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Miravete de la Sierra, el pueblo en el que nació el grito de "Teruel existe" hace ya cuatro décadas, hoy cuenta con solo seis vecinos y una media de edad superior a 80 años. Cristóbal Sangüesa, de 95, vive con su mujer Herminia López, de 93, en la misma calle en la que se concentran los últimos pobladores. No hay ambulatorio, el médico les visita en casa y, si tuvieran una urgencia, tendrían que esperar la ambulancia o el helicóptero. Solo pueden comprar el pan dos días a la semana —cuando lo trae un camión—, no tienen cobertura, y mucho menos Internet. Para hacer una llamada con el teléfono móvil hay que subir a la parte más alta del pueblo y para comprar cabeceras nacionales de periódicos necesitan recorrer los 63 kilómetros que los separan de Teruel. Miravete tenía más de 3.000 vecinos durante las movilizaciones de la década de los setenta, que reclamaban inversiones e infraestructuras para la provincia. Ahora solo se escuchan los zumbidos de los insectos y el agua que corre por su riachuelo.
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“Estamos solo seis. Muy pronto nos moriremos los que estamos, y no quedará nadie”, lamenta Sangüesa, agricultor jubilado y padre de dos hijos que emigraron cuando eran adolescentes. “Queremos que se repueble Teruel, pero pedir no es dar. ¿Qué jóvenes van a venir aquí a trabajar?”, se pregunta, acostumbrado a ver la plaza vacía. Vivir en el Maestrazgo, una zona de montaña, con carreteras de curvas infinitas, de doble sentido y sin arcén, por las que no pasan las quitanieves en invierno, no es fácil. Por eso, Sangüesa cree que Miravete está condenado a cerrar en invierno, pero confía en que se mantenga con vida los veranos, ya que es un pueblo tranquilo, “muy fresco, muy bueno, muy saludable”.
Habitantes de toda la provincia temen este futuro y han lanzado un nuevo grito, casi agónico, para llamar a la acción y escapar a una fin inminente. Desde 1977 han promovido paros y una huelga general en 2000, pero lo que mejor ha funcionado es el eslogan. Las mismas reclamaciones en inversiones e infraestructuras de finales de los setenta se escucharon el pasado domingo en una manifestación en Zaragoza, con 40.000 personas, que integró todas las ideologías y contó con el apoyo del Justicia de Aragón y del arzobispo de Teruel. El hartazgo era el sentimiento compartido. “El olvido institucional nos ahoga”, reclamaban.
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Una de las exigencias son las comunicaciones. “Somos la única capital de provincia sin conexión directa con Madrid por tren, y tenemos los trenes de pasajeros más lentos de España, con una media de 70 kilómetros por hora. El tren vertebrador de Aragón, conocido como tamagochi, en los últimos 15 meses ha tenido 450 incidencias, con 80 roturas de motor y 100 averías mecánicas”, explica Manuel Gimeno, portavoz de ‘Teruel Existe’, comprometido con el movimiento desde que surgió.
“El problema no es solo la despoblación, es también el envejecimiento y la dispersión. Somos muy pocos, muy viejos y muy dispersos”, resume Gimeno, médico rural jubilado. Teruel es un desierto demográfico, con una media de 9,2 habitantes por kilómetro cuadrado, y con casi el 40% de los pueblos con menos de 100 habitantes. Los mayores mueren y los jóvenes se van por falta de oportunidades, con un resultado de 100 habitantes menos al mes en la provincia, que tiene 100.000.
La falta de niños en los colegios es el mayor temor. A 15 kilómetros de Miravete, la escuela de Allepuz, con 50 habitantes, ha logrado mantenerse con vida gracias a un llamamiento desesperado que lanzó el Ayuntamiento hace un año y medio para atraer familias con hijos. Llegaron dos —una de Cullera (Valencia) y otra con procedencia jovenlandés que residía en un pueblo cercano— con siete niños, la mayor esperanza para el pueblo, que ahora cuenta 10 menores. Elisa Labad, de 42 años, se instaló desde Cullera con su marido y sus cinco hijos. Está encantada con el cambio de vida y la acogida, así como con la posibilidad de tener una casa grande a solo 100 euros el mes y oportunidades laborales —“trabajo no me ha faltado”—.
Su vecina Vanesa Novella, de 28 años, vive con sus dos hijos y su marido, pero sus amigos se han marchado. No hay trabajo. “Querían hacer una explotación de arcilla, pero solo ofrecen llevarse nuestra arcilla a Castellón y trabajarla en una fábrica de ahí. También hay mucha gente que trabaja desde casa y podría vivir aquí, pero ¿cómo van a hacerlo sin Internet ni cobertura? Antiguamente muchos trabajaban limpiando el monte para evitar incendios forestales, pero ahora no hay ayudas para limpiar los montes de Teruel”, explica la joven, que pide más oportunidades para evitar el desastre.
El futuro de Bello, en la comarca del Jiloca, pende de un hilo. Solo tiene tres niños, que estudian juntos en el aula del pueblo, perteneciente a un Colegio Rural Agrupado (CRA) con 33 alumnos de la zona. Los tres niños dan clase juntos a pesar de tener edades diferentes. El momento en el que más se aprecia la soledad es la salida al recreo, cuando Ibtisan (5 años) juega sola al fútbol, mientras Miguel (4 años) se come una manzana y Nayara (3 años) se entretiene jugando con la arena.
Uno de sus profesores, Eduardo Gumiel, logopeda de 29 años, cuenta que tienen una tutora fija, y profesores especialistas itinerantes, como él. “El futuro en general de todos los CRA que formamos parte de la provincia de Teruel es muy neցro —dice resignado— y cerrar un colegio de un pueblo al final mata el futuro del pueblo”. Gumiel, como la gran mayoría de turolenses, busca hacer realidad no solo el ‘Teruel existe’, sino también el ‘Teruel insiste y resiste’, y sueña con un porvenir, aunque él mismo reconoce que no tiene la fórmula. “¿Quién va a escucharnos, si solo somos 100.000 personas y nuestros votos no cuentan para nada?”.
Teruel resiste | España | EL PAÍS
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Habitantes de toda la provincia temen este futuro y han lanzado un nuevo grito, casi agónico, para llamar a la acción y escapar a una fin inminente. Desde 1977 han promovido paros y una huelga general en 2000, pero lo que mejor ha funcionado es el eslogan. Las mismas reclamaciones en inversiones e infraestructuras de finales de los setenta se escucharon el pasado domingo en una manifestación en Zaragoza, con 40.000 personas, que integró todas las ideologías y contó con el apoyo del Justicia de Aragón y del arzobispo de Teruel. El hartazgo era el sentimiento compartido. “El olvido institucional nos ahoga”, reclamaban.
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“El problema no es solo la despoblación, es también el envejecimiento y la dispersión. Somos muy pocos, muy viejos y muy dispersos”, resume Gimeno, médico rural jubilado. Teruel es un desierto demográfico, con una media de 9,2 habitantes por kilómetro cuadrado, y con casi el 40% de los pueblos con menos de 100 habitantes. Los mayores mueren y los jóvenes se van por falta de oportunidades, con un resultado de 100 habitantes menos al mes en la provincia, que tiene 100.000.
La falta de niños en los colegios es el mayor temor. A 15 kilómetros de Miravete, la escuela de Allepuz, con 50 habitantes, ha logrado mantenerse con vida gracias a un llamamiento desesperado que lanzó el Ayuntamiento hace un año y medio para atraer familias con hijos. Llegaron dos —una de Cullera (Valencia) y otra con procedencia jovenlandés que residía en un pueblo cercano— con siete niños, la mayor esperanza para el pueblo, que ahora cuenta 10 menores. Elisa Labad, de 42 años, se instaló desde Cullera con su marido y sus cinco hijos. Está encantada con el cambio de vida y la acogida, así como con la posibilidad de tener una casa grande a solo 100 euros el mes y oportunidades laborales —“trabajo no me ha faltado”—.
Su vecina Vanesa Novella, de 28 años, vive con sus dos hijos y su marido, pero sus amigos se han marchado. No hay trabajo. “Querían hacer una explotación de arcilla, pero solo ofrecen llevarse nuestra arcilla a Castellón y trabajarla en una fábrica de ahí. También hay mucha gente que trabaja desde casa y podría vivir aquí, pero ¿cómo van a hacerlo sin Internet ni cobertura? Antiguamente muchos trabajaban limpiando el monte para evitar incendios forestales, pero ahora no hay ayudas para limpiar los montes de Teruel”, explica la joven, que pide más oportunidades para evitar el desastre.
El futuro de Bello, en la comarca del Jiloca, pende de un hilo. Solo tiene tres niños, que estudian juntos en el aula del pueblo, perteneciente a un Colegio Rural Agrupado (CRA) con 33 alumnos de la zona. Los tres niños dan clase juntos a pesar de tener edades diferentes. El momento en el que más se aprecia la soledad es la salida al recreo, cuando Ibtisan (5 años) juega sola al fútbol, mientras Miguel (4 años) se come una manzana y Nayara (3 años) se entretiene jugando con la arena.
Uno de sus profesores, Eduardo Gumiel, logopeda de 29 años, cuenta que tienen una tutora fija, y profesores especialistas itinerantes, como él. “El futuro en general de todos los CRA que formamos parte de la provincia de Teruel es muy neցro —dice resignado— y cerrar un colegio de un pueblo al final mata el futuro del pueblo”. Gumiel, como la gran mayoría de turolenses, busca hacer realidad no solo el ‘Teruel existe’, sino también el ‘Teruel insiste y resiste’, y sueña con un porvenir, aunque él mismo reconoce que no tiene la fórmula. “¿Quién va a escucharnos, si solo somos 100.000 personas y nuestros votos no cuentan para nada?”.
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