Eric Finch
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Historias de España: Las enfermedades de España
jueves, enero 30, 2014
Las enfermedades de España
Una vez, hace algún tiempo, estaba conversando con una amiga y compartiendo con ella mi pesimista visión de la Historia de España, lo cual equivale a decir nuestro presente. En un determinado momento, ella me vino a decir que no terminaba de entender, si yo le decía que España no había sido siempre una nación enferma de las dolencias que yo denunciaba, en qué momento exactamente había enfermado. Es una pregunta profunda y dificultosa de abordar. Pero precisamente por eso acabas dándole vueltas, y te salen algunas ideas. Por ahí va este post de hoy.
España comenzó a fracasar como proyecto estratégico en el momento en que no fue capaz de comprender la profundidad y permanencia del hecho de la Reforma. Hasta aquel momento, el mundo había girado de una determinada manera, en España y también fuera de ella. En Francia, los cátaros fueron exterminados hasta el último humano. Lo mismo le ocurrió a los albigenses, y a otros creyentes heréticos de los que poco o nada sabemos, precisamente porque les ha sido difícil, cuando no imposible, dejar trazas en el futuro. La mitad medieval existente en las personas de Isabel y Fernando (sobre todo de ella) se aprecia con claridad en el gesto de pretender que los pueblos pueden expulsarse de los territorios.
Ni Carlos I ni Felipe II entendieron nunca que, igual que el Barça es más que un club, la reforma luterana era algo más que una discusión teológica. Lutero no va, en realidad, de que no hay que destacar la figura de la Virgen y hay que defender la libre interpretación de la Biblia, y bla. Lutero va de conciencias emergentes en una Europa todavía no totalmente estructurada, que reclaman su lugar al sol (y que, además, pronto encontrarán en una de las tres potencias de referencia en el continente a un decidido aliado). Es relativamente fácil doblegar la voluntad de alguien que quiere creer que la Virgen María era zurda; pero doblegar la voluntad de alguien que se siente suabo, o zelandés, bávaro o catalán, es imposible. Imposible. El último estadista medieval (de momento) de la Historia, Iosif Stalin, creyó que enviando a pueblos enteros a la esquina más remota del patio siberiano lo lograría; y todo lo que consiguió es que, a día de hoy, 60 años después de su fin, los nietos de esos desplazados pongan bombas.
Pisar ese jardín sólo te puede llevar a consumir cantidades industriales de tiempo y cantidades industriales de dinero. Que es, exactamente, lo que le pasó a los Austrias españoles, que primero agotaron la Hacienda, luego agotaron la creatividad y el empuje de la nación que gobernaban y, finalmente, cuando ya lo habían estropeado todo, se agotaron ellos mismos como dinastía. Pero lo que no hicieron fue eliminar las trazas de libertad que la Edad Media le había legado a España. ¿La Edad Media y el Renacimiento, democráticos? Cierto que la afirmación merece una matización. Por democráticos, en realidad, hemos de entender todo, o casi todo, lo democráticas que podían ser unas sociedades que se organizaban por las reglas de aquéllas. Los españoles renacentistas no eran ni de lejos tan libres como lo podamos ser nosotros; pero eran libres a su manera. Muy especialmente, contaban con una institución, las Cortes, que no tenía nada de cosmética. Las Cortes de aquella España, cierto es, no podían aprobar la instauración de un seguro de desempleo; pero sí podían, y de hecho lo hicieron muchas veces, plantarle cara al rey, y negarle lo que les pedía. Canónica, en este terreno, es la reunión de un desesperado Felipe IV con los representantes aragoneses, a los que, como brillantemente cuenta Elliot en su libro sobre el conde-duque, acude para que le presten pasta con la que poder pagar sus guerras. Los catalanes le hacen, finalmente, volverse a Madrid de vacío.
Al juzgar hechos ocurridos hasta la llegada del siglo XIX, confundimos con mucha alegría la figura del rey con la figura del rey absoluto, sin darnos cuenta de que la simple necesidad de usar este adjetivo para designar el poder en determinados momentos históricos ya nos está dando la pista de que la expresión no se adapta plenamente a otras épocas.
Nuestra gran desgracia como españoles, que labra una de las dos grandes enfermedades que padecemos, es el agotamiento de la dinastía austriaca y la consecuente caída en los brazos del francés. Para entonces Francia, como nación, es un proyecto imperialista, centralista y, ésta vez sí, antiliberal, en el sentido de enemigo de la libertad de los ciudadanos. Y nos exporta su modelo. Felipe V, el agente de ese cambio, no convoca las Cortes ni una sola vez durante su largo reinado. Toda una declaración de intenciones. Unifica legislaciones, lo cual equivale a decir que unifica vasallajes, y diseña un proyecto de nación que no es España; es Francia. Acierta la derecha de este país cuando le argumenta a nuestros nacionalismos que España es la nación más antigua de Europa; pero calla, por interés propio, que durante mucho tiempo esa nación no fue la nación que ellos dicen que fue; en el simple y puro dato de que los nacionalismos periféricos españoles acabaron bajo el paraguas del carlismo, cuya ideología postulaba el regreso a esa nación antigua que hoy reivindican quienes da repelúsn de los movimientos centrífugos, está la prueba clara de que la tesis de la derecha es mercancía averiada. España debería ser un Estado federal, más que nada porque eso es lo que siempre ha sido.
España se convierte en Francia. Se convierte en un país con un poder fuertemente centralizado, lo cual quiere decir intensamente corrupto (nuestro siglo XVIII termina encontrándonos bajo la bota de un mastodóntico Bárcenas). Un poder inabarcable, sin fisuras, y absolutamente renuente a todo tipo de componenda. No pacta con nadie y a nadie escucha. Cuando Pedro el Cruel, que no era ningún maula que digamos, masculla la posibilidad de conseguir el apoyo inglés en su guerra civil contra Enrique de Trastámara, le ofrece a Londres poseer las tierras de Vizcaya; pero, como no puede ser de otra manera, lo consulta con aquéllos que van a ser, por así decirlo, regalados, y éstos, en un episodio que obviamente poco se quiere recordar hoy en eso que, decía Unamuno, sólo los orates llaman Euskadi, le obligan a jurar solemnemente que ni él ni sus descendientes separarán jamás a Vizcaya de Castilla. Esto ocurre un porrón de siglos antes de que otro rey español, pero ya pasado por el filtro cafetero de la forma francesa de hacer las cosas, entregue la nación, muy ufano, al invasor extranjero, a cambio de una finca en Fontainebleau y una cuadra de caballos. Pedro el Cruel tenía súbditos; Carlos IV tenía vasallos. Merci beaucoup, Francia de los huevones.
La consecuencia fundamental del afrancesamiento de España es que la nación aprende la norma básica que rige en París (también en sus periodos revolucionarios): el poder es para Uno. Y al Otro, si necesario, se lo apiola uno por las calles (como bien saben Gaspard de Coligny y los de Palacagüina). Nosotros veníamos de un tiempo en el que habíamos construido un sistema imperfecto (todos lo son), pero con elementos indudablemente propendentes al equilibrio de poderes. Pero el modelo francés, los largos años de Felipe V sin convocar Cortes ni Cristo que lo fundó, nos llevan por otro derrotero.
Las celebérrimas dos Españas nacen de la convicción que tienen los dos bandos distintos que rodean la cama de Fernando VII moribundo, en el sentido que aquél que gane anulará al otro, o por lo menos lo intentará. Para cuando enferma el Rey Felón, ese sentimiento ya está en nuestro ADN social, ya es parte de nosotros; llamamos españoles a los Borbones, que son franceses, y en el gesto adoptamos muchas más cosas que la consideración de una familia. Las fuerzas que están detrás de Don Carlos quieren reinar para reinstaurar la Institución y meter a España en la caverna; pero las fuerzas liberales, que en muchos libros hacen el papel de buenos angélicos, bambis de la libertad, no les van a la zaga a la hora de ser maniobreros, falaces, mentirosos, golpistas y crueles (porque los generales cristinos no habrían aguantado un Nuremberg sin acabar notando la soga en el gaznate).
A lo largo del convulso siglo XIX, los españoles vamos aprendiendo la idea de que la única forma de defender una idea es hacer que la contraria desaparezca de la faz de la Tierra. Como muy acertadamente decía Fernando Fernán Gómez, el deporte nacional español es el desprecio. Acusaba Machado al viejo espíritu castellano, del que, decía, desprecia cuanto ignora. Pero olvidó que la modernidad que sustituyó a ese espíritu castellano dejó de despreciar lo que ignoraba para pasar a despreciar a quien pensaba otra cosa, al discrepante; al Otro. Unamuno se refería a los bandos contendientes en la II República y la guerra civil que le siguió, hablando de los hunos y los hotros. Ambos, Fernán y Unamuno, hablan de lo mismo; hablan de la voluntad de exterminio del de enfrente; exterminio civil en tiempo de paz, exterminio físico en tiempo de guerra. El sustantivo no cambia porque muden los tiempos.
La imposición de un modo de hacer las cosas que no servía para dar cabida a todas las energías que albergábamos nos llevó a un sistema, que persiste a día de hoy, de hecho yo diría que está más vivo que nunca, por el cual todas esas energías aceptan participar en una pelea de machos alfa, en la que el ganador lo gana todo y el perdedor lo pierde todo. Es un sistema caduco, falso, aberrante, que en buena parte quienes nos colocaron han superado (que tiene bemoles), pero que nosotros hemos abrazado con la febril pasión del enfermo, porque estamos enfermos de ello. Estamos enfermos de sectarismo, de troleo; de desprecio. Si una canción nos gusta por encima de todas, es aquella de Abba que se llamaba The winner takes it all. Y es por eso que creemos en la democracia orgánica.
¿Eso no era una cosa de Franco? Pues no. La democracia orgánica, además de la forma que encontró un dictador (bueno, dos; también cuenta don Miguel) para no ser demócrata; además de la forma canónica de gestionar el poder de los Estados fascistas, además de todo eso, digo, es la forma de entender la democracia que tenemos nosotros, los españoles, a causa de lo mucho que nos mola este sistema de expolio que nace del desprecio al contrario. Cuando tenemos el poder, y en absoluta coherencia con los presupuestos de nuestro pensamiento, queremos ejercerlo. Hasta el final. Sin fisuras. Y, como consecuencia, no entendemos la democracia.
No podemos entender la democracia porque la democracia, antes que cualquier otra cosa, desde Solón hasta ayer por la tarde, es el respeto a las minorías. En democracia, las minorías respiran. En democracia orgánica (y no digamos en democracia popular, o sea el fistro comunista) hacen lo que las cucarachas del anuncio: mueren, y desaparecen. El enfermizo modo español de entender el poder nos lleva, no a respetar a las minorías, sino a exaltar las mayorías. Por eso, por ejemplo, un acto de puro matonismo como son los escraches nos parece, o le parece a tanta gente, la máxima expresión de la democracia: lo comete una mayoría (de indignados).
Recordemos: the winner takes it all. Como el ganador se lo ha de llevar todo, cuando se da una situación en la que el Otro se lleva algo, hay que inventar un sistema para que no se lo lleve; ese sistema es la democracia orgánica española, que nació en la guerra civil, en el bando republicano, cuando se decidió que todo, desde los gobiernos hasta los jurados populares, debería estar formado por una prorrata de los distintos poderes políticos y sindicales presentes.
Todo, en España, lo gobiernan representaciones vicarias de la parlamentaria. La radiotelevisión pública, que debiera ser en buena teoría un crisol de libertad, tiene un consejo de administración cuyos consejeros reproducen con precisión de cirujano la relación de fuerzas que los españoles han votado. Cuando llegan las elecciones, a nadie se le ocurre ni por asomo que sean los propios periodistas los que juzguen qué es lo más importante que ha ocurrido en la jornada electoral; ésta se relata respetando una estricta división por tiempos que reproduce fielmente la relación de fuerzas de la democracia orgánica; sólo que hemos cambiado la Familia, el Municipio y el Sindicato por: el que Gobierna, la Oposición, los Nacionalistas y el Resto (más el Sindicato, que sigue ahí).
La representación orgánica gobierna las comisiones ministeriales, la judicatura, los consejos audiovisuales, las comisiones de fiestas. Todo. El caso de los jueces es un buen ejemplo. Un día, los hunos ganan las elecciones, pero descubren que la mayor parte de los jueces son de los hotros. En un sistema democrático, esta diferencia se hubiera respetado. Pero no fue así. Lo que se hizo fue instaurar un sistema de representación orgánica partidaria, con mayoría, obviamente, de los hunos. The winner takes it all...
Somos una sociedad enferma porque no sólo vivimos en estas condiciones de baja calidad democrática, sino que nos encanta. Cada vez que perdemos el poder, no nos aplicamos a mejorar las cosas, sino, simple y llanamente, a recuperarlo. No nos preocupa que un conflicto sobre la construcción de un bulevar (repetimos: ¡un conflicto sobre la construcción de un bulevar!) tenga que terminar a palos, por la poca receptividad del hostiado, y las muchas ganas de hostiar de los hostiadores. Creamos un movimiento espontáneo, fresco y genial que quería cambiar la forma de hacer política y sobre todo el sistema electoral, un movimiento inclusivo hacia el cual, en sus primeras horas, sentía simpatía España entera; pero unos pocos meses después lo habíamos convertido en una movida para tratar de invadir el Congreso. O todo, o nada. Más de lo mismo.
Ésta es nuestra primera enfermedad. De la segunda enfermamos mucho antes de que llegaran los franceses. Enfermamos el martes por la tarde, en los tiempos escurialenses del rey Prudente probablemente, en que empezamos a abarcar más de lo que podíamos. Porque las sociedades desesperadas son la atmósfera que mejor respiran los poderosos. Lo mejor que le puede pasar a un millonario es que su nación esté en la quinta pregunta. Con la emisión masiva de juros, o sea de Deuda Pública, Felipe II consolidó, mucho más que el feudalismo, la existencia en España de una clase ociosa. Los condes medievales podían ser unos macho cabríoes, pero vivían en un mundo de cartas pueblas y behetrías y, además, hacían cosas por aquéllos que eran sus vasallos; fundamentalmente, defenderlos. El poderoso que nace en el Renacimiento ya no defiende a nadie, salvo a sí mismo, y engorda gracias a la desgracia de su nación, de sus gentes.
Aquella España en fase de desconchado alumbró la picaresca, que es la forma de protesta del pueblo llano hacia una situación que no le gusta y de la que se siente pagano. Por el camino, el español medio (o sea, el español básicamente pobre) desarrolla el relativismo jovenlandesal. Una premisa: las acciones malas pueden llegar a ser justificables; basta con que su intención sea buena.
Éste es el tipo de hilo argumental que se puede observar en España desde hace 600 años. Lo defendía ya la Inquisición; porque los padres inquisidores, contra lo que mucha gente cree, abominaban del espectáculo de humanos atados a un poste y ardiendo. Lo consideraban un espectáculo da repelúsnte y, de hecho, dedicaban muy a menudo epítetos no precisamente cariñosos a los morbosos que se trasladaban, terminados los autos de fe, a las periferias urbanas donde la justicia secular verificaba la tortura. Los inquisidores, pues, reputaban inhumano quemar judíos... pero, al tiempo, lo justificaban por el bien superior de la catolicidad de España. ¿Qué diferencia hay entre esta actitud y la del activista del 15-M que justifica las violencias de las manifestaciones con lo mal que está la cosa, lo hijaputa que es la Merkel y los bancos, lo mucho que se está puteando al humilde español? El mecanismo, insisto, es el mismo: la bondad del objetivo, o del motivo, justifica la antiestéticaldad de la acción.
El relativismo jovenlandesal es esa filosofía que convierte un acto jovenlandesalmente reprobable, el acto de robarle vino a un ciego, en un acto positivo, digno de encomio. Convierte una estafa, como la que comete Rodrigo Díaz de Vivar contra unos judíos, en un acto de justicia. Nosotros, los españoles, nos decimos que estamos en contra de la corrupción. Pero nos mentimos porque, en realidad, lo que hacemos es fomentarla, alimentarla, abonarla, acunarla. Los corruptos no son sino personas que hacen lo que hacen por motivos que a nosotros nos parecen criticables. Sin embargo, cuando alguien nos dice que los motivos por los que nosotros hacemos las cosas que hacemos le parecen criticables, lo despreciamos fernangomezmente. Eso de la doble jovenlandesal, del doble rasero, de la trabajo manual en ojo ajeno y viga en el propio, es lo que hacen los relativistas jovenlandesales. Es lo que hacemos nosotros. Nuestra gran disculpa: no es lo mismo. No es lo mismo que Bárcenas robe 80 millones de euros que yo le pida al fontanero precio sin IVA. Pero sí es lo mismo. En cuanto entre nosotros y el hecho retiramos la lente del relativismo jovenlandesal, es lo mismo. Pero en toda España, y desde hace seis siglos, no creo que hayan nacido ni diez españoles que de verdad lo piensen, mucho menos que lo practiquen. Nosotros, los demás, todos nos regimos por este esquema relativista.
España, pues, se perdió, porque ser como es hoy es perderse un poco, en parte por sí misma, porque no supo desportillarse distribuyendo racionalmente las cargas; y en otra parte, por culpa de otros, que desde nuestra vecindad nos han hecho muy flaco favor queriéndonos (que, vaya, es una licencia poética; porque nunca nos han querido, la verdad). El resultado es esta sociedad nuestra que se dice austera pero es hedonista, que se dice demócrata pero es convincentemente sectaria, que se cree sincera pero se miente, cada día, como poco tres o cuatro veces ya antes de haber tomado el desayuno.
Una sociedad enferma que, para colmo, cada vez que se saca el termómetro y ve que le ha subido la fiebre, hace una fiesta.