sabroson
Lonchafinista
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Hola a todos. Voy a hablar de mi filia, que tal vez no sea demasiado extraña aunque sí de tremenda concreción. Me encanta el ojo ciego de las mujeres en general, como a todos, pero en particular me vuelve loco su ano. Esa pequeña hendidura en el centro geográfico del trastero siempre me produjo fascinación.
Un asterisco en el fondo del barranco de carne (más o menos profundo según el peso de la propietaria) que, con la correcta higiene, se convierte en un apetecible y esponjoso lugar que sacar brillo, toquetear, golpear...
Y os voy a contar lo que me pasó el día que encontré el señor de todos los anos, un hallazgo que debería haber sido glorioso pero se tornó en tragedia.
Aquella chica tenía una anatomía correcta, sin más, muy apropiada para mí que también soy del montón. Eso sí, la redondez de su trastero era su rasgo más destacable, cosa que a mi juicio le hacía ganar varios puntos, aunque nada hacía presagiar el tesoro que albergaba Loli.
Ya me la había tirado dos veces, una en el coche y otra en un parque, por tanto aquella noche en mi casa iba a ser la primera vez que lo haríamos en una cama, con todas las ventajas que conlleva: poder disfrutar de nuestra desnudez con algo de luz, libertad de movimientos y más tiempo para gozar de mi vicio más oculto.
Tras el sobeteo de rigor mientras nos comíamos la boca con profusión de saliva, nos desnudamos. Yo ya tenía el ciruelo como el zapato de un augusto, pero con el tiempo he aprendido a contener las ganas de acometer como un mandril o pedir que me la chupen, sin antes dedicar tiempo a la entrepierna de mi "partenaire". Si te la dejas comer antes no suele haber marcha atrás.
Así que, sin dilación, la puse a cuatro patas al borde de la cama, me arrodillé en el suelo y abrí sus cachetes como el que abre los postigos de una ventana en una mañana soleada, inundando mis ojos de belleza.
Ahí estaba.
Lo que me encontré era el ano perfecto, la tierra prometida del verdadero amante del beso neցro, el legendario asterisco del que si no hablaron los antiguos textos, lo deberían haber hecho. Ante mí emergió con esplendor el arcANO oculto con el que todo fanático del tercer ojo sueña y eso me hizo pensar que yo era El Elegido.
—¡Dios mío, es la perfección!—, pensé maravillado.
A diferencia del tonalidad oscuro de otros, éste era de un tonalidad agradablemente homogéneo con el del resto de la raja del ojo ciego, chichorrera incluída. Ciertos tonos magentas le conferían un aire frugal, de primavera tardía. Su tercer ojo era el cañón del sonrosado.
Era sublime al tacto, con la suavidad y elasticidad perfectas y de una simetría asombrosa. Los pliegues de su asterisco tenían exactamente la misma longitud y me hubiera gustado tener un tras*portador a mano para demostrar que cada ángulo entre ellos era idéntico.
Era así (*) de perfecto.
Dichoso de poder disfrutar del regalo que me daba la vida, procedí a lamerlo comprobando con regocijo que su sabor era neutro, algo muy de agradecer en estos menesteres. Hundí la cara en aquel paraíso carnal, haciendo innumerables schoscho-culos con la lengua, dibujando círculos con ella, escupiendo e incorporándome alguna vez para golpearlo con mi tranca mientras ella, bastante colaborativa, abría sus cachetes con las manos.
También puso de su parte a la hora de llevar a cabo la "ventosa turca", apretando con su esfinter mi lengua cuando se adentraba en él o mi nariz cuando succionaba algo más abajo. Todo fue como la seda hasta que aconteció el desastre.
Avancé con los dedos por el exterior de su muslo, adentrándolos de nuevo por delante para pellizcar con suavidad su clítoris, produciéndole a Loli una contracción, un respingo que hizo que la tortuga asomara la cabeza delante de mis narices.
Lo que antes era un asterisco, una pequeña estrella brillando en el firmamento, se había convertido durante un breve instante en un sol neցro. Duró poco pues, supongo que haciendo el esfuerzo inverso, metió otra vez el zurullo dentro de su cuerpo.
Pero el daño ya estaba hecho. Con su salida, el tronquito había arrojado parte de su pestilencia hacia mí y había propinado un tremendo abrazo al mentón de mi líbido.
Aquello me devolvió a la realidad que uno conoce pero quiere olvidar: esa es una parte del cuerpo por la que sale ocre.
No reaccioné, ella tampoco. Los dos sabíamos lo que había pasado pero son cosas que no se comentan, por puro pudor.
Tal vez habría sido el momento de parar, de buscar una excusa e intentarlo en otro momento o incluso nunca, pero no lo hice. Decidí hacer de tripas corazón y acabar la faena "como un hombre", pero con mi cabeza algunas pulgadas por encima de la zona cero.
Fui necio, no pensé con la claridad suficiente para darme cuenta de que si la criatura había asomado la cabeza es porque ansiaba la libertad y Loli estaba llena, la muy hija de fruta.
Intentando borrar la imagen de mi cabeza, comencé a restregar mi chorra entre sus cachetes, hasta que la afluencia de sangre hicieran de ella una herramienta útil. Y lo conseguí, su dureza no era óptima pero sí la suficiente para comenzar a ponerle cerco a su chumino.
Tras un breve impás de tímidas penetraciones y frotamientos y desafiando todas las leyes de compensación de masas, la percutí con inusitada violencia.
Puede que la tensión propia de su esfinter hubiera sido excesiva en los minutos previos debido al "accidente" y al desaparecer de golpe por mi embestida, se convirtiera en el detonante definitivo. Tal vez esa fue la causa, no lo sé. Lo que sí sé es la consecuencia.
Un zurullo del mismo tamaño que mi miembro viril salió de golpe de aquel angelical tercer ojo al mismo tiempo que yo sacaba mi tula del chumino, cayendo sobre ella, rebotando y acabando en la cama. Y soy forocochero, así que imaginad el descomunal tamaño de aquella hez.
Me quedé en shock. Mi miembro, la parte más preciada de mi cuerpo, había sido mancillado, golpeado por un gemelo malvado y oscuro que había dejado parte de su inmundicia adherida a él. Ella se giró y vi el horror y la vergüenza en su cara mientras una poderosa arcada me sacudía y me hacía vomitarle encima.
Fue dantesco.
Salí corriendo al baño mientras la escuchaba sollozar y tras terminar de vomitar me la limpié como pude en el lavabo. Salí, me vestí sin mirarla a ella ni a la cloaca en la que habíamos convertido la cama y sin intercambiar palabra me fui.
Puede parecer desconsiderado por mi parte, pero Doña Loli se me había cagado encima y yo había vomitado sobre ella. Sobraban las palabras y qué iba a decir ante una situación tan violenta.
Conduje una hora como un autómata y volví a mi casa. Ella ya no estaba, las sábanas habían desaparecido y estaba todo limpio. Cogí una colcha del armario y me fui a dormir al sofá, intentando olvidar.
No hubo llamadas ni mensajes los días posteriores, de hecho no volví a hablar con ella. Usamos el silencio como mejor camino hacia el olvido.
Unos días después me llegó un paquete anónimo con las sábanas limpias.
¿Y conseguí olvidarla? Sí.
¿Y vencí mi ano-filia? Dos meses después, con la siguiente, ahí estaba sacando brillo asterisco como si no hubiera un mañana.
El hombre es un animal de costumbres.
Un asterisco en el fondo del barranco de carne (más o menos profundo según el peso de la propietaria) que, con la correcta higiene, se convierte en un apetecible y esponjoso lugar que sacar brillo, toquetear, golpear...
Y os voy a contar lo que me pasó el día que encontré el señor de todos los anos, un hallazgo que debería haber sido glorioso pero se tornó en tragedia.
Aquella chica tenía una anatomía correcta, sin más, muy apropiada para mí que también soy del montón. Eso sí, la redondez de su trastero era su rasgo más destacable, cosa que a mi juicio le hacía ganar varios puntos, aunque nada hacía presagiar el tesoro que albergaba Loli.
Ya me la había tirado dos veces, una en el coche y otra en un parque, por tanto aquella noche en mi casa iba a ser la primera vez que lo haríamos en una cama, con todas las ventajas que conlleva: poder disfrutar de nuestra desnudez con algo de luz, libertad de movimientos y más tiempo para gozar de mi vicio más oculto.
Tras el sobeteo de rigor mientras nos comíamos la boca con profusión de saliva, nos desnudamos. Yo ya tenía el ciruelo como el zapato de un augusto, pero con el tiempo he aprendido a contener las ganas de acometer como un mandril o pedir que me la chupen, sin antes dedicar tiempo a la entrepierna de mi "partenaire". Si te la dejas comer antes no suele haber marcha atrás.
Así que, sin dilación, la puse a cuatro patas al borde de la cama, me arrodillé en el suelo y abrí sus cachetes como el que abre los postigos de una ventana en una mañana soleada, inundando mis ojos de belleza.
Ahí estaba.
Lo que me encontré era el ano perfecto, la tierra prometida del verdadero amante del beso neցro, el legendario asterisco del que si no hablaron los antiguos textos, lo deberían haber hecho. Ante mí emergió con esplendor el arcANO oculto con el que todo fanático del tercer ojo sueña y eso me hizo pensar que yo era El Elegido.
—¡Dios mío, es la perfección!—, pensé maravillado.
A diferencia del tonalidad oscuro de otros, éste era de un tonalidad agradablemente homogéneo con el del resto de la raja del ojo ciego, chichorrera incluída. Ciertos tonos magentas le conferían un aire frugal, de primavera tardía. Su tercer ojo era el cañón del sonrosado.
Era sublime al tacto, con la suavidad y elasticidad perfectas y de una simetría asombrosa. Los pliegues de su asterisco tenían exactamente la misma longitud y me hubiera gustado tener un tras*portador a mano para demostrar que cada ángulo entre ellos era idéntico.
Era así (*) de perfecto.
Dichoso de poder disfrutar del regalo que me daba la vida, procedí a lamerlo comprobando con regocijo que su sabor era neutro, algo muy de agradecer en estos menesteres. Hundí la cara en aquel paraíso carnal, haciendo innumerables schoscho-culos con la lengua, dibujando círculos con ella, escupiendo e incorporándome alguna vez para golpearlo con mi tranca mientras ella, bastante colaborativa, abría sus cachetes con las manos.
También puso de su parte a la hora de llevar a cabo la "ventosa turca", apretando con su esfinter mi lengua cuando se adentraba en él o mi nariz cuando succionaba algo más abajo. Todo fue como la seda hasta que aconteció el desastre.
Avancé con los dedos por el exterior de su muslo, adentrándolos de nuevo por delante para pellizcar con suavidad su clítoris, produciéndole a Loli una contracción, un respingo que hizo que la tortuga asomara la cabeza delante de mis narices.
Lo que antes era un asterisco, una pequeña estrella brillando en el firmamento, se había convertido durante un breve instante en un sol neցro. Duró poco pues, supongo que haciendo el esfuerzo inverso, metió otra vez el zurullo dentro de su cuerpo.
Pero el daño ya estaba hecho. Con su salida, el tronquito había arrojado parte de su pestilencia hacia mí y había propinado un tremendo abrazo al mentón de mi líbido.
Aquello me devolvió a la realidad que uno conoce pero quiere olvidar: esa es una parte del cuerpo por la que sale ocre.
No reaccioné, ella tampoco. Los dos sabíamos lo que había pasado pero son cosas que no se comentan, por puro pudor.
Tal vez habría sido el momento de parar, de buscar una excusa e intentarlo en otro momento o incluso nunca, pero no lo hice. Decidí hacer de tripas corazón y acabar la faena "como un hombre", pero con mi cabeza algunas pulgadas por encima de la zona cero.
Fui necio, no pensé con la claridad suficiente para darme cuenta de que si la criatura había asomado la cabeza es porque ansiaba la libertad y Loli estaba llena, la muy hija de fruta.
Intentando borrar la imagen de mi cabeza, comencé a restregar mi chorra entre sus cachetes, hasta que la afluencia de sangre hicieran de ella una herramienta útil. Y lo conseguí, su dureza no era óptima pero sí la suficiente para comenzar a ponerle cerco a su chumino.
Tras un breve impás de tímidas penetraciones y frotamientos y desafiando todas las leyes de compensación de masas, la percutí con inusitada violencia.
Puede que la tensión propia de su esfinter hubiera sido excesiva en los minutos previos debido al "accidente" y al desaparecer de golpe por mi embestida, se convirtiera en el detonante definitivo. Tal vez esa fue la causa, no lo sé. Lo que sí sé es la consecuencia.
Un zurullo del mismo tamaño que mi miembro viril salió de golpe de aquel angelical tercer ojo al mismo tiempo que yo sacaba mi tula del chumino, cayendo sobre ella, rebotando y acabando en la cama. Y soy forocochero, así que imaginad el descomunal tamaño de aquella hez.
Me quedé en shock. Mi miembro, la parte más preciada de mi cuerpo, había sido mancillado, golpeado por un gemelo malvado y oscuro que había dejado parte de su inmundicia adherida a él. Ella se giró y vi el horror y la vergüenza en su cara mientras una poderosa arcada me sacudía y me hacía vomitarle encima.
Fue dantesco.
Salí corriendo al baño mientras la escuchaba sollozar y tras terminar de vomitar me la limpié como pude en el lavabo. Salí, me vestí sin mirarla a ella ni a la cloaca en la que habíamos convertido la cama y sin intercambiar palabra me fui.
Puede parecer desconsiderado por mi parte, pero Doña Loli se me había cagado encima y yo había vomitado sobre ella. Sobraban las palabras y qué iba a decir ante una situación tan violenta.
Conduje una hora como un autómata y volví a mi casa. Ella ya no estaba, las sábanas habían desaparecido y estaba todo limpio. Cogí una colcha del armario y me fui a dormir al sofá, intentando olvidar.
No hubo llamadas ni mensajes los días posteriores, de hecho no volví a hablar con ella. Usamos el silencio como mejor camino hacia el olvido.
Unos días después me llegó un paquete anónimo con las sábanas limpias.
¿Y conseguí olvidarla? Sí.
¿Y vencí mi ano-filia? Dos meses después, con la siguiente, ahí estaba sacando brillo asterisco como si no hubiera un mañana.
El hombre es un animal de costumbres.