Una amable lectora (una de las tres o cuatro que todavía me soportan) me pide que le explique el significado de ‘masas cretinizadas’, una expresión que suelo emplear en mis artículos. Con mucho gusto satisfago su curiosidad.
Una de las sentencias más queridas por los demagogos de cualquier época (también en esta fase democrática de la Historia, en donde sin embargo Dios ya no pinta nada) es aquella que reza «Vox populi, vox Dei». Pero lo cierto es que las multitudes amontonadas suelen proferir cosas muy poco divinas, como ya se probó en el pretorio de Jerusalén, en tiempos de Poncio Pilatos. Puestos a identificar la voz humana con la voz divina, en el Evangelio de San Mateo encontramos una frase mucho menos pretenciosa: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». Sospecho que en una reunión de doscientos o trescientos la presencia divina se hace algo más problemática; y no digamos si la multitud alcanza las decenas o los cientos de miles.
Allá donde se junta una masa excitada no sólo brilla por su ausencia la divinidad, sino también la más modesta humanidad. El mero hecho de pertenecer a una masa humana roba al hombre la conciencia de sí mismo (lo cretiniza); e, inevitablemente, lo arrastra hacia un territorio infrahumano donde lo personal no cuenta, donde no existen responsabilidad personal ni discernimiento de juicio, sino tan sólo una confusa enajenación más duradera y euforizante que la provocada por las drojas (y con una resaca mucho más llevadera). Además, esta enajenación de las masas suele ser contemplada de forma benévola, incluso entusiástica, por quienes detentan el poder, que pueden incluso alentar su práctica, siempre que la puedan aprovechar en beneficio propio (así se explica que hoy la mayor parte de las concentraciones multitudinarias tengan apoyo gubernativo e institucional).
Constituidas en comunidades, las personas muestran una gran capacidad de juicio y de discernimiento. Pero, agrupadas como una gente, esas mismas personas se conducen misteriosamente como si no poseyesen facultad racional ni gozasen de libre albedrío. drojadas por la misteriosa ponzoña que toda multitud excitada segrega, caen en un estado tal de enardecimiento y exacerbación de las sugestiones que no sólo dan crédito a cualquier disparate que sea propagado, sino que también estarán dispuestas a acatar cualquier exhortación u orden, por irracional o perversa que sea. Por supuesto, esa misteriosa ponzoña siempre es estimulada por un demagogo que conoce los resortes de la psicología de masas: antaño la estimulaban desde una tribuna o estrado; hoy lo hacen, mucho más asépticamente, desde los altavoces que suministran los medios de adoctrinamiento de masas, o desde las llamadas ‘redes sociales’.
Por supuesto, el delirio de la masa, cuando es suscitado por un disidente y en nombre de unos principios considerados subversivos, será condenado por quienes detentan el poder. En cambio, ese mismo delirio promovido por las gentes que detentan el poder (y en nombre de lo que se afirma como ortodoxia) será bendecido; y sus expresiones, convertidas en actos de ejemplaridad democrática. Pues los que mandan se valen del delirio de la masa para dos cosas: primero, para arrastrar a sus miembros a un estado infrapersonal de excitación pauloviana que los convierta en lacayos; segundo, para que su agenda ideológica sea percibida con gran complacencia por las masas, pues les brinda una ocasión propicia para embriagarse en su enajenación. Así, los designios sistémicos manejan a su antojo el subconsciente de las masas cretinizadas, que para entonces no son ya capaces de ejercitar su razón ni son dueñas de su voluntad.
La masa es el equivalente social del cáncer. El veneno que segrega despersonaliza a los individuos que la componen hasta tal punto que los incita a conducirse con orgullosa irracionalidad, incluso con violencia salvaje si la ocasión lo merece. En esta fase terminal –coronavírica– de la democracia, las técnicas para explotar la ansiedad de los hombres degradados en masa han alcanzado un grado de perfección único en la historia, merced sobre todo a los adelantos tecnológicos. Ahora todo el mundo se halla a merced de los demagogos, capaces de concentrar multitudes condicionadas por lecturas superficiales u obnubiladas por retóricas demagógicas que desintegran la conciencia personal de sus destinatarios, agrupándolos en un rebaño y alucinándolos con abundantes apelaciones emotivistas que son, por una parte, incitaciones al repruebo y, por otra, a la obediencia ciega.
A esto es a lo que llamamos ‘masas cretinizadas’.
Una de las sentencias más queridas por los demagogos de cualquier época (también en esta fase democrática de la Historia, en donde sin embargo Dios ya no pinta nada) es aquella que reza «Vox populi, vox Dei». Pero lo cierto es que las multitudes amontonadas suelen proferir cosas muy poco divinas, como ya se probó en el pretorio de Jerusalén, en tiempos de Poncio Pilatos. Puestos a identificar la voz humana con la voz divina, en el Evangelio de San Mateo encontramos una frase mucho menos pretenciosa: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». Sospecho que en una reunión de doscientos o trescientos la presencia divina se hace algo más problemática; y no digamos si la multitud alcanza las decenas o los cientos de miles.
Allá donde se junta una masa excitada no sólo brilla por su ausencia la divinidad, sino también la más modesta humanidad. El mero hecho de pertenecer a una masa humana roba al hombre la conciencia de sí mismo (lo cretiniza); e, inevitablemente, lo arrastra hacia un territorio infrahumano donde lo personal no cuenta, donde no existen responsabilidad personal ni discernimiento de juicio, sino tan sólo una confusa enajenación más duradera y euforizante que la provocada por las drojas (y con una resaca mucho más llevadera). Además, esta enajenación de las masas suele ser contemplada de forma benévola, incluso entusiástica, por quienes detentan el poder, que pueden incluso alentar su práctica, siempre que la puedan aprovechar en beneficio propio (así se explica que hoy la mayor parte de las concentraciones multitudinarias tengan apoyo gubernativo e institucional).
Constituidas en comunidades, las personas muestran una gran capacidad de juicio y de discernimiento. Pero, agrupadas como una gente, esas mismas personas se conducen misteriosamente como si no poseyesen facultad racional ni gozasen de libre albedrío. drojadas por la misteriosa ponzoña que toda multitud excitada segrega, caen en un estado tal de enardecimiento y exacerbación de las sugestiones que no sólo dan crédito a cualquier disparate que sea propagado, sino que también estarán dispuestas a acatar cualquier exhortación u orden, por irracional o perversa que sea. Por supuesto, esa misteriosa ponzoña siempre es estimulada por un demagogo que conoce los resortes de la psicología de masas: antaño la estimulaban desde una tribuna o estrado; hoy lo hacen, mucho más asépticamente, desde los altavoces que suministran los medios de adoctrinamiento de masas, o desde las llamadas ‘redes sociales’.
Por supuesto, el delirio de la masa, cuando es suscitado por un disidente y en nombre de unos principios considerados subversivos, será condenado por quienes detentan el poder. En cambio, ese mismo delirio promovido por las gentes que detentan el poder (y en nombre de lo que se afirma como ortodoxia) será bendecido; y sus expresiones, convertidas en actos de ejemplaridad democrática. Pues los que mandan se valen del delirio de la masa para dos cosas: primero, para arrastrar a sus miembros a un estado infrapersonal de excitación pauloviana que los convierta en lacayos; segundo, para que su agenda ideológica sea percibida con gran complacencia por las masas, pues les brinda una ocasión propicia para embriagarse en su enajenación. Así, los designios sistémicos manejan a su antojo el subconsciente de las masas cretinizadas, que para entonces no son ya capaces de ejercitar su razón ni son dueñas de su voluntad.
La masa es el equivalente social del cáncer. El veneno que segrega despersonaliza a los individuos que la componen hasta tal punto que los incita a conducirse con orgullosa irracionalidad, incluso con violencia salvaje si la ocasión lo merece. En esta fase terminal –coronavírica– de la democracia, las técnicas para explotar la ansiedad de los hombres degradados en masa han alcanzado un grado de perfección único en la historia, merced sobre todo a los adelantos tecnológicos. Ahora todo el mundo se halla a merced de los demagogos, capaces de concentrar multitudes condicionadas por lecturas superficiales u obnubiladas por retóricas demagógicas que desintegran la conciencia personal de sus destinatarios, agrupándolos en un rebaño y alucinándolos con abundantes apelaciones emotivistas que son, por una parte, incitaciones al repruebo y, por otra, a la obediencia ciega.
A esto es a lo que llamamos ‘masas cretinizadas’.
Masas cretinizadas
Una amable lectora (una de las tres o cuatro que todavía me soportan) me pide que le explique el significado de ‘masas cretinizadas’, una expresión que suelo emplear en mis artículos. Con mucho gusto
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