos por la sombra de los edificios, ya están empezando a secarse. No doy tres caladas cuando aquel del principio sale a hacer lo mismo. A este sí lo conozco desde siempre. Nunca hemos sido amigos pero lo conozco y le recuerdo. En mi loca juventud fui muy amigo de uno suyo, uno de su quinta.
- ¿De qué año eres tú, Kufisto?
- Del 73.
- Yo del 72.
- También es buena cosecha.
Llevo puesta la gastada camiseta verde de Fischer pero no añado nada más. Empieza a hablar de aquellos años en la escuela, en el colegio de curas. Apenas puedo acordarme de él. Al relance salen los compañeros, los maestros y entre ellos el más célebre de todos, aquel que mejor me conoció, el único que me enseñó algo aunque al final acabara decepcionándole.
- Jamás olvidaré -le digo tras oír lo de su conocida fin hará tres años- la última vez que estuvo por el bar, poco antes de su fin. De lo que bebió y lo que me dijo al irse.
Se la cuento guardándome de decirle sus últimas palabras aún cuando en ese momento alguien llega a la barra dando golpecitos a modo de señal. Paso a la barra y paga lo suyo. Después viene el resto y les cobro a todos.
Ya no quedan más que los dos. Se han bebido cuatro cervezas y tres vinos en apenas media hora. Vienen a la barra. Hablan de los que se han ido y yo asiento a todo como si los conociera, como si alguna vez me hubiera emborrachado con alguno de ellos. No conocía más que a alguno de vista y al cliente de la mujer estupenda. Pero debería conocerlos a todos, a todos...
No, no me acuerdo de ninguno.
Se van. Cierro la puerta y bajo las persianas. Coloco la última carga del lavavajillas, apago el aire acondicionado, me sirvo una cerveza helada y enciendo un cigarrillo.
- ¡Kufisto! -dijo la última vez que lo vi, aquella noche en la que vino al bar en compañía de una pareja que le ayudaba a andar.
- ¿Qué, padre?
Y desde la puerta del bar, más colgado de los brazos de los otros que cuando entrara sin haber bebido dos Larios con cocacola, mirándome con cierta ternura y bajando un tanto el tono de la inconfundible voz de impenitente fumador que había sido me dijo:
- Tuviste que hacerme caso...
Me acerqué a él y le cogí la mano.
- Sí, padre.
Brillaban sus inteligentísimos ojos. Los míos también.
- Adiós, Kufisto.
- Adiós, padre.