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La sociedad del sándwich mixto: por qué los mediocres dominan el mundo
Rodrigo Terrasa 09 de septiembre de 2019
A nadie le ofende un sándwich mixto, pero difícilmente alguien lo elegiría para su última cena. Es la metáfora ideal de un mundo en el que lo mediocre, lo que no destaca por ser ni demasiado malo ni demasiado brillante, está acaparando el poder.
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Piense en un helado de vainilla. No, mejor aún, piense en un sándwich mixto. Aquí tiene una foto para inspirarse. Visualice el mejor sándwich mixto posible, con su jamón caliente, su queso fundido, su pan tostado... ¿Es la mejor comida del mundo? Desde luego que no. ¿Es la peor? Seguro que tampoco. A nadie le disgusta un sándwich mixto pero difícilmente alguien lo elegiría para el menú de su boda o como última cena en el corredor de la fin. No es un plato brillante, pero para salir del paso nunca está mal; cumple su función. «Perdone, la cocina ya ha cerrado, pero si quiere le podemos hacer un sándwich mixto».
Podríamos decir que el sándwich mixto es un plato sencillamente mediocre. No malo, ojo, me–dio–cre. Es decir, «de calidad media», según estricta definición de la RAE. «De poco mérito». Vamos, del montón.
Ahora olvide el sándwich y mire hacia el despacho de su jefe. Ahí lo tiene. Piense en el profesor de sus hijos o ponga un rato las noticias y fíjese en nuestros políticos. Incluso en la última película de moda o el disco más vendido. El último best seller... ¿No me diga que no le sabe todo a jamón y queso? Bienvenidos a la dictadura de lo mediocre.
«Vivimos un orden en el que la media ha dejado de ser una síntesis abstracta que nos permite entender el estado de las cosas y ha pasado a ser el estándar impuesto que estamos obligados a acatar», denuncia Alain Deneault, filósofo y profesor de Sociología en la Universidad de Québec y autor de Mediocracia, cuando los mediocres llegan al poder (Ed. Turner), un ensayo que llega hoy a España y que analiza cómo las mediocres aspiraciones que invaden la sociedad están provocando ciudadanos cada vez más petulantes. Condenados –diríamos– a desayunar, comer y cenar un sándwich mixto. «La mediocracia nos anima de todas las maneras posibles a amodorrarnos antes que a pensar, a ver como inevitable lo que resulta inaceptable y como necesario lo da repelúsnte».
Veamos un ejemplo práctico que pone Deneault para entender el juego perverso del que habla en su libro. El sistema no quiere a un maestro que no sepa ni usar la fotocopiadora, pero menos aún aceptará a un maestro que cuestione el programa educativo tratando de mejorar la media. Tampoco admitirá al empleado de una empresa que intente mostrar una pizca de jovenlandesalidad en una compañía sometida a la presión de sus accionistas. Traslade el modelo a cualquier otra profesión y encontrará un panorama con profesores universitarios que en lugar de investigar rellenan formularios, periodistas que ocultan grandes escándalos para generar clics con noticias de consumo rápido, artistas tan revolucionarios como subvencionados y políticos de extremo centro. Ni rastro del orgullo por el trabajo bien hecho. «Por oportunismo o por temor a represalias estructurales, es difícil resistir la presión de la mediocridad», lamenta el filósofo canadiense.
Todo se rige hoy bajo el conocido como Principio de Peter, una teoría formulada por el pedagogo Laurence J. Peter y el dramaturgo Raymond Hull (también canadienses) que establece que, en las jerarquías modernas, todos los trabajadores medianamente competentes –ni los más brillantes ni los que no son unos completos inútiles– son ascendidos en su empresa hasta que alcanzan un puesto para el que ya no están capacitados.
«Nuestros sistemas masivos de calificación, de evaluación y de indicadores están pensados para gestionar la media. Y la verdad es que lo hacen bastante bien», defiende Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política y Social en la Universidad del País Vasco. «La parte mala es que también castigan la disonancia, lo disruptivo. Lo que nos suena extraño tendemos a calificarlo como malo. La única manera de combatir ese sesgo es tener un sistema en paralelo para concederse una cierta excepcionalidad porque el sistema, por nuestro comportamiento gregario y por la igualdad democrática, tiende a premiar la conducta adaptativa. Quien quiera evitar ese sesgo lo que debe hacer es procurarse la compañía de alguien que le diga la verdad a la cara, que no le haga la pelota como hacen los asesores de hoy en día, sino que le diga alguna vez que está haciendo el ridículo, como hacían los bufones del Rey».
El origen de esta mediocracia se remonta, según el relato de Alain Denault, al siglo XIX, «cuando los oficios se tras*formaron gradualmente en empleos», se estandarizó el trabajo y los profesionales se convirtieron en «recursos humanos», formateados, clasificados y empaquetados como gerentes, socios, emprendedores, autónomos, asociados... Con una eficacia a gran escala que, para Denault, no tiene comparación en la Historia. Tenemos a gente que produce alimentos en cadenas de montaje sin saber cocinar ni un sándwich de jamón y queso, que te dan la turra por teléfono con estimulantes tarifas que ni ellos mismos entienden, que venden libros que jamás leerían. Que trabajan como la media porque el trabajo no es para ellos más que (valga la redundancia) un mediocre medio de supervivencia.
«Generamos una especie de promedio estandarizado, requerido para organizar el trabajo a gran escala en el modelo alienante que conocemos hoy», explica el autor. «Los mediocres se organizarán para adularse unos a otros, se asegurarán de devolverse los favores e irán cimentando el poder de un clan que irá creciendo atrayendo a sus semejantes», sostiene. «Es un círculo vicioso».
– ¿Es más peligroso un profesional mediocre que uno directamente malo?
– Para el poder, no. Mediocridad no es sinónimo de incompetencia. Los poderes establecidos no quieren perfectos incompetentes, trabajadores que no cumplan su horario o que no obedezcan órdenes. En realidad cuesta ser mediocre. Uno puede ser un mediocre muy competente, es decir, aplicado, servil y libre de todas las convicciones y pasiones propias. En ese caso, el futuro es suyo porque las instituciones de poder son reacias a codearse con personas comprometidas política y jovenlandesalmente o que sean originales en sus pensamientos y métodos.
– ¿Somos más mediocres que antes?
– No vamos a inventar un mediocrómetro para estudiar el grado de mediocridad de las personas, pero sí podemos establecer una evolución de los términos mediocridad y mediocracia en el curso de la modernidad. Inicialmente, era una expresión desdeñosa utilizada por las élites para denunciar el reclamo de las nacientes clases medias que querían probar la ciencia, el arte o la política. Por el contrario, la mediocridad en nuestro tiempo ya no es deplorada, sino promovida. Se ha convertido en un sistema.
En lo más alto de ese régimen mediócrata, encontramos a nuestros políticos. Se habrá cansado de oír lo mediocres que son y seguramente creerá que los de hoy son peores que los de antes y los nuestros peores que los del país vecino. Si le sirve de consuelo, Alain Denault sostiene que la mediocridad está en la naturaleza de casi todos los políticos actuales y el régimen que dibuja su ensayo se sostiene sobre esa nueva política convertida en una «cultura de gestión», en la que nuestros dirigentes se limitan a manejar los problemas de ayer y en la que se desprecia cualquier pensamiento crítico o cualquier reflexión a largo plazo, porque sólo se autoriza lo normativo, la reproducción, las afirmaciones mecánicas de lo evidente.
«Este es –subraya Denault– el orden político del extremo centro». Y no hablamos del centro demoscópico, allí donde dicen los politólogos que se ganan las elecciones, sino directamente de una propuesta para suprimir el debate entre izquierda y derecha y sustituirlo por palabras vacías. «Se han impuesto en el lenguaje las barbaridades de las organizaciones privadas: aceptación social en lugar de democracia, partes interesadas en lugar de ciudadanos, sociedad civil en lugar de personas, consenso en lugar de debate, competitividad en lugar de ayuda mutua... Se nos dice, paradójicamente, que depende de nosotros salir del desempleo, hacernos atractivos para el mercado laboral, ser activos en Facebook, emprender... Casi todo conspira para hacernos fracasar, para que parezca una vergüenza personal lo que es sólo la ira política dirigida contra un individuo a quien se ha enseñado a restringir su conciencia. No hay nada más extremo que el extremo centro», sentencia el autor de Mediocracia.
Volvemos a España para averiguar dónde quedó nuestro extremo centro. «Hay gente que ha confundido el centro con la centralidad», comparte Daniel Innerarity. «El centro puede ser una combinación ideológica de valores de izquierda y derecha o puede ser también una combinación singular de pereza intelectual y oportunismo».
¿Son peores que nunca nuestros políticos? «No, el problema es que a los políticos mediocres de ahora los tenemos más presentes», dice el filósofo español. «Tendemos a idealizar a los líderes de la tras*ición, por ejemplo, porque nos acordamos de los buenos pero nos olvidamos de la cantidad de sarama que había entonces. Hace mucho tiempo que dejaron de estar los más listos en el Gobierno pero no porque los gobernantes se hayan hecho más orates, sino porque los demás somos ahora más listos. Antes eran más brillantes por comparación con la media. Hoy los políticos destacan menos no porque sean más mediocres sino porque se ha reducido la distancia entre el que lidera y los liderados».
–¿Cuál es entonces la solución contra la mediocracia?
–La democracia es un sistema de gobierno para la gente media, así que la solución es elevar esa media, que haya más cultura de formación. No se trata de mejorar el proceso de selección de líderes. Nos obsesionamos con los líderes o con su ejemplaridad, cosas de ese tipo que subrayan las cualidades individuales de las personas, cuando lo que hay que trabajar es la inteligencia colectiva de la sociedad. Y eso vale para el Gobierno y también para cualquier forma de organización humana.
La alternativa, nos recuerda Alain Denault, es la «grisura», lo «insípido». Ya saben, lo mediocre.
Un sándwich, mixto, por favor.
© El Mundo