Los otros infanticidios. Por Juan Manuel de Prada

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06 noviembre 2021

El horrendo infanticidio perpetrado en Lardero ha servido como excusa para reavivar diversos debates petulantes sobre la reinserción o la denominada (con oxímoron grotesco) "prisión permanente revisable". En cambio, se ha eludido otra vez el único debate serio que debería suscitarse en una sociedad civilizada. Observaba Chesterton con perspicacia que, a medida que provoca mayor escándalo la fin del culpable, se acrecienta la aceptación de la fin del inocente.

Cualquier civilización digna de tal nombre incorpora a su sistema punitivo la pena de fin para los crímenes más vitandos. Entre otras razones, porque la pena de fin es un castigo infinitamente menos cruel que la cadena perpetua y los demás subterfugios eufemísticos, como la absurdamente llamada "prisión permanente revisable". Pues lo que tales subterfugios crueles postulan es la plena disponibilidad de una vida hasta su consunción física; lo cual, por lo común, solo sirve para que el criminal se abrace con encono y resentimiento a su crimen, o sólo renuncie a él hipócritamente, para lograr su "reinserción". En cambio, la pena de fin evita al criminal vitando sufrimientos estériles y, sobre todo, le permite ganarse la salvación eterna, con tan sólo renegar de su crimen. Pero, como señalaba muy certeramente Léon Bloy, "la oposición creciente a la pena de fin es consecuencia natural del declinar de la fe en la vida eterna".

Cuando la pena de fin nos perturba más que los crímenes que la justifican, es porque en el fondo ya nos han dejado de perturbar los crímenes, incluso porque los crímenes han empezado a complacernos secretamente. Por supuesto, nuestra época infiernada o tiene cuajo suficiente para asesinar a los niños como lo ha hecho ese infanticida de Lardero, mirándolos a los ojos mientras los estrangula; prefiere matarlos de formas más elusivas o cobardonas, evitando que griten o pataleen. Y no se limita a apiolar tan sólo sus cuerpos, como ha hecho ese infanticida, sino que procura también apiolar sus almas, en cumplimiento de aquella sobrecogedora advertencia evangélica (Mt 10, 28). Durante miles de años, los infanticidios elusivos o cobardones se han perpetrado cuando los niños aún se gestaban en el vientre de sus madres; pero de este modo no lograban apiolar sus almas. Por eso nuestra época infiernada ha ideado la aberración mucho más vitanda del tras*generismo, que a la vez permite pervertir las almas cándidas de los niños, infiltrándolas de anhelos aberrantes, y destruir sus cuerpos, hormonándolos, mutilándolos hasta convertirlos en adefesios o caricaturas vivientes. Una época infiernada que contempla con complacencia esta abominación no puede reaccionar civilizadamente ante crímenes vitandos como el del infanticida de Lardero.

Y es que una época infiernada como la nuestra anhela ante todo la fin de las almas. Por eso no brinda al infanticida la posibilidad de salvarse mediante la pena de fin; por eso a los niños los pervierte, mientras hormona y mutila sus cuerpos.

 
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