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Madmaxista
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Una veintena de menores magrebíes, tutelados por la Comunidad de Madrid, delinquen «colocados» a diario tras inhalar una sustancia altamente tóxica.
El colocón apenas les cuesta tres euros. Son peligrosos, se sienten impunes y no parecen tener control. Pese a que pocos escapan de su actividad delictiva, las personas mayores y los grupos de adolescentes suelen ser sus víctimas predilectas. Entre su sarta de tropelías diarias destacan los robos con intimidación, la quema de contenedores y la violencia gratuita. Cargados con botes de disolvente y bolsas de plástico para inhalarlo, una veintena de menores forman la temida banda de los «niños del disolvente». El grueso del grupo, de origen joven, vive en las residencias de Primera Acogida de Hortaleza (Valdetorres de Jarama, 1) e Isabel Clara Eugenia (Mar Caspio, 8), desde donde salen cada día para desgracia de un vecindario que, harto de la delicada situación, pide con desespero una rápida solución.
Los mayores, entre los 14 y los 17 años, entran y salen del centro de Hortaleza con total libertad; mientras que los pequeños, de menos de 14, hacen lo propio del Clara Eugenia. Si las puertas están cerradas, saltan el muro de los patios sin que ningún trabajador pueda hacer nada por impedírselo. Se mueven a sus anchas por la zona, pero también en el entorno de Arturo Soria, Pinar del Rey, San Lorenzo y Villa Rosa. «No respetan nada», protestan dos mujeres frente a la puerta del parque colindante a los dos «fortines» de los adolescentes. Allí, varios de ellos esperan desafiantes el paso de los viandantes. «¿Tienes un cigarro?», reclaman a todo el que pasa, en lo que muchos afectados señalan como la antesala de gran parte de los ataques. Para colmo, hay veces que se les puede ver con cuchillos u otros objetos punzantes.
El nombre de la «banda del disolvente» está más que justificado. Pese a la advertencia del envase -«puede ser mortal en caso de ingestión y penetración en las vías respiratorias»-, los menores consumen sin reparo esta sustancia tóxica. «Ves a los que tienen como mucho 13 o 14 años con unos colocones que casi no pueden ni andar», apunta Dolores, una inquilina de los bloques más próximos al parque Alfredo Kraus, a un lado del centro comercial de Mar de Cristal. Por ese lugar, aparentemente tranquilo, raro es el día en el que no aparecen. «Hace dos tardes estábamos sentados en una de las mesitas cuando llegaron seis o siete y nos intentaron quitar lo que teníamos encima», remarcan tres jóvenes con poca pinta de dejarse amedrentar. «Nos enfrentamos a ellos y empezaron a lanzar piedras», prosiguen cansados de lidiar con la escena una y otra vez.
Botes de disolvente escondidos en un parque cercano
Lo cierto es que son numerosos los episodios violentos que esta banda juvenil ha protagonizado. Aunque los problemas vienen de lejos, en los últimos tiempos parecen haber rebrotado con fuerza. «Cada año entran chavales nuevos y desde hace meses pasan cosas casi todos los días», relata Javier Gallardo, quien desde su terraza ve a diario como se las gastan los malhechores: «La otra noche mi cuñado y yo salimos a gritarles porque iban saltando de techo en techo por los coches y nos contestaron “me gusta la fruta, bajad aquí si tenéis huevones”». Con una hija de once años, reconoce sentir miedo e impotencia, sobre todo, «porque a esta edad ya empieza a ir sola a clase».
Precisamente, a los once años fue asaltado el hijo de Fernando Pérez. En 2016 le rodearon junto a un amigo para arrebatarles los teléfonos móviles. «Mi hijo pudo escapar pero a su compañero si se lo quitaron. Los detuvieron y a las dos horas estaban otra vez en la calle», recuerda su padre, consciente de que el pánico entre la pandilla de su pequeño es tal que evitan salir por la zona del atraco: «Se van hacia el Palacio de Hielo porque no quieren pasar por lo mismo». A raíz de aquello, Fernando pidió permiso en la Junta del Distrito para convocar una manifestación. La marcha fue secundada por decenas de residentes, pero desde entonces la protesta se estancó.
Violencia extrema
Ahora, casi dos años después, los vecinos han estallado. La semana pasada se reunieron en la calle para hacer una recopilación de las denuncias presentadas y valorar en común los siguientes pasos a dar. «La impotencia es tal que ya no sabemos qué hacer», protesta Sandra García, agredida el pasado 8 de abril -día de su cumpleaños- por un grupo de nueve niños. «Salí con mi hermano a pasear al perro y vino uno a pedir un cigarro. Le dijimos que no teníamos y ya se acercaron los otros ocho», rememora sin saber en aquel momento lo que sufriría a continuación: «Llamamos a la Policía y salieron corriendo. Cogieron a cuatro y nos dijeron que estuviéramos tranquilos». Sin embargo, nada más retirarse los agentes, uno de ellos echó a correr hacia sus víctimas. «Agarró un palo y me tiró al suelo del golpe. Una patrulla vio la agresión y detuvo al atacante, que fue trasladado a las dependencias del Grupo de Menores de la Policía Nacional (Grume)», resume la afectada, aún a la espera de juicio.
Vecinos y afectados enseñan algunas de las denuncias presentadas contra los menores.
El hecho de que sean menores de edad, algunos incluso por debajo de los 14 y por tanto inimputables, complica sobremanera la labor policial. Las personas mayores, como Pilar Contreras, de 68 años, son su blanco preferido. «Me han asaltado dos veces, la primera me arrancaron la cadena que llevo en el cuello y se fueron. Pero la segunda, además del robo, me tiraron delante de mi marido», incide presa del pánico: «¿Qué si tengo miedo? En cuanto los veo empiezo a temblar».
Tampoco los jóvenes se libran de una violencia desmedida con duras secuelas físicas y psicológicas. A Vanesa le rompieron un diente, como bien refleja en su denuncia. Salía de trabajar y apenas le quedaban 50 metros para llegar a casa. «Noté como me cogían por el cuello», describe. Le quitaron el bolso y trataron de abrir su abrigo para ver si tenía algo más de valor. «Empecé a gritar y me metieron la mano en la boca. Yo les mordí y recibí un abrazo que me arrancó el diente de cuajo», prosigue a duras penas. Dos individuos fueron apresados: «Uno, mayor de edad, que está en la guandoca; y otro, de 17 años, que fue condenado a 24 meses en un centro de internamiento». El tercer implicado, dada su corta edad, ni siquiera pudo ser arrestado.
La quema de contenedores es otro de sus «pasatiempos», en ocasiones, con fatales consecuencias para los coches aparcados junto a los mismos. Por si fuera poco, según advierten en la barriada, los robos al descuido en determinados semáforos y la rotura de lunas también están a la orden del día.
Situación de desamparo
El descenso a los infiernos de estos chicos comienza en su país natal. Ya sea en patera o escondidos en los bajos de algún camión, la mayoría, al no llegar acompañados son declarados en situación de desamparo y es la Comunidad de Madrid quien se hace cargo de su tutela. Ingresan en centros como los de Hortaleza e Isabel Clara Eugenia, donde conviven con otros chicos que han sido víctimas de violencia de género o cuyos padres han perdido la custodia.
Dentro del Gobierno regional reconocen la llegada masiva de menores extranjeros no acompañados –los conocidos como MENA–, que se viene produciendo desde el año pasado. «En estos lugares suelen permanecer una media de tres meses. Posteriormente, pasan a residir en otros recursos residenciales», apuntan. Para facilitar su proceso de integración, la Comunidad lleva a cabo actuaciones en coordinación con otras instituciones, como Fiscalía de Menores, Policía y Ayuntamiento de Madrid.
Dos chavales saltan el muro del recinto a plena luz del día.
Hace dos semanas, el Sindicato de Enfermería Satse Madrid reveló el «abandono» del hospicio de Hortaleza, en el que «tanto los trabajadores como los propios menores viven en una situación crítica debido a las condiciones físicas y sanitarias del inmueble». En la denuncia, advertían de que «ante la inacción de la Consejería de Familia y Asuntos Sociales», los horarios son incumplidos por parte de los jóvenes tutelados. A mediados de marzo pasado, el Defensor del Pueblo pidió a la Comunidad información «más amplia» sobre la organización, funcionamiento y trato a los menores extranjeros no acompañados en el centro.
Cuestionados por este asunto, desde la propia Consejería replican que desde que pasó a depender de la Agencia Madrileña de Atención Social (AMAS), en enero de 2016, se han acometido distintas inversiones en materia de suministros, mejora de instalaciones y equipamiento, por un importe de 289.500 euros. A ello se añaden las operaciones, con carácter preventivo y periodicidad cuatrimestral, de desinsectación y desinfección; amén de la obra que actualmente se desarrolla en el edificio, con un desembolso de 130.000 euros.
Los «niños del disolvente» aterrorizan a Hortaleza: colocones, atracos, cuchillos y violencia gratuita
El colocón apenas les cuesta tres euros. Son peligrosos, se sienten impunes y no parecen tener control. Pese a que pocos escapan de su actividad delictiva, las personas mayores y los grupos de adolescentes suelen ser sus víctimas predilectas. Entre su sarta de tropelías diarias destacan los robos con intimidación, la quema de contenedores y la violencia gratuita. Cargados con botes de disolvente y bolsas de plástico para inhalarlo, una veintena de menores forman la temida banda de los «niños del disolvente». El grueso del grupo, de origen joven, vive en las residencias de Primera Acogida de Hortaleza (Valdetorres de Jarama, 1) e Isabel Clara Eugenia (Mar Caspio, 8), desde donde salen cada día para desgracia de un vecindario que, harto de la delicada situación, pide con desespero una rápida solución.
Los mayores, entre los 14 y los 17 años, entran y salen del centro de Hortaleza con total libertad; mientras que los pequeños, de menos de 14, hacen lo propio del Clara Eugenia. Si las puertas están cerradas, saltan el muro de los patios sin que ningún trabajador pueda hacer nada por impedírselo. Se mueven a sus anchas por la zona, pero también en el entorno de Arturo Soria, Pinar del Rey, San Lorenzo y Villa Rosa. «No respetan nada», protestan dos mujeres frente a la puerta del parque colindante a los dos «fortines» de los adolescentes. Allí, varios de ellos esperan desafiantes el paso de los viandantes. «¿Tienes un cigarro?», reclaman a todo el que pasa, en lo que muchos afectados señalan como la antesala de gran parte de los ataques. Para colmo, hay veces que se les puede ver con cuchillos u otros objetos punzantes.
El nombre de la «banda del disolvente» está más que justificado. Pese a la advertencia del envase -«puede ser mortal en caso de ingestión y penetración en las vías respiratorias»-, los menores consumen sin reparo esta sustancia tóxica. «Ves a los que tienen como mucho 13 o 14 años con unos colocones que casi no pueden ni andar», apunta Dolores, una inquilina de los bloques más próximos al parque Alfredo Kraus, a un lado del centro comercial de Mar de Cristal. Por ese lugar, aparentemente tranquilo, raro es el día en el que no aparecen. «Hace dos tardes estábamos sentados en una de las mesitas cuando llegaron seis o siete y nos intentaron quitar lo que teníamos encima», remarcan tres jóvenes con poca pinta de dejarse amedrentar. «Nos enfrentamos a ellos y empezaron a lanzar piedras», prosiguen cansados de lidiar con la escena una y otra vez.
Botes de disolvente escondidos en un parque cercano
Lo cierto es que son numerosos los episodios violentos que esta banda juvenil ha protagonizado. Aunque los problemas vienen de lejos, en los últimos tiempos parecen haber rebrotado con fuerza. «Cada año entran chavales nuevos y desde hace meses pasan cosas casi todos los días», relata Javier Gallardo, quien desde su terraza ve a diario como se las gastan los malhechores: «La otra noche mi cuñado y yo salimos a gritarles porque iban saltando de techo en techo por los coches y nos contestaron “me gusta la fruta, bajad aquí si tenéis huevones”». Con una hija de once años, reconoce sentir miedo e impotencia, sobre todo, «porque a esta edad ya empieza a ir sola a clase».
Precisamente, a los once años fue asaltado el hijo de Fernando Pérez. En 2016 le rodearon junto a un amigo para arrebatarles los teléfonos móviles. «Mi hijo pudo escapar pero a su compañero si se lo quitaron. Los detuvieron y a las dos horas estaban otra vez en la calle», recuerda su padre, consciente de que el pánico entre la pandilla de su pequeño es tal que evitan salir por la zona del atraco: «Se van hacia el Palacio de Hielo porque no quieren pasar por lo mismo». A raíz de aquello, Fernando pidió permiso en la Junta del Distrito para convocar una manifestación. La marcha fue secundada por decenas de residentes, pero desde entonces la protesta se estancó.
Violencia extrema
Ahora, casi dos años después, los vecinos han estallado. La semana pasada se reunieron en la calle para hacer una recopilación de las denuncias presentadas y valorar en común los siguientes pasos a dar. «La impotencia es tal que ya no sabemos qué hacer», protesta Sandra García, agredida el pasado 8 de abril -día de su cumpleaños- por un grupo de nueve niños. «Salí con mi hermano a pasear al perro y vino uno a pedir un cigarro. Le dijimos que no teníamos y ya se acercaron los otros ocho», rememora sin saber en aquel momento lo que sufriría a continuación: «Llamamos a la Policía y salieron corriendo. Cogieron a cuatro y nos dijeron que estuviéramos tranquilos». Sin embargo, nada más retirarse los agentes, uno de ellos echó a correr hacia sus víctimas. «Agarró un palo y me tiró al suelo del golpe. Una patrulla vio la agresión y detuvo al atacante, que fue trasladado a las dependencias del Grupo de Menores de la Policía Nacional (Grume)», resume la afectada, aún a la espera de juicio.
Vecinos y afectados enseñan algunas de las denuncias presentadas contra los menores.
El hecho de que sean menores de edad, algunos incluso por debajo de los 14 y por tanto inimputables, complica sobremanera la labor policial. Las personas mayores, como Pilar Contreras, de 68 años, son su blanco preferido. «Me han asaltado dos veces, la primera me arrancaron la cadena que llevo en el cuello y se fueron. Pero la segunda, además del robo, me tiraron delante de mi marido», incide presa del pánico: «¿Qué si tengo miedo? En cuanto los veo empiezo a temblar».
Tampoco los jóvenes se libran de una violencia desmedida con duras secuelas físicas y psicológicas. A Vanesa le rompieron un diente, como bien refleja en su denuncia. Salía de trabajar y apenas le quedaban 50 metros para llegar a casa. «Noté como me cogían por el cuello», describe. Le quitaron el bolso y trataron de abrir su abrigo para ver si tenía algo más de valor. «Empecé a gritar y me metieron la mano en la boca. Yo les mordí y recibí un abrazo que me arrancó el diente de cuajo», prosigue a duras penas. Dos individuos fueron apresados: «Uno, mayor de edad, que está en la guandoca; y otro, de 17 años, que fue condenado a 24 meses en un centro de internamiento». El tercer implicado, dada su corta edad, ni siquiera pudo ser arrestado.
La quema de contenedores es otro de sus «pasatiempos», en ocasiones, con fatales consecuencias para los coches aparcados junto a los mismos. Por si fuera poco, según advierten en la barriada, los robos al descuido en determinados semáforos y la rotura de lunas también están a la orden del día.
Situación de desamparo
El descenso a los infiernos de estos chicos comienza en su país natal. Ya sea en patera o escondidos en los bajos de algún camión, la mayoría, al no llegar acompañados son declarados en situación de desamparo y es la Comunidad de Madrid quien se hace cargo de su tutela. Ingresan en centros como los de Hortaleza e Isabel Clara Eugenia, donde conviven con otros chicos que han sido víctimas de violencia de género o cuyos padres han perdido la custodia.
Dentro del Gobierno regional reconocen la llegada masiva de menores extranjeros no acompañados –los conocidos como MENA–, que se viene produciendo desde el año pasado. «En estos lugares suelen permanecer una media de tres meses. Posteriormente, pasan a residir en otros recursos residenciales», apuntan. Para facilitar su proceso de integración, la Comunidad lleva a cabo actuaciones en coordinación con otras instituciones, como Fiscalía de Menores, Policía y Ayuntamiento de Madrid.
Dos chavales saltan el muro del recinto a plena luz del día.
Hace dos semanas, el Sindicato de Enfermería Satse Madrid reveló el «abandono» del hospicio de Hortaleza, en el que «tanto los trabajadores como los propios menores viven en una situación crítica debido a las condiciones físicas y sanitarias del inmueble». En la denuncia, advertían de que «ante la inacción de la Consejería de Familia y Asuntos Sociales», los horarios son incumplidos por parte de los jóvenes tutelados. A mediados de marzo pasado, el Defensor del Pueblo pidió a la Comunidad información «más amplia» sobre la organización, funcionamiento y trato a los menores extranjeros no acompañados en el centro.
Cuestionados por este asunto, desde la propia Consejería replican que desde que pasó a depender de la Agencia Madrileña de Atención Social (AMAS), en enero de 2016, se han acometido distintas inversiones en materia de suministros, mejora de instalaciones y equipamiento, por un importe de 289.500 euros. A ello se añaden las operaciones, con carácter preventivo y periodicidad cuatrimestral, de desinsectación y desinfección; amén de la obra que actualmente se desarrolla en el edificio, con un desembolso de 130.000 euros.
Los «niños del disolvente» aterrorizan a Hortaleza: colocones, atracos, cuchillos y violencia gratuita