Must to high

Clavisto

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10 Sep 2013
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- ¿Tenéis "La isla del día de antes", de Umberto Eco? -le pregunté a la bibliotecaria después de que le diera un librito de Lope de Vega a una lolita que estaba antes que yo.
- Ummm...creo que no, pero vamos a ver.

Miró en el ordenador y fue entonces cuando recordé que esto ya había pasado antes. Y mientras ella buscaba en la memoria de otro vinieron a la mía Hannibal Lecter y Marco Aurelio.

- No, no lo tengo.

Lo sabía.

- ¿Tienes algo de Marco Aurelio? -creo que la otra vez me llevé uno de Cicerón. ¿O era Suetonio?
- Espera a ver...

Sí, sus Meditaciones

- ¿Vale?
- Vale
- Vale

Fue a por él al piso de arriba mientras yo miraba desde abajo. Jamás he subido allí. Seguramente esté prohibido.

Salí de allí y me fui para la casa de mi padre pensando que después, en la mía, iba a echar un buen rato leyendo un libro escrito por el último buen emperador romano, según decía el inicio de la introducción y estudio preliminar que hojeé mientras andaba.

Al fin llegué a casa, encendí la calefacción y el brasero, me puse el pijama y la bata y me fumé un pito ante al ordenador para darle tiempo al calor. Apagué la luz principal y su maldito e ignoto ventilador, encendí la lámpara de color de Gin Bulldog, la acosté sobre la cabecera del sofá y ya cómodo abrí el libro prescindiendo de toda introducción y estudio preliminar.

Veinte minutos después comprendí que ese libro estaba escrito por el último buen emperador romano y que yo era un solitario camarero de 43 años de La Mancha leyéndolo dos mil años después de haber sido escrito.

Lo cerré, lo dejé encima de los otros, me levanté, me masturbé y me fui a la cama. Y ahí me di cuenta de porque me había acordado de Hannibal Lecter y Marco Aurelio.

Yo estaba enfrente de la casa de un hijomio. Era hoy y hacía frío. Allí adentro había mucha gente, muchas risas, el calor suficiente. Cosa rara, estaba fuera pero era como si estuviera dentro: todo lo veía y todo lo oía, todo me sonaba conocido. Tanto que llegué a pensar si no habría pasado dentro sin darme cuenta. "jorobar -pensaba- ¡pero no veis que es un me gusta la fruta!...¿por qué estáis aquí? no os dais cuenta que es un falso, que todo es una impostura, que es un mentiroso, un aprovechado, un malo...jorobar, esto no puede ser, todo la fruta vida igual, siempre lo mismo...¡¡¡PERO DE VERDAD NO VEIS COMO ES!!!"

Desperté.

Ya en el bar estaba bromeando con el vendedor de los ciegos antes de que se fuera a su kiosko.

- No das ná, hijomio.
- A ver esteee...

Nada. Cero de cuatro.

Y pasó uno un tanto acelerado con un papel en la mano.

- ¿Donde pongo esto?

Iba a decirle que en mi bar no ponemos carteles cuando vi que era una esquela.

La cogí. Mi tío. El hermano de mi progenitora. Sesenta y un años. Llamé a casa: "¿cerramos?", "habla con tu hermano" dijo mi padre. Hablamos y decidimos seguir abiertos. Me entró una especie de presión en la cabeza y pasé al water para quitarme los ajustadísimos slips que ya al ponérmelos en mi agónico despertar había vislumbrado que iban a darme problemas. Liberado, me fijé en como una extraña pareja languidecía en una de las mesas. Ella estaba diciéndole a su pasión jovenlandesa que necesitaba un poco de chispa en su vida, un poco de "espontaneidad" Entre los dos sumaban un siglo largo de vida. Ella no hacía más que hablar y hablar como si tuviera una cámara de Telecinco por cabeza; él musitaba algo de vez en cuando. Entré a la cocina y empecé a pelar patatas.

Ya era mediodía cuando llegó mi hermano pequeño. La loca y su jovenlandés ya se habían ido y ahora sólo estaba una tía que ni sabía el nombre del bar donde estaba tomando un café.

- ¿Como se llama este bar? -me había preguntado con el teléfono en la oreja
- Solzimer
- ¿Como?
- Solzimer

Le dije a mi hermano que la que había debía un café y salí afuera para coger el coche y hacer las compras de todos los días. El sol había vencido a la niebla y me maravillé por no haberme dado cuenta. Encendí un cigarrillo y enfilé hacia el mercado. Vi la farmacia y pasé de recoger el bote de ácido ascórbico que me guardan desde ayer. Pillé un carro sin moneda y compré lo justo. Una embarazada que parecía haber sido maquillada por Jack Nicholson me la puso bien dura mientras esperábamos con nuestros carros. El iluso que estaba detrás de mi no hacía más que gritarle paridas a su puñetero hijo. La chica de la caja me recordó a mi primera novia, la que luego se hizo monja. Le di mis billetes y la tarjeta club y me devolvió un montón de papelajos y algunas monedas. Iba a la administración de loterías de la morenaza para jugarme un euro a la bonoloto cuando a diez metros oí la voz del iluso que antes estaba detrás de mi y ahora lo estaba delante. Y me fui.

Llegué a casa. Me duché y me afeité. Me puse unos buenos calzoncillos y pillé un jersey verde que venía con camiseta de ron Matusalem.

Buscando aparcamiento en los alrededores del tanatorio vi un pequeño hueco en una esquina que estaba a punto de dejar atrás. "jorobar, qué suerte": cincuenta metros más allá estaba la puerta de quien conserva a los muertos como los productos al 50 % del super para consumir en el día.

Vi a mi progenitora y la besé. Vi a su hermana pequeña y besé sus lágrimas. Vi a la mujer de mi tío y la besé mientras me cogía tan fuerte que me hizo estremecer. Besé y abracé a sus hijas, desde hace tiempo casi desconocidas, y me sentí como el hombre elefante en brazos de Anne Bancroft, besé a la que me dijeron era la hermana de la mujer de mi tío y...vi a uno de mis hermanos.

Me senté con él. Con mi jersey verde, mi camiseta de ron Matusalem y mis calzoncillos a medida. Miré a mi progenitora y vi como mantenía el tipo entre todo ese drama: cinco hijos, cinco machos, un marido con cáncer de pulmón, dos hermanos pequeños muertos, un padre con el corazón reventado cuando sólo había nacido a tres, una progenitora maltratadora que no la dejó vivir hasta que mi padre la rescató de toda aquella cosa, una mujer capaz de perdonar hasta esto, hasta cuidarla cuando ya está tan ida como para para darle un vistazo a su ojito derecho muerto y decir que la lleven a su casa, a su residencia de lujo, a la que sus hijos tuvieron que llevarla para que no le comiera la cosa, la sarama y las ratas en sus delirios religiosos...

Vi a más gente desconocida. Saludé a algunos. Y me fui sin derramar una lágrima.

Eché marcha atrás de aquella afortunada esquina y casi me llevé por delante a una vieja fruta rumana de puerta de supermercado y vaso de plástico en la mano.

- Ehhh...-dijo golpeando el coche
- Vale, vale...

Aceleré antes de que le diera tiempo a ver mi matrícula para que su chulo le diera una patada en las piernas.

Ya en el bar hicimos lo de siempre. Vino un amigo y bebimos mientras oíamos a Guns n´Roses. Después llegó mi hermano y me fui. Podría haber vuelto al tanatorio, todavía tenía un margen de hora y media hasta ir a ver a mi padre, pero preferí venir a casa y empezar a escribir esto. Y eso es lo que hice.

Fumar en cadena, beber como el agua y escribir. ¿Acaso puedo hacer algo mejor?

Guardé el material escrito. Fui a ver el viejo. Hablamos menos que de costumbre, que ya es no hablar. En la tele unos vaqueros estaban con sus cosas de todos lo días. Creí ver a Lee Marvin acojonando toda una iglesia y se lo dije: "a ver...Sí, es él" Acto seguido un estulto le pegó un tiro y se lo cargó. La peli era del 54, cuando Lee no era nadie, cuando todavía no había tirado al suelo el filete de John Wayne. En los anuncios puse al cosas del cocinero de Andalucía Televisión y vimos como empezaba a hacer la receta que jamás termina. Membrilla Televisión tiene la culpa. Y joroba, vaya que si joroba. Todo joroba cuando te lo cortan. Llamé al pequeño y le dije que viniera a hacer el cambio de guardia.

Y con su novia, andando, charlando, tan hermosa como una estatua romana con la melena azulada, volví al tanatorio.

Y ahí estaba mi progenitora, tan entera como seis horas antes, Vi a su tía, tan querida por ella, y le di dos buenos besos; saludé a su marido, ese que nunca se ha llevado bien con mi padre y que ahora nadie puede asegurar quien está peor de los dos; hablé con uno de sus hijos y poco después me di cuenta de que uno que estaba por ahí podría ser que fuera otro de ellos. Al final, ya cuando me iba, nos saludamos. Era ese, uno de hace veinticinco años.

Alguien me preguntó si estaría dispuesto a dar clases de ajedrez a los niños; yo respondí tan evasivamente como Marco Aurelio en una casa de viejas pilinguis rumanas. Y por cortar el rollo fui a ver a mi tío muerto.


Estaba como durmiendo pero como muerto.


Jamás hablé de nada con él. Antes de irme me despedí de sus hijas y de su mujer.


Y una de aquellas desconocidas me cogió la mano de tal forma que tiemblo al recordarlo.



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