Ciencia: La (in)solidaridad catalana

Eric Finch

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Historias de España: La (in)solidaridad catalana (1)

viernes, enero 30, 2009
La (in)solidaridad catalana (1)

No creo concitar la oposición de nadie si digo que el asunto de nuestra Historia Económica que más encono político e ideológico ha generado ha sido la batalla del proteccionismo. Es un asunto que tiene mucho que ver con el debate regionalista, o autonomista como se dice hoy en día, porque el gran campeón del proteccionismo español ha sido, tradicionalmente, Cataluña. Y es habitual que quien quiere atacar a esta región (o comunidad autónoma, como se dice ahora) por el flanco de su pretendida insolidaridad, recuerde los muchos beneficios que le reportó el proteccionismo a costa de presuntos beneficios no producidos en otros lugares de España.

Así pues, he pensado que, tal vez, sea interesante dejar aquí algunas notas sobre este asunto. Creo, además, que será interesante e instuctivo porque, en buena parte, repasar la historia del debate entre proteccionistas y librecambistas, debate que tuvo momentos de enorme encono, es también repasar el epicentro de uno de los principales ejes de la evolución reciente de España, que es la difícil dicotomía entre Madrid y Barcelona como centros de poder. Es una historia de torpezas, muchas de las cuales se siguen cometiendo hoy en día.

La realidad que da carta de existencia al proteccionismo, que son los aranceles de aduanas, es decir el impuesto que se impone a la mercancía que entra por la frontera exterior o interior, es muy antiguo. En Barcelona, por ejemplo, se conoce de un sistema regular de política aduanera ya a finales del siglo XIII; en ese mismo siglo, Alfonso X, llamado El Sabio, estableció en Castilla un primer arancel, eso es, una primera lista de materias cuyo paso por la frontera estaba gravado con determinados impuestos.

Si algo tiene el proteccionismo es que es enormemente intuitivo. Quiero decir que es lo primero que se le ocurre a alguien. Si dentro del territorio se produce y de fuera viene ese producto más barato, pues se le pone a éste un impuesto para que sea más caro. Y es lícito que alguien piense que, así, está protegiendo la existencia de los productores interiores. En la España renacentista, que ya era una gran productora de vino, ya se estableció que no se importasen caldos el año que la cosecha interior fuese suficiente. En Cataluña específicamente, sus Cortes de 1422 prohibieron la importación de determinados productos de vestir, signo inequívoco de que para entonces la región ya era una potencia textil, y ya sentía el miedo de la competencia excesiva de otros mercados.

Este esquema funcionó hasta el siglo XVII, en el cual el grave deterioro de la flota mercante española cambia el panorama del comercio internacional en nuestro país. La pérdida progresiva de la capacidad comercial de España, una auténtica tragedia para una antigua potencia mediterránea como el Levante hispano, vino a combinarse con el empeño que pusieron Felipe IV y su valido, el conde-duque de Olivares, en arruinar el presupuesto con los gastos bélicos. Cierto día, el conde-duque recibió a una delegación de las diputaciones catalanas, a las que planteó la pregunta de cuáles creían que eran los males de España y su remedio (me da la impresión de que le hacía la misma pregunta a todo el mundo, y a todo el mundo le hacía el mismo caso). La respuesta catalana no pudo ser más acertada: «Para remediar nuestros males, los españoles deberíamos quedarnos en nuestra propia casa, repoblar el reino, cultivar nuestros campos, fortificar nuestras ciudades, abrir nuestros puertos al comercio y restablecer nuestras fábricas. En esto deberíamos emplear los tesoros de América, y no en guerras insensatas y vergonzosas». Puede ser que el conde-duque les contestase: ¡Pero es que los holandeses tienen armas de destrucción masiva!

En el siglo XVIII, ya empobrecidos y agotados como potencia bélica, nos encontramos con que éramos un país colonizado por las economías extranjeras. Aquí reside el origen del proteccionismo español, o sea catalán. Se ha calculado que más del 65% de las mercancías normalmente consumidas en España en aquel entonces eran importadas; y, para más inri, en la mayoría de los casos la materia prima de esos productos era... española. Otros males que nos aquejaban eran la expulsión de los judíos y de los jovenlandeses, de la que no pocos economistas se quejan; y el hecho, inexplicable, de que hubiese producciones para las cuales la corona se reservaba la exclusiva de la fabricación interior, impidiendo el desarrollo industrial.

A finales del siglo XVIII, nace en Barcelona la llamada Comisión de Fábricas; más concretamente, la Comisión de Fábricas de Hilados, Tejidos y Estampados de Algodón del Principado de Cataluña. Es la primera iniciativa organizada de proteger la industria interior de la competencia extranjera. Aquel lobby barroco debió de hacer muy bien su trabajo, pues ya en 1802 se publica en la Gazeta una Real Orden por la cual se prohíbe la introducción en territorio español de mercancías de algodón o con mezcla del mismo. No fue sin embargo hasta dos décadas después que el proteccionismo nació como tal; y, dato curioso y no sé si importante, eso que lo valore cada uno, no fue por los catalanes. Fue por el lobby histórico más fuerte de las Españas: los agricultores y ganaderos, quienes presionaron para que se protegiesen los productos patrios y acusaron a las ideas liberales de «convertir a España en un pedazo de África». Fruto de esta presión, el 1 de enero de 1826 entra en vigor el Real Arancel General de entrada de frutos, géneros y efectos del extranjero. Este arancel, sin embargo, se combinó con algunas medidas liberalizadoras, notablemente el fomento del puerto franco de Cádiz, que en la práctica incrementaron la entrada en España de productos de contrabando.

En 1832, y con notable retraso, llega la revolución industrial, cuando menos a Cataluña. Ese año, el ministro de Hacienda en Madrid, Luis López Ballesteros, acogotado por un déficit público galopante (por cada euro ingresado se gastaban 1,8), se da cuenta de que la única forma es alentar la industria para que pague más impuestos. Como consecuencia, la Hacienda española otorga un anticipo de 350.000 pesetas a la sociedad Bonaplata, Vilaregut, Rull y Cía., para que construyan una gran fábrica de maquinaria en Barcelona. Ese mismo año, se publica un decreto estableciendo la inexistencia de privilegios para la importación de textil. Ambas medidas disparan el desarrollo de la industria autóctona catalana, que responderá alcanzando, en sólo nueve años, los 102.000 empleos.

El primer tercio del siglo XIX es, sin embargo, el de la progresiva introducción del liberalismo entre los economistas españoles, notablemente Flórez Estrada. La Comisión de Fábricas ve en ello un claro enemigo y por eso ya en 1834 elabora un memorial dirigido a sustentar las razones por las cuales debe apoyarse el proteccionismo. Hace, pues, 175 años de aquello y, sin embargo, y encontramos ahí a nuestros clásicos, pues el lobby condal, en su ***eto, ya se preocupa de recordar a los lectores «los grandes consumos que hacen las provincias catalanas de los frutos y productos de las demás del reino». En tan temprana fecha, pues, los catalanes son ya bien conscientes de por dónde les van a buscar las cosquillas. Y no es de extrañar, porque casi de todo el resto de España llegaban a las Cortes protestas y peticiones reclamando el desarme arancelario.

Llega la guerra civil, o carlista, que en 1840 ha terminado. Una vez ocurrido, el Gobierno se plantea la reforma del arancel. Esta vez los catalanes fueron algo más listos, porque buscaron aliados fuera de tu tierra, y los encontraron en el sector triguero castellano y en el metalúrgico vasco. Fruto de los movimientos tácticos de cada cual, la comisión encargada de reformar el arancel estaba compuesta por expertos de muy variado pelaje, por lo que puede decirse que el arancel que entró en vigor el 1 de noviembre de 1841 era fruto de la tras*acción (una especie de Pacto de Toledo decimonónico, pues), aunque, en general, era más liberal que el régimen existente hasta aquel momento.

Aquel arancel tenía 1.506 rubros que eran gravados, en su mayoría, con aranceles del 15%, 20% y 25%, aunque había algunas mercancías con impuestos mayores, entre las cuales estaban los tejidos de cáñamo, lana y seda. Se mantuvo la prohibición de importar algodón, y se añadieron las de trigo, centeno, cebada, lana, calzado, mármol, sal, ropas hechas, muebles y buques de pequeño calado. La mayoría de estas exclusiones se hicieron en beneficio de los grandes productores agrícolas castellanos. Pero una medida de lo liberal que fue este arancel es que las importaciones prohibidas eran 88, cuando las acumuladas hasta la reforma eran 657.

La reforma arancelaria reguló también el llamado derecho diferencial de bandera, que gravaba aún más el arancel, incluso hasta el doble, para las mercancías de importación que venían en barcos de bandera extranjera. Incluso se prohibieron las de Filipinas (provincia de, se entiende) y China. Así que, ya veis: hace siglo y medio, y ya andábamos acojonados con los chinos. Cabe anotar, por último, que aquella reforma aduanera acabó con los aranceles vascos, que hasta entonces habían sido forales (o quizá forrales), o sea distintos.

En general, el arancel no fue mal recibido por los proteccionistas, representados ya por una de sus dos grandes figuras históricas, Joan Güell i Ferrer, un tipo hecho a sí mismo en Cuba que había regresado a Barcelona y que se puso al frente de la manifestación. Autodidacto como era, los escritos de Güell no pueden evitar caer en algunas contradicciones, aunque eso, más que imputárselo a él, quizá haya que imputárselo al propio proteccionismo catalán en sí. En efecto, las ideas proteccionistas en Cataluña siempre adolecieron de cierta ilógica pues, con la mano contraria con que los industriales pedían subidas en los aranceles de las camisas, pedían la bajada de los aranceles de las máquinas de fabricar camisas. Y eso es lo que se llama querer estar en misa y repicando.

La reforma arancelaria, no obstante, afectó pronto a la capacidad productiva catalana. En diez años, de 60 fábricas textiles de gran tamaño, quedaron 16. La fabricación de paños bajó de 24.000 piezas a 9.000. Fue entonces, y sólo entonces, cuando el proteccionismo catalán se dio cuenta de que, además de alianzas coyunturales, lo que tenía que hacer era extender sus tentáculos fuera de Cataluña, buscar amiguitos por toda España y, muy especialmente, en Madrid. El nacionalismo mal entendido, y los proteccionistas eran ya protonacionalistas económicos, lleva al nacionalista a considerar que todo lo interesante que le puede pasar en la vida ocurre a menos de seis milímetros de su ombligo. Este concepto le lleva a desechar el hecho palmario de que el hombre más eficiente es el que más amigos tiene. Así las cosas, los catalanes fundan en Madrid la Asociación Defensora del Trabajo Nacional y se aplican a crear sociedades económicas en toda España para aglutinar en ellas las ideas proteccionistas. Tarde. Para entonces, el resto de España se lo ha pensado mejor.

En 1846, la ciudad de Cádiz (el puerto franco, pues), recibe en loor de multitudes a don Richard Cobden, que entonces era el principal propagandista del liberalismo smithsoniano. Se funda allí mismo la Asociación Librecambista de España. Los liberales golpean fuerte. Descubren que la inmensa mayoría de la renta de aduanas proviene de los aranceles cobrados a 88 productos. ¿Por qué, se preguntan, no derogar entonces los de los 1.254 restantes?

Hicieron algo más los liberales. Ya he escrito, y desde luego es sólo mi opinión, que los catalanes, que habitualmente se reputan de eficientes, estuvieron lentos, torpones y un tanto lelos en aquellos años. Incluso la Comisión de Fábricas tardó en darse cuenta de que la misma Cataluña había cambiado y que ahora ya no se podía crear una institución meramente algodonera, y es por eso que mutó en el Instituto Industrial de Cataluña, creado en 1848 bajo la presidencia de Joan Jaumandreu. Mientras los jordis tardaban en reaccionar, los liberales, que eran mayoría en la clase intelectual española, se dieron cuenta de que ahí, en el asunto de lo catalán, había tema. Así pues, empezaron a llover las palos.

Lo primero que dijeron los liberales, y lo dijeron tan alto que aún hoy se oye, es que no existía cuestión proteccionista, sino cuestión catalana. Fue una jugada maestra que dejó a los industriales catalanes de un plumazo casi sin aliados; y, siempre en mi opinión claro, es un aspecto escasamente tratado por la historiografía hasta qué punto sirvió para alimentar el nacionalismo, si no el independentismo, catalán; pues sabido es que ninguna ofensa es gratis.

En un paroxismo de leña al jordi hasta que hable serbocroata, Cataluña fue acusada en los periódicos librecambistas de causar los males económicos del país, que eran muchos. Una acusación intolerable si tenemos en cuenta que España estaba embarcada en una nueva guerra civil, y ésta sí que era la responsable de las jodiendas. Dado que el carlismo tenía una muy seria implantación en Cataluña, que todavía era una región muy foralista, se decía que eran los industriales catalanes los que avivaban la hoguera guerrera. Algo que no se sostiene ni con una peana de nueve metros, pues, en cada guerra civil decimonónica, la industria catalana perdió pastones. Así pues, defender que era esa misma industria la que financiaba y alentaba la guerra equivalía a sostener que los catalanes eran orates del ojo ciego. He leído una referencia a una publicación de la época que se refería a los catalanes como «gente suelta y sin policía, vengativa e ingrata». En una cosa acertó: en lo de sin policía. Son mozos de escuadra. Visto lo que estoy escribiendo aquí, espero que no acertase en lo de «vengativa»...

Para que veamos que nada ha cambiado y que el presente no es sino un enorme dejà vu, Güell i Ferrer, el gran propagandista defensor de lo catalán, hizo por aquel entonces una serie de escritos en los cuales inventó... las balanzas fiscales. Sip, como lo leeis. Su tesis, para la cual aportaba abundancia de datos, es que el volumen de mercancías adquiridas por Cataluña era muy superior al volumen de las que vendía fuera de sus límites.

En 1849, tiempos ya de Narváez, todos estos enfrentamientos cristalizan en la proposición de las Cortes para proceder a una nueva reforma arancelaria. Se disparan las gestiones para influir en el proceso, claro. El Espadón de Loja, que no carecía de inspiración para los temas económicos, dictaminó que antes de proceder a la reforma se enviase a Cataluña a un comisario regio, el conde de La Romera, con el objeto de realizar una encuesta para saber qué perjuicios podrían causar las reformas arancelarias. Sin embargo, esta misión quedó abortada cuando llegó al ministerio de Hacienda Bravo Murillo, muy sensible a las presiones librecambistas. El comisario regresó a Madrid apenas comenzada su labor y el nuevo arancel se elaboró en el tiempo récord de 19 días.

El nuevo arancel constaba de 1.410 partidas pero, lo más importante, reducía notablemente las prohibiciones de importación de 74 a 14. Entre las prohibiciones que permanecieron estaban los cereales, las harinas y los buques pequeños. Y sabido es que Cataluña es una región ampliamente cerealera, especialmente en las cumbres pirenaicas donde se cosechan millones y millones de toneladas de trigo; y que cada catalán que se precie tiene un pequeño astillero en su bañera. Lejos de la coña, justo es reconocer que las importaciones que siguieron prohibidas se diseñaron, fundamentalmente, para favorecer intereses de otros lugares.

No obstante, los catalanes consiguieron una victoria en el último minuto, y fue el cambio de una fruta cifra. El gobierno estaba decidido a liberalizar la importación de tejidos de algodón. En aquel entonces, el textil aldogonero catalán manufacturaba prendas de cierta vastedad, con menos de 26 hilos, al gusto español, pues aquí se solían consumir prendas de menos de 20. El proyecto de arancel establecía que la importación de prendas de algodón quedaba liberalizada, salvo para las prendas de menos de 20 hilos. Sucintamente, esta medida suponía permitir a los fabricantes foráneos competir en igualdad contra los catalanes en una parte de su negocio, las prendas entre 20 y 26 hilos. Los diputados catalanes consiguieron in extremis que el gobierno cambiase el 0 de 20 por un 6. Ese pequeño cambio salvó a los algodoneros catalanes.

¿Os parece interesante? Pues más os vale, porque habrá más.


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Historias de España: La (in)solidaridad catalana (2)

domingo, febrero 01, 2009

La (in)solidaridad catalana (2)

A finales de 1851, en plena ebullición del librecambismo en España, se anuncia la nueva reforma arancelaria. Aunque estamos en un momento de la Historia en el que las ideologías que hoy llamaríamos de izquierdas aún no se puede decir que fuesen muy visibles, en parte fueron los librecambistas los que, en el curso de aquella muy agria polémica hicieron uso de algunos de los elementos demagógicos que luego se convertirán en propios de las izquierdas. Así, en uno de sus periódicos, los librecambistas describen a los industriales catalanes como «aves de rapiña de desenfrenada voracidad, lobos hambrientos que devoran la sustancia de todos los españoles, monopolistas, bárbaros de la civilización, beduínos, tiranos aborrecibles, verdugos del obrero, señores de horca y cuchillo, cuya cabeza hay que exponer en una picota en medio de la plaza pública».

La periodista Oriana Falacci dijo una vez una cosa que es muy cierta. En el mundo hay dos tipos de fascistas, que son: los fascistas, y los antifascistas. Con las mismas, en el mundo hay dos tipos de separatistas, que son: los separatistas, y los antiseparatistas.

La labor de Güell, como propagandista que era del proteccionismo catalán, se centró sobre todo en romper la idea de que Cataluña era una especie de sumidero al que se iban, en remolino, las riquezas del resto de España (¿a alguien le suena esto?). Según sus cálculos, Cataluña intercambiaba en aquel entonces mercancías con el resto de España por valor de unos 1.000 millones de pesetas, tanto de importaciones como de exportaciones, y era, además, el primer mercado para los productos agrícolas de cualquier región de España.

No obstante, desde un punto de vista, digamos, no catalán, también hay que entender que los librecambistas, debajo de su demagogia y sus insultos, tenían bastante razón. Sostenían que la intensificación de las importaciones reduciría los precios, y no se equivocaban. Y, sobre todo, recordaban que uno de los grandes problemas de la economía española decimonónica, hasta un nivel que verdaderamente hoy no podemos imaginar, era el contrabando. Pero el contrabando existía porque no pagaba aranceles, así pues vivía de que éstos fuesen altos. La idea es completamente cierta, pues hoy en día, no hay incentivo ninguno en dedicarse a contrabandear mercancías, por ejemplo, francesas.

En 1854 y 1855 se intentan, no con mucho éxito, sendas reformas arancelarias. Mientras tanto, la agitación social aparece. El 2 de julio de 1855 se produce una huelga de obreros en Cataluña y, peor aún, resulta asesinado José Sol y Padrís, que acababa de ser nombrado presidente del Instituto Industrial de Cataluña. En parte por estos sucesos tan luctuosos, algunos meses después, el 17 de diciembre, un grupo de industriales catalanes (José Mundadas, José Ferrer i Vidal y Jaumandreu) fueron escuchados ante la comisión que estaba estudiando la reforma arancelaria del ministro Bruil. Se aplicaron, sobre todo, a desmentir los argumentos que hablaban de beneficios supermillonarios por parte de los industriales catalanes. Aquella audiencia frenó la reforma, pero sólo por un corto espacio de tiempo. En 1859, 101 diputados librecambistas se reúnen bajo la presidencia de Olózaga para exigir la libre importación de diversos productos. A pesar de que los problemas ya generados, el librecambismo no abandonó sus exagerados tonos. Luis María Pastor, presidente de la Asociación para la Reforma de los Aranceles, proclamaría en un discurso: «no temáis ya a las hordas feroces de las selvas; de las ciudades brotan los bárbaros de la civilización, que intentan imponer al mundo entero el feudalismo industrial». Güell i Ferrer respondía como podía, aseverando cosas como: «Cataluña ha hecho con dinero propio sus caminos de hierro, contribuyendo a pagar los de las demás provincias. Cataluña, a pesar de la ingratitud de su suelo en fuerza de su trabajo, contribuye en mayor proporción que las demás a cubrir el presupuesto de ingresos, y no tiene probablemente la mitad de los empleados que le corresponden». Como podemos ver, la retórica procatalana, o más bien podríamos decir la retórica desde Cataluña (pues una de las desgracias estratégicas de Cataluña es que nunca ha logrado que exista una retórica procatalana desde fuera de Cataluña), se basaba hace ahora siglo y medio en el mismo concepto en que se basa hoy, es decir la balanza fiscal. Con un añadido que hoy ha desaparecido, cuando menos de momento, que es el cálculo, siquiera intuitivo, de los puestos de trabajo que se dejaban de crear en la región por no invertir en ella los dineros que se iban a otras regiones vía impuestos.

Los proteccionistas catalanes, sin embargo, nadaban históricamente contra corriente. En la segunda mitad del siglo XIX se construye el Zollverein o unión aduanera centroeuropea y, quizás más importante para nosotros, Inglaterra y Francia firman un acuerdo comercial que supone el descreste arancelario entre ambas naciones. Los sucesivos gobiernos españoles, conscientes de que no pueden quedar fuera del proceso, se apuntan al mismo y así, el 17 de julio de 1865, se firma un acuerdo comercial con Francia; que vino a combinarse con otro decreto que habilitaba legalmente al gobierno para eliminar el derecho diferencial de bandera.

En 1868, como sabemos bien, se produce la revolución llamada La Gloriosa y un viraje brusco del poder político español hacia el liberalismo, ergo el librecambismo. Laureano Figuerola, el primer ministro de Hacienda tras la revolución, abole el derecho diferencial de bandera y reduce a la mitad muchos de los derechos aduaneros.

Es entonces, en 1869, cuando los proteccionistas catalanes, que nuevamente han estado torpones en su respuesta a las presiones librecambistas, se dan cuenta de que están jugando cartas excesivamente personalistas. Es el suyo un discurso que sólo sabe hablar de protecciones, de intereses particulares, y ya por entonces, aunque no en la medida que ahora, es importante eso que hemos de llamar opinión pública. En un intento por convertirse en algo más que proteccionistas, se cambia el centro de gravedad del grupo de presión desde el Instituto Industrial de Cataluña, entidad vista como institución a la defensa de intereses particulares, por una institución nueva: Fomento de la Producción Nacional. Su propio nombre indica ya en qué medida los proteccionistas pretenden trascender su discurso hacia el bien común económico en general, y, además, hacen un notable esfuerzo por no aparecer, sólo, como catalanes.

La Comisión de Presupuestos de las Cortes tenía que estudiar la reforma de aranceles de Figuerola. Los historiadores catalanes se quejan de que en aquella comisión había siete representantes proteccionistas y 27 librecambistas. Su queja está bien, pero no tiene pase. En realidad, dentro del pensamiento económico español del momento, el proteccionismo no tenía ni de coña el peso derivado de esos siete representantes.

Dicho esto, sin embargo, lo cierto es que los librecambistas, muy bien no se portaron. Aprovecharon una reunión de la Comisión a la que el vicepresidente proteccionista, Pascual Madoz, no pudo asistir, para aprobar todo el nuevo arancel al completo. Los proteccionistas acudieron al general Prim, catalán y hombre fuerte del gobierno. Poco consiguieron. Prim decretó que la decisión de la Comisión fuese revisada por la Junta de Aranceles, en la que la mayoría librecambista era tan aplastante, que los catalanes se retiraron antes de que tomase una decisión.

Fomento de la Producción Nacional, de la mano del otro gran propagandista del proteccionismo, Pere Bosch i Labrús, hizo un viraje hacia la racionalidad. Como si hubiera sido asesorado por un moderno experto en imagen, desde FPN la industria catalana cambió su discurso y, por primera vez, admitió la posibilidad de sacrificios (esto es, de aranceles bajos), exigiendo únicamente que dichas reducciones se acreditasen compatibles con la conservación de la industria interior. Esta estrategia dio más frutos que la miope oposición frontal y estrategia del no, no, y mil veces no, que habían tenido hasta entonces los catalanes. En la reforma definitiva de los aranceles consiguieron pequeñas victorias, a las que no fueron ajenas las mediaciones de Prim y Serrano. Figuerola, liberal de libro, quería que los aranceles no pasaran en caso alguno del 25% pero, finalmente, estos impuestos protectores llegaron al 35%. Asimismo, los mínimos, que Figuerola quería colocar en el 10%, se quedaron en el 15%. Lo que pasa es que Figuerola se la metió doblada y, la verdad, los negociadores catalanes volvieron a pecar, otra vez, de escasa cintura.

Tenía el borrador de la reforma una base quinta que establecía nuevas reducciones de aranceles. Decía el texto legal que los fijados en la reforma permanecerían intocados durante seis años, a partir de los cuales se podría aplicar la base quinta, «siempre y cuando las Cortes futuras no establezcan lo contrario». Esta cláusula facultativa desapareció del texto final. Figuerola disimuló un olvido, pero es más que probable que no se olvidase.

Esta frutada provocó una manifesación en Barcelona que fue precedida por una pancarta donde se leía «La Patria está en peligro», y que se dirigió al Gobierno Civil a exigir el cese de Figuerola. Tuvo que intervenir Prim para que la cláusula fuese introducida vía enmienda.

Pero Laureano Figuerola debía de ser un tío listo. En medio del ***ón de la cláusula facultativa uno de los líderes proteccionistas catalanes, Puig i Llagostera, le había enviado un telegrama al parecer en unos tonos bastante inadecuados entre caballeros. Como veis, la torpeza catalana a la hora de gestionar su imagen es un leiv motiv durante todos estos años. Todo lo que tuvo que hacer Figuerola fue leer aquel telegrama en pleno y encabronar a lo señores diputados, ya de por sí poco proclives a aprobar restricciones proteccionistas. La reforma quedó aprobada por 119 votos contra 31, portando en su interior la simple y pura crónica de una reducción anunciada en los ya bajos aranceles que fijaba, a seis años vista.

Figuerola fue apeado del Ministerio de Hacienda. La causa fue la fuerte oposición que generó su decisión de constituir dos empréstitos por valor de 3.000 millones de pesetas. Pero se las arregló para volver apenas cuatro meses después. Inmediatamente, los proteccionistas temieron que llevase a cabo su proyecto de cerrar un acuerdo comercial con Inglaterra. Como podemos ver, el lobby proteccionista volvía a tropezar en la misma piedra, en la misma ciega piedra de siempre, pues de nuevo negaba la mayor, la propia firma de un acuerdo comercial, sin darse cuenta de que los tiempos lo exigían.

Con todo, el sneaky Figuerola se la metió doblada por donde menos lo esperaban. En marzo de 1870, los catalanes se enteraban por la prensa, literalmente, de que un mes antes se había firmado un acuerdo comercial con Bélgica. La bomba de aquel tratado era un artículo en el que España se comprometía a no modificar al alza sus tarifas con Bélgica. La jugada de Figuerola fue maestra: puede que los proteccionistas lograsen modificar el arancel en las Cortes españolas. Pero, en lo que se refería a Bélgica (y a cualquier otro con el que se firmase lo mismo), esa decisión sería papel mojado.

Alarmado por este tratado y el más que posible con Inglaterra, Fomento convocó una reunión de entidades económicas en Barcelona el 22 de marzo. De dicha asamblea salió la decisión de formar una comisión que se fuera a decirle al gobierno que así no se podía seguir. Pero al loro con los apellidos de los miembros de dicha comisión: Bosch i Labrús, Salom, Pons, Orellana y Romaní. Una representación básicamente catalana. Los proteccionistas seguían cojeando del mismo pie, ello a pesar de que la nómina de los contrarios al arancel ya tenía plenamente ganados a los cerealistas castellanos, los arroceros valencianos, o los azucareros aragoneses y andaluces.

Afortunadamente para ellos, rectificaron. Para cuando Bosch i Labrús se presentó en Madrid, guardaba en su cartapacio cartas de adhesión de los círculos proteccionistas de Zaragoza, Valladolid, Pamplona, Santander, Bilbao, Palencia, Burgos, Salamanca, Segorbe, Alcoy, Castellón de la Plana, Málaga y Valencia. Tampoco era como para tirar cohetes, pero suficiente como para desmentir que todo aquello oliese sólo a butifarra. Gracias a ello, la comisión consiguió del gobierno que instase modificaciones en los tratados ya firmados aseverando la soberanía de las Cortes españolas de modificar los aranceles, imponiéndose a las previsiones de los propios convenios.

La llegada de la I República, si embargo, supuso un enorme paso atrás para los proteccionistas en este terreno de la imagen. Dado que el gran problema de esa primera república fue el federalismo, los agitadores de la opinión antiproteccionista encontraron terreno abonado para sus tesis. En los periódicos de Madrid comenzó a darse pábulo al rumor de que Cataluña iba a separarse de España. Otros periódicos fueron más lejos, afirmando que «con el advenimiento de la República, España ha pasado a ser patrimonio de Cataluña: el presidente del poder Ejecutivo (Estanislao Figueras), catalán. El ministro de la Gobernación, catalán. El ministro de Hacienda, catalán. De los 49 gobiernos provinciales, 32 están desempeñados por catalanes. Pues todavía no están contentos. Será necesario darles homogéneo, todo él catalán, los 17 gobiernos provinciales que les faltan, y que el resto de España les pague un crecido tributo, para que nos dispensen el obsequio de no declararse independientes ni piensen en mudar su nacionalidad. No tienen la culpa los catalanes, sino los castellanos, los aragoneses, valencianos, andaluces, extremeños, gallegos y demás españoles que lo sufren y lo consienten».

Una vez más, los lobbystas catalanes iban a dar muestras de torpeza. Porque se puede ser algo torpe cuando se pierde; es lo que se llama no saber perder. Pero la mayor ocasión para hacer el inane es cuando se gana. Los catalanes ganaron. Y ganaron porque tenían que ganar. En junio de 1875 Pedro Salaverría, ministro de Hacienda, presentó al rey un decreto por el cual se suspendía la aplicación de la famosa base quinta de la reforma arancelaria, justo cuando, seis años después, tenía que comenzar a aplicarse. Pero no fueron los proteccionistas los que metieron ese penalty. Fue la situación en sí. Tras el desastre republicano, o más bien en medio de él, el Estado apenas tenía ingresos para sostener los gastos militares. No tenía más remedio que incrementar los aranceles para tener más ingresos en el corto plazo. Sin embargo, a causa, como digo, de la torpeza de quienes no supieron leer estratégicamente párrafos como el que he copiado unas líneas más arriba, esa victoria fue vista como una victoria de los intereses particulares de los industriales catalanes, dada la escasa ambión que tuvieron éstos, en el momento de la victoria, por explicar que era una victoria para todos.

Ya en la Restauración, llegó la crisis económica, que dio alas a los proteccionistas a la hora de defender sus reivindicaciones. Pero, por hoy, descansemos.


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Historias de España: La (in)solidaridad catalana (y 3)

lunes, febrero 02, 2009

La (in)solidaridad catalana (y 3)

En un entorno de mayor fuerza, las posiciones de los proteccionistas se fueron haciendo más intransigentes. Tras un intento en la Junta de Aranceles para restablecer los derechos diferenciales, fallido, abandonaron dicha Junta. En 1880 escenificaron un nuevo abandono, esgta vez la Comisión de Información Arancelaria, que tenía que estudiar la situación de la industria lanera y cuyas conclusiones no les gustaron. Otra vez el espíritu, llamémosle escasamente negociador. Y como las desgracias nunca vienen solas, sobre este nuevo error estratégico proteccionista se cernió de nuevo la desgracia, pues el gobierno Cánovas, en el poder, le dejó el sitio al gobierno Sagasta, de corte decididamente liberal. El 7 de julio de 1881 Sagasta, ante las graves diferencias existentes en torno a la reforma del arancel, decide dejar la cuestión en suspenso.

El objetivo de los librecambistas era que se aplicase la famosa base quinta de la reforma de 1869, la que establecía el progresivo desarme arancelario de las mercancías españolas. Ante esta idea, los proteccionistas opusieron una estrategia obstruccionista en la que pretendían colocar en la legislación una provisión que claramente estableciese que ninguna reforma del arancel sería posible sin una amplia consulta a las fuerzas económicas y sociales y la aprobación de las Cortes; sistema que introducía una notable rigidez en la organización económica. Más allá, las organizaciones de productores catalanas respondieron con una movilización sin precedentes cuando se anunció la intención de negociar un acuerdo comercial con Inglaterra. Sólo el 26 de junio de 1881 se celebraron en Barcelona cinco mitines multitudinarios sobre el asunto. Algunas semanas después, en octubre, el gobierno liberal dejaba bien claro en las Cortes que pensaba llevar a cabo las ideas y estrategias que había defendido cuando estaba en la oposición.

Finalmente, el gobierno, a través de Camacho, su ministro de Hacienda, presentó un proyecto de reforma económica dentro del cual se incluían, como medidas de comercio, el establecimiento de un régimen de cabotaje entre los puertos de la península y los de Cuba, Puerto Rico y Filipinas; y una progresiva reducción de aranceles en consonancia con la base quinta, si bien no se aclaraba el momento. La temperatura de la polémica subió de grado cuando el Consejo de Estado rechazó dicha reforma, por 14 votos contra 13. El empate primero fue deshecho por el presidente de la institución, que se llamaba Víctor Balaguer. El apellido lo dice todo, ¿eh? Pues sí: era catalán.

Los librecambistas, a través de Camacho, reaccionaron como en el pasado, es decir haciendo uso de la potestad gubernamental de cerrar acuerdos de comercio. Fruto de ello fue la firma el 6 de febrero de 1882 de un tratado comercial con Francia que fue recibido por la prensa especializada económica con el anuncio de que destruiría la industria catalana y preguntándose si había sido firmado como «venganza de no sabemos qué agravios».

El tratado con Francia fue, desde algunos puntos de vista, un intento de fomentar aquello que España tenía y que era competitivo por ahí fuera, es decir el vino. Aquellos proteccionistas decimonónicos sostenían unas ideas que eran, como he dicho al inicio de estos comentarios, muy intuitivas. Pero que el proteccionismo sea intuitivo no quiere decir que sea acertado. El problema que tiene, y que los proteccionistas no sabían ver, es que el proteccionismo deteriora la competitividad, hace a las industrias menos eficientes e imposibilita que puedan ganar mercados. No por casualidad, en aquella economía española que llevaba décadas luchando por un desarme arancelario que no terminaba de llegar (en realidad, no llegaría hasta 1986, con nuestra entrada en la Comunidad Económica Europea), los únicos productos verdaderamente competivivos eran aquéllos que lo eran por sus características esenciales, es decir los agrícolas, y muy notablemente el vino.

El acuerdo con Francia de 1882 marcó unas notables ventajas para el vino español en el mercado francés, a cambio de lo cual España otorgaba a Francia el estatuto de nación favorecida y establecía unos aranceles muy similares, y en casos inferiores, a los establecidos en la primera fase de la base quinta.

En abril de 1882, cuando comenzó la discusión del acuerdo en las Cortes, Barcelona tuvo que ponerse bajo autoridad militar, tan bestias fueron los conflictos que allí se produjeron. El debate fue fosco y agrio. Un diputado apeló al ministro de Fomento, José Luis Albareda, invitándole a que «se de una vuelta por nuestras provincias y, sobre todo, por Cataluña, a la que se conoce en Castilla lo mismo que los franceses conocen a España, por las descripciones de Alejandro Dumas, y de la que hay formada, hasta por serios ministros de Fomento, la idea de que sus fábricas son como las que estamos acostumbrados a ver aquí en Madrid, establecidas en un tercer piso de una casa de vecindad, con tres o cuatro obreros». El problema es que junto a estos argumentos, plenos de racionalidad y que están en el fondo del sentimiento catalán de que Cataluña es diferente, los diputados de aquella tierra sacaron también a pasear su tradicional tono apocalíptico, que es lo más antipolítico que hay. El diputado Teodoro Baró, sin ir más lejos, anunció que a causa del acuerdo (de un acuerdo comercial) España iba a hermanarse con «las naciones primitivas, cuyo único medio de vida consiste en el pastoreo». Ejem...

El tratado fue aprobado por 237 votos contra 59. Y el 6 de julio de 1882, el rey firmaba la ley por la que se restablecía la base quinta. Este paso librecambista se combinó con otra nueva liberalización, en 1883, ya aprobada bajo el ministro Justo Pelayo dado que Juan Francisco Camacho había tenido que dimitir.

En 1884, sin embargo, los liberales abandonan el poder, que vuelve a manos de Cánovas del Castillo. Cánovas, personalmente, tenía conviciones proteccionistas muy profundas. Sin embargo, el carácter fuertemente clasista de esta doctrina económica hacía que incluso dentro de su partido conservador hubiese librecambistas; a lo que se unió el hecho palmario de que a finales del siglo XIX se estaba produciendo el mometno de mayor hegemonía político-económica de Inglaterra en Europa, y que desde Londres se quería defender a capa y espada el acuerdo comercial vigente. Por ello, en febrero de 1884 ese mismo gobierno conservador de núcleo proteccionista presentó en las Cortes el proyecto de acuerdo para ratificar el acuerdo comercial con Inglaterra.

Los industriales catalanes inundaron Madrid de telegramas, en su habitual tono milenarista, es decir prediciendo, como de costumbre, la llegada de las Siete Plagas de Egipto sobre Cataluña si el tratado se aprobaba. En parte por esta presión, en parte por otros motivos, el acuerdo con Inglaterra se empantanó, y empantanado seguía cuando Alfonso XII murió.

Como es bien sabido, Cánovas juzgó, a la fin del rey, que para afrontar la nueva etapa en condiciones de total estabilidad política lo mejor era resignar el poder y dar paso a un nuevo periodo sagastino. Don Práxedes Mateo volvió a confiar en Juan Francisco Camacho para el ministerio de Hacienda, y éste, una vez llegado ahí, activó automáticamente su software librecambista. Su primera decisión fue solicitar, en 1886, que todos los tratados comerciales vigentes, y que venían en 1887, quedasen prorrogados hasta 1892. No obstante, los proteccionistas hicieron valer su influencia y consiguieron bloquear en parte las intenciones de Camacho (quien, por cierto, poco después tuvo que dimitir de nuevo), pues pararon la aplicación de la segunda fase de la famosa base quinta, que estaba prevista para 1887.

A los proteccionistas les vino Dios a ver con la escisión del partido conservador. Romero Robledo, conspicuo canovista, se separó de él para fundar el partido liberal reformista, el cual, a pesar de su nombre, hizo inmediata profesión de proteccionismo. Esto movió a Cánovas a afianzar aún más sus afanes proteccionistas. Como consecuencia de este movimiento, el 3 de diciembre de 1887 se presentó en el Congreso una proposición de ley para derogar la base quinta. La firmaban Antonio Cánovas, Francisco Silvela, el conde de Toreno, Raimundo Fernández Villaverde, Francisco Cos Cayón, el vizconde de Campo Grande y Francisco Rodríguez Sampedro; el gotha conservador, pues.

En marzo de 1889, por cierto, Fomento del Trabajo Nacional y Fomento de la Producción Española, dos de las grandes entidades industriales catalanes, se fusionan en Fomento del Trabajo Nacional, institución aún hoy existente e integrada en la CEOE.

Regresado Cánovas al poder, la iniciativa amagada en su proyecto de ley tomó cuerpo. La Ley de Presupuestos de 1890 establece, en su artículo 38, la habilitación genérica al gobierno para que modifique los aranceles de aduanas «en lo que convenga a los intereses nacionales». Cabe decir que esa medida dio un poco la ídem del relativo cinismo del proteccionismo catalán el cual, como siempre le ocurre a los grupos de interés, tenía tendencia a ver la trabajo manual en el ojo ajeno y desconocer la viga en el propio. Durante todo el siglo, los proteccionistas habían reaccionado como la Gata Flora cada vez que alguien había intentado abrogarse en el gobierno competencias para mover los aranceles por su cuenta. Habían dicho los proteccionistas, por activa y por pasiva, que los aranceles sólo los podían mover las Cortes. Sin embargo, contra este artículo 38, que sostenía precisamente lo que ellos siempre habían atacado, no dijeron ni pío.

Ya plenamente enrolado en el proteccionismo, el gobierno, no sin mediar la oportuna formación de una comisión de estudio de ésas que, como las de investigación, estudian e investigan lo que en cada momento place, decretó que lo que la economía española necesitaba era la derogación de toda la legislación arancelaria y la denuncia de los tratados comerciales, amén de defender el derecho preferencial de bandera, es decir que el único cabotaje o comercio libre que se pudiera realizar entre la península y sus colonias fuese bajo bandera española. Un decreto con fecha de la Nochebuena de 1890 derogaba la base quinta y elevaba automáticamente los aranceles a la carne, el arroz, el trigo y las harinas, amén de crear una comisión para la elaboración de un nuevo arancel y organizar la denuncia de todos los acuerdos comerciales existentes.

Hay gente, por cierto, que se extraña un poco de que cuando, quince años después, España necesitó y no obtuvo de un solo país europeo el más mínimo apoyo en su enfrentamiento con Estados Unidos a cuenta de Cuba, la razón de ello fue que nadie quería pelearse con Estados Unidos. Razón cierta. Como también es cierto que porcentajes no menores de la postura de algunas cancillerías se explican, más bien, por el contenido de la norma que acabamos de recordar. Ello a pesar de que, como no podía ser de otra forma, apenas dos años después de esta reforma, España se vio obligada a firmar nuevos acuerdos comerciales con diversas naciones (no sin que ello provocase las airadas protestas proteccionistas de costumbre).

Allá por 1903, hasta los proteccionistas admitían que había que reformar el arancel de 1891, pues éste ya no respondía a la realidad de la industria española. Dicho de otra forma: había nuevos sectores, nuevas actividades, que se habían desarrollado y que era necesario proteger, según su punto de vista. Punto de vista curioso pues, si esas nuevas producciones habían surgido y crecido sin protección arancelaria, ¿no era acaso eso una negación en la práctica de la teórica proteccionista?

La comisión que diseñó el nuevo arancel estaba formada por Pablo de Alzola como presidente, y Francisco Sert i Badia, Juan Sitges, José Prado y Constantino Rodríguez. El trabajo diseñado respondía con bastante fidelidad a las peticiones proteccionistas. Sin embargo, su puesta en marcha no fue posible por el intenso periodo de inestabilidad institucional en que entró España en esos años. Sin embargo, en 1906 se hizo necesario actuar, pues estaban a punto de vencer los acuerdos comerciales y había que negociar otros. Fomento del Trabajo realizó una campaña intensa frente a los diputados. Como consecuencia de estas presiones, el 15 de diciembre de 1906 se leyó en las Cortes por Amós Salvador, ministro de Hacienda, el proyecto para la aprobación del arancel diseñado por la comisión. El real decreto definitivo es de 23 de marzo de 1906, y es una rara avis en la historia jurídica de aquella época, pues sobrevivió nada menos que hasta 1922.

En el primer cuarto del siglo XX, pues, la política arancelaria fue decididamente proteccionista, generando con ello el mito. Mito que fue agria y repetidamente blandido en las Cortes de la República por aquellos diputados de las derechas que se oponían al Estatuto de Cataluña. En efecto, la lectura de las actas de aquellas sesiones en las que un político tan poco procatalanista como Azaña tuvo que desplegar todos sus recursos en defensa de la autonomía está trufada de intervenciones que machacan, machacan y machacan con la idea de que el proteccionismo catalán fue un interés particular que doblegó al resto de España en su interés.

Como siempre en las grandes ideas del debate histórico, el asunto tiene su parte de certitud, y su parte de estupidez. La estupidez proviene de la pregunta sobre exactamente qué crecimiento cercenó el proteccionismo en un país cuya propensión a la industria era nula y sus esfuerzos para acercarse al fenómeno, prácticamente inexistentes. Desde tiempos de Felipe II hasta los que ya hemos relatado en parte del marqués de Salamanca, el concepto castellano de millonario es el rentista; un hombre cuyo mayor contacto con la actividad económica es ser terrateniente y que fía su futuro económico a la especulación, sobre todo con los títulos de deuda. El librecambismo español era una doctrina económica que formaba parte de un modo de pensamiento liberal. Pero carecía de elementos interesados, de agentes económicos beneficiados que lo pudieran proteger.

Por el otro lado, es absolutamente cierto que el proteccionismo era un elemento de política económica generado y animado por un interés meramente particular, que existía en áreas del País Vasco, de Castilla y de Andalucía, pero era fundamentalmente catalán y que además los catalanes apenas se preocuparon de hacer verdaderamente español. Los proteccionistas catalanes pronosticaron hecatombes librecambistas que nunca llegaron y, por el camino, pusieron su granito de arena en la construcción de lo tres grandes problemas sempiternos de España como economía, a saber: somos caros, somos poco productivos y, consecuentemente, no somos capaces de generar lo capitales propios que necesitamos para financiarnos. Es falso adjudicar estos males al proteccionismo, pero no lo es tanto aseverar que este mal de la economía española moderna comenzó con él. Quien no compite, se duerme. Se acostumbra a contemplarse a sí mismo y vivir como si el mundo terminase ahí, a escasos veinte centímetros de su nariz.

Y, desde luego, si algo ha dejado la polémica proteccionista, si un efecto duradero ha generado, ha sido el conflicto Madrid-Barcelona, o Centro-Periferia si se prefiere. Un nacionalista catalán tiene todo el derecho a pensar que todo lo que siente proviene de sus aspiraciones políticas. Un, digamos, nacionalista de Madrid también puede pensar que todo lo que piensa lo piensa por cosas que han ocurrido, digamos, en los últimos diez o veinte años. Ambos, en mi opinión, se equivocan. Ambas actitudes, probablemente sin saberlo (porque la Historia, hoy, en España, la conocen cuatro freaks mal contados), ya eran las de sus tatarabuelos, y aún más allá.
 
Buena historia, faltaron pilinguis, pero buena historia.
 
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