black_rebel
Madmaxista
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¿Quién es capaz de escribir estos tochos?
http://www.burbuja.info/inmobiliaria/expatriados/612605-mi-experiencia-obrero-bolivia.html
Está claro, ¿no?
Tras una estancia de varios meses en Bolivia me gustaría compartir algunas vivencias. Ahí van.
I
Dícese, no sin razón, que el niño es el padre del hombre. Aquél, provisto de las semillas que el hombre maduro pueda hacer madurar, contiene también los defectos que el tiempo y la experiencia podrán corregir. Empero, su proceso de maduración se ve ataviado por los azares que teje el destino: poco dado a ser asiado por los razonamientos del libre albedrío. Si la vida en el hombre ducho es un tras*itar sin sentido hacia un sentido fijado, por él u otros en su lugar, la existencia del poeta es también un tras*itar hacia atrás. Reemprendiendo el camino las veces que su criterio fije, el hombre-poeta precisa de vivencias que decoren y calienten una existencia vacua perdida en el continuo tras*itar de la razón y las razones. El hombre-poeta revive sensaciones, situaciones, experiencias, paisajes, gentes; revive, en suma, desde una síntesis superior aquello que algún día ya vivió, pero volverá a vivir: sin tedio, sin miedo. Él es libre.
Bajo la égida profesional embarqué mi destino rumbo a Bolivia. Con el atractivo inmanente al trabajo bien remunerado y a las nuevas vivencias de las que mi espíritu precisa cargué una maleta bien pertrechada de los útiles básicos para la supervivencia: física, laboral y espiritual. En ese orden equipé algo de ropa adecuada al clima hostil del desierto, los justos e imprescindibles útiles de trabajo y aseo y el alimento espiritual: un poco de Nietzsche, algo menos de Rimbaud; Becquer por aquí y Balzac por allá.
Arribé a la capital del Reino con calculada prontitud, dispuesto a degustar el mal café y peor cobrado. Alargando al máximo las últimas caladas de un breve cigarro aromático me despedí de aquella tierra hostil y tan mal pagada con sus mejores hijos. Ya en la espera del embarqué adiviné lo que sería un eterno retorno de caras viejas con vivencias nuevas. Entre antiguos camaradas de profesión existe un código de salutación que fielmente cumplimos. Tras el manido intercambio de impresiones, y como sabedora de lo fútil que resultaba aquel intercambio de hábitos sociales una voz anunciaba el orden de embarque para los pasajeros del vuelo con destino a La Paz.
Con un cielo tenue como bienvenida al aeropuerto boliviano, varias furgonetas enviadas por la empresa aguardaban nuestra presencia, prestas a tras*portarnos a nuestro destino final: una extensa llanura desértica, ahora en alza a causa de los hidrocarburos que a través de ella fluirían. A aquellos primeros instantes les aguardaba una larga e incómoda ruta en carretera que sólo la destreza del conductor pudo evitar enturbiar del todo esquivando baches y curvas cerradas.
Era aquel un paisaje poco hospitalario: huestes indómitas de maleza y matorrales era todo horizonte cuanto podíamos otear desde el viejo caserón en el que veíase confinada nuestra existencia en Bolivia. De aspecto poco suntuoso, su estética decimonónica dejaba entrever que en otros tiempos aquellas tierras perdidas habían vivido mejores tiempos. Sin ánimo de desmerecer el decoro y empeño con que, en líneas generales se nos trató de obsequiar, debe decirse en honor a la verdad que las instalaciones dejaban mucho que desear. Entre españoles, bolivianos, algún ecuatoriano perdido y un francés contábamos trece hombres que habían de repartirse como mejor pudieran dos baños equipados de poco más de lo esencial, y cinco habitaciones con diez camastros. Muy gentilmente, Pedro, que así se llamaba el presumible cabecilla de la expedición que envió la empresa, nos ofreció tres tiendas de campañas como recurso ante el descanso nocturno. Sin recursos dialécticos que oponer los más, un par de viejos lobos del equipo alzaron la voz protestando enérgicamente ante lo tragicómico de la situación. No era que fuéramos a dejarnos el pellejo durante doce horas diarias para satisfacer las necesidades de aquel país sin que ni siquiera hubiera alimentos en la casa a nuestra llegada, calefacción en las estancias de manera permanente o el mobiliario adecuado para residir allí; no, fue la incapacidad para propiciarnos camas decentes lo que avivó el grito de protesta de los dos españoles. Fue este el primer episodio de aquellos meses que hizo sacar a colación en mi memoria el viejo orgullo inamovible de los soldados españoles que mantuvieron a sangre y fuego el Imperio en sus horas más bajas. Finalmente, y sospecho que como último recurso a fin de evitar un motín, Pedro nos desveló que la empresa había provisto de un suculento reparto de dinero individual como medio de aliviar la penosa existencia en el caserón. Aquella fue una primera lección para algunos de nosotros, habitantes del mundo civilizado donde casi todo, al menos aparentemente, se rige por un código ético de conducta. Tuve que darle la razón a Marx: las condiciones económicas son la base a partir de la cual se erige una sociedad. A la vista de esta lógica marxista de manual, no resultaba complejo entender que Pedro, el astuto e me gusta la fruta mestizo albergaba el profundo y vil deseo de guardar para sí el suculento botín destinado no a la avaricia, sino al bienestar de una tropa cualificada.
La camaradería, y acaso visos de amistad fruto de largos momentos compartidos permitieron que quince hombre prácticamente desconocidos entre sí pudieran organizarse sin mayores percances.
Antes de su partida, la expedición de la empresa nos hizo saber cuál era la hoja de ruta: al día siguiente por la tarde el encargado de la obra haría acto de presencia junto al equipo de ingenieros con el propósito de conducirnos hacia el tajo como primera toma de contacto con el desierto. Asimismo, podríamos confeccionar colectivamente pero individualmente una lista con los útiles de trabajo necesarios para su desempeño. Entre los españoles conocidos organizamos nuestro propio grupo; a él se sumó Pierre, el francés; Osvaldo, proveniente del país vecino y José, de origen boliviano. Dividimos la estancias, los armarios e incluso los vehículos prestados por la empresa: dos viejos y macilentos Jeep. Resolvimos acostarnos sin demora con el fin de despertarnos temprano; era menester bajar al pueblo al día siguiente a por víveres: comida, ropa, cigarrillos, alcohol y por supuesto otras sustancias.
La integración de José en nuestro grupo fue indudablemente de gran ayuda. Él era nuestro guía. A merced de su mediación en los primeros quehaceres conseguimos salir del paso proveyéndonos de una dieta rigurosa respecto al clima incluyendo los mejores vinos que un paladar español pudiera degustar en aquella tierra. Asimismo y sabedores de que teníamos su confianza - o al menos de toda cuanta un superviviente nato puede otorgar- le instamos a que nos hiciera averiguaciones en lides poco menos que inaccesibles para unos recién llegados. Fue de ese modo como accedimos a sustancias vivificadoras del espíritu así como a la dirección de un pilinguiclub con fruiciones al alcance de quien pudiera permitírselas.
Podíamos soportar una existencia ruda, pesada, propia del trabajo industrial, repetitivo y extenuante, pero cubierto bajo el halo que todo lo justificaba: un buen dinero con el que satisfacer ansías voraces, motivaciones inefables y trenes de vida al alcance de pocos trabajadores. Desde mis primeros pasos en este mundo sórdido, acaso de una bohemia permanente, desgarradora y cruel afiancé mis vínculos con un modo de vida que, si para los más se encuentra reducido al registro que de él han dejado filósofos y poetas, para nosotros era algo inveterado. La arrogancia, osadía y valentía como forma de vida. La continua aventura como ventura; la dicha de una vida que nada valía si no era vivida de acuerdo al anhelamiento arriesgado del fruto prohibido, el nitimur in vetitum. Recios, toscos, barbudos, firmes: lo español como forma de vida. Es así que, sabiendo que en los próximos meses nuestra vida apenas sería un resquicio de libertad cortada por las horas que median entre el descanso y el trabajo, nos entregamos al placer mundano: comiendo con un apetito insaciable, regamos nuestro paladar con vino para disfrutar del suculento manjar de la marihuana pura. La camaradería se tendía de la mano los cigarros aromáticos, inhalando de ellos el sabor de una existencia que se sabe conforme. Aquellos momentos bien valían una vida.
II
Lo que sucedió en la siguientes horas trastocó todas mis previsiones. No sería incorrecto expresar que acaso también las de todo nuestro grupo.
La visita a las instalaciones de trabajo no resultó satisfactoria, en especial para el equipo dirigente compuesto por técnicos, capataces e ingenieros. Quizá debido a que ellos no serían los que se encontrarían trabajando directamente sobre el desierto a merced de las aciagas condiciones climáticas, tan propias en aquellas época a la deshidratación y el calor sofocante fue que nos quisieron tomar por lo que no somos. En cualquier caso, nuestras disensiones de carácter técnico fueron las que inclinaron la balanza de la polémica a nuestro favor: apenas teníamos nueve tuberos a nuestra disposición para todo un equipo de quince profesionales. Bajo esas condiciones, el exceso de un trabajo no correspondiente a nuestra cualificación nos obligaba a ejercer una denodada negativa a las intentonas por convencernos. Ni siquiera una negociable revisión del contrato, con su correspondiente aumento de salario nos acercó a sus propósitos. Nosotros somos soldadores. Soldamos bajo arduas condiciones, con un número de horas excesivo en virtud de ellas. Pero soldamos. Hacemos nuestro trabajo, con la mejor cualidad, cobramos y nos largamos. Todos contentos. Tal era el pacto inicial. Así pues, o nos ponían en un avión de vuelta a casa o se las arreglaban para hacer prosperar el trabajo. Y aceptaron.
Pero el daño ya estaba hecho. Mentalizados de cómo se regirían nuestras vidas en Bolivia, los infortunios días de asueto quebraron lo ya asumido. Así pues, nos encontramos en medio de la nada, sin una fecha de arranque establecida y a merced del vagar de unas horas consumidas con apenas distracciones. Soy un hombre de recursos, tuve que asumir la situación y buscar nuevas vías de ocupación, que es lo esencial en circunstancias de esta índole si se quiere conservar los cabales asentados sobre los firmes pilares del sujeto. Tal vez una lectura pormenorizada de libros seguida de apuntes. Quizá algunos paseos matutinos por los alrededores. O tal vez un hartazgo a beber entre versos de Becquer. Sin una convicción colectiva, finalmente se opuso lo menos sensato: "jarana, y después, de pilinguis".
III
Aseados, vestidos con lo que podría definirse como visos de decencia y ligeramente perfumados, nuestro grupo se enroló para partir. Sugerimos al otro grupo que nos acompañaran mas declinaron la invitación. Los dos viejos lobos, incautos hasta el final, y recelosos de los malos hábitos que los bolivianos pudieran albergar introdujeron en el coche dos maletas. No dieron explicaciones, tampoco se las pedimos.
Las drojas forman parte de este mundillo. Y no son pocos los que sucumben a ellas. Quienes asumen este modo de vida como suyo son individuos peculiares; raros en su especie. Con esto en mente, no resultó extraño, ni siquiera poco precavido que de camino a la ciudad fueran ofreciéndose mutuamente rayas o un trago de bebida. Alcoholizados, puestos hasta arriba pero conscientes y serenos. En honor al buen narrar de los hechos no puedo negar que yo constituyera una excepción. Sin embargo mis motivaciones difieren a las suyas, o al menos hasta donde mi cognoscibilidad alcanza. Fue por ello que me ofrecí como conductor de ida y de vuelta. Era un trámite amargo, pues suponía cargar sobre mis hombros las responsabilidad de llevarnos y devolvernos vivos a través de un viaje a la locura sostenida en carreteras en pésimo estado, con múltiples curvas y en un Jeep de cosa. Empero, ello me eximiría de beber sin fondo, y jalar sin mañana.
Probablemente el viaje hubiera durado menos si José hubiera sido más preciso en sus indicaciones; tampoco se le podía exigir demasiado, iba tan puesto que por poco no vomita su pesado aliento sobre nosotros.
El pilinguiclub boliviano era, desde luego, discreto. Sito en un séptimo piso de un bloque de viviendas ubicado en un barrio residencial, que allí es sinónimo de tranquilo. Incluso de buen gusto. Y es que la clase media, europea o latinoamericana, precisa de lugares tranquilos, alejados de los focos de la delincuencia urbana pero imperturbables ante la proliferación de la prespitación; eso sí, de lencería fina y copas caras. La hipocresía no entiende de ubicaciones geográficas, siempre tiene una estampa común.
Nos recibió un maromo corpulento, de aspecto tosco pero arreglado. Dotado de una profunda mirada nos inspeccionó de arriba abajo; a punto estuvo de abrir la boca pero hubo algo que -acaso nuestro aspecto poco autóctono- le empujó a darnos la bienvenida con un ademán cortés. A continuación y tras asegurarse de cerrar la puerta con llave nos condujo a través de un extenso pasillo regido por puertas a derecha e izquierda.
Al final del pasillo accedimos a una sala que debía ser el salón principal; decorado en un estilo que media entre lo moderno y toques clásicos aportados por unas lucidas estanterías en madera de roble y sillones que más bien cuadrarían en el decorado de una película de los Corleone. Estratégicamente colocados, los sillones estaban enfocados en dirección a una cortina. El toque selecto era otorgado por un impresionante bar repleto de botellas. El barman, de gesto atento, interrumpió el silenció.
- ¿Qué desean tomar, señores?-
Bajo los efectos visibles de lo que todos sabíamos, Antonio, tomó la iniciativa.
- Nos vas a poner seis tequilas y unos puritos -
Todo corría a su cuenta.
Hubo de cundir una espera en la que aprovechamos para tomar asiento, al tiempo que apurábamos los vasos de tequila. Apenas habíamos empezado a fumar cuando entró en escena una exquisita dama. Pulcramente vestida y maquillada, su mirada nos inspeccionó no sin ciertos trazas de sensualidad. Si bien era una mujer de edad ya madura, sus facciones bien conservadas eran coronadas por unos sagaces ojos neցros que dejaban intuir un hálito de femme fatale. Bajo su corsé podían adivinarse dos prominentes senos aún firmes. Instantes después apareció el leitmotiv de nuestro viaje. Lentamente pero con paso firme, diez hembras suntuosas se colocaron en fila a pocos metros de distancia. Había donde elegir. Rubias, morenas, con facciones europeas o indígenas todas ellas coincidían en la exigua vestimenta que las acompañaba, mas ninguna sin sus tacones. La que más ropa llevaba contaba con una minifalda provocativa que dejaba a plena luz sus poderosos y bronceados muslos. Acompañada de un sostén que apenas sostenía sus dos abultados senos exhibía un cuerpo que incitaba al placer. Vendiéndonos sus atributos, la mujer madura les hizo girar sobre sí, mostrándonos por leves instantes los grandilocuentes glúteos que portaban. Las más, cubiertas por unos ceñidos bombacha apenas ocultaban una carne provocadora de férreas erecciones, como la mía.
Antonio, el español de más edad, y seguramente el más curtido en mujeres de alquiler, jugó el rol de la experiencia. No es que quisiera amarse exclusivamente a la que mejor se ajustara a su deseo, sino que además pretendía convertirla antes en su cachorrita. Las invitó a sentarse con nosotros y a tomar unos tragos. Reacias a aceptar, hubo de ser la mujer madura la que, con su gesto torcido pero afable las conminó a aumentar su recaudación.
Me apetecía de buena gana echar un polvo; relajarme con unas copas y coronar la noche con un verde. Son noches así las que pasan a tener un lugar privilegiado en la memoria masculina. Carne de anécdota. Éxtasis dionisiaco. Lo que viniera después poco me importaba; bien comido y bien amado un hombre sosiega levemente sus instintos animales.
Eran todas ellas mujeres hermosas; con magníficos cuerpos que todo hombre viril desearía poseer para sí. Podría haber escogido a cualquier otra pero hubo una en particular que atrajo mi atención. De gesto soberbio, su luminosa y blanquecina cara se veía contrastada por unos ojos trigueños de mirada derramada. Dotada por la naturaleza de unas caderas suntuosas que dibujaban un enorme, circular y respingón ojo ciego no era esta su mejor dote; ni siquiera sus pechos, firmes y turgentes a pesar de su profuso tamaño. Era su elegancia natural, su pose femenina; encarnaba un arquetipo profundamente bello: de mujer hecha, formada con la vida, joven en esencia pero tan vieja como su género. Aquella mirada denotaba mucho más de lo que ella imaginaba. Estaba incómoda; tanto así, cuanto que mi pensamiento, apenas hace unos instantes concentrado en el jorobar, pasó revista a la clase de circunstancias que habrían envuelto su corta y ruinosa vida. Sí, era ella, y era para mí. Sin demasiadas dilaciones entablé conversación con un propósito evidente. Accedió, y nos fuimos a un pequeño dormitorio.
Hay una diferencia básica entre la mujer y la fruta. Básica pero crucial. Si todos los hombres sagaces supieran esquivar las trampas que tienden las mujeres, les iría mejor: evitarían prenderse de algo fútil pero necesario; momentáneo pero imperecedero; algo que, por más genéticamente establecido que esté, les ahorraría sufrimientos y elevaría como hombres. La fruta primero cobra, luego jorobas. El asunto es cristalino. La mujer, primero joroba, luego, si el ardid es fructuoso, pagas. Pero no el polvo, ni acaso la noche; no, pagas con tu existencia como impronta, más allá de la cantidad dineraria que también has de pagar. La impericia se paga cara.
Consecuentemente con ello, hube de abonar por adelantado el pago de los servicios. Con el mismo gesto soberbio que asumí como connatural a su carácter, Carolina, que a tal nombre respondía, depositó en una mesa de la habitación los billetes. Era realmente arisca; su hacer en el desvestirse, a medio camino entre la molestia y la complacencia hizo que mis planes respecto a ellos se trocaran. Me la iba a amar, pero también analmente. Presto a la faena me desvestí, dejando mi cuerpo despojado de cualquier prenda. Ella hizo lo propio, recostándose en la cama. Encendí el puro, exhale su humo y se lo dije: Mami, ¿cuánto me va a costar tu ojo ciego?
Fue caro, pero su precio valió.
Poseído por el espíritu conquistador de Hernán Cortes, Francisco Pizarro y de aquellos españoles que con su afán de depredadores sensuales contribuyeron a regar América de sangre española, ansiaba tomar posesión de mi conquista en carne: su carnoso y almidonado ojo ciego que, entregado por un puñado de billetes, yacía presto a la penetración sin ropajes que refrenaran mi desatado frenesí sensual. Así, el trato con mujeres está siempre coronado por un mismo Dios: el vil metal. Las más entregan todo su baúl completo si creen que el hombre sabe y puede mantenerlo resguardado de las inclemencias existenciales; las otras entregan sus riquezas físicas acaso porque no se les proveyó de otras de interés. La mujer es carne de deseo para el hombre. La mujer es una llama encendida que el hombre-bombero ansía apagar con su fogosa manguera. Pero aquel profuso ojo ciego, abierto a cuatro patas clamaba desde lo hondo de sus entrañas por la compañía amistosa de mi platano erecta, española, ansiosa por sucumbir al torrente de sudor, esperma y placer que el sesso le brinda.
Penetrar a una mujer es poseer por instantes su ser; aprisionarlo en cada embestida es el método. Mas un pintor de la vida, un hombre-poeta con aspiraciones nietzscheanas acoge otros gustos: sean los míos deleitar sin excepción los gustos. Así, asió con firmeza su cabellera, aspirando cada gota de perfume que exhala, dirigiendo lenta pero inexorablemente mi órgano nasal hasta su espalda maciza. Mis manos gozan en el deleite vivo que sus exuberantes senos le ofrecen. De vez en cuando se me escapa algún enérgico cachete en su ojo ciego, como queriendo reivindicar la posesión que el señor toma de sus dominios. Es un acto obsceno, pero les gusta. Reivindicar la naturaleza humana durante su reproducción constituye un acto de entrega a la vida que no entiende de éticas feministas. Y si entiende, es que es una malfollada.
Es este un jorobar activo, donde cada cruel embestida tiene su contrapeso en los gemidos que, forzados o no, emite la fruta; la buena y complaciente fruta. Accedo gustoso a extenderle por unos instantes más el placer carnoso que mi casto y virtuoso falo le ofrece en ser amada, pues, sabedor soy de que el final adviene.
I
Dícese, no sin razón, que el niño es el padre del hombre. Aquél, provisto de las semillas que el hombre maduro pueda hacer madurar, contiene también los defectos que el tiempo y la experiencia podrán corregir. Empero, su proceso de maduración se ve ataviado por los azares que teje el destino: poco dado a ser asiado por los razonamientos del libre albedrío. Si la vida en el hombre ducho es un tras*itar sin sentido hacia un sentido fijado, por él u otros en su lugar, la existencia del poeta es también un tras*itar hacia atrás. Reemprendiendo el camino las veces que su criterio fije, el hombre-poeta precisa de vivencias que decoren y calienten una existencia vacua perdida en el continuo tras*itar de la razón y las razones. El hombre-poeta revive sensaciones, situaciones, experiencias, paisajes, gentes; revive, en suma, desde una síntesis superior aquello que algún día ya vivió, pero volverá a vivir: sin tedio, sin miedo. Él es libre.
Bajo la égida profesional embarqué mi destino rumbo a Bolivia. Con el atractivo inmanente al trabajo bien remunerado y a las nuevas vivencias de las que mi espíritu precisa cargué una maleta bien pertrechada de los útiles básicos para la supervivencia: física, laboral y espiritual. En ese orden equipé algo de ropa adecuada al clima hostil del desierto, los justos e imprescindibles útiles de trabajo y aseo y el alimento espiritual: un poco de Nietzsche, algo menos de Rimbaud; Becquer por aquí y Balzac por allá.
Arribé a la capital del Reino con calculada prontitud, dispuesto a degustar el mal café y peor cobrado. Alargando al máximo las últimas caladas de un breve cigarro aromático me despedí de aquella tierra hostil y tan mal pagada con sus mejores hijos. Ya en la espera del embarqué adiviné lo que sería un eterno retorno de caras viejas con vivencias nuevas. Entre antiguos camaradas de profesión existe un código de salutación que fielmente cumplimos. Tras el manido intercambio de impresiones, y como sabedora de lo fútil que resultaba aquel intercambio de hábitos sociales una voz anunciaba el orden de embarque para los pasajeros del vuelo con destino a La Paz.
Con un cielo tenue como bienvenida al aeropuerto boliviano, varias furgonetas enviadas por la empresa aguardaban nuestra presencia, prestas a tras*portarnos a nuestro destino final: una extensa llanura desértica, ahora en alza a causa de los hidrocarburos que a través de ella fluirían. A aquellos primeros instantes les aguardaba una larga e incómoda ruta en carretera que sólo la destreza del conductor pudo evitar enturbiar del todo esquivando baches y curvas cerradas.
Era aquel un paisaje poco hospitalario: huestes indómitas de maleza y matorrales era todo horizonte cuanto podíamos otear desde el viejo caserón en el que veíase confinada nuestra existencia en Bolivia. De aspecto poco suntuoso, su estética decimonónica dejaba entrever que en otros tiempos aquellas tierras perdidas habían vivido mejores tiempos. Sin ánimo de desmerecer el decoro y empeño con que, en líneas generales se nos trató de obsequiar, debe decirse en honor a la verdad que las instalaciones dejaban mucho que desear. Entre españoles, bolivianos, algún ecuatoriano perdido y un francés contábamos trece hombres que habían de repartirse como mejor pudieran dos baños equipados de poco más de lo esencial, y cinco habitaciones con diez camastros. Muy gentilmente, Pedro, que así se llamaba el presumible cabecilla de la expedición que envió la empresa, nos ofreció tres tiendas de campañas como recurso ante el descanso nocturno. Sin recursos dialécticos que oponer los más, un par de viejos lobos del equipo alzaron la voz protestando enérgicamente ante lo tragicómico de la situación. No era que fuéramos a dejarnos el pellejo durante doce horas diarias para satisfacer las necesidades de aquel país sin que ni siquiera hubiera alimentos en la casa a nuestra llegada, calefacción en las estancias de manera permanente o el mobiliario adecuado para residir allí; no, fue la incapacidad para propiciarnos camas decentes lo que avivó el grito de protesta de los dos españoles. Fue este el primer episodio de aquellos meses que hizo sacar a colación en mi memoria el viejo orgullo inamovible de los soldados españoles que mantuvieron a sangre y fuego el Imperio en sus horas más bajas. Finalmente, y sospecho que como último recurso a fin de evitar un motín, Pedro nos desveló que la empresa había provisto de un suculento reparto de dinero individual como medio de aliviar la penosa existencia en el caserón. Aquella fue una primera lección para algunos de nosotros, habitantes del mundo civilizado donde casi todo, al menos aparentemente, se rige por un código ético de conducta. Tuve que darle la razón a Marx: las condiciones económicas son la base a partir de la cual se erige una sociedad. A la vista de esta lógica marxista de manual, no resultaba complejo entender que Pedro, el astuto e me gusta la fruta mestizo albergaba el profundo y vil deseo de guardar para sí el suculento botín destinado no a la avaricia, sino al bienestar de una tropa cualificada.
La camaradería, y acaso visos de amistad fruto de largos momentos compartidos permitieron que quince hombre prácticamente desconocidos entre sí pudieran organizarse sin mayores percances.
Antes de su partida, la expedición de la empresa nos hizo saber cuál era la hoja de ruta: al día siguiente por la tarde el encargado de la obra haría acto de presencia junto al equipo de ingenieros con el propósito de conducirnos hacia el tajo como primera toma de contacto con el desierto. Asimismo, podríamos confeccionar colectivamente pero individualmente una lista con los útiles de trabajo necesarios para su desempeño. Entre los españoles conocidos organizamos nuestro propio grupo; a él se sumó Pierre, el francés; Osvaldo, proveniente del país vecino y José, de origen boliviano. Dividimos la estancias, los armarios e incluso los vehículos prestados por la empresa: dos viejos y macilentos Jeep. Resolvimos acostarnos sin demora con el fin de despertarnos temprano; era menester bajar al pueblo al día siguiente a por víveres: comida, ropa, cigarrillos, alcohol y por supuesto otras sustancias.
La integración de José en nuestro grupo fue indudablemente de gran ayuda. Él era nuestro guía. A merced de su mediación en los primeros quehaceres conseguimos salir del paso proveyéndonos de una dieta rigurosa respecto al clima incluyendo los mejores vinos que un paladar español pudiera degustar en aquella tierra. Asimismo y sabedores de que teníamos su confianza - o al menos de toda cuanta un superviviente nato puede otorgar- le instamos a que nos hiciera averiguaciones en lides poco menos que inaccesibles para unos recién llegados. Fue de ese modo como accedimos a sustancias vivificadoras del espíritu así como a la dirección de un pilinguiclub con fruiciones al alcance de quien pudiera permitírselas.
Podíamos soportar una existencia ruda, pesada, propia del trabajo industrial, repetitivo y extenuante, pero cubierto bajo el halo que todo lo justificaba: un buen dinero con el que satisfacer ansías voraces, motivaciones inefables y trenes de vida al alcance de pocos trabajadores. Desde mis primeros pasos en este mundo sórdido, acaso de una bohemia permanente, desgarradora y cruel afiancé mis vínculos con un modo de vida que, si para los más se encuentra reducido al registro que de él han dejado filósofos y poetas, para nosotros era algo inveterado. La arrogancia, osadía y valentía como forma de vida. La continua aventura como ventura; la dicha de una vida que nada valía si no era vivida de acuerdo al anhelamiento arriesgado del fruto prohibido, el nitimur in vetitum. Recios, toscos, barbudos, firmes: lo español como forma de vida. Es así que, sabiendo que en los próximos meses nuestra vida apenas sería un resquicio de libertad cortada por las horas que median entre el descanso y el trabajo, nos entregamos al placer mundano: comiendo con un apetito insaciable, regamos nuestro paladar con vino para disfrutar del suculento manjar de la marihuana pura. La camaradería se tendía de la mano los cigarros aromáticos, inhalando de ellos el sabor de una existencia que se sabe conforme. Aquellos momentos bien valían una vida.
II
Lo que sucedió en la siguientes horas trastocó todas mis previsiones. No sería incorrecto expresar que acaso también las de todo nuestro grupo.
La visita a las instalaciones de trabajo no resultó satisfactoria, en especial para el equipo dirigente compuesto por técnicos, capataces e ingenieros. Quizá debido a que ellos no serían los que se encontrarían trabajando directamente sobre el desierto a merced de las aciagas condiciones climáticas, tan propias en aquellas época a la deshidratación y el calor sofocante fue que nos quisieron tomar por lo que no somos. En cualquier caso, nuestras disensiones de carácter técnico fueron las que inclinaron la balanza de la polémica a nuestro favor: apenas teníamos nueve tuberos a nuestra disposición para todo un equipo de quince profesionales. Bajo esas condiciones, el exceso de un trabajo no correspondiente a nuestra cualificación nos obligaba a ejercer una denodada negativa a las intentonas por convencernos. Ni siquiera una negociable revisión del contrato, con su correspondiente aumento de salario nos acercó a sus propósitos. Nosotros somos soldadores. Soldamos bajo arduas condiciones, con un número de horas excesivo en virtud de ellas. Pero soldamos. Hacemos nuestro trabajo, con la mejor cualidad, cobramos y nos largamos. Todos contentos. Tal era el pacto inicial. Así pues, o nos ponían en un avión de vuelta a casa o se las arreglaban para hacer prosperar el trabajo. Y aceptaron.
Pero el daño ya estaba hecho. Mentalizados de cómo se regirían nuestras vidas en Bolivia, los infortunios días de asueto quebraron lo ya asumido. Así pues, nos encontramos en medio de la nada, sin una fecha de arranque establecida y a merced del vagar de unas horas consumidas con apenas distracciones. Soy un hombre de recursos, tuve que asumir la situación y buscar nuevas vías de ocupación, que es lo esencial en circunstancias de esta índole si se quiere conservar los cabales asentados sobre los firmes pilares del sujeto. Tal vez una lectura pormenorizada de libros seguida de apuntes. Quizá algunos paseos matutinos por los alrededores. O tal vez un hartazgo a beber entre versos de Becquer. Sin una convicción colectiva, finalmente se opuso lo menos sensato: "jarana, y después, de pilinguis".
III
Aseados, vestidos con lo que podría definirse como visos de decencia y ligeramente perfumados, nuestro grupo se enroló para partir. Sugerimos al otro grupo que nos acompañaran mas declinaron la invitación. Los dos viejos lobos, incautos hasta el final, y recelosos de los malos hábitos que los bolivianos pudieran albergar introdujeron en el coche dos maletas. No dieron explicaciones, tampoco se las pedimos.
Las drojas forman parte de este mundillo. Y no son pocos los que sucumben a ellas. Quienes asumen este modo de vida como suyo son individuos peculiares; raros en su especie. Con esto en mente, no resultó extraño, ni siquiera poco precavido que de camino a la ciudad fueran ofreciéndose mutuamente rayas o un trago de bebida. Alcoholizados, puestos hasta arriba pero conscientes y serenos. En honor al buen narrar de los hechos no puedo negar que yo constituyera una excepción. Sin embargo mis motivaciones difieren a las suyas, o al menos hasta donde mi cognoscibilidad alcanza. Fue por ello que me ofrecí como conductor de ida y de vuelta. Era un trámite amargo, pues suponía cargar sobre mis hombros las responsabilidad de llevarnos y devolvernos vivos a través de un viaje a la locura sostenida en carreteras en pésimo estado, con múltiples curvas y en un Jeep de cosa. Empero, ello me eximiría de beber sin fondo, y jalar sin mañana.
Probablemente el viaje hubiera durado menos si José hubiera sido más preciso en sus indicaciones; tampoco se le podía exigir demasiado, iba tan puesto que por poco no vomita su pesado aliento sobre nosotros.
El pilinguiclub boliviano era, desde luego, discreto. Sito en un séptimo piso de un bloque de viviendas ubicado en un barrio residencial, que allí es sinónimo de tranquilo. Incluso de buen gusto. Y es que la clase media, europea o latinoamericana, precisa de lugares tranquilos, alejados de los focos de la delincuencia urbana pero imperturbables ante la proliferación de la prespitación; eso sí, de lencería fina y copas caras. La hipocresía no entiende de ubicaciones geográficas, siempre tiene una estampa común.
Nos recibió un maromo corpulento, de aspecto tosco pero arreglado. Dotado de una profunda mirada nos inspeccionó de arriba abajo; a punto estuvo de abrir la boca pero hubo algo que -acaso nuestro aspecto poco autóctono- le empujó a darnos la bienvenida con un ademán cortés. A continuación y tras asegurarse de cerrar la puerta con llave nos condujo a través de un extenso pasillo regido por puertas a derecha e izquierda.
Al final del pasillo accedimos a una sala que debía ser el salón principal; decorado en un estilo que media entre lo moderno y toques clásicos aportados por unas lucidas estanterías en madera de roble y sillones que más bien cuadrarían en el decorado de una película de los Corleone. Estratégicamente colocados, los sillones estaban enfocados en dirección a una cortina. El toque selecto era otorgado por un impresionante bar repleto de botellas. El barman, de gesto atento, interrumpió el silenció.
- ¿Qué desean tomar, señores?-
Bajo los efectos visibles de lo que todos sabíamos, Antonio, tomó la iniciativa.
- Nos vas a poner seis tequilas y unos puritos -
Todo corría a su cuenta.
Hubo de cundir una espera en la que aprovechamos para tomar asiento, al tiempo que apurábamos los vasos de tequila. Apenas habíamos empezado a fumar cuando entró en escena una exquisita dama. Pulcramente vestida y maquillada, su mirada nos inspeccionó no sin ciertos trazas de sensualidad. Si bien era una mujer de edad ya madura, sus facciones bien conservadas eran coronadas por unos sagaces ojos neցros que dejaban intuir un hálito de femme fatale. Bajo su corsé podían adivinarse dos prominentes senos aún firmes. Instantes después apareció el leitmotiv de nuestro viaje. Lentamente pero con paso firme, diez hembras suntuosas se colocaron en fila a pocos metros de distancia. Había donde elegir. Rubias, morenas, con facciones europeas o indígenas todas ellas coincidían en la exigua vestimenta que las acompañaba, mas ninguna sin sus tacones. La que más ropa llevaba contaba con una minifalda provocativa que dejaba a plena luz sus poderosos y bronceados muslos. Acompañada de un sostén que apenas sostenía sus dos abultados senos exhibía un cuerpo que incitaba al placer. Vendiéndonos sus atributos, la mujer madura les hizo girar sobre sí, mostrándonos por leves instantes los grandilocuentes glúteos que portaban. Las más, cubiertas por unos ceñidos bombacha apenas ocultaban una carne provocadora de férreas erecciones, como la mía.
Antonio, el español de más edad, y seguramente el más curtido en mujeres de alquiler, jugó el rol de la experiencia. No es que quisiera amarse exclusivamente a la que mejor se ajustara a su deseo, sino que además pretendía convertirla antes en su cachorrita. Las invitó a sentarse con nosotros y a tomar unos tragos. Reacias a aceptar, hubo de ser la mujer madura la que, con su gesto torcido pero afable las conminó a aumentar su recaudación.
Me apetecía de buena gana echar un polvo; relajarme con unas copas y coronar la noche con un verde. Son noches así las que pasan a tener un lugar privilegiado en la memoria masculina. Carne de anécdota. Éxtasis dionisiaco. Lo que viniera después poco me importaba; bien comido y bien amado un hombre sosiega levemente sus instintos animales.
Eran todas ellas mujeres hermosas; con magníficos cuerpos que todo hombre viril desearía poseer para sí. Podría haber escogido a cualquier otra pero hubo una en particular que atrajo mi atención. De gesto soberbio, su luminosa y blanquecina cara se veía contrastada por unos ojos trigueños de mirada derramada. Dotada por la naturaleza de unas caderas suntuosas que dibujaban un enorme, circular y respingón ojo ciego no era esta su mejor dote; ni siquiera sus pechos, firmes y turgentes a pesar de su profuso tamaño. Era su elegancia natural, su pose femenina; encarnaba un arquetipo profundamente bello: de mujer hecha, formada con la vida, joven en esencia pero tan vieja como su género. Aquella mirada denotaba mucho más de lo que ella imaginaba. Estaba incómoda; tanto así, cuanto que mi pensamiento, apenas hace unos instantes concentrado en el jorobar, pasó revista a la clase de circunstancias que habrían envuelto su corta y ruinosa vida. Sí, era ella, y era para mí. Sin demasiadas dilaciones entablé conversación con un propósito evidente. Accedió, y nos fuimos a un pequeño dormitorio.
Hay una diferencia básica entre la mujer y la fruta. Básica pero crucial. Si todos los hombres sagaces supieran esquivar las trampas que tienden las mujeres, les iría mejor: evitarían prenderse de algo fútil pero necesario; momentáneo pero imperecedero; algo que, por más genéticamente establecido que esté, les ahorraría sufrimientos y elevaría como hombres. La fruta primero cobra, luego jorobas. El asunto es cristalino. La mujer, primero joroba, luego, si el ardid es fructuoso, pagas. Pero no el polvo, ni acaso la noche; no, pagas con tu existencia como impronta, más allá de la cantidad dineraria que también has de pagar. La impericia se paga cara.
Consecuentemente con ello, hube de abonar por adelantado el pago de los servicios. Con el mismo gesto soberbio que asumí como connatural a su carácter, Carolina, que a tal nombre respondía, depositó en una mesa de la habitación los billetes. Era realmente arisca; su hacer en el desvestirse, a medio camino entre la molestia y la complacencia hizo que mis planes respecto a ellos se trocaran. Me la iba a amar, pero también analmente. Presto a la faena me desvestí, dejando mi cuerpo despojado de cualquier prenda. Ella hizo lo propio, recostándose en la cama. Encendí el puro, exhale su humo y se lo dije: Mami, ¿cuánto me va a costar tu ojo ciego?
Fue caro, pero su precio valió.
Poseído por el espíritu conquistador de Hernán Cortes, Francisco Pizarro y de aquellos españoles que con su afán de depredadores sensuales contribuyeron a regar América de sangre española, ansiaba tomar posesión de mi conquista en carne: su carnoso y almidonado ojo ciego que, entregado por un puñado de billetes, yacía presto a la penetración sin ropajes que refrenaran mi desatado frenesí sensual. Así, el trato con mujeres está siempre coronado por un mismo Dios: el vil metal. Las más entregan todo su baúl completo si creen que el hombre sabe y puede mantenerlo resguardado de las inclemencias existenciales; las otras entregan sus riquezas físicas acaso porque no se les proveyó de otras de interés. La mujer es carne de deseo para el hombre. La mujer es una llama encendida que el hombre-bombero ansía apagar con su fogosa manguera. Pero aquel profuso ojo ciego, abierto a cuatro patas clamaba desde lo hondo de sus entrañas por la compañía amistosa de mi platano erecta, española, ansiosa por sucumbir al torrente de sudor, esperma y placer que el sesso le brinda.
Penetrar a una mujer es poseer por instantes su ser; aprisionarlo en cada embestida es el método. Mas un pintor de la vida, un hombre-poeta con aspiraciones nietzscheanas acoge otros gustos: sean los míos deleitar sin excepción los gustos. Así, asió con firmeza su cabellera, aspirando cada gota de perfume que exhala, dirigiendo lenta pero inexorablemente mi órgano nasal hasta su espalda maciza. Mis manos gozan en el deleite vivo que sus exuberantes senos le ofrecen. De vez en cuando se me escapa algún enérgico cachete en su ojo ciego, como queriendo reivindicar la posesión que el señor toma de sus dominios. Es un acto obsceno, pero les gusta. Reivindicar la naturaleza humana durante su reproducción constituye un acto de entrega a la vida que no entiende de éticas feministas. Y si entiende, es que es una malfollada.
Es este un jorobar activo, donde cada cruel embestida tiene su contrapeso en los gemidos que, forzados o no, emite la fruta; la buena y complaciente fruta. Accedo gustoso a extenderle por unos instantes más el placer carnoso que mi casto y virtuoso falo le ofrece en ser amada, pues, sabedor soy de que el final adviene.
http://www.burbuja.info/inmobiliaria/expatriados/612605-mi-experiencia-obrero-bolivia.html
Está claro, ¿no?