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Los jovenlandeses de Filipinas: la guerra más larga y cruel librada por España en toda su historia.


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Julio Albi de la Cuesta publica ‘jovenlandeses’, una monumental obra sobre la lucha contra una sociedad dedicada a la esclavitud que desangró Manila y exigió métodos extremos.



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En septiembre de 1861, el teniente de navío José de Malcampo estampó la proa de su buque contra una fortaleza pirata de siete metros de alto en Pagalugán (Mindanao). Lo hizo sin vacilar, con las máquinas de su vapor al máximo y listo para el abordaje. A continuación, el gaditano encabezó un asalto donde recibió un tiro en el pecho y casi muere, pero al final logró tomar la base enclavada en la jungla.


El oficial se encendió un puro con toda parsimonia, no solo para celebrar la victoria, sino para ver si el humo le salía por la herida, una forma nada corriente de diagnosticar una posible perforación. Solo con tipos y métodos así de extremos pudo España sostener tres siglos de pulso con los temidos jovenlandeses de Filipinas.

Casco de cuero de unos piratas.


cuero de unos piratas.
Valiéndose de las palabras que ellos conocían, los primeros españoles en Filipinas denominaron como jovenlandeses a los saqueadores fiel a la religión del amores que operaban, principalmente, desde las islas de Mindanao y de Joló en esta región del mundo y cuya historia global recoge Julio Albi de la Cuesta en el libro ‘jovenlandeses: España contra los piratas fiel a la religión del amores de Filipinas’ (Desperta Ferro Ediciones).


Los españoles cruzaron todo un océano para toparse en Filipinas con un enemigo tan familiar como inesperado. «Se creyó, en algún momento absurdo, que eran fiel a la religión del amores convertidos por los turcos supervivientes de Lepanto, que habían llegado hasta allí huyendo del Mediterráneo. Era la única explicación que se les ocurrió a los españoles al hecho de encontrarse a unos señores que adoraban a Alá en mitad del Pacífico», afirma Albi de la Cuesta .

Una causa perdida

Este diplomático de profesión con una irresistible atracción por los ejércitos malditos y las causas perdidas esclarece en su obra los complicados orígenes de Filipinas, la posesión de ultramar más particular de España. «Era un mundo lejano, ajeno, donde era dificilísimo llegar y muy fácil perder la vida por el camino», señala el autor de ‘jovenlandeses’ sobre los problemas de una tierra inmune al mestizaje tan característico de los españoles y que siempre vivió bajo mínimos.



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Julio Albi, en una fotografía de archivo. - Alberto Fanego.

Los más de 11.000 kilómetros de «la navegación más larga y terrible del mundo», que la apertura del canal de Suez alivió muy poco, hizo que fueran escasos los españoles que se mostraron dispuestos a afincarse en un lugar bautizado como «las galeras de España», a modo de remoto purgatorio. Aún siglos después, las noticias del alzamiento del 2 de Mayo no se supieron en Filipinas hasta el año siguiente.

A las epidemias, los problemas demográficos, los terremotos, la falta de oportunidades y las incursiones holandesas se sumó la necesidad de mantenerse siempre en guardia frente a los ataques piratas. Los jovenlandeses conformaban una sociedad guerrera dedicada a esclavizar a otros pueblos. Los cautivos cultivaban sus campos , recogían sus productos ambicionados en los mercados chinos, como las aletas de tiburón, y completaban sus tripulaciones.

Por mares sembrados de arrecifes coralinos y de bancos de arena; por junglas impenetrables, inundadas de trampas y enfermedades, la lucha contra las embarcaciones jovenlandesas, tan ligeras que parecían volar sobre el agua, resultaba una pesadilla para los españoles, incapaces de vigilar las 7.000 islas filipinas. El colofón a los enfrentamientos era el desembarco contra fuertes casi invulnerables a la artillería y defendidos en última instancia por «juramentados», precursores de los terroristas suicidas. Hubo casos de combates de este tipo en los que los jovenlandeses se empalaban deliberadamente en la bayoneta de los soldados al servicio de España, para acercarse más a ellos y poder asestarles el mandoble.


En el siglo XVII una serie de audaces capitanes españoles lograron arrinconar a los piratas en sus nidos y acercar una victoria que no volvió a estar al alcance europeo hasta pasadas generaciones. Los españoles decidieron replegarse a puestos defensivos ante la amenaza de un señor de la guerra de China, que a punto estuvo de lanzar una oleada turística masiva sobre Filipinas . «Los gobernantes españoles respondieron a una amenaza terrible en función de la mínima capacidad de resistencia que tenían a su alcance. Se perdió todo lo conquistado por una oleada turística que no llegó a producirse», apunta el autor de un libro que viene a llenar un vacío historiográfico que, desde 1888, cuando José Montero y Vidal publicó su ‘Historia de la piratería malayo-mahometana en Mindanao, Joló y Borneo’, ha sufrido el periodo.

Ataque a la isla y fuerte de Balanguingui.


Ataque a la isla y fuerte de Balanguingui.
Sin una escuadra estable que hiciera frente a las numerosas y ágiles embarcaciones piratas, las islas españolas más aisladas se atrincheraron entre estacadas y baluartes bajo las órdenes de frailes trabucaires, mientras que una improvisada flota corsaria, la Marina Sutil, nombre que le venía de su condición de fuerza «ligera», «ingeniosa», hizo frente como pudo a los jovenlandeses valiéndose de métodos igual de expeditivos. «Fue muy criticada porque era una estructura extraña, una medida no deliberada, ni siquiera ideal, pero la única posible para sostener las incursiones», reconoce Albi de la Cuesta. Por fortuna para los españoles, las rencillas internas entre príncipes jovenlandeses, que acabaron con la sonada defección de uno de ellos, bautizado como Fernando I a en honor de Fernando VI de Borbón, evitó que Filipinas entera acabara arrasada.

La Marina Real, ocupada en mantener la comunicación entre España y América, no hizo acto de presencia en estas aguas hasta avanzado el siglo XIX. Si fue posible mantener una guerra tan larga a pesar de todo fue gracias a la lealtad de la población indígena, que conformaban el grueso de los soldados y marinos que defendían la soberanía española del Archipiélago. «Todo el sistema se basaba, como en América, en la lealtad de los locales . Si se hubieran producido levantamientos, España no hubiera sido capaz de hacerles frente», apunta.

«Todo el sistema se basaba, como en América, en la lealtad de los locales. Si se hubieran producido levantamientos, España no hubiera sido capaz de hacerles frente»
En todos los siglos de presencia europea no se conoció un solo motín producido entre estas fuerzas. Incluso cuando Manila, la «Perla de Oriente», fue momentáneamente conquistada por los británicos, el resto de territorios se mantuvieron fieles a España y no se produjo el colapso esperado, como en otros imperios extranjeros. Los filipinos defendían las costas y hasta luchaban por España en la Conchinchina, equivalente hoy a lugar remotamente perdido. No se conoció un solo motín de esta marina en todos los siglos de presencia europea.


El cambio de banderas
Con la llegada del vapor y los fusiles modernos, España redujo a su mínima expresión las razias de los piratas. Para entonces, Filipinas había encontrado su lugar en la Monarquía hispánica con las exportaciones de tabaco y una economía que ya no dependía del famoso galeón de Manila, que durante siglos fue el buque con el cargamento más rico del mundo. El incremento en un 600% de las exportaciones entre 1841 y 1890 enriqueció no solo a los comerciantes españoles, chinos, norteamericanos y británicos que revoloteaban en torno a Manila, sino también a una clase media local que creció al calor de un sistema educativo y un nivel de vida muy altos para la zona.

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Las tornas cambiaron y fueron los fiel a la religión del amores, y no los cristianos, los que empezaron a temer por la seguridad de sus poblados. España organizó expediciones reales directamente contra el corazón del poder pirata a partir de 1876 . Con documentación inédita, Albi de la Cuesta ha reconstruido estas últimas aventuras españolas en el Pacífico, que incluyeron hazañas tan grandes como desmontar, trasladar a pulso y volver a montar buques de vapor a través de montañas de 700 metros de altitud para surcar el lago de Lanao, en el epicentro de la isla de Mindanao.



«La presencia de más de tres siglos en el Pacífico se quedó al final reducida a una anécdota, la de los últimos de Filipinas»
Todos los esfuerzos se frustraron con el alzamiento de 1896, cuando ya se tocaba la victoria sobre los jovenlandeses con la mano. EE.UU., con más recursos tecnológicos y menos escrúpulos, heredó el problema. «Se quedaron horrorizados con los juramentados. Y contestaron con maldades que a nosotros ni se nos habían ocurrido, como enterrar a los fiel a la religión del amores junto a cerdos muertos para que se contaminaran para siempre», recuerda este miembro de la Academia de la Historia.

La nueva potencia en la zona usó la crueldad, las ametralladoras y una artillería más moderna para vencer a los jovenlandeses, que estaban muy debilitados tras sus últimos enfrentamientos con los españoles. «La presencia de más de tres siglos en el Pacífico se quedó al final reducida a una anécdota, la de los últimos de Filipinas, algo totalmente injusto y ofensivo para los miles de españoles que murieron allí defendiendo la bandera y cumpliendo las órdenes que recibían de las autoridades. No sé por qué tienen los españoles esta facilidad para para pasar página tan rápido con todo», concluye Albi de la Cuesta.

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