El músico Manolo García es un enigma. Un criptograma. Un señor sin canas, salvo por unos breves pelos blancos en las patillas. Sin reloj. Sin dirección de correo electrónico. Sin conexión a Internet. Sin pareja o hijos conocidos. Sin costumbres conocidas más allá de la música. Sin domicilio conocido. Y sin ganas de resolver del todo la mayor parte de estas cuestiones. Cuando se le pregunta qué años tiene, por ejemplo, responde en espirales: “No digo la edad, nunca. El tiempo es otra forma de esclavitud. Me gusta moverme al hilo de las estaciones”. Y también: “Es una frutada para las personas tener una edad. O un DNI. Para mí lo importante son las canciones, no el homínido. Mientras haga canciones no estaré mayor, y a tomar por ojo ciego; cuando esté en el sofá tirado viendo la tele ya estaré viejo”. Acaba de publicar nuevo disco titulado Todo es ahora (Sony Music), y la entrada dedicada a él en Wikipedia le adjudica 59 años; García gruñe y confirma todos ellos. El cielo se muestra despejado sobre nosotros. Es uno de esos días cálidos del otoño y desde la azotea en la que nos encontramos se ve el barrio donde nació y creció, el Poblenou de Barcelona. Hasta aquí quiere mostrar. Sus calles, pero no su casa, a la que considera, en sus palabras: “El último bastión de mi fortaleza, el torreón central”. Territorio vedado. Dice que no le gusta desvelar el misterio. Su misterio. Defiende “las lagunas” y “el fulgor”. Apoyado en la baranda, mirando hacia las hileras de viviendas obreras, pregunta si hay forma de borrar la referencia a su fecha de nacimiento. No sabe cómo ha acabado en la Red. No le gusta que haya acabado allí. Y tampoco le gusta Wikipedia, al menos no en lo que tiene que ver con el hecho de que cualquiera pueda publicar información sin consultar al afectado. Luego añade que su progenitora suele decir de él que siempre anda “renegando”. En parte es verdad. Reniega de los móviles. Lleva uno viejo en el bolsillo. A ojo, podría tener unos diez años. Y, si es posible conocer a una persona según cómo reacciona cuando recibe una llamada ofreciendo un cambio de compañía, o un terminal nuevo, él suele responder: “Mire, yo es que detesto los móviles. Este al que llama es de mi abuela. Yo ya he roto varios a martillazos. Porque tengo un martillo y cojo el puñetero teléfono y…”. Se detiene. “Lo digo con todo el respeto: a mí los móviles me la traen floja”. No lo usa demasiado, pero de vez en cuando apunta o graba en él alguna idea para sus canciones si le pilla caminando. La música. De esto, no reniega. “Es plenitud de vida”, repite en varias ocasiones.
Gregori Civera
Y también le gusta caminar. La primera canción de su último disco se titula Caminaré. Unos días antes de visitarle en Barcelona, la escuchamos junto a él en una sala en la sede de su discográfica, en Madrid. Las paredes están decoradas con imágenes plateadas de Michael Jackson, los cojines del sofá son de lentejuelas y cuelga una bola de espejos del techo. García contrasta con el entorno, vestido con pantalones de pana y una camiseta avejentada metida por dentro. Mueve uno de sus pies al compás del tema. Calza botas gastadas. Mira al suelo mientras se oye el estribillo del tema. “¡Caminaré! / Si mi tiempo se me escapa / por las rendijas de la soledad”. De cerca, el rostro de García tiene algo de máscara; como si fuera un atributo exterior de su personalidad laberíntica; resulta grande, más bien cuadrado, de barbilla prominente; y lo atraviesa una nariz afilada y levemente torcida. Como las cejas están disparadas hacia lo alto y se mueven a su aire, a veces parece que toda la cara esté hecha un lío. Pero enseguida vuelve a su sitio. Cuando deja de sonar el primer tema, García pulsa el botón de pausa y dice: “Esta letra es mi filosofía de bolsillo; yo lo espero todo de la vida, pero en realidad no espero nada, porque es un ejercicio inútil”.
Nunca confieso la edad. El tiempo es otra forma de esclavitud. A mí me gusta moverme al hilo de las estaciones”
A veces cuesta seguir su discurso. Hay que ir poco a poco. Calentando motores. En el segundo tema, Campanas de libertad, también camina, pero esta vez “hacia atrás” y “de Bombay a Ramala”. Tras escucharla, explica: “A esto lo llamo canción de refrito emocional. Echo en la olla lo que se me ocurre. Caminar hacia atrás es hacer una promesa. Está relacionado con el gurú, y el chamán, con la persona que vive bajo tierra 10 días sin comer ni beber; y hay algo de ese misticismo alejado del mundo actual, donde todo es una lucha perpetua por tener unos bienes materiales que ni necesitas ni te van a dar alegrías, más bien te dan por saco. ‘Como vara de fresno viejo’, dice la letra. Austeridad. La vida de los santos en la escuela me marcó mucho; la idea de que en la pobreza puede haber un éxtasis; y, sin embargo, este camino nuestro de burro detrás de la zanahoria es un sinvivir que te lleva a la decrepitud…”. En la canción aparece Nueva York, donde ha grabado el disco. Añade al hilo: “A veces uno busca en los centros mundiales, donde está lo más fashion, lo más moderno, el paradigma de la felicidad material; y llegas allí y ves que no eres nadie, un milindungui. Y mejor, porque te puedes volver a tu pueblo y vivir con poco, y ser mucho más libre, no un esclavo de esa necesidad de ostentación. Es una búsqueda con muchos pedruscos. Yo, personalmente, vivo como un burgués, aunque hay una contradicción: lo detesto, no lo disfruto… Soy imperfecto. Pero veo la luz. La veo y la canto y la escribo. E intento compartirla para no sentirme solo. Para que haya gente que me diga: ‘Tío, pienso lo mismo’. Entonces digo: ‘¡Uf!, menos mal, no estoy como una regadera’. Sé que no estoy pirado. Sé que la luz está ahí”. Poco después, tras degustar una canción de temática amorosa, se pone en guardia ante la pregunta de si vive solo o en pareja, si ha tenido hijos: “Yo soy un ser asexuado”, balbucea. “Como un angelus sin sesso. Una persona muy estrambótica. El tema personal… Estoy contando cosas que no había contado nunca. Yo ando por el mundo. Hago canciones y en ellas dejo ir mis disparates. Todos. Es una mezcolanza, una pelota. Igual que hace el novelista de ficción. Hoy se lleva mucho: la autoficción. Es decir: te estoy contando cosas, pero no soy yo, aunque bueno, un poco; nada es cierto, todo es mentira, pero hay algo de verdad porque al final todos somos iguales. Quiero decir, los parámetros son parecidos. No hablo nunca de cosas personales. Me gusta pensar que el mundo es enorme, un sitio magnífico y ampuloso y grande”.
Dice García que es feliz dando un paseo por el monte. Compartiendo un pedazo de queso con un pastor, “sentado en un ribazo”, charlando con él de las inclemencias del tiempo. Uno de sus primeros recuerdos es la luz de la llama en el interior del fanal que solía llevar su abuelo en la mano, de noche, de camino a la acequia para regar sus tierras en Férez. En esta localidad rural en la sierra del Segura (Albacete) nacieron sus padres; emigraron de ahí a Cataluña poco antes de nacer él. Mano de obra para la industria textil y metalúrgica. Esos dos mundos, el Poblenou obrero y sucio, pero vivo como un hormiguero, y la serranía donde los críos se movían asilvestrados y “a pedradas”, forjaron su personalidad ambivalente. Sus gustos a dos o tres aguas. Sus raíces árabes y aflamencadas, con cuerpo de rock and roll. A él le gusta resumirlo en un recuerdo. Se ve a sí mismo de adolescente, a la puerta del bar de un primo, en Poblenou. En un altavoz suena Otis Redding o James Brown. “Ta-ca-ta-ca-tá”, marca García. “Le poníamos palmas, le dábamos ritmo de rumba. Era esa mezcla”. Pasaba los veranos en el pueblo, donde confluyen las provincias de Albacete, Murcia, Jaén y Granada. “Era completamente Al Andalus”, rememora. “Y regresaba a la ciudad y a la escuela, y volvía a oír a Otis Redding. Pillaba unas empanadas mentales de huevones”.
En la pobreza hay un éxtasis; este camino nuestro de burro detrás de la zanahoria es un sinvivir que te lleva a la decrepitud”
Deambulamos con García por el Poblenou y, al pasar junto a su colegio, cuenta que fue mal estudiante. Con 13 años dejó la escuela. Se define como “un golfete” en esa época. Aunque había sido buen monaguillo. En el barrio solían llamarle “el cami” por unas camisetas blancas que compraba baratas, pintaba con Titanlux y luego vendía por un duro: “Mi pequeña economía”. A los 14 años, comenzó como aprendiz de carpintero. Llevaba el pelo largo. Aterrizaba el rock and roll en esas calles sin asfaltar, de tierra de color por el hollín de las factorías. Era finales de los sesenta. A este lugar lo llamaban el “Manchester catalán”. Florecieron grupos de música en cada portal. García había visto la película Los chicos con las chicas, que protagonizó la banda Los Bravos, y dijo: “Yo voy a ser esto”. Compró un bombo y un tambor a un etniano “de la cabra”. Lo limpió y lo lijó y lo barnizó. Se hizo con un platillo. Su primera batería. Su progenitora lo animaba. Su padre no. “Me decía: ‘Córtate ese pelo; te voy a dar dos palos’. No me tocó en la vida, era muy bonachón, pero también era obrero, tenía su mala leche, su punto de ‘¿que no quieres estudiar? Aquí a la fundición con nosotros’. Yo iba a llevarle la comida. Trabajaban 12 horas. Recuerdo verlos levantar raíles al rojo vivo entre cinco tíos, con unas tenazas. ¡Un calor! ‘Tú aquí’, me decía, ‘y si no tienes huevones, pues a la oficina, ya hablaré con el encargado. Pero de música olvídate. Es una cosa de drojatas y gaies’. Era otra época. Pero yo iba a lo mío, me escapaba, y aquí en el barrio, había un grupo en el que estaba Santos, que tocaba Samba pa ti igual que Santana; y estaba Joaquín, un batería al que le pedía: ‘Tío, enséñame a tocar”. Le enseñó. No lo hacía mal. Pronto se dieron cuenta de que cantaba aún mejor.
Apuntes y esbozos de las canciones de Manolo García. / Gregori Civera
En los setenta, García combinó formaciones rockeras y orquestas populares. Ganaba poco y todo lo reinvertía en la música. A los 18, se matriculó en diseño y artes gráficas. Consiguió un trabajo como portadista para la industria musical. Dibujó, según sus cálculos, unas 700 carátulas de casetes de gasolinera, de aquellas en las que ponía en grande “lo mejor de Julio Iglesias” y en chiquitito se aclaraba que eran versiones tocadas por un desconocido. Le dejaron participar en alguna grabación. Lo rememora mientras camina por el paseo marítimo. Hay niños montando en monopatín. Unas extranjeras juegan al voleibol en biquini sobre la arena. “Este no es mi barrio”, dice cuando ve cosas así. Y luego canta al modo en que lo hacía en aquella época, imitando a Víctor Manuel o a Miguel Ríos –¡Santa Lucía!– para aquellos elepés de estación de servicio.
Su primera letra la escribió en su época de “orquestero”. Querían tocar versiones extranjeras, pero no cantaban en inglés. Improvisó unas estrofas sobre el tema Just The Way You Are, de Billy Joel: “Tras las nubes / una tarde / vi surgir entre rayos de luz”, entona junto a la playa. Desde entonces, ha escrito o coescrito cerca de trescientas canciones. Con Los Rápidos, Los Burros, El Último de la Fila y, finalmente, en solitario, cuando se disolvió a mediados de los noventa del grupo que capitaneaba junto a Quimi Portet. Sobre aquella ruptura de El Último de la Fila, en 1998, dice: “El discurso se había agotado”. Juntos tocaron el cielo. Hacían pop-rock en español. Desde Cataluña. Hay quien aún ve en aquella música una reivindicación del orgullo charnego. En 1988, el grupo comenzó a sonar en todas partes. A llenar estadios y plazas de toros. Organizaron una gira extenuante de más de cien conciertos. Tras el pelotazo, a García le diagnosticaron depresión. Se recluyó en casa. No salió en tres meses. “No estaba preparado”. La fama siempre ha sido el precio por hacer lo que le gusta. Componer. Grabar. Salir de gira. “La música es plenitud de vida”, suele decir. La fama, al parecer, no.
En su juventud fue diseñador
gráfico; dibujó unas 700 carátulas
de casetes para gasolinera
Durante el paseo, se detiene una decena de veces para hacerse fotos con los tras*eúntes. Va desgranando su método para escribir canciones. No hay regla fija. En su casa tiene un pequeño estudio de grabación. Dice que sabe lo justo de tecnología para poder abrir una pista y grabarse. Lanza un ritmo. Añade guitarras. Un teclado. Y coloca encima una melodía de voz. “Un vikingo”, lo llama. Porque la canta en un inglés falso. Pone un ejemplo: “Uen shei van duma ni criyar”, canta en la calle. “Que no significa nada. Y luego toca hacer el crucigrama, ir rellenando sílabas”. A menudo, sus letras parecen frases sueltas. “Son flases”, dice. “Yo vivo. Y mientras, voy apuntando cosas, reflexiones, pequeñas tontunas. Voy al cine, por ejemplo, con mis palomitas, y flipo, me impacta, y salgo y digo ‘¡taxi!’, y me vengo corriendo a casa y me sale la canción entera. Entro en un bucle raro. Es una necesidad. Hablar con el mundo y vomitar mis pedradas”. Una de estas pedradas son los indios de Norteamérica. Es capaz de hablar de ellos durante casi quince minutos sin tomar aire. “Hay algo en su búsqueda sencilla”, dice en un momento dado, “de un mundo más natural y salvaje, más duro en el sentido físico, pero emocionalmente más pleno. Y con una información limitada, de 40 kilómetros a la redonda. Lo otro, son rumores, acontecimientos que llegan cuando ya han pasado. Otra de las cosas que me atruena es la cantidad de información a la que me veo sometido. Por voluntad propia. Soy el primero que abro un diario. Quiero ver las noticias, sus mentiras, dónde hay un atisbo de verdad, quiero juzgar a mi manera el mundo… Pero la información es brutal. Estás enterándote de cosas que suceden en Alaska, Turquía, Albacete. Es inabarcable. Y mi cerebro de pequeña hormiga, acaba estallando. Entonces me refugio en mi guitarra, mis canciones, mis cuadros. ¡Por favor, dejadme tranquilo! Y tengo que participar en esta cacofonía intergaláctica a mi manera, con cuatro acordes. ¡Yo también os daré el ****** a vosotros, macho cabríoes, me queréis hundir!”. Comienza a reírse de forma nerviosa. “¡Ja ja ja! Ay, señor”.
ampliar foto
Gregori Civera
Sea como sea, sus pedradas, por lo general, enganchan con el público. Manolo García ha vendido algo más de cinco millones de discos, repartidos más o menos al 50% entre su carrera como solista y las tres formaciones anteriores. Ha tocado cerca de 1.600 conciertos desde los setenta. Su mayor éxito, con diferencia, es la canción Pájaros de barro, contenida en su primer disco en solitario (Arena en los bolsillos, 1998). Podría haberse retirado después de publicarla. Lo que ocurrió con aquel tema “es un milagro”, dice. En ella habla de mapas, del tiempo que se escapa. “De mi condición de nómada”, resume. Sus temas recurrentes. García lleva siempre a la espalda una mochila de montañero que le confiere cierto aire vagabundo. Nos muestra el contenido: una linterna, pilas, unas gafas de sol y una gorra para camuflarse, un par de libros –siempre dos “por si llega el fin del mundo”–, un lápiz, una goma de borrar, y también una goma elástica como las que anudan los practicantes alrededor del brazo. Se explica: es para el tirachinas. La acaba de comprar en la farmacia. La anterior se le ha secado. Suele usar el artefacto cuando visita el pueblo. Una cuerda extendida y 10 platos de café colgados con pinzas. Su padre rompía 10 de 10. Él no es tan preciso. Pero necesita este tipo de refugios para sobrevivir. “La patria es la infancia”, es una de sus frases.
Respeto que muchos sueñen con un estado independiente. nací en Cataluña y me siento catalán. Pero también de Albacete”
La patria. Solo volverá a hablar de ella durante el almuerzo en un restaurante de menú adosado al Centro jovenlandesal y Cultural del Poblenou, en cuyo teatro dio el primer concierto de su vida cantando con un coro (se desmayó en la actuación). Irá entrando en materia política, primero hablando en general, más adelante de Cataluña. Se muestra furioso. Menciona la prepotencia y la chulería, incluso la megalomanía de muchos representantes públicos acomodados en su “poltrona”. Y hasta tal punto se indigna y lanza improperios, que unos días después quiso matizar sus palabras a través de un correo electrónico, también reivindicativo, pero mucho más suave y formal: “Se les llena la boca con la palabra democracia, pero una vez conseguido el poder no hay responsabilidad hacia lo prometido. En sus respuestas se ve que nos tratan como gente. (…) No se les puede dejar solos; hay que leerles la cartilla constantemente. Cómo no va a haber indignación. Lo que es un milagro es que la gente no haya salido en masa a la calle”. Y sobre Cataluña, cuestión en cuyo fango se mete de lleno en el almuerzo, hablando en primera persona como charnego, también quiso atenuar días después: “Cuando oigo a Aznar asegurando que habla catalán en la intimidad o a Jordi Pujol, delante de 40.000 personas en Santa Coloma, diciendo: ‘A mí también me gustan los Chunguitos, los oigo en mi casa’, siento vergüenza ajena. Me asombra el cinismo que puede tener un político con tal de aferrarse al poder. (…) La gente tiene derecho a opinar. En Suiza no se mueve una piedra sin que el pueblo opine y nadie se rasga las vestiduras. (...) Entiendo que el Gobierno se horrorice ante la idea de perder una de las vacas que dan más leche. A la vez, respeto que una cantidad importante de personas sueñen con un Estado independiente. (…) He nacido en Cataluña y me siento catalán. Pero también me siento de Albacete”.
Tras la disertación política, con los cafés, regresa a la mesa la cuestión de la fama y el anonimato. Manolo García bebe una manzanilla. Dice: “No tengo ningún poder mediático, no muevo programas del corazón. Mi objetivo lo he dejado claro siempre: no quería ser famoso, quería ser músico y estoy enrocado en eso. Llevo una vida normal, busco reductos para huir un poco. Mi padre era labrador, luego obrero, gente normal. El mundo está hecho de gente normal. Y a mí me da vergüenza ser un poquito diferente. En los conciertos, me bajo y me meto entre el público. No quiero tener Wikipedia. Y en varias canciones digo: ‘Nadie es mejor que nadie’. ¿Artur Mas es mejor que tú y yo? ¿El rey? ¿Obama? ¿El Papa? No. Probablemente tienen aerofagia, caries y halitosis, como todo hijo de vecino”. Al levantarse, dice que si prohibieran la música, sería pintor de brocha subida de peso. En ese momento, su camiseta exhibe un lamparón de pintura blanca. Se quita las gafas de ver, con un toque de coquetería, y posa en el interior del restaurante para una foto.
Manolo García:
Gregori Civera
Y también le gusta caminar. La primera canción de su último disco se titula Caminaré. Unos días antes de visitarle en Barcelona, la escuchamos junto a él en una sala en la sede de su discográfica, en Madrid. Las paredes están decoradas con imágenes plateadas de Michael Jackson, los cojines del sofá son de lentejuelas y cuelga una bola de espejos del techo. García contrasta con el entorno, vestido con pantalones de pana y una camiseta avejentada metida por dentro. Mueve uno de sus pies al compás del tema. Calza botas gastadas. Mira al suelo mientras se oye el estribillo del tema. “¡Caminaré! / Si mi tiempo se me escapa / por las rendijas de la soledad”. De cerca, el rostro de García tiene algo de máscara; como si fuera un atributo exterior de su personalidad laberíntica; resulta grande, más bien cuadrado, de barbilla prominente; y lo atraviesa una nariz afilada y levemente torcida. Como las cejas están disparadas hacia lo alto y se mueven a su aire, a veces parece que toda la cara esté hecha un lío. Pero enseguida vuelve a su sitio. Cuando deja de sonar el primer tema, García pulsa el botón de pausa y dice: “Esta letra es mi filosofía de bolsillo; yo lo espero todo de la vida, pero en realidad no espero nada, porque es un ejercicio inútil”.
Nunca confieso la edad. El tiempo es otra forma de esclavitud. A mí me gusta moverme al hilo de las estaciones”
A veces cuesta seguir su discurso. Hay que ir poco a poco. Calentando motores. En el segundo tema, Campanas de libertad, también camina, pero esta vez “hacia atrás” y “de Bombay a Ramala”. Tras escucharla, explica: “A esto lo llamo canción de refrito emocional. Echo en la olla lo que se me ocurre. Caminar hacia atrás es hacer una promesa. Está relacionado con el gurú, y el chamán, con la persona que vive bajo tierra 10 días sin comer ni beber; y hay algo de ese misticismo alejado del mundo actual, donde todo es una lucha perpetua por tener unos bienes materiales que ni necesitas ni te van a dar alegrías, más bien te dan por saco. ‘Como vara de fresno viejo’, dice la letra. Austeridad. La vida de los santos en la escuela me marcó mucho; la idea de que en la pobreza puede haber un éxtasis; y, sin embargo, este camino nuestro de burro detrás de la zanahoria es un sinvivir que te lleva a la decrepitud…”. En la canción aparece Nueva York, donde ha grabado el disco. Añade al hilo: “A veces uno busca en los centros mundiales, donde está lo más fashion, lo más moderno, el paradigma de la felicidad material; y llegas allí y ves que no eres nadie, un milindungui. Y mejor, porque te puedes volver a tu pueblo y vivir con poco, y ser mucho más libre, no un esclavo de esa necesidad de ostentación. Es una búsqueda con muchos pedruscos. Yo, personalmente, vivo como un burgués, aunque hay una contradicción: lo detesto, no lo disfruto… Soy imperfecto. Pero veo la luz. La veo y la canto y la escribo. E intento compartirla para no sentirme solo. Para que haya gente que me diga: ‘Tío, pienso lo mismo’. Entonces digo: ‘¡Uf!, menos mal, no estoy como una regadera’. Sé que no estoy pirado. Sé que la luz está ahí”. Poco después, tras degustar una canción de temática amorosa, se pone en guardia ante la pregunta de si vive solo o en pareja, si ha tenido hijos: “Yo soy un ser asexuado”, balbucea. “Como un angelus sin sesso. Una persona muy estrambótica. El tema personal… Estoy contando cosas que no había contado nunca. Yo ando por el mundo. Hago canciones y en ellas dejo ir mis disparates. Todos. Es una mezcolanza, una pelota. Igual que hace el novelista de ficción. Hoy se lleva mucho: la autoficción. Es decir: te estoy contando cosas, pero no soy yo, aunque bueno, un poco; nada es cierto, todo es mentira, pero hay algo de verdad porque al final todos somos iguales. Quiero decir, los parámetros son parecidos. No hablo nunca de cosas personales. Me gusta pensar que el mundo es enorme, un sitio magnífico y ampuloso y grande”.
Dice García que es feliz dando un paseo por el monte. Compartiendo un pedazo de queso con un pastor, “sentado en un ribazo”, charlando con él de las inclemencias del tiempo. Uno de sus primeros recuerdos es la luz de la llama en el interior del fanal que solía llevar su abuelo en la mano, de noche, de camino a la acequia para regar sus tierras en Férez. En esta localidad rural en la sierra del Segura (Albacete) nacieron sus padres; emigraron de ahí a Cataluña poco antes de nacer él. Mano de obra para la industria textil y metalúrgica. Esos dos mundos, el Poblenou obrero y sucio, pero vivo como un hormiguero, y la serranía donde los críos se movían asilvestrados y “a pedradas”, forjaron su personalidad ambivalente. Sus gustos a dos o tres aguas. Sus raíces árabes y aflamencadas, con cuerpo de rock and roll. A él le gusta resumirlo en un recuerdo. Se ve a sí mismo de adolescente, a la puerta del bar de un primo, en Poblenou. En un altavoz suena Otis Redding o James Brown. “Ta-ca-ta-ca-tá”, marca García. “Le poníamos palmas, le dábamos ritmo de rumba. Era esa mezcla”. Pasaba los veranos en el pueblo, donde confluyen las provincias de Albacete, Murcia, Jaén y Granada. “Era completamente Al Andalus”, rememora. “Y regresaba a la ciudad y a la escuela, y volvía a oír a Otis Redding. Pillaba unas empanadas mentales de huevones”.
En la pobreza hay un éxtasis; este camino nuestro de burro detrás de la zanahoria es un sinvivir que te lleva a la decrepitud”
Deambulamos con García por el Poblenou y, al pasar junto a su colegio, cuenta que fue mal estudiante. Con 13 años dejó la escuela. Se define como “un golfete” en esa época. Aunque había sido buen monaguillo. En el barrio solían llamarle “el cami” por unas camisetas blancas que compraba baratas, pintaba con Titanlux y luego vendía por un duro: “Mi pequeña economía”. A los 14 años, comenzó como aprendiz de carpintero. Llevaba el pelo largo. Aterrizaba el rock and roll en esas calles sin asfaltar, de tierra de color por el hollín de las factorías. Era finales de los sesenta. A este lugar lo llamaban el “Manchester catalán”. Florecieron grupos de música en cada portal. García había visto la película Los chicos con las chicas, que protagonizó la banda Los Bravos, y dijo: “Yo voy a ser esto”. Compró un bombo y un tambor a un etniano “de la cabra”. Lo limpió y lo lijó y lo barnizó. Se hizo con un platillo. Su primera batería. Su progenitora lo animaba. Su padre no. “Me decía: ‘Córtate ese pelo; te voy a dar dos palos’. No me tocó en la vida, era muy bonachón, pero también era obrero, tenía su mala leche, su punto de ‘¿que no quieres estudiar? Aquí a la fundición con nosotros’. Yo iba a llevarle la comida. Trabajaban 12 horas. Recuerdo verlos levantar raíles al rojo vivo entre cinco tíos, con unas tenazas. ¡Un calor! ‘Tú aquí’, me decía, ‘y si no tienes huevones, pues a la oficina, ya hablaré con el encargado. Pero de música olvídate. Es una cosa de drojatas y gaies’. Era otra época. Pero yo iba a lo mío, me escapaba, y aquí en el barrio, había un grupo en el que estaba Santos, que tocaba Samba pa ti igual que Santana; y estaba Joaquín, un batería al que le pedía: ‘Tío, enséñame a tocar”. Le enseñó. No lo hacía mal. Pronto se dieron cuenta de que cantaba aún mejor.
Apuntes y esbozos de las canciones de Manolo García. / Gregori Civera
En los setenta, García combinó formaciones rockeras y orquestas populares. Ganaba poco y todo lo reinvertía en la música. A los 18, se matriculó en diseño y artes gráficas. Consiguió un trabajo como portadista para la industria musical. Dibujó, según sus cálculos, unas 700 carátulas de casetes de gasolinera, de aquellas en las que ponía en grande “lo mejor de Julio Iglesias” y en chiquitito se aclaraba que eran versiones tocadas por un desconocido. Le dejaron participar en alguna grabación. Lo rememora mientras camina por el paseo marítimo. Hay niños montando en monopatín. Unas extranjeras juegan al voleibol en biquini sobre la arena. “Este no es mi barrio”, dice cuando ve cosas así. Y luego canta al modo en que lo hacía en aquella época, imitando a Víctor Manuel o a Miguel Ríos –¡Santa Lucía!– para aquellos elepés de estación de servicio.
Su primera letra la escribió en su época de “orquestero”. Querían tocar versiones extranjeras, pero no cantaban en inglés. Improvisó unas estrofas sobre el tema Just The Way You Are, de Billy Joel: “Tras las nubes / una tarde / vi surgir entre rayos de luz”, entona junto a la playa. Desde entonces, ha escrito o coescrito cerca de trescientas canciones. Con Los Rápidos, Los Burros, El Último de la Fila y, finalmente, en solitario, cuando se disolvió a mediados de los noventa del grupo que capitaneaba junto a Quimi Portet. Sobre aquella ruptura de El Último de la Fila, en 1998, dice: “El discurso se había agotado”. Juntos tocaron el cielo. Hacían pop-rock en español. Desde Cataluña. Hay quien aún ve en aquella música una reivindicación del orgullo charnego. En 1988, el grupo comenzó a sonar en todas partes. A llenar estadios y plazas de toros. Organizaron una gira extenuante de más de cien conciertos. Tras el pelotazo, a García le diagnosticaron depresión. Se recluyó en casa. No salió en tres meses. “No estaba preparado”. La fama siempre ha sido el precio por hacer lo que le gusta. Componer. Grabar. Salir de gira. “La música es plenitud de vida”, suele decir. La fama, al parecer, no.
En su juventud fue diseñador
gráfico; dibujó unas 700 carátulas
de casetes para gasolinera
Durante el paseo, se detiene una decena de veces para hacerse fotos con los tras*eúntes. Va desgranando su método para escribir canciones. No hay regla fija. En su casa tiene un pequeño estudio de grabación. Dice que sabe lo justo de tecnología para poder abrir una pista y grabarse. Lanza un ritmo. Añade guitarras. Un teclado. Y coloca encima una melodía de voz. “Un vikingo”, lo llama. Porque la canta en un inglés falso. Pone un ejemplo: “Uen shei van duma ni criyar”, canta en la calle. “Que no significa nada. Y luego toca hacer el crucigrama, ir rellenando sílabas”. A menudo, sus letras parecen frases sueltas. “Son flases”, dice. “Yo vivo. Y mientras, voy apuntando cosas, reflexiones, pequeñas tontunas. Voy al cine, por ejemplo, con mis palomitas, y flipo, me impacta, y salgo y digo ‘¡taxi!’, y me vengo corriendo a casa y me sale la canción entera. Entro en un bucle raro. Es una necesidad. Hablar con el mundo y vomitar mis pedradas”. Una de estas pedradas son los indios de Norteamérica. Es capaz de hablar de ellos durante casi quince minutos sin tomar aire. “Hay algo en su búsqueda sencilla”, dice en un momento dado, “de un mundo más natural y salvaje, más duro en el sentido físico, pero emocionalmente más pleno. Y con una información limitada, de 40 kilómetros a la redonda. Lo otro, son rumores, acontecimientos que llegan cuando ya han pasado. Otra de las cosas que me atruena es la cantidad de información a la que me veo sometido. Por voluntad propia. Soy el primero que abro un diario. Quiero ver las noticias, sus mentiras, dónde hay un atisbo de verdad, quiero juzgar a mi manera el mundo… Pero la información es brutal. Estás enterándote de cosas que suceden en Alaska, Turquía, Albacete. Es inabarcable. Y mi cerebro de pequeña hormiga, acaba estallando. Entonces me refugio en mi guitarra, mis canciones, mis cuadros. ¡Por favor, dejadme tranquilo! Y tengo que participar en esta cacofonía intergaláctica a mi manera, con cuatro acordes. ¡Yo también os daré el ****** a vosotros, macho cabríoes, me queréis hundir!”. Comienza a reírse de forma nerviosa. “¡Ja ja ja! Ay, señor”.
ampliar foto
Gregori Civera
Sea como sea, sus pedradas, por lo general, enganchan con el público. Manolo García ha vendido algo más de cinco millones de discos, repartidos más o menos al 50% entre su carrera como solista y las tres formaciones anteriores. Ha tocado cerca de 1.600 conciertos desde los setenta. Su mayor éxito, con diferencia, es la canción Pájaros de barro, contenida en su primer disco en solitario (Arena en los bolsillos, 1998). Podría haberse retirado después de publicarla. Lo que ocurrió con aquel tema “es un milagro”, dice. En ella habla de mapas, del tiempo que se escapa. “De mi condición de nómada”, resume. Sus temas recurrentes. García lleva siempre a la espalda una mochila de montañero que le confiere cierto aire vagabundo. Nos muestra el contenido: una linterna, pilas, unas gafas de sol y una gorra para camuflarse, un par de libros –siempre dos “por si llega el fin del mundo”–, un lápiz, una goma de borrar, y también una goma elástica como las que anudan los practicantes alrededor del brazo. Se explica: es para el tirachinas. La acaba de comprar en la farmacia. La anterior se le ha secado. Suele usar el artefacto cuando visita el pueblo. Una cuerda extendida y 10 platos de café colgados con pinzas. Su padre rompía 10 de 10. Él no es tan preciso. Pero necesita este tipo de refugios para sobrevivir. “La patria es la infancia”, es una de sus frases.
Respeto que muchos sueñen con un estado independiente. nací en Cataluña y me siento catalán. Pero también de Albacete”
La patria. Solo volverá a hablar de ella durante el almuerzo en un restaurante de menú adosado al Centro jovenlandesal y Cultural del Poblenou, en cuyo teatro dio el primer concierto de su vida cantando con un coro (se desmayó en la actuación). Irá entrando en materia política, primero hablando en general, más adelante de Cataluña. Se muestra furioso. Menciona la prepotencia y la chulería, incluso la megalomanía de muchos representantes públicos acomodados en su “poltrona”. Y hasta tal punto se indigna y lanza improperios, que unos días después quiso matizar sus palabras a través de un correo electrónico, también reivindicativo, pero mucho más suave y formal: “Se les llena la boca con la palabra democracia, pero una vez conseguido el poder no hay responsabilidad hacia lo prometido. En sus respuestas se ve que nos tratan como gente. (…) No se les puede dejar solos; hay que leerles la cartilla constantemente. Cómo no va a haber indignación. Lo que es un milagro es que la gente no haya salido en masa a la calle”. Y sobre Cataluña, cuestión en cuyo fango se mete de lleno en el almuerzo, hablando en primera persona como charnego, también quiso atenuar días después: “Cuando oigo a Aznar asegurando que habla catalán en la intimidad o a Jordi Pujol, delante de 40.000 personas en Santa Coloma, diciendo: ‘A mí también me gustan los Chunguitos, los oigo en mi casa’, siento vergüenza ajena. Me asombra el cinismo que puede tener un político con tal de aferrarse al poder. (…) La gente tiene derecho a opinar. En Suiza no se mueve una piedra sin que el pueblo opine y nadie se rasga las vestiduras. (...) Entiendo que el Gobierno se horrorice ante la idea de perder una de las vacas que dan más leche. A la vez, respeto que una cantidad importante de personas sueñen con un Estado independiente. (…) He nacido en Cataluña y me siento catalán. Pero también me siento de Albacete”.
Tras la disertación política, con los cafés, regresa a la mesa la cuestión de la fama y el anonimato. Manolo García bebe una manzanilla. Dice: “No tengo ningún poder mediático, no muevo programas del corazón. Mi objetivo lo he dejado claro siempre: no quería ser famoso, quería ser músico y estoy enrocado en eso. Llevo una vida normal, busco reductos para huir un poco. Mi padre era labrador, luego obrero, gente normal. El mundo está hecho de gente normal. Y a mí me da vergüenza ser un poquito diferente. En los conciertos, me bajo y me meto entre el público. No quiero tener Wikipedia. Y en varias canciones digo: ‘Nadie es mejor que nadie’. ¿Artur Mas es mejor que tú y yo? ¿El rey? ¿Obama? ¿El Papa? No. Probablemente tienen aerofagia, caries y halitosis, como todo hijo de vecino”. Al levantarse, dice que si prohibieran la música, sería pintor de brocha subida de peso. En ese momento, su camiseta exhibe un lamparón de pintura blanca. Se quita las gafas de ver, con un toque de coquetería, y posa en el interior del restaurante para una foto.
Manolo García: