david53
Madmaxista
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- Un rico granero de insectos
- La ONU insta a comer insectos para combatir el hambre en el mundo
- ¿Cómo comeremos en 2050?
—¡Pom!
Con la habilidad propia de quien vive en medio del bosque amazónico, Melvin Amasifuen, un indígena de la etnia quechua-lamista acaba de partir, de un solo golpe de piedra, la fruta de una palmera denominada shapaja (Athalea phalerata). En medio de los restos medio astillados, de tonalidad marrón algo oscuro, de pronto emergen unos pequeños habitantes movedizos, de aspecto viscoso.
— ¿Alguien quiere probarlos?
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Un silencio incómodo se respira en esta sala de Promperú, el organismo del Estado encargado de promover al país en el exterior, hasta que, por fin, algunos se deciden y comienzan a degustarlos. Tienen un sabor dulce, que recuerda al del coco, y una consistencia delicada. Bajan por el paladar sin problemas, sin drama, suavemente.
Son ricos, al fin, con lo que desafían al sentido común urbanita que ve con ardor de estomago la posibilidad de ingerir insectos. Amasifuen se come uno, y otras personas también.
La escena se produce durante la presentación del libro Sabrosos insectos peruanos. Michel Sauvain, un químico farmacéutico francés que es director de investigación del Instituto de Investigaciones para el Desarrollo (IRD, por sus siglas en francés), insiste en la riqueza nutritiva de cualquier, digamos, bicho que pueda devorarse: “Tienen una cantidad de proteínas que son bastante saludables y un contenido de aminoácidos que es el que necesitamos”. Habla del curo (gusano en idioma quechua), así como del gorgojo, ese intruso que a veces se encuentra entre el arroz.
Las investigaciones científicas que él hace en la Universidad Peruana Cayetano Heredia (UPCH) confirman eso que, en un mundo de hamburguesas y otras chatarras, no suena creíble: comer insectos es más saludable y sostenible que comer res, aves, cordero, incluso pescado. Los indígenas peruanos como Amasifuen lo saben, y por eso los tienen en su mesa desde hace siglos.
Algunos gusanos tienen 65% de grasas, 31% de proteínas, 1.4% de fibras y 0% de carbohidratos. El suri, otra larva comestible que también vive en algunas especies de palmeras, tiene 46 % de grasas, 28% de proteínas, 4.5% de fibras y 19% de carbohidratos.
“Tenía el bicho en la cabeza”
“Un deportista que quiere tener una buena dieta, en vez de comprar polvos en tiendas especializadas, mejor que coma insectos”, sentencia Sauvain con científica convicción. También explica que es saludable engullirse al despreciado gorgojo, que en este ritual de entomofagia (comer insectos), ha sido presentado por los cocineros peruanos frito, sobre unas hojuelas dispuestas en unos platos al alcance de cualquier mano y apetito.
Un deportista que quiere tener una buena dieta, en vez de comprar polvos en tiendas especializadas, mejor que coma insectos
El Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONCYTEC) los convocó hace tres años para ver cómo se podía aprovechar mejor la biodiversidad y elevar aún más el nivel del arte culinario de este país. Palmiro Ocampo, un chef entusiasta, creativo como pocos, acudió al llamado, pensó primero en algas, pero de pronto dijo: “¡Insectos!”. Sí, la ruta entomofágica era lo que los llevaría hacia alternativas distintas.
“Tenía ese bicho en la cabeza”, recuerda, pues ya antes había visto, probado e incluso preparado algunos platos con insectos. Pero esto era algo más: se trataba de recoger lo que ya había, en el ecosistema cultural peruano, y potenciarlo. Para él, era perfecto, ya que es el impulsor de Ccori cocina óptima, un proyecto que implica usar esos recursos que, con frecuencia, se desechan alegremente. Como la pepa de la papaya, que puede molerse y usarse de condimento. En esta tarea, sin embargo, se trataba de asimilar las prácticas ya existentes, sobre todo en la selva peruana, para ponerlas al nivel de lo gurmet y al servicio de cualquier consumidor. Fue así como él, Sauvain y la doctora Rosario Rojas (otra investigadora de la UPCH) comenzaron a buscar un sitio donde encontrar el lazo con la tradición.
Ese lugar fue Rumicallpa, la comunidad quechua-lamista de Amasifuen, ubicada en el nor-oriente peruano. Allí, no solo comían el curo, sino también el suri y la auiua, ambos gusanos que también viven en las palmeras, así como la hormiga llamada siquisapa (hormiga culona en quechua), que suele comerse frita. No, no había que descubrir América precisamente. Había que escuchar, dialogar, andar, probar.
Insectos para todo el mundo
El comando culinario-entomológico entonces se echó a buscar los rastros de este consumo ancestral. Y un día casi mágico, según evoca Ocampo (“Me sentí como en Disneylandia”, afirma), se toparon en medio del campo con los curos, esos gusanos viscosos y deliciosos, que estaban dentro de frutos de shapaja caídos. Constataron, además, algo trascendental: para obtenerlos no había que tumbar palmera alguna.
Mientras que para conseguir el suri, que es de un consumo extendido en la Amazonía peruana, hay que tumbar especies de palmeras como el aguaje (Mauritia flexuosa), para ubicar al curo solo hay que estar atento a lo que la propia shapaja deja caer. “¡Era el bicho sostenible!”, comenta Ocampo. Era y es ese insecto cuya mayor extracción, si se hiciera popular en las mesas, no provocaría impactos ambientales catastróficos.
“No estás deforestando cuando lo sacas”, agrega Amasifuen, quien a la vez apunta que al tal gusano lo encuentras prácticamente todo el año. No ocurre como con la siquisapa, que aparece mayormente en septiembre, después de que una tormenta ha soltado relámpagos, truenos y agua. O como el propio suri, al que es más fácil encontrar en la época seca de la Amazonía, que va desde mayo a noviembre aproximadamente.
El curo no. Siempre está allí, solo hay que saber buscarlo y, además de su preparación tradicional indígena, puede servir, como explica Palmiro, para hacer dulces como el Piñamorusmashua, un combinado de piña, mashua (un tubérculo andino), mermelada de saúco y el gusano blanquecino. También da para preparar un plato salado con una salsa llamada pachikay, típica de la comida china. Es multiuso, en realidad.
Comer insectos, por añadidura, no es una práctica extraña, salvo para parte del llamado mundo occidental (sobre todo Estados Unidos y Europa). Según un informe de la FAO del 2013, las especies comestibles son cerca de 1.900 y las personas que los consumen alrededor de 2.000 millones, sobre todo en África, Asia y América Latina. En China, por citar un caso conocido, se come escorpiones, grillos, saltamontes, ciempiés.
Para no exprimir al planeta
Los miles de ejemplares de mosca soldado de color (Hermetia illucens) que tiene Sauvain en su laboratorio de la UPCH son también parte de la potencial dieta sostenible. Viven allí, son alimentados para que crezcan y, exhiben una productividad fabulosa. Una sola mosca pone 800 bemoles en un día, y de un gramo, en 10 días, se puede obtener cerca de cinco kilos de insectos de esta especie. Ningún mamífero, ave o pez hace eso.
“Nadie puede hacerlo igual”, enfatiza Sauvain, quien cuida a estas moscas como si fueran pollos de una granja. Los insectos, en efecto, se reproducen más rápido, son prolíficos, no necesitan cuidados excesivos. Mientras me sigue explicando la aventura culinaria, y científica, que implica entender esto las moscas pululan entre recipientes de vidrio, o en vasijas donde sus larvas se revuelcan entre el alimento que devoran.
Michel Sauvain, químico, y Palmiro Ocampo, chef. Romina Vera
Pero hay un añadido más: los insectos producen mucho menos gases de efecto invernadero, esos que calientan más la Tierra. Una vaca, por cada 10 kilos de proteína, produce 1.500 kilos de emisiones, un pollo 600, un insecto apenas 60. Algo similar pasa con el agua: para obtener un kilo de carne de vaca se necesita 15.000 litros de agua; para producir un kilo de harina de mosca soldado solo se necesitan 20 litros.
También, por supuesto, ocupan escaso espacio, no necesitan grandes instalaciones para vivir, y hasta suelen entrar gratis a tu casa. Se pueden alimentar de residuos biológicos y, por si fuera poco, hasta sirven para fabricar alimento concentrado para otros animales. En lugar de usar algunas especies de peces, que pueden consumirse directamente, para cebar ganado, se puede usar harina hecha de modestos insectos.
De allí que la FAO haya recomendado su consumo, para equilibrar la dieta humana, siempre y cuando se les obtenga preferentemente de bosques y no de tierras agrícolas contaminadas. Su consumo tiene pros y contras, claro, como señaló el Dr. Marc Dourojeanni en un artículo publicado en julio del 2013. Las langostas (que también son comestibles), advierte, pueden estar “abundantemente regadas con pesticidas”.
El futuro ya está aquí…
Y, por lo tanto, afectar severamente a quienes se las comen. Aún así, el migrar hacia una dieta más rica en insectos, en todo el planeta y no solo donde tradicionalmente se comen, es casi una necesidad. El Panel Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), acaba de recomendar, en agosto pasado, un cambio en nuestros modelos alimentarios “para combatir la crisis climática”.
Sus recomendaciones parecen dirigidas, sin querer queriendo, a que comamos más insectos: dietas equilibradas, basadas en alimentos que requieran menos tierra y agua, que no emitan tantos gases tóxicos que alimenten la crisis climática.
En el laboratorio donde trabaja Sauvain ese rumor de cambiar la dieta, inclusive con el propósito de amenguar el calentamiento global, se siente. Los insectos que están allí reproduciéndose guardan el secreto, en medio del olor penetrante del concentrado que devoran. Y quizás lo sabe también esa cucaracha invasora, que acaba de irrumpir en la escena, como si anunciara que, en unos años, será parte indispensable de nuestro menú.
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