Henry Rearden
Madmaxista
Lo prometido es deuda. Me ha llevado un rato hacerlo, pero ya está: Un relato en exclusiva para burbuja:
La oscura y mal iluminada iglesia del pequeño pueblo, casi aldea, de Zaramilla de la Jara estaba de fiesta ese domingo. Casi todos los parroquianos se habían reunido para un acontecimiento especial: el primer bautismo de ese año. La Venancia, una mujerona alta y morena de muslos como columnas y pechos como panes de hogaza, traía a su primer retoño a bautizar. A su lado estaba el Cipri, su marido, todo ufano y contento llevando en brazos al que creía su primer hijo.
Sin embargo, todos los vecinos del pueblo sabían que la Venancia era una mujer disoluta, amiga de llenar de sangre las vergas de todos los nacidos hombre ya fueran zagales a los que les estaba cambiando la voz, como viejos achacosos y cuasi impotentes. Solo el cornudo esposo y algún despistado que vivía en la montaña pastoreando las ovejas no se habían enterado de que clase de meretriz bíblica era esa mujer de armas tomar. Todos estaban en la iglesia por lo especial del acontecimiento y porque iban haciendo apuestas de quién de entre los asistentes sería el verdadero padre.
El párroco, que había estado preparando el lugar de culto para celebrar la incorporación de un nuevo miembro a la Iglesia, se había tenido que aliviar un rato antes con la única monaguilla con la que contaba el pueblo. La Jacinta era una joven pazguata, bajita, con el pecho plano y pelo corto, que con sus 18 años recién cumplidos la única ocupación que podía desempeñar con su escasa sesera era ayudar al cura del pueblo. También decían las malas lenguas que era de visitar la isla de Lesbos, pero eso al clérigo le daba igual. Dándole mil pesetas se dejaba hacer una irrumatio, pecado al que había tenido que recurrir para eliminar la rigidez* que no le bajaba y que despuntaba en su sotana esa mañana. Saber que la Venancia se iba a acercar a la pila bautismal con ese par de ubres que ocupaban su pecho, asomándose de manera pecaminosa por el impúdico balcón le había puesto malo, ya que cada vez que dicha feligresa acudía a confesión, el cura se tenía que aliviar con el vicio de Onán.
La Jacinta era sencilla, pero dispuesta. El cura, después de depositar su semilla en su boca, le indicó que debía tragárselo todo, porque si no el pecado sería mayor: el de derramar la simiente en la tierra, por el cual fue castigado Onán por Dios. La monaguilla, obediente, le limpió el glande con un corporal viejo, ya desacralizado, y cuya suavidad tras limpiar innumerables veces el cáliz, servía ahora para dar brillo a un objeto igual de sagrado. Tras envainarse el miembro, ya flácido, y atusarse la sotana, salieron ambos de la sacristía para oficiar la misa y el bautismo del pequeño infante.
Ahí estaba la Venancia, con un vestido neցro ligero y una peineta que sujetaba su velo, neցro también. Acababa de dar de hacer cositas al niño y el cura pudo atisbar por un segundo, cuando la progenitora se guardó el seno, grande, blanco y lleno de venas, un pezón oscuro, rellenito como un dedal, y goteante de leche. El falo se le revolvió semierecto en su entrepierna. Por suerte, gracias a la disoluta Jacinta, su miembro estaba exhausto, sin fuerzas y pudo ponerse delante de los asistentes sin que se notara su turbación.
La ceremonia se fue desarrollando con parsimonia y los cuchicheos acerca de la paternidad del niño eran un leve ruido de fondo que apenas se sentía. Se leyeron salmos, el padrino se acercó al atril, la Venancia se limpió una lágrima y el supuesto padre del niño lo acunaba para que no llorase. Todo parecía ir sobre la seda, pero la Brígida, una vieja bruja experta en pociones abortivas, quitar el mal de ojo y hacer filtros de amor, no estaba feliz con la ceremonia. Su hijo, el Toribio, un hombre decidido, fuerte y guapo, se había ido a hacer la mili a jovenlandia después de que la Venancia lo rechazase, aunque cohabitase un tiempo con ella. Allí, haciendo la instrucción, pisó una mina que se lo llevó por delante y la dejó a ella sola en este mundo. Pero eso el párroco no lo sabía y ese fue el mayor error que se cometió ese día.
Brígida tenía como misión ese día rellenar el incensario, cosa que hizo en esa última parte de la ceremonia. Pero no usó incienso, sino una mezcla de hierbas muy especial y peligrosa, proveniente de un conjuro de magia de color que ella nunca había usado hasta ahora. También marcó, mucho antes de que empezara la ceremonia, con la iglesia vacía, un pentáculo que incluía la pila bautismal en su centro. Tras volver a su asiento, sintió el aroma especial que empezaba a surgir del incensario y que hacía que todos los asistentes se sintiesen un poco más ligeros, como si flotasen.
El cura indicó a los padres y al padrino que se acercaran a la pila bautismal, pero lo hizo sin mucha convicción. El olor a hierbas le había embriagado y no se sentía igual. La Venancia sujetaba a su niño, pero parecía que requería mucha fuerza hacerlo y empezaba a jadear apresuradamente. El padre y el padrino también se sentían raros, con una extraña sonrisa en la boca. El parróco miró hacía abajo y su rigidez* era dolorosa y prominente, pero, extrañamente, no le importaba que le viesen así. La progenitora tuvo que pedir al padre que sujetase al bebé, y tuvo que apoyar las manos en la pila bautismal. Los sobacos goteaban sudor por el vestido de la Venancia, los galletaes manchaban la parte delantera con su leche y las ubres oscilaban delante del cura con movimiento rítmico e hipnótico.
La Jacinta sabía que el párroco lo estaba pasando mal y sabía como aliviarlo. Además, el contemplar los pechos ondulantes de la Venancia la había excitado y sentía un calor intenso en su interior. Se metió dentro de la sotana y se colocó el turgente y duro miembro en la boca. El párroco agradeció el alivio y su mirada se dirigió por un momento hacia el crucero de la nave antes de bajar de nuevo y darse cuenta, como si estuviera viendo una imagen muy lejana, como el resto de asistentes se habían desnudado y estaban fornicando unos con otros.
La Venancia se quitó la parte superior del vestido y con los dos senos al aire volvió a dar de hacer cositas con el izquierdo al infante. El derecho estaba siendo succionado por el marido, al mismo tiempo que se masturbaba. El padrino, por su lado, le había levantado el vestido y le estaba sacando brillo el ano a la progenitora, mientras manipulaba también su miembro viril.
Los tres llegaron simultáneamente al orgasmo dentro de la estrella pentagonal; el cura, el padre y el padrino. Pero, mientras el clérigo había tenido la precaución de eyacular dentro de la boca de Jacinta, los otros dos lo hicieron sobre la tierra y eso fue su perdición. El párroco y la monaguilla fueron lanzados hacia fuera del pentáculo por una fuerza invisible, mientras que el padre y el padrino fueron absorbidos por dos agujeros en el suelo del que salían llamas. En ese momento se materializó un ser monstruoso, con cabeza de carnero, testículos como bolas de petanca y una verga larga, gruesa y rugosa como rama de árbol.
De su garganta demoníaca salió un estentóreo rugido:
-Reclamo a esta impúdica pecadora como mi concubina y a su fruto como mi representante en la Tierra. Disfrutad hoy de los placeres de la carne, porque mañana será el lloro y el crujir de dientes. Me la llevaré a ella al infierno y al niño lo dejaré aquí para que os sojuzgue en el futuro.
-No puede hacer eso -exclamó la Jacinta con voz ida y cara de alucinada.
-¿Por qué no?
-Porque todavía no se ha bautizado a la criatura con su nombre.
-Se hará, pero no así.
El diablo ladeó la pila, tirando el agua consagrada. Después, con la pila ya en su posición y vacía, apretó los pechos de la Venancia con fuerza, saliendo sendos chorros de leche que llenaron la pila con un dedo de profundidad de líquido materno. Materializó un pequeño matraz con el que vertió un líquido oscuro dentro del sagrado recipiente y, por último, removió con un dedo. Cogió al niño y declamó:
-Yo te bautizo, con el nombre de
para que los gobiernes a todos.
-¡Amen! -Replicaron todos los embrujados participantes de la diabólica misa.
El bautismo
La oscura y mal iluminada iglesia del pequeño pueblo, casi aldea, de Zaramilla de la Jara estaba de fiesta ese domingo. Casi todos los parroquianos se habían reunido para un acontecimiento especial: el primer bautismo de ese año. La Venancia, una mujerona alta y morena de muslos como columnas y pechos como panes de hogaza, traía a su primer retoño a bautizar. A su lado estaba el Cipri, su marido, todo ufano y contento llevando en brazos al que creía su primer hijo.
Sin embargo, todos los vecinos del pueblo sabían que la Venancia era una mujer disoluta, amiga de llenar de sangre las vergas de todos los nacidos hombre ya fueran zagales a los que les estaba cambiando la voz, como viejos achacosos y cuasi impotentes. Solo el cornudo esposo y algún despistado que vivía en la montaña pastoreando las ovejas no se habían enterado de que clase de meretriz bíblica era esa mujer de armas tomar. Todos estaban en la iglesia por lo especial del acontecimiento y porque iban haciendo apuestas de quién de entre los asistentes sería el verdadero padre.
El párroco, que había estado preparando el lugar de culto para celebrar la incorporación de un nuevo miembro a la Iglesia, se había tenido que aliviar un rato antes con la única monaguilla con la que contaba el pueblo. La Jacinta era una joven pazguata, bajita, con el pecho plano y pelo corto, que con sus 18 años recién cumplidos la única ocupación que podía desempeñar con su escasa sesera era ayudar al cura del pueblo. También decían las malas lenguas que era de visitar la isla de Lesbos, pero eso al clérigo le daba igual. Dándole mil pesetas se dejaba hacer una irrumatio, pecado al que había tenido que recurrir para eliminar la rigidez* que no le bajaba y que despuntaba en su sotana esa mañana. Saber que la Venancia se iba a acercar a la pila bautismal con ese par de ubres que ocupaban su pecho, asomándose de manera pecaminosa por el impúdico balcón le había puesto malo, ya que cada vez que dicha feligresa acudía a confesión, el cura se tenía que aliviar con el vicio de Onán.
La Jacinta era sencilla, pero dispuesta. El cura, después de depositar su semilla en su boca, le indicó que debía tragárselo todo, porque si no el pecado sería mayor: el de derramar la simiente en la tierra, por el cual fue castigado Onán por Dios. La monaguilla, obediente, le limpió el glande con un corporal viejo, ya desacralizado, y cuya suavidad tras limpiar innumerables veces el cáliz, servía ahora para dar brillo a un objeto igual de sagrado. Tras envainarse el miembro, ya flácido, y atusarse la sotana, salieron ambos de la sacristía para oficiar la misa y el bautismo del pequeño infante.
Ahí estaba la Venancia, con un vestido neցro ligero y una peineta que sujetaba su velo, neցro también. Acababa de dar de hacer cositas al niño y el cura pudo atisbar por un segundo, cuando la progenitora se guardó el seno, grande, blanco y lleno de venas, un pezón oscuro, rellenito como un dedal, y goteante de leche. El falo se le revolvió semierecto en su entrepierna. Por suerte, gracias a la disoluta Jacinta, su miembro estaba exhausto, sin fuerzas y pudo ponerse delante de los asistentes sin que se notara su turbación.
La ceremonia se fue desarrollando con parsimonia y los cuchicheos acerca de la paternidad del niño eran un leve ruido de fondo que apenas se sentía. Se leyeron salmos, el padrino se acercó al atril, la Venancia se limpió una lágrima y el supuesto padre del niño lo acunaba para que no llorase. Todo parecía ir sobre la seda, pero la Brígida, una vieja bruja experta en pociones abortivas, quitar el mal de ojo y hacer filtros de amor, no estaba feliz con la ceremonia. Su hijo, el Toribio, un hombre decidido, fuerte y guapo, se había ido a hacer la mili a jovenlandia después de que la Venancia lo rechazase, aunque cohabitase un tiempo con ella. Allí, haciendo la instrucción, pisó una mina que se lo llevó por delante y la dejó a ella sola en este mundo. Pero eso el párroco no lo sabía y ese fue el mayor error que se cometió ese día.
Brígida tenía como misión ese día rellenar el incensario, cosa que hizo en esa última parte de la ceremonia. Pero no usó incienso, sino una mezcla de hierbas muy especial y peligrosa, proveniente de un conjuro de magia de color que ella nunca había usado hasta ahora. También marcó, mucho antes de que empezara la ceremonia, con la iglesia vacía, un pentáculo que incluía la pila bautismal en su centro. Tras volver a su asiento, sintió el aroma especial que empezaba a surgir del incensario y que hacía que todos los asistentes se sintiesen un poco más ligeros, como si flotasen.
El cura indicó a los padres y al padrino que se acercaran a la pila bautismal, pero lo hizo sin mucha convicción. El olor a hierbas le había embriagado y no se sentía igual. La Venancia sujetaba a su niño, pero parecía que requería mucha fuerza hacerlo y empezaba a jadear apresuradamente. El padre y el padrino también se sentían raros, con una extraña sonrisa en la boca. El parróco miró hacía abajo y su rigidez* era dolorosa y prominente, pero, extrañamente, no le importaba que le viesen así. La progenitora tuvo que pedir al padre que sujetase al bebé, y tuvo que apoyar las manos en la pila bautismal. Los sobacos goteaban sudor por el vestido de la Venancia, los galletaes manchaban la parte delantera con su leche y las ubres oscilaban delante del cura con movimiento rítmico e hipnótico.
La Jacinta sabía que el párroco lo estaba pasando mal y sabía como aliviarlo. Además, el contemplar los pechos ondulantes de la Venancia la había excitado y sentía un calor intenso en su interior. Se metió dentro de la sotana y se colocó el turgente y duro miembro en la boca. El párroco agradeció el alivio y su mirada se dirigió por un momento hacia el crucero de la nave antes de bajar de nuevo y darse cuenta, como si estuviera viendo una imagen muy lejana, como el resto de asistentes se habían desnudado y estaban fornicando unos con otros.
La Venancia se quitó la parte superior del vestido y con los dos senos al aire volvió a dar de hacer cositas con el izquierdo al infante. El derecho estaba siendo succionado por el marido, al mismo tiempo que se masturbaba. El padrino, por su lado, le había levantado el vestido y le estaba sacando brillo el ano a la progenitora, mientras manipulaba también su miembro viril.
Los tres llegaron simultáneamente al orgasmo dentro de la estrella pentagonal; el cura, el padre y el padrino. Pero, mientras el clérigo había tenido la precaución de eyacular dentro de la boca de Jacinta, los otros dos lo hicieron sobre la tierra y eso fue su perdición. El párroco y la monaguilla fueron lanzados hacia fuera del pentáculo por una fuerza invisible, mientras que el padre y el padrino fueron absorbidos por dos agujeros en el suelo del que salían llamas. En ese momento se materializó un ser monstruoso, con cabeza de carnero, testículos como bolas de petanca y una verga larga, gruesa y rugosa como rama de árbol.
De su garganta demoníaca salió un estentóreo rugido:
-Reclamo a esta impúdica pecadora como mi concubina y a su fruto como mi representante en la Tierra. Disfrutad hoy de los placeres de la carne, porque mañana será el lloro y el crujir de dientes. Me la llevaré a ella al infierno y al niño lo dejaré aquí para que os sojuzgue en el futuro.
-No puede hacer eso -exclamó la Jacinta con voz ida y cara de alucinada.
-¿Por qué no?
-Porque todavía no se ha bautizado a la criatura con su nombre.
-Se hará, pero no así.
El diablo ladeó la pila, tirando el agua consagrada. Después, con la pila ya en su posición y vacía, apretó los pechos de la Venancia con fuerza, saliendo sendos chorros de leche que llenaron la pila con un dedo de profundidad de líquido materno. Materializó un pequeño matraz con el que vertió un líquido oscuro dentro del sagrado recipiente y, por último, removió con un dedo. Cogió al niño y declamó:
-Yo te bautizo, con el nombre de
ponga aquí el lector el nombre de su peor enemigo
-¡Amen! -Replicaron todos los embrujados participantes de la diabólica misa.
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