Las dos vidas y tres muertes de Man de Camelle

Bocanegra

Madmaxista
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"Cuando un naturalista se enamora de la naturaleza, ya nunca tendrá suficiente"
Sir David Attenborough

Las dos vidas y tres muertes de Man de Camelle.

Pudiera parecer a primera vista que esta historia no se acomoda del todo a la línea de esta bitácora de naturalista. Pero es sólo una impresión falsa pues este cuento – pese a ser una historia absolutamente real es también un hermoso cuento- nos narra la fabulosa aventura ,con triste final, de una persona que imbricó su vida con la naturaleza de la que se quedó prendado. Y lo hizo hasta tal extremo que pasó a formar parte de ella con todas sus consecuencias. Es la historia de un ecologista, humanista y artista que decidió vivir su vida de forma radical e integral.


PRIMERA VIDA: MANFRED

Hablando con propiedad esta primera vida no fue de Man, sino de Manfred Gnädinger, alemán nacido en 1936 en Radolfzell en el seno de una familia acomodada. Ya de joven comenzó a desarrollar su vocación artística, trabajando de pastelero en una fábrica de chocolates en la que dio muestras de su desbordante imaginación. Posteriormente vivió en Italia, formándose como escultor y pintor, y después en Suiza, donde impartió clases de arte.

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En mayo de 1962, mientras viajaba por España, llegó a la Costa da Morte, y arribó con su mochila a la pequeña población de Camelle – parroquia de Camariñas- que en aquellos días celebraba sus fiestas del Espíritu Santo. No tardó en disfrutar de la hospitalidad de unas personas que le ofrecieron ropa y hospedaje. El joven artista alemán, pese a sus nulos conocimientos de castellano y de galego, se quedó inmediatamente hechizado por aquel rincón del mundo y supo que ese era su sitio, por lo que se afincó en el pueblo del que jamás volvió a salir. Algunos lo recuerdan en aquella época como un joven educado, impecablemente vestido y que asistía asiduamente a misa. Dedicaba sus días a observar y estudiar animales y plantas, en los que basaba sus pinturas y esculturas. Un buen día, cuentan que tras un desengaño amoroso con la maestra de Camelle, se fue a vivir a una chabola junto a la playa, entre las peñas donde rompe el oleaje en pleamar, dando por concluida la vida que hasta entonces había llevado y comenzando otra absolutamente distinta.


SEGUNDA VIDA: MAN

Al modo de Diógenes viviendo en su tonel, Man se despojó de absolutamente todo lo que no necesitaba y abandonó el mundo para encontrarse con el planeta. Y, a medida que su barba y su cabello crecían enmarañados por el frío viento Nordés, a medida que se iba despojando de la ropa que llevaba cuando formaba parte de la sociedad, se iba ganando el apodo de “tolo” (loco en galego) entre los vecinos. Con el paso de los años, posiblemente ante las dudas sobre la ligereza a la hora de repartir las calificaciones de locos y cuerdos, se le dejó de llamar “tolo” y se le comenzó a conocer como Man.

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Vestido con su eterno taparrabos recorría la costa en busca de los restos que el mar le traía: vértebras de cetáceos, cuadernas de barcos, ramas de otros continentes,… Y con ellos y con las piedras previamente modeladas por las olas, fue construyendo la que a la vez era su casa y su obra de arte. Un laberinto de colores, formas y materiales fueron tomando forma en aquella costa descarnada y solitaria y que fueron formando su universo particular. Seguía una dieta vegetariana y los vecinos recuerdan que sólo fue al médico en una ocasión (tras sufrir la mordedura de un perro al que sólo él podía acariciar). Con una envidiable condición física era frecuente verlo correr por las carreteras cercanas, casi desnudo, incluso en pleno invierno. O nadar desde el puerto de Camelle hasta la próxima playa de Traba para a continuación, volver al espigón. A veces pasaba horas, inmóvil, contemplando el Atlántico que le había atrapado para siempre.

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Años después se descubrirían cartas que desvelaban facetas poco conocidas del artista, y que demostraban que aquel introvertido anacoreta mantenía correspondencia con personalidades relevantes de la política internacional a las que instaba a que firmasen la paz mundial. En los ochenta libró una cruzada, utilizando su cuerpo como escudo humano y como única arma, ante las máquinas que pretendían construir un muro de hormigón que ampliase el puerto de Camelle y que sesgaría su costa. Consiguió ganar la batalla, pero también enemistarse con buena parte de los vecinos que comenzaron a llamarlo de nuevo “tolo”.

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Huella del cuerpo de Man en el espigón de Camelle. Logró salvar su costa y cambiar el proyecto del nuevo puerto que amenazaba con destruir aquella costa y lo hizo sólo con su cuerpo ante las máquinas y enviando argumentarios poéticos a los políticos. Cuando se llevó a cabo la obra del puerto readaptada, se tendíó sobre el cemento fresco para que su figura quedase plasmada como un fósil.

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"Non houbo home, nin español nin galego, que movese mais pedras do mar coas súas mans", afirmaba un vecino de Camariñas.

El museo del anacoreta comenzó a ser conocido más allá de Camelle y a menudo era visitado por curiosos. Man les entregaba una libreta y unos lápices de colores y con su parco y tartamudo castellano les decía “Toma libreta, dibuja lo que ves”. Era su particular libro de visitas y con el tiempo fue acumulando montones de libretas con los dibujos de sus visitantes. A alguno de ellos le confesó que ese mar se había convertido en su novia, en su esposa y en su familia. Y también que había alcanzado lo más parecido a la felicidad absoluta.
En una ocasión, a finales de 2002, dijo “El mar me traerá una ballena de color tan grande como la Costa da Morte y enterraré su esqueleto aquí y formará parte de mi museo”. Sólo poco después se podrían interpretar tan crípticas palabras como un terrible presagio.



PRIMERA fin

La primera fin de Man comenzó exactamente cuando en la mañana del 13 noviembre de 2002, un carguero se ve inmerso en un temporal frente a las costas gallegas y pierde doscientos troncos de 17 metros de largo. Uno de ellos es arrastrado por el oleaje hasta que, a media tarde, impacta con el casco de un buque que tras*itaba a unas 28 millas de Finisterre. Se trata de un viejo petrolero de armador liberiano, con bandera de Bahamas y tripulación filipina, cuyo naviero era ateniense, de fletador ruso, fabricado en un astillero japonés, procedente de Letonia, dirección a Gribraltar, con 77.000 toneladas de fuel de baja calidad elaborado con crudo siberiano, propiedad de una empresa ruso-suiza, y destinado a países tercermundistas del noroeste africano. Parecía una macabra metáfora de la globalización, como si las fuerzas humanas de todo el planeta hubiesen confabulado para desencadenar lo que ocurriría a continuación. El tronco errante abrió una brecha en el monocasco del buque. Inmerso en un temporal y en una marea de órdenes, contraórdenes, decisiones y ausencia de ellas, seis días después, a las ocho de la mañana, el petrolero, de nombre Prestige, se parte literalmente en dos y se hunde a casi cuatro kilómetros de profundidad, desprendiendo su vómito de fuel. Y la inmensa mancha, visible desde el espacio, fue empujada por las corrientes hacia una Costa da Morte que jamás haría tanto honor a su apellido.

“Yo decir que esto no deber limpiarse nunca. Ser episodio de la historia. Quedar así debe, para todos recordar quién es hombre” Acertaba a decir tartamudeando un abatido Man, embadurnado en fuel, como todo su mar, como toda su costa y como toda su obra. “Dolor mucho dolor, porque el hombre no querer a hombre, ni querer a mar, ni querer peces, ni querer a playas”. Mientras cientos de voluntarios intentaban limpiar el lodazal de petróleo en el que se había convertido el, hasta unos días, paraíso atlántico, Man observaba desorientado desde las piedras, descalzo sobre el fuel, encarnando la misma estampa de los cormoranes o alcas cubiertos de crudo que se convirtieron en iconos de uno de los mayores desastres ambientales de la historia. Todos los colores que lucieron las piedras y esculturas de Man habían desaparecido por completo bajo una pringosa y pestilente capa de engrudo. Las rocas, la playa, las olas, presentaban el mismo aspecto. Precisamente, la costa de Camelle fue uno de los puntos en los que con más intensidad se había cebado la catástrofe.
“¿Triste? No poder pensar respuesta viendo esto, no poder pensar. Ahora usted irse”

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Dicen que pasó días enteros llorando, absolutamente abatido. Pocos después, el día de los Santos Inocentes de 2002 apareció muerto en su choza. La cofradía de pescadores de Camelle corrió con los gastos del entierro.



SEGUNDA fin

La segunda fin de Man comienza cuando se lee su testamento en el que lega 120.000 euros - que nadie sabía que conservaba desde la época en la que se llamaba Manfred- al estado para la conservación de su museo. Este no se hizo cargo de esos fondos y tras*currido el plazo legal, fueron engullidos por Hacienda. Tiempo después, en Camariñas se construiría una Casa de la Cultura con el nombre de "Casa do Alemán", en memoria de Man, un edificio en el que, casi con toda seguridad, él jamás hubiese puesto un pie de seguir vivo. Políticos de todos los colores y raleas bajaron a la choza a hacerse fotos y a asegurar que el legado del artista se protegería como es debido. Se hicieron jornadas sobre el artista de Camelle, se rodaron documentales, se llevaron a cabo ciclos y conferencias de numerosos artistas reconociendo el valor de la obra de Man. Todo ello contrastaba con la total soledad en la que pasó sus últimos días. Y con el abandono en el que estaban sumidos el museo y la casa, que día a día sufrían el zarpazo del expolio y del temporal.



TERCERA fin

El 9 de noviembre de 2010, casi ocho años después de que el tronco errante comenzase su corta y asesina singladura, el mal genio de un mar embravecido, como clamando venganza, vierte su furia contra quien menos lo merece y la galerna destroza gran parte de lo que quedaba de la obra de Man.

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Antes de morir, rogó encarecidamente que se conservase su museo tras su fin y que sus restos descansasen en él. Una década después, poco queda de su universo que fue abandonado a la desidia y sus restos descansan en un olvidado nicho del cementerio de Camariñas.
Vivió en libertad, nadó contra corriente y aseguró haber alcanzado la felicidad absoluta. Consideró al mundo como su casa y lo dio todo por el rincón en el que decidió edificar sus sueños. Y con él sucumbió ante la marea aceitosa de la codicia humana.

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"Pero Manfred, ¿qué le han hecho al mar...?
Que te han arrancado del corazón,
Con lanzas de miseria, la atlántica belleza,
que lo inundaba todo."

Canción de Joan Isaac (Manfred)
 
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