catleya
Madmaxista
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La manada, la piara, la horda
Decir que todo vale en el sesso, siempre que el consentimiento sea libre y los participantes mayores de edad, se ha convertido en un latiguillo que todo tertuliano repite.
Sertorio
La manada, la piara, la horda - El Manifiesto
Toda sociedad bien organizada, tradicional, establece unos ritos y tabúes para identificarse, distinguirse de las otras, cohesionarse, defenderse y reproducirse. Freud, en los albores del siglo XX, descubrió que la civilización se fundamenta sobre una serie de represiones que permiten su desarrollo y que el tabú sensual forma parte esencial de toda cultura. El civilizadísimo siglo XIX constituye el ejemplo de esas cortapisas victorianas al sesso, pero nuestra España del Siglo de Oro, con su honra calderoniana, o Roma, el Japón y la India también han impuesto unos severos códigos de conducta sensual, de casta, que son compatibles con el ars amandi o los rituales amatorios y el refinamiento erótico. Una cosa no quita la otra, salvo en la tradición ****ocristiana, desoladoramente pobre en ese aspecto.
El concepto de represión freudiano no era negativo en sí. Aunque es un desencadenante de las neurosis, también sirve de motor de la vida civilizada. Serán sus epígonos, especialmente de Wilhelm Reich en adelante, los que lleven a los extremos en los que está hoy la lucha contra la represión del eros, la liberación sensual, que no por casualidad guarda un ominoso parecido con las otras liberaciones que han convertido nuestra era en un tiempo de barbarie, de animalización y profanación de todo lo sagrado, entre lo que hay que contar el sesso. En los años sesenta se dudaba entre Eros y Civilización. En el siglo presente cada vez hay menos de lo uno y de lo otro. Al "liberarnos" de la neurosis nos hemos barbarizado, peor, nos estamos volviendo una masa indiferenciada de narcisistas.
Sí, el sesso es una actividad sagrada, algo en lo que todas las culturas humanas han estado de acuerdo hasta que llegó el materialismo mecanicista de Occidente. Un asunto tan importante para la psique del individuo y para la reproducción del cuerpo social no se puede tratar como un simple ejercicio físico. Hay todo un componente espiritual, magníficamente tratado por Evola en su Metafísica del sesso, que implica una ritualización, una trascendencia, un respeto. También hay una superación del sesso, un eros que va más allá, que ha provocado la mejor mística, la mejor poesía y las obras iniciáticas claves de todas las grandes culturas, desde los fedeli d'amore y los trovadores medievales hasta el Parsifal de Wagner, por poner un ejemplo europeo.
Decir que todo vale en el sesso, siempre que el consentimiento sea libre y los participantes mayores de edad, se ha convertido en un latiguillo que todo tertuliano repite en los medios de adoctrinamiento del Sistema. ¿Todo vale? ¿De verdad? Si lo vemos a través de la perspectiva animalística y brutalizada de nuestro tiempo sí, sin duda. Desde los años sesenta la ofensiva de la sociedad del espectáculo contra la persona, su degradación sistemática en individuo, en número, en factor de producción y consumo, implica una "liberación" sensual que va unida, no sin motivo, a la crisis de la institución familiar y a la caída de la reproducción demográfica en Occidente. Más sesso, menos hijos. Más promiscuidad, menos familia. Y la familia es el gran baluarte contra el que aún se estrellan los mecanismos ideológicos del poder mundialista, el factor que queda fuera de control, donde los padres pueden tras*mitir a su descendencia valores que no admite la ideología de la corrección política, cuyo fin último es arrebatar la patria potestad a los padres para dársela a la sociedad. El triste caso de Alfie, el niño ejecutado por médicos y jueces en Gran Bretaña, es un horripilante ejemplo de ello.
El sesso sin represión, desbocado, sin cauces y tabúes que lo dominen, es un arma perfecta de esclavización y de dominio de las masas. La pronografía se ha convertido en el instrumento predilecto del Sistema, en un educador sensual al alcance de cualquier adolescente que navegue en la Red. Es curioso que unas autoridades tan dadas a censurar y suprimir lo ideológicamente incorrecto de Internet ignoren, sin embargo, la inundación de prono que anega el ciberespacio. En primer lugar, es negocio. En segundo, es el instrumento esencial para degradar a la población, hipnotizarla, embrutecerla. Si desde muy temprana edad un muchacho se ve sometido a semejante bombardeo de estímulos sensuales, ¿qué creerá que es lo normal? Más aún si la normalidad, según sus educadores de género pagados con fondos públicos, es todo aquello que sea libremente consentido.
La realidad también ha entrado en crisis. El homo ciberneticus confunde lo virtual y lo real. Y en el imaginario delirante, porque delirio es razonar sobre lo que no existe, el sesso tiene un puesto privilegiado. La fantasía se ha convertido en un fin objetivo.
Ha sido lugar común de toda cultura distinguir entre honra y deshonra. Ahora no: actividades que corresponden al mundo de las profesionales se fomentan entre las quinceañeras, a las que se les incita incluso a estar orgullosas de una actividad sensual que deberían realizar con mucha más cautela y ojo crítico. Por fortuna, los instintos también ejercen como moderadores naturales y la prudencia aún sigue imponiéndose.
Siempre se ha tolerado que cierto tipo de conductas aberrantes para la sociedad se liberen de forma semiclandestina. Sin los burdeles y la prespitación organizada como un gremio hubiera sido imposible la formación de la familia, igual que sin el verdugo y el sacerdote no se puede construir una sociedad civilizada. Pero eso no hacía de semejante actividad algo digno de encomio. Hoy se glorifica y se estetiza la prespitación virtual y se persigue la real en las ventoleras de terrorismo feminista, que sirven de magníficas de derechasdas de propaganda institucional (al día siguiente, business as usual). Lo que los anglosajones denominan slutty está de moda y hasta las protagonistas de las series de Disney se recrean en ese look, fomentado por todos los poderes. La promiscuidad aleja a las masas de pensar en otras cosas. Es una carnaza que ceba y empacha a la gente. Cuanto antes se le coja el gusto, mejor.
El resultado de todos esos factores son las manadas o piaras de esta Circe moderna que es la anómica sociedad europea. Cuando un puñado de neandertales hace lo que hizo con una muchacha en esa orgía etílica y masiva en la que han poco equilibrado los sanfermines (léase Plaza del Castillo, de García Serrano, para saber cómo eran los sanfermines cuando eran fiesta y no aquelarre batasuno), incluso en el caso de que fuera todo consentido y "legal", se está cometiendo un pecado, se está profanando de manera brutal algo que por íntimo, por sus delicadisimas consecuencias psíquicas, por su violación de algo que es sacro, debe realizarse de muy otra manera. Los chimpancés que cometieron semejante barbaridad han hecho del prono una guía de conducta, de la fantasía de los instintos sin reprimir un valor jovenlandesal. Han llevado al extremo la genitalización de una actividad que necesita de la sublimación y del tabú incluso para las tras*gresiones, que son siempre aisladas, personales, clandestinas (de ahí su atractivo). Resulta aún más grave el hecho de que los que han perpetrado semejante hecho son "militares", productos típicos de los ejércitos democráticos, donde los códigos de honor y de caballerosidad se sustituyen por la legalidad y el reglamento. Hay conductas que por muy legales que sean deshonran. El que porta la espada se debe a un código de honor que va más allá de los incontables y superfluos códigos que ahora rigen la servidumbre de las armas. El uniforme se lleva siempre.
Hay una palabra muy pasada de moda, intempestiva, a la que tarde o temprano tendremos que volver si queremos salir de este cenagal: se llama honor y no lo rigen leyes escritas ni depende su concepto de las mayorías sociales. Más honor supone más deber. Cuando la gente es bien consciente de él, se vive en una sociedad civilizada y no en una horda.
El libertinaje, lo sagrado y lo hortera
Reafirmémoslo con júbilo: en el campo del erotismo todo es legítimo, todo es posible y deseable. Con dos condiciones obvias.
Javier R. Portella
8 de mayo de 2018
El libertinaje, lo sagrado y lo hortera - El Manifiesto
Ese terreno de fuego, ese campo de lava, esas flores de carne que se abren en el esplendor de su lujuria, esas delicias que embriagan y arrebatan…, ¿cómo no serían cosa alta, grande, sagrada? Salvo si nos empeñamos en restringir lo sagrado a Dios y a los santos, ¿cómo no sería sagrado lo que los hombres y las mujeres (o los hombres y los hombres, o las mujeres y las mujeres) nos jugamos al ensamblar nuestras carnes y hurgar en nuestras almas? ¿Cómo no sería sagrado ese erotismo cuya lujuria nos arroja tan lejos, tan dichosa, tan inmensamente lejos de la realidad pastosa y gris de cada día? Nos arrebata, nos tras*porta… Pero ¿adónde? ¿Adónde, sino a ese espacio incandescente —sagrado— donde nada se da con razón y determinación, donde nada se encuentra ni descubre, salvo lo esencial, salvo aquel “no sé qué —decía el místico— que se halla por ventura”?
El erotismo, “ese inquebrantable núcleo nocturno”, decía André Breton. Atrae, seduce, deslumbra… Y espanta. ¿Cómo no temer tanta noche, tanto descontrol, tanto desasosiego? ¿Cómo no lo van a temer, quiero decir, la gran masa de hombres y mujeres, ellos que, contrariamente a los libertinos, tienen lo sosegado y plácido como el horizonte mismo del existir? Miedosos y pusilánimes, ¿cómo no van a huir de los grandes fastos de la carne uncida al alma? ¿Cómo podrían los virtuosos del comedimiento, los apóstoles del raciocinio abrazar la más alta de las contradicciones: ese grito de bestia exultante que sólo desde lo más refinado del espíritu se puede lanzar?
Dos formas históricas de huir
De dos formas opuestas han tratado los hombres (y mujeres) de huir de lo que tanto les espanta y subyuga. Según el modo tradicional y según el moderno. Veamos cada uno de ellos.
Lo propugnado por la Tradición (por aquella en todo caso cuyo reino habrá durado desde finales del siglo IV hasta mediados del XX) era el rechazo, la huida: categórica, sin paliativos —teórica o doctrinalmente al menos. Reprimir la concupiscencia, limitar la sexualidad a la reproducción, evitar así “los pecados de lujuria”, que decía san Juan Crisóstomo: tal era la orden. Tajante, categórica… aunque parcialmente incumplida siempre.
Incumplida no sólo porque la fuerza del deseo siempre burlará mal que bien las barreras destinadas a domeñarlo; incumplida en primer lugar por sus propios preceptores, cuya doble jovenlandesal los llevaba a tener manga ancha tanto para ellos mismos como para sus ovejas, tolerando y eventualmente perdonando en el sacramento de la confesión los goces que les dio por tildar de pecaminosos.
Desde la prespitación al adulterio, eran múltiples las formas que en el mundo de la Tradición permitían tras*gredir la jovenlandesal hipócrita y oficialmente proclamada. Salvo el mal menor en que consistía, nada hay que celebrar ni añorar de aquella tras*gresión que lo envolvía todo en el halo ponzoñoso de la culpa y el pecado, una tras*gresión que, además, era mucho más difícil (aunque no imposible) de practicar para la mitad femenina de la humanidad.
Sí, es cierto, la sexualidad implica tras*gresión, “necesita del tabú”, como dice Sertorio en el artículo publicado en estas mismas páginas y con el que estoy en parte dialogando. Pero esa tras*gresión no tiene absolutamente nada que ver con el bien y con el mal, con la culpa y la jovenlandesal. Es de un orden totalmente distinto. Es la tras*gresión —el salto, sería más exacto decir— que, conjuntando un alucinado grito de bestia y unas elaboradas construcciones del alma (¡sí, hasta en las zafiedades de La Manada aletea algo de alma!), nos arrebata, nos lleva más allá, al otro lado, fuera del orden pulcro, atildado y racional de la vida.
Más allá… A esa noche de luz y sombras para huir de la cual el hombre moderno —infinitamente más fistro y pusilánime que el de la Tradición— aplica, como en todo, su táctica habitual: la de no poner nada en cuestión, la de aceptarlo todo… para mejor corroerlo, para desactivar más sutilmente, como el que no quiere la cosa, aquello cuya fuerza explosiva que está en juego.
Rodeado el hombre moderno de los mayores bienes; o más exactamente, rodeado de lo que podría ser la plasmación de tales bienes (desde los conocimientos científico-técnicos hasta las libertades cívicas pasando por la igualdad de condición), se dedica nuestro hombre a malbaratar dichos bienes tras*formándolos en pura y simple perdición.
Pero como no es posible entrar más detenidamente en ello,[1] nos limitaremos a ese otro bien que, por darle un nombre, lo llamaremos desculpabilización de la aventura erótica. Ya no hay pecado. Ya se han derrumbado los viles artificios que envolvían de culpa los arrebatos del alma envuelta en carne. Ya todo es legítimo, hasta los excesos más desenfrenados. Ya todo se puede, y al poderse todo —se dice como si hubiera relación de causa a efecto— todo se vuelve anodino y gris, frívolo y banal, sin chispa, fuego, ni pasión.
Por supuesto que todo se vuelve mortecino y gris. Como en la vida toda de nuestro tiempo. Como en el conjunto de ámbitos de nuestra vida, se debe sin embargo añadir. No, la desculpabilización del erotismo (o con otras palabras, la pérdida de los mecanismos de canalización o codificación erótica) no es en absoluto lo que origina su banalización. Su causa hay que buscarla en la banalización general del mundo, en su achatamiento empequeñecido, en su pérdida de sentido y de sustancia. El hombre (o la mujer) que sólo ve una entretenida diversión en lo que deberían ser estremecidas, lujuriosas —sagradas— aventuras amorosas, es, junto con mil otras degeneraciones, el mismo hombre o mujer que, vestido de turista, dedica su ocio a invadir en manada los altos lugares del arte, la historia y la civilización que nada en verdad le dicen, que nada en realidad le estremecen.
Reafirmémoslo con júbilo: en el campo del erotismo todo es legítimo, todo es posible y deseable. Con dos condiciones obvias: que todo sea plenamente consentido por los amantes y que todo —pero esto nunca se agrega— consista en una afirmación pletórica, alta y grande de la vida. Dejémonos de nostalgias reaccionarias: no añoremos para nada las viejas cortapisas. Volver a canalizar, postergar o culpabilizar determinadas prácticas eróticas, aparte de imposible y pernicioso, tampoco haría desaparecer la banalización con la que el hombre moderno intenta defenderse de sus angustias y debilidades.
Olvidando un instante nuestra banalización de la vida, celebremos (hay tan pocas cosas que celebrar…) ese gran principio de nuestro tiempo: toda práctica erótica consentida, hasta la más desaforada, es legítima. Incluso lo es, por poner un caso extremo, el de una chica de dieciocho años —volvemos a La Manada— que de forma manifiestamente consentida hasta llegar al famoso portal, y posiblemente en éste también, se entrega a una orgía con cinco hombres (de forma irresponsable, es cierto: sin darse cuenta de que, en caso de cambiar de opinión, tendría harto complicado abandonar la partida). El consentimiento parece en todo caso haber existido. Lo parece…, lo cual es tanto como decir que caben ciertas dudas. Un magistrado opina que sí hubo consentimiento, otros dos que no. Las turbas vindicativas —su facción histéricamente feminista, quiero decir— tienen muy claro que, aunque hubiera habido consentimiento, es como si no lo hubiese habido. Lo que en todo caso está claro es que no se dio para nada la otra condición. La que nadie reivindica: la de que se haga lo que se haga, se realice siempre mediante la afirmación pletórica, grande y alta de la vida, algo que no podía darse ni por asomo en las sórdidas condiciones en las que se desarrolló aquel encuentro en las calles de Pamplona.
Si cualquier desenfreno erótico entre personas consintientes es legítimo, lo que no lo es en absoluto es la zafiedad, la vulgaridad y la banalidad —todo ese comportamiento de “piara”, en efecto, como dice Sertorio— con la que todo estuvo envuelto aquella noche de los Sanfermines, como lo está siempre que el hombre-masa, el hombre gregario, se lanza, bebido y acaso drojado, a festejar lo que sea a la calle.
Pónganse, por supuesto, las adecuadas cortapisas ante tales comportamientos. Codifíquense, reprímanse. Pero no por su libertinaje, sino por su zafiedad hortera y vulgar. La misma que destila cualquier botellón, la misma que rezuma cualquier manada turística.
[1] Para quien le interese, la cuestión se halla ampliamente abordada en mi libro Los esclavos felices de la libertad, Madrid, 2011.
Decir que todo vale en el sesso, siempre que el consentimiento sea libre y los participantes mayores de edad, se ha convertido en un latiguillo que todo tertuliano repite.
Sertorio
La manada, la piara, la horda - El Manifiesto
Toda sociedad bien organizada, tradicional, establece unos ritos y tabúes para identificarse, distinguirse de las otras, cohesionarse, defenderse y reproducirse. Freud, en los albores del siglo XX, descubrió que la civilización se fundamenta sobre una serie de represiones que permiten su desarrollo y que el tabú sensual forma parte esencial de toda cultura. El civilizadísimo siglo XIX constituye el ejemplo de esas cortapisas victorianas al sesso, pero nuestra España del Siglo de Oro, con su honra calderoniana, o Roma, el Japón y la India también han impuesto unos severos códigos de conducta sensual, de casta, que son compatibles con el ars amandi o los rituales amatorios y el refinamiento erótico. Una cosa no quita la otra, salvo en la tradición ****ocristiana, desoladoramente pobre en ese aspecto.
El concepto de represión freudiano no era negativo en sí. Aunque es un desencadenante de las neurosis, también sirve de motor de la vida civilizada. Serán sus epígonos, especialmente de Wilhelm Reich en adelante, los que lleven a los extremos en los que está hoy la lucha contra la represión del eros, la liberación sensual, que no por casualidad guarda un ominoso parecido con las otras liberaciones que han convertido nuestra era en un tiempo de barbarie, de animalización y profanación de todo lo sagrado, entre lo que hay que contar el sesso. En los años sesenta se dudaba entre Eros y Civilización. En el siglo presente cada vez hay menos de lo uno y de lo otro. Al "liberarnos" de la neurosis nos hemos barbarizado, peor, nos estamos volviendo una masa indiferenciada de narcisistas.
Sí, el sesso es una actividad sagrada, algo en lo que todas las culturas humanas han estado de acuerdo hasta que llegó el materialismo mecanicista de Occidente. Un asunto tan importante para la psique del individuo y para la reproducción del cuerpo social no se puede tratar como un simple ejercicio físico. Hay todo un componente espiritual, magníficamente tratado por Evola en su Metafísica del sesso, que implica una ritualización, una trascendencia, un respeto. También hay una superación del sesso, un eros que va más allá, que ha provocado la mejor mística, la mejor poesía y las obras iniciáticas claves de todas las grandes culturas, desde los fedeli d'amore y los trovadores medievales hasta el Parsifal de Wagner, por poner un ejemplo europeo.
Decir que todo vale en el sesso, siempre que el consentimiento sea libre y los participantes mayores de edad, se ha convertido en un latiguillo que todo tertuliano repite en los medios de adoctrinamiento del Sistema. ¿Todo vale? ¿De verdad? Si lo vemos a través de la perspectiva animalística y brutalizada de nuestro tiempo sí, sin duda. Desde los años sesenta la ofensiva de la sociedad del espectáculo contra la persona, su degradación sistemática en individuo, en número, en factor de producción y consumo, implica una "liberación" sensual que va unida, no sin motivo, a la crisis de la institución familiar y a la caída de la reproducción demográfica en Occidente. Más sesso, menos hijos. Más promiscuidad, menos familia. Y la familia es el gran baluarte contra el que aún se estrellan los mecanismos ideológicos del poder mundialista, el factor que queda fuera de control, donde los padres pueden tras*mitir a su descendencia valores que no admite la ideología de la corrección política, cuyo fin último es arrebatar la patria potestad a los padres para dársela a la sociedad. El triste caso de Alfie, el niño ejecutado por médicos y jueces en Gran Bretaña, es un horripilante ejemplo de ello.
El sesso sin represión, desbocado, sin cauces y tabúes que lo dominen, es un arma perfecta de esclavización y de dominio de las masas. La pronografía se ha convertido en el instrumento predilecto del Sistema, en un educador sensual al alcance de cualquier adolescente que navegue en la Red. Es curioso que unas autoridades tan dadas a censurar y suprimir lo ideológicamente incorrecto de Internet ignoren, sin embargo, la inundación de prono que anega el ciberespacio. En primer lugar, es negocio. En segundo, es el instrumento esencial para degradar a la población, hipnotizarla, embrutecerla. Si desde muy temprana edad un muchacho se ve sometido a semejante bombardeo de estímulos sensuales, ¿qué creerá que es lo normal? Más aún si la normalidad, según sus educadores de género pagados con fondos públicos, es todo aquello que sea libremente consentido.
La realidad también ha entrado en crisis. El homo ciberneticus confunde lo virtual y lo real. Y en el imaginario delirante, porque delirio es razonar sobre lo que no existe, el sesso tiene un puesto privilegiado. La fantasía se ha convertido en un fin objetivo.
Ha sido lugar común de toda cultura distinguir entre honra y deshonra. Ahora no: actividades que corresponden al mundo de las profesionales se fomentan entre las quinceañeras, a las que se les incita incluso a estar orgullosas de una actividad sensual que deberían realizar con mucha más cautela y ojo crítico. Por fortuna, los instintos también ejercen como moderadores naturales y la prudencia aún sigue imponiéndose.
Siempre se ha tolerado que cierto tipo de conductas aberrantes para la sociedad se liberen de forma semiclandestina. Sin los burdeles y la prespitación organizada como un gremio hubiera sido imposible la formación de la familia, igual que sin el verdugo y el sacerdote no se puede construir una sociedad civilizada. Pero eso no hacía de semejante actividad algo digno de encomio. Hoy se glorifica y se estetiza la prespitación virtual y se persigue la real en las ventoleras de terrorismo feminista, que sirven de magníficas de derechasdas de propaganda institucional (al día siguiente, business as usual). Lo que los anglosajones denominan slutty está de moda y hasta las protagonistas de las series de Disney se recrean en ese look, fomentado por todos los poderes. La promiscuidad aleja a las masas de pensar en otras cosas. Es una carnaza que ceba y empacha a la gente. Cuanto antes se le coja el gusto, mejor.
El resultado de todos esos factores son las manadas o piaras de esta Circe moderna que es la anómica sociedad europea. Cuando un puñado de neandertales hace lo que hizo con una muchacha en esa orgía etílica y masiva en la que han poco equilibrado los sanfermines (léase Plaza del Castillo, de García Serrano, para saber cómo eran los sanfermines cuando eran fiesta y no aquelarre batasuno), incluso en el caso de que fuera todo consentido y "legal", se está cometiendo un pecado, se está profanando de manera brutal algo que por íntimo, por sus delicadisimas consecuencias psíquicas, por su violación de algo que es sacro, debe realizarse de muy otra manera. Los chimpancés que cometieron semejante barbaridad han hecho del prono una guía de conducta, de la fantasía de los instintos sin reprimir un valor jovenlandesal. Han llevado al extremo la genitalización de una actividad que necesita de la sublimación y del tabú incluso para las tras*gresiones, que son siempre aisladas, personales, clandestinas (de ahí su atractivo). Resulta aún más grave el hecho de que los que han perpetrado semejante hecho son "militares", productos típicos de los ejércitos democráticos, donde los códigos de honor y de caballerosidad se sustituyen por la legalidad y el reglamento. Hay conductas que por muy legales que sean deshonran. El que porta la espada se debe a un código de honor que va más allá de los incontables y superfluos códigos que ahora rigen la servidumbre de las armas. El uniforme se lleva siempre.
Hay una palabra muy pasada de moda, intempestiva, a la que tarde o temprano tendremos que volver si queremos salir de este cenagal: se llama honor y no lo rigen leyes escritas ni depende su concepto de las mayorías sociales. Más honor supone más deber. Cuando la gente es bien consciente de él, se vive en una sociedad civilizada y no en una horda.
El libertinaje, lo sagrado y lo hortera
Reafirmémoslo con júbilo: en el campo del erotismo todo es legítimo, todo es posible y deseable. Con dos condiciones obvias.
Javier R. Portella
8 de mayo de 2018
El libertinaje, lo sagrado y lo hortera - El Manifiesto
Ese terreno de fuego, ese campo de lava, esas flores de carne que se abren en el esplendor de su lujuria, esas delicias que embriagan y arrebatan…, ¿cómo no serían cosa alta, grande, sagrada? Salvo si nos empeñamos en restringir lo sagrado a Dios y a los santos, ¿cómo no sería sagrado lo que los hombres y las mujeres (o los hombres y los hombres, o las mujeres y las mujeres) nos jugamos al ensamblar nuestras carnes y hurgar en nuestras almas? ¿Cómo no sería sagrado ese erotismo cuya lujuria nos arroja tan lejos, tan dichosa, tan inmensamente lejos de la realidad pastosa y gris de cada día? Nos arrebata, nos tras*porta… Pero ¿adónde? ¿Adónde, sino a ese espacio incandescente —sagrado— donde nada se da con razón y determinación, donde nada se encuentra ni descubre, salvo lo esencial, salvo aquel “no sé qué —decía el místico— que se halla por ventura”?
El erotismo, “ese inquebrantable núcleo nocturno”, decía André Breton. Atrae, seduce, deslumbra… Y espanta. ¿Cómo no temer tanta noche, tanto descontrol, tanto desasosiego? ¿Cómo no lo van a temer, quiero decir, la gran masa de hombres y mujeres, ellos que, contrariamente a los libertinos, tienen lo sosegado y plácido como el horizonte mismo del existir? Miedosos y pusilánimes, ¿cómo no van a huir de los grandes fastos de la carne uncida al alma? ¿Cómo podrían los virtuosos del comedimiento, los apóstoles del raciocinio abrazar la más alta de las contradicciones: ese grito de bestia exultante que sólo desde lo más refinado del espíritu se puede lanzar?
Dos formas históricas de huir
De dos formas opuestas han tratado los hombres (y mujeres) de huir de lo que tanto les espanta y subyuga. Según el modo tradicional y según el moderno. Veamos cada uno de ellos.
Lo propugnado por la Tradición (por aquella en todo caso cuyo reino habrá durado desde finales del siglo IV hasta mediados del XX) era el rechazo, la huida: categórica, sin paliativos —teórica o doctrinalmente al menos. Reprimir la concupiscencia, limitar la sexualidad a la reproducción, evitar así “los pecados de lujuria”, que decía san Juan Crisóstomo: tal era la orden. Tajante, categórica… aunque parcialmente incumplida siempre.
Incumplida no sólo porque la fuerza del deseo siempre burlará mal que bien las barreras destinadas a domeñarlo; incumplida en primer lugar por sus propios preceptores, cuya doble jovenlandesal los llevaba a tener manga ancha tanto para ellos mismos como para sus ovejas, tolerando y eventualmente perdonando en el sacramento de la confesión los goces que les dio por tildar de pecaminosos.
Desde la prespitación al adulterio, eran múltiples las formas que en el mundo de la Tradición permitían tras*gredir la jovenlandesal hipócrita y oficialmente proclamada. Salvo el mal menor en que consistía, nada hay que celebrar ni añorar de aquella tras*gresión que lo envolvía todo en el halo ponzoñoso de la culpa y el pecado, una tras*gresión que, además, era mucho más difícil (aunque no imposible) de practicar para la mitad femenina de la humanidad.
Sí, es cierto, la sexualidad implica tras*gresión, “necesita del tabú”, como dice Sertorio en el artículo publicado en estas mismas páginas y con el que estoy en parte dialogando. Pero esa tras*gresión no tiene absolutamente nada que ver con el bien y con el mal, con la culpa y la jovenlandesal. Es de un orden totalmente distinto. Es la tras*gresión —el salto, sería más exacto decir— que, conjuntando un alucinado grito de bestia y unas elaboradas construcciones del alma (¡sí, hasta en las zafiedades de La Manada aletea algo de alma!), nos arrebata, nos lleva más allá, al otro lado, fuera del orden pulcro, atildado y racional de la vida.
Más allá… A esa noche de luz y sombras para huir de la cual el hombre moderno —infinitamente más fistro y pusilánime que el de la Tradición— aplica, como en todo, su táctica habitual: la de no poner nada en cuestión, la de aceptarlo todo… para mejor corroerlo, para desactivar más sutilmente, como el que no quiere la cosa, aquello cuya fuerza explosiva que está en juego.
Rodeado el hombre moderno de los mayores bienes; o más exactamente, rodeado de lo que podría ser la plasmación de tales bienes (desde los conocimientos científico-técnicos hasta las libertades cívicas pasando por la igualdad de condición), se dedica nuestro hombre a malbaratar dichos bienes tras*formándolos en pura y simple perdición.
Pero como no es posible entrar más detenidamente en ello,[1] nos limitaremos a ese otro bien que, por darle un nombre, lo llamaremos desculpabilización de la aventura erótica. Ya no hay pecado. Ya se han derrumbado los viles artificios que envolvían de culpa los arrebatos del alma envuelta en carne. Ya todo es legítimo, hasta los excesos más desenfrenados. Ya todo se puede, y al poderse todo —se dice como si hubiera relación de causa a efecto— todo se vuelve anodino y gris, frívolo y banal, sin chispa, fuego, ni pasión.
Por supuesto que todo se vuelve mortecino y gris. Como en la vida toda de nuestro tiempo. Como en el conjunto de ámbitos de nuestra vida, se debe sin embargo añadir. No, la desculpabilización del erotismo (o con otras palabras, la pérdida de los mecanismos de canalización o codificación erótica) no es en absoluto lo que origina su banalización. Su causa hay que buscarla en la banalización general del mundo, en su achatamiento empequeñecido, en su pérdida de sentido y de sustancia. El hombre (o la mujer) que sólo ve una entretenida diversión en lo que deberían ser estremecidas, lujuriosas —sagradas— aventuras amorosas, es, junto con mil otras degeneraciones, el mismo hombre o mujer que, vestido de turista, dedica su ocio a invadir en manada los altos lugares del arte, la historia y la civilización que nada en verdad le dicen, que nada en realidad le estremecen.
Reafirmémoslo con júbilo: en el campo del erotismo todo es legítimo, todo es posible y deseable. Con dos condiciones obvias: que todo sea plenamente consentido por los amantes y que todo —pero esto nunca se agrega— consista en una afirmación pletórica, alta y grande de la vida. Dejémonos de nostalgias reaccionarias: no añoremos para nada las viejas cortapisas. Volver a canalizar, postergar o culpabilizar determinadas prácticas eróticas, aparte de imposible y pernicioso, tampoco haría desaparecer la banalización con la que el hombre moderno intenta defenderse de sus angustias y debilidades.
Olvidando un instante nuestra banalización de la vida, celebremos (hay tan pocas cosas que celebrar…) ese gran principio de nuestro tiempo: toda práctica erótica consentida, hasta la más desaforada, es legítima. Incluso lo es, por poner un caso extremo, el de una chica de dieciocho años —volvemos a La Manada— que de forma manifiestamente consentida hasta llegar al famoso portal, y posiblemente en éste también, se entrega a una orgía con cinco hombres (de forma irresponsable, es cierto: sin darse cuenta de que, en caso de cambiar de opinión, tendría harto complicado abandonar la partida). El consentimiento parece en todo caso haber existido. Lo parece…, lo cual es tanto como decir que caben ciertas dudas. Un magistrado opina que sí hubo consentimiento, otros dos que no. Las turbas vindicativas —su facción histéricamente feminista, quiero decir— tienen muy claro que, aunque hubiera habido consentimiento, es como si no lo hubiese habido. Lo que en todo caso está claro es que no se dio para nada la otra condición. La que nadie reivindica: la de que se haga lo que se haga, se realice siempre mediante la afirmación pletórica, grande y alta de la vida, algo que no podía darse ni por asomo en las sórdidas condiciones en las que se desarrolló aquel encuentro en las calles de Pamplona.
Si cualquier desenfreno erótico entre personas consintientes es legítimo, lo que no lo es en absoluto es la zafiedad, la vulgaridad y la banalidad —todo ese comportamiento de “piara”, en efecto, como dice Sertorio— con la que todo estuvo envuelto aquella noche de los Sanfermines, como lo está siempre que el hombre-masa, el hombre gregario, se lanza, bebido y acaso drojado, a festejar lo que sea a la calle.
Pónganse, por supuesto, las adecuadas cortapisas ante tales comportamientos. Codifíquense, reprímanse. Pero no por su libertinaje, sino por su zafiedad hortera y vulgar. La misma que destila cualquier botellón, la misma que rezuma cualquier manada turística.
[1] Para quien le interese, la cuestión se halla ampliamente abordada en mi libro Los esclavos felices de la libertad, Madrid, 2011.