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Las inmatriculaciones, el gran negocio de la Iglesia.
El Vaticano reconoció la soberanía del dictador Francisco Franco tras el final de la guerra civil y lo condecoró reconociendo al fascista como un elegido de Dios. Por ello, y por la gracia de Franco, la Iglesia fue colmada de regalos y privilegios: las inmatriculaciones.
La reforma que hizo Franco de la Ley Hipotecaria para beneficiar al clero en 1946, incluía en su artículo 206 –y el 304 del Reglamento que la desarrollaba– la equiparación de la Iglesia católica con una corporación pública a la hora de inscribir un bien inmueble. De esta forma, únicamente era necesaria la mera firma de un obispo, que actuaba como funcionario público, para que una propiedad fuera inscrita a su nombre.
Mientras que para cualquier ciudadano, la inscripción de un bien en el Registro era un proceso complejo, para la Iglesia se trataba de un sencillo trámite sin necesidad de darle publicidad ni de aportar ningún título que acreditara la propiedad.
En la jerga administrativa, inmatricular es inscribir un bien inmueble por primera vez e incorporarlo al Registro Público de la Propiedad. La Iglesia encontró en esta acción, el instrumento perfecto para incrementar su patrimonio inmobiliario a base de cementerios, pisos, huertos, parroquias, catedrales y otro tipo de propiedades que hasta ese momento pertenecían al pueblo o a particulares.
Franco murió, pero su ley siguió adelante porque había quien continuase su legado. Las matriculaciones siguieron desde 1975 hasta 78, y del 78 al 98 también se inscribieron bienes contra esta prohibición. Años después, el primer Gobierno de José María Aznar aprobó un decreto en 1998 en el que reformaba la ley para ampliar el privilegio. De esta forma, extendió la posibilidad de que la Iglesia hiciera suyos mediante esta vía los lugares de culto, hasta entonces al margen de la norma. A partir de esa fecha, las diócesis comenzaron a inscribir a su nombre parroquias, ermitas e incluso catedrales.
Tras la ampliación llevada a cabo por Aznar, la Iglesia comenzó a inscribir templos, parroquias o incluso catedrales con el único coste del pago de la tasa de inscripción. De esta manera, se inmatricularon algunos lugares especialmente emblemáticos y que reciben millones de visitantes al año por apenas 30 euros, entre ellos la Mezquita de Córdoba en 2006, la Giralda y la Catedral de Sevilla en 2010 o la Catedral de Zaragoza –conocida como la Seo–. A esta lista hay que sumar la Catedral de Valladolid, la del Buen Pastor de Donostia, la de Granada, Jaca y Málaga.
Este precepto fue derogado mediante la reforma de la Ley Hipotecaria de 2015, cuando se puso fin a este privilegio tras décadas de inmatriculaciones –la mayoría desconocidas– y los recurrentes avisos de inconstitucionalidad de numerosos juristas.
En total, ha inscrito como suyas, en dos décadas, 30.000 propiedades que van desde templos a casas parroquiales, o incluso fuentes y parques infantiles. Sin la publicación del listado de bienes adquiridos por la Iglesia de esta manera, Ayuntamientos o particulares no pueden reclamar la titularidad de esos bienes.
La Iglesia logró inscribir a su nombre estos miles de bienes de forma opaca y sin ningún control, algo que diversas organizaciones han denunciado como una «apropiación ilegítima«. Muchos de estas propiedades fueron posteriormente vendidas, con sus correspondientes ingresos por una cuantía desconocida.
Las inmatriculaciones, el gran negocio de la Iglesia - Contrainformación
El Vaticano reconoció la soberanía del dictador Francisco Franco tras el final de la guerra civil y lo condecoró reconociendo al fascista como un elegido de Dios. Por ello, y por la gracia de Franco, la Iglesia fue colmada de regalos y privilegios: las inmatriculaciones.
La reforma que hizo Franco de la Ley Hipotecaria para beneficiar al clero en 1946, incluía en su artículo 206 –y el 304 del Reglamento que la desarrollaba– la equiparación de la Iglesia católica con una corporación pública a la hora de inscribir un bien inmueble. De esta forma, únicamente era necesaria la mera firma de un obispo, que actuaba como funcionario público, para que una propiedad fuera inscrita a su nombre.
Mientras que para cualquier ciudadano, la inscripción de un bien en el Registro era un proceso complejo, para la Iglesia se trataba de un sencillo trámite sin necesidad de darle publicidad ni de aportar ningún título que acreditara la propiedad.
En la jerga administrativa, inmatricular es inscribir un bien inmueble por primera vez e incorporarlo al Registro Público de la Propiedad. La Iglesia encontró en esta acción, el instrumento perfecto para incrementar su patrimonio inmobiliario a base de cementerios, pisos, huertos, parroquias, catedrales y otro tipo de propiedades que hasta ese momento pertenecían al pueblo o a particulares.
Franco murió, pero su ley siguió adelante porque había quien continuase su legado. Las matriculaciones siguieron desde 1975 hasta 78, y del 78 al 98 también se inscribieron bienes contra esta prohibición. Años después, el primer Gobierno de José María Aznar aprobó un decreto en 1998 en el que reformaba la ley para ampliar el privilegio. De esta forma, extendió la posibilidad de que la Iglesia hiciera suyos mediante esta vía los lugares de culto, hasta entonces al margen de la norma. A partir de esa fecha, las diócesis comenzaron a inscribir a su nombre parroquias, ermitas e incluso catedrales.
Tras la ampliación llevada a cabo por Aznar, la Iglesia comenzó a inscribir templos, parroquias o incluso catedrales con el único coste del pago de la tasa de inscripción. De esta manera, se inmatricularon algunos lugares especialmente emblemáticos y que reciben millones de visitantes al año por apenas 30 euros, entre ellos la Mezquita de Córdoba en 2006, la Giralda y la Catedral de Sevilla en 2010 o la Catedral de Zaragoza –conocida como la Seo–. A esta lista hay que sumar la Catedral de Valladolid, la del Buen Pastor de Donostia, la de Granada, Jaca y Málaga.
Este precepto fue derogado mediante la reforma de la Ley Hipotecaria de 2015, cuando se puso fin a este privilegio tras décadas de inmatriculaciones –la mayoría desconocidas– y los recurrentes avisos de inconstitucionalidad de numerosos juristas.
En total, ha inscrito como suyas, en dos décadas, 30.000 propiedades que van desde templos a casas parroquiales, o incluso fuentes y parques infantiles. Sin la publicación del listado de bienes adquiridos por la Iglesia de esta manera, Ayuntamientos o particulares no pueden reclamar la titularidad de esos bienes.
La Iglesia logró inscribir a su nombre estos miles de bienes de forma opaca y sin ningún control, algo que diversas organizaciones han denunciado como una «apropiación ilegítima«. Muchos de estas propiedades fueron posteriormente vendidas, con sus correspondientes ingresos por una cuantía desconocida.
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