HUEVOS PACO E HIJOS S.L
Honrado amaplantas
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Mi primo Rogelio se fue de retiro espiritual a Calcuta el año pasado, pero lo del monasterio hinduísta resultó ser un timo y al llegar a la dirección a la que le mandaron solo encontró una ruinosa cantina con un letrero en el que se leía "पको बार", es decir, "Bar Rajeesh" escrito en sánscrito.
Defraudado por la estafa, pero sin perder la fe en las buenas gentes de tan acogedor y espiritual país, Rogelio decidió adentrarse en el pintoresco establecimiento, con la esperanza de entablar conversación con el paisanaje. El bar tenía las paredes desconchadas y llenas de cagadas de mosca, fotos de estrellas de Bollywood y posters de leyendas indias del cricket. En las estanterías, botellas extrañas llenas de polvo, estatuillas de dioses hindús, fotos de la boda de Rajeesh y una vieja televisión, que emitía entre interferencias un informativo de la cadena pública del país. Por el suelo correteaban libremente cucarachas, escorpiones y otros insectos, mezclándose con los restos de comida, colillas de cigarro y envases desperdigados por doquier.
Cuatro shudras cincuentones con aspecto descuidado y la túnica llena de mugre eran toda clientela del local. Discutían animadamente sobre cricket, sin llegar a ponerse de acuerdo sobre si Panjeet Rajashmayana era mejor bateador que Ranjit Kaarasmahpali. Apenas eran las 10 de la mañana, pero los signos de ebriedad de los parroquianos resultaban evidentes. Al otro lado de la barra, un orondo, alopécico y bigotudo camarero de unos 60 años fregaba los platos en una pila que contenía agua de un tonalidad indescriptible. Los 5 hombres se sobresaltaron al ver entrar a aquel despistado occidental, dirigiéndole unas miradas cargadas de desconfianza. Se hizo el silencio.
Haciendo gala de sus rudimientarios conocimientos de hindi, adquiridos en un curso de CCC, Rogelio pidió al camarero que le sirviese una bebida típica. La clientela pareció sentirse aliviada, y reanudó su alegre cháchara deportiva como si nada hubiera pasado, limitándose a observar de reojo al recién llegado. El camarero, con una mueca de desaire, susurró el nombre de una extraña bebida local, y comenzó a llenar un vaso mellado y de aspecto mugroso con varios líquidos totalmente desconocidos para mi primo. Más tarde descubriría que el brebaje estaba compuesto por zumo de cucaracha voladora, aguardiente de cúrcuma y orina de vaca fermentada. Una gota de sudor de su frente cayó dentro del vaso, que sirvió golpeando la cochambrosa barra con el recipiente, para después exigir el pago de una sospechosamente alta cantidad de rupias.
Como no podía ser de otro modo, el delicado estómago occidental de Rogelio sufrió las consecuencias de haber introducido semejante bebedizo en sus entrañas. Mitad borracho, mitad delirando cual enfermo de malaria, mi primo apretó el ojo ciego y preguntó por el baño. Los demás clientes se echaron a reir, mientras que el camarero, malhumorado por la impertinencia del osado visitante, le indicó la salida trasera del local y le pidió que se marchase inmediatamente "si no quería que la furia de Krishna cayera sobre su estirpe por perturbar la tranquilidad de su bar". O eso le pareció entender...En realidad le estaba pidiendo que se fuese a soltar a la calle y que después volviera para lavarse las manos en la pila de los vasos.
La salida trasera resultó dar a una animada calle comercial a orillas del Ganges. Los puestos del mercadillo de ropa, comida y cds piratas de grandes éxitos del 2007 se alternaban con chabolas y viejos carteles de propaganda electoral. Justo en la orilla del río, una enorme fila de dravídicos culos expulsaba escopetazos de heces líquidas de tonalidad verdusco sobre las sagradas aguas, llenas de sarama e hinchados cadáveres putrefactos. Rogelio esperó un rato, dudando si debía soltar ahí o buscar urgentemente un baño convencional. Un súbito pedo con pegatina le convenció, y tras ver a un pescador retirarse con un cubo lleno de macilentos peces con un número de ojos variable, se hizo hueco y expulsó varias ráfagas de aguachirle excreméntico. Sintiéndose exhausto, se subió los pantalones, cagados de los tobillos al cinturón, y salió en busca de algo para reponer los líquidos perdidos.
Caminó durante unas dos horas, pero no encontró otra cosa que bares Rajeesh, todos idénticos al primero, con similar clientela y regencia. Por lo visto, un 94% de los bares de la India se llaman así y tienen unas características muy similares. A punto de desfallecer, entró en uno de ellos y pidió un vaso de agua y un plato de lo que parecía ser pollo tandori, que retozaba en el fondo de una sospechosa cazuela que estaba sin refrigerar sobre la barra. El agua, por decirlo suavemente, no era precisamente incolora, inodora e insípida. El pollo tandori no era precisamente del día, ni de la semana, posiblemente ni siquiera fuera del mes; quizás cuando el camarero le dijo que la comida "era de confianza" se refería a que aquella infecta comida llevaba con él varios años sin que nadie se atreviese a pedirla, y ya se sabe, el roce hace el cariño.
La consciencia de Rogelio se apagó al segundo bocado, perdiendo el conocimiento entre las risas de la clientela, que consideró aquello una muestra de lo blanditas que son las nuevas generaciones e inició una espiral de comentarios sobre cosas peores que esa que ellos habían hecho en su juventud sin que les pasara nada. Tras abofetearlo para intentar reanimarlo, fue desvalijado y abandonado junto a una leprosería cercana. Por suerte, un misionero estadounidense lo vio y lo recogió. Gracias a los contactos del sacerdote con una ONG de médicos que colaboraba con la leprosería, Rogelio fue atendido compasivamente, recobró el conocimiento al cabo de varias horas, y en cuestión de una semana estaba plenamente recuperado.
Tras varias semanas intentando ser atendido en el Consulado (qué mala suerte, siempre llegaba a la hora del café, fuese a la hora que fuese), mi primo consiguió ser repatriado, no sin antes comprometerse a pagar la deuda adquirida con el Gobierno de España por el traslado. Sin equipaje ni dinero, con 18 kilos menos, fui a buscarle al aeropuerto de Barajas. Su primera reacción fue decirme "tienes que ir Max, es la leche, he descubierto muchas cosas sobre sí mismo y he logrado empaparme de su cultura". Pero al cabo de unas pocas preguntas por mi parte, se derrumbó y me contó entre sollozos la historia que estáis leyendo.
Rogelio ya parece repuesto de aquello. Ha ganado algo de peso, su tez tiene buen aspecto y hace meses que no se despierta gritando en hindi en mitad de la noche. Pero no ha vuelto a soltar duro. A veces, sin saber por qué, siente un irrefrenable impulso de ir a defecar en la playa. Cuando deja la plasta en la arena, le parece escuchar a las bacterias fecales que se trajo como souvenir susurrándole "llévanos al bar Rajeesh, queremos morir en la tierra que nos vio nacer". Cuando entierra la ocre en arena, nota como poco a poco esas vocecitas se ahogan entre los granos de sílice. Pero sabe que volverán, que de nuevo tomarán el control de su cerebro y sus esfínteres. Y en esa tragedia cotidiana, mi primo Rogelio se va muriendo poco a poco por el ano.
Defraudado por la estafa, pero sin perder la fe en las buenas gentes de tan acogedor y espiritual país, Rogelio decidió adentrarse en el pintoresco establecimiento, con la esperanza de entablar conversación con el paisanaje. El bar tenía las paredes desconchadas y llenas de cagadas de mosca, fotos de estrellas de Bollywood y posters de leyendas indias del cricket. En las estanterías, botellas extrañas llenas de polvo, estatuillas de dioses hindús, fotos de la boda de Rajeesh y una vieja televisión, que emitía entre interferencias un informativo de la cadena pública del país. Por el suelo correteaban libremente cucarachas, escorpiones y otros insectos, mezclándose con los restos de comida, colillas de cigarro y envases desperdigados por doquier.
Cuatro shudras cincuentones con aspecto descuidado y la túnica llena de mugre eran toda clientela del local. Discutían animadamente sobre cricket, sin llegar a ponerse de acuerdo sobre si Panjeet Rajashmayana era mejor bateador que Ranjit Kaarasmahpali. Apenas eran las 10 de la mañana, pero los signos de ebriedad de los parroquianos resultaban evidentes. Al otro lado de la barra, un orondo, alopécico y bigotudo camarero de unos 60 años fregaba los platos en una pila que contenía agua de un tonalidad indescriptible. Los 5 hombres se sobresaltaron al ver entrar a aquel despistado occidental, dirigiéndole unas miradas cargadas de desconfianza. Se hizo el silencio.
Haciendo gala de sus rudimientarios conocimientos de hindi, adquiridos en un curso de CCC, Rogelio pidió al camarero que le sirviese una bebida típica. La clientela pareció sentirse aliviada, y reanudó su alegre cháchara deportiva como si nada hubiera pasado, limitándose a observar de reojo al recién llegado. El camarero, con una mueca de desaire, susurró el nombre de una extraña bebida local, y comenzó a llenar un vaso mellado y de aspecto mugroso con varios líquidos totalmente desconocidos para mi primo. Más tarde descubriría que el brebaje estaba compuesto por zumo de cucaracha voladora, aguardiente de cúrcuma y orina de vaca fermentada. Una gota de sudor de su frente cayó dentro del vaso, que sirvió golpeando la cochambrosa barra con el recipiente, para después exigir el pago de una sospechosamente alta cantidad de rupias.
Como no podía ser de otro modo, el delicado estómago occidental de Rogelio sufrió las consecuencias de haber introducido semejante bebedizo en sus entrañas. Mitad borracho, mitad delirando cual enfermo de malaria, mi primo apretó el ojo ciego y preguntó por el baño. Los demás clientes se echaron a reir, mientras que el camarero, malhumorado por la impertinencia del osado visitante, le indicó la salida trasera del local y le pidió que se marchase inmediatamente "si no quería que la furia de Krishna cayera sobre su estirpe por perturbar la tranquilidad de su bar". O eso le pareció entender...En realidad le estaba pidiendo que se fuese a soltar a la calle y que después volviera para lavarse las manos en la pila de los vasos.
La salida trasera resultó dar a una animada calle comercial a orillas del Ganges. Los puestos del mercadillo de ropa, comida y cds piratas de grandes éxitos del 2007 se alternaban con chabolas y viejos carteles de propaganda electoral. Justo en la orilla del río, una enorme fila de dravídicos culos expulsaba escopetazos de heces líquidas de tonalidad verdusco sobre las sagradas aguas, llenas de sarama e hinchados cadáveres putrefactos. Rogelio esperó un rato, dudando si debía soltar ahí o buscar urgentemente un baño convencional. Un súbito pedo con pegatina le convenció, y tras ver a un pescador retirarse con un cubo lleno de macilentos peces con un número de ojos variable, se hizo hueco y expulsó varias ráfagas de aguachirle excreméntico. Sintiéndose exhausto, se subió los pantalones, cagados de los tobillos al cinturón, y salió en busca de algo para reponer los líquidos perdidos.
Caminó durante unas dos horas, pero no encontró otra cosa que bares Rajeesh, todos idénticos al primero, con similar clientela y regencia. Por lo visto, un 94% de los bares de la India se llaman así y tienen unas características muy similares. A punto de desfallecer, entró en uno de ellos y pidió un vaso de agua y un plato de lo que parecía ser pollo tandori, que retozaba en el fondo de una sospechosa cazuela que estaba sin refrigerar sobre la barra. El agua, por decirlo suavemente, no era precisamente incolora, inodora e insípida. El pollo tandori no era precisamente del día, ni de la semana, posiblemente ni siquiera fuera del mes; quizás cuando el camarero le dijo que la comida "era de confianza" se refería a que aquella infecta comida llevaba con él varios años sin que nadie se atreviese a pedirla, y ya se sabe, el roce hace el cariño.
La consciencia de Rogelio se apagó al segundo bocado, perdiendo el conocimiento entre las risas de la clientela, que consideró aquello una muestra de lo blanditas que son las nuevas generaciones e inició una espiral de comentarios sobre cosas peores que esa que ellos habían hecho en su juventud sin que les pasara nada. Tras abofetearlo para intentar reanimarlo, fue desvalijado y abandonado junto a una leprosería cercana. Por suerte, un misionero estadounidense lo vio y lo recogió. Gracias a los contactos del sacerdote con una ONG de médicos que colaboraba con la leprosería, Rogelio fue atendido compasivamente, recobró el conocimiento al cabo de varias horas, y en cuestión de una semana estaba plenamente recuperado.
Tras varias semanas intentando ser atendido en el Consulado (qué mala suerte, siempre llegaba a la hora del café, fuese a la hora que fuese), mi primo consiguió ser repatriado, no sin antes comprometerse a pagar la deuda adquirida con el Gobierno de España por el traslado. Sin equipaje ni dinero, con 18 kilos menos, fui a buscarle al aeropuerto de Barajas. Su primera reacción fue decirme "tienes que ir Max, es la leche, he descubierto muchas cosas sobre sí mismo y he logrado empaparme de su cultura". Pero al cabo de unas pocas preguntas por mi parte, se derrumbó y me contó entre sollozos la historia que estáis leyendo.
Rogelio ya parece repuesto de aquello. Ha ganado algo de peso, su tez tiene buen aspecto y hace meses que no se despierta gritando en hindi en mitad de la noche. Pero no ha vuelto a soltar duro. A veces, sin saber por qué, siente un irrefrenable impulso de ir a defecar en la playa. Cuando deja la plasta en la arena, le parece escuchar a las bacterias fecales que se trajo como souvenir susurrándole "llévanos al bar Rajeesh, queremos morir en la tierra que nos vio nacer". Cuando entierra la ocre en arena, nota como poco a poco esas vocecitas se ahogan entre los granos de sílice. Pero sabe que volverán, que de nuevo tomarán el control de su cerebro y sus esfínteres. Y en esa tragedia cotidiana, mi primo Rogelio se va muriendo poco a poco por el ano.
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