La Gran Tos

Clavisto

Será en Octubre
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10 Sep 2013
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Todavía era noche cerrada cuando salí de casa. Los árboles agitaban sus grandes ramas como pidiendo clemencia. Por una vez tiré en dirección prohibida no sin ciertas precauciones aún tratándose de treinta metros escasos. En la otra calle vi un bulto tirado en la acera, un bulto grande. Aminoré la marcha y mirando hacia atrás comprobé que era alguien durmiendo en un saco junto a su perro despierto, que le olisqueaba. Allí, en mitad de la acera. Apenas quince, veinte metros atrás o adelante hubiera podido encontrar un refugio más adecuado a las puertas del colegio o en los aledaños del edificio de pisos de la esquina. Pero no, el hombre se había plantado allí, en mitad de la acera. Ya le dará igual.

Era la farmacia de guardia, Internet no me había engañado. Bajé del coche y un bofetón de viento fue el primero en darme los buenos días, mi arisca gata aparte. Llamé al timbre mirando al interior. Un letrerito anunciaba que se atendía por el otro lado, volviendo la esquina. Volví la esquina. El viento corría como un chaval que estrena zapatillas en su cumpleaños. No vi nada, todo estaba apagado, ni un hueco con acceso a algo. Regresé a la puerta y al fondo, tras el enrejado, vi a una mujer que parecía joven en la penumbra haciéndome señas para el otro lado. Volví al otro lado y ya estaba a punto de vocear cuando vi que quizá tras ese recodo enladrillado podría haber algo. Y había algo. Algo tipo carcelario. Oí una voz hosca. Pedí un jarabe para la tos. Del mismo modo preguntó si con expectoración o no. Se lo dije y al rato volvió. Yo no la veía. Pidió el dinero abriendo la bandeja. Introduje algunas monedas y el chisme se cerró. ¿Y el jarabe? ¡Y el puñetero jarabe! Por segunda vez estuve a punto de vocear. Entonces la compuerta se abrió, cogí el jarabe y me largué hacia el coche. Sabía a rayos.

Se hizo rara la ida hasta el bar. Nunca voy por ahí y se hizo rara. Era como si no fuera a trabajar. Pero la distancia seguía siendo corta y no tuve tiempo de pensar qué otra cosa podría ser. Aparqué y pasé para adentro. Una hora más tarde recibí a los primeros clientes.

Paco el Gato en la barra, la anciana en su mesa, yo en la cocina, preparando, y algo en la tele a un volumen moderado para no molestar a la vieja. Nunca está suficientemente bajo para ella.

Hacía más de veinte años que no veía al Gato, desde que nos fuimos del viejo bar. Verlo en ese sentido, claro, en el de bar. En estos últimos años, quizá dos o tres, quien sabe, en verano, solía verlo sentado en un banco a primera hora de la mañana, solo, viendo pasar los coches, los brazos cruzados sobre la panza, a un lado los contenedores de sarama y tras él un jardín de arena con cuatro árboles. Nunca le he visto con nadie, ni con la deforme mujer que tuvo. Siempre solo, siempre callado, siempre rondando los bares, siempre mosca de bar una vez que salió de la guandoca por robar en las iglesias. Así lo conocí en el viejo bar, como recadero.

Tres semanas hará ya que empezó a venir por aquí. Más canoso, más renqueante de su pierna mala, apestando a sudor. Se toma el café pagando justo lo estipulado. Una mañana me dio un billete de cinco euros y un buen rato después voceó:

- ¡Jefe! -no recuerda mi nombre y yo no he hecho por recordárselo.
- ¿Qué? -dije saliendo de la cocina.
- ¿Esto está bien? - preguntó con voz casi ininteligible. Nunca supo hablar pero ahora está un paso más allá, con el añadido de estar medio sordo.

Abrió la manaza y enseñó las monedas. Estaba bien.

- Sí, Paco -por primera vez le llamé por su nombre- Está bien. El café es uno treinta y ahí tienes tres con setenta.
- Ah.

Y no dijo más. Si alguna vez supo sumar y restar ya lo ha olvidado.

Nadie habla con él, nadie quiere estar cerca de él. La gente entra, da los buenos días y él devuelve el saludo. Y sentado en el taburete se mira las manos, o gira la cabeza hacia el televisor, o echando una risita que quiere ser de complicidad cuando a petición de la vieja salgo de la cocina para bajar aún más el volumen del televisor. Es como si la anciana mujer estuviese a punto de resolver el sentido de la existencia y ese fulastre anticuario inglés se lo impidiera. Hay mañanas en las que mi bar parece una iglesia. Pero tampoco ella tarda mucho en irse.


Acabé la noche de ayer viendo un documental del Universo. Otro. Hacía mucho tiempo que no veía uno. Llevo semanas viendo cosas que no habría creído si me lo hubieran dicho hace un par de años. Y las veo bien, es decir, con cierto gusto. Pero si me parara a pensarlo sería algo preocupante. Es mirar algo por ver otra cosa. Es encontrar algo donde nunca hubo nada para ti. Es, supongo, el inicio de la decadencia. Es el aburrimiento. Es la desilusión. Es el entretenimiento. Es la deformidad.

Como siempre que se habla del Universo todo eran imágenes de ordenador. Bonitas, muy bonitas, pero recreaciones. El narrador trataba de convencer a cuenta de la naturaleza fractal de la realidad. Basándose en números casi místicos postulaba el orden intrínseco existente en el caos aparente. Mil veces visto con otras palabras, también llegaba a la misma conclusión: Todo es Uno y Uno es Todo. Bien. Estupendo. Bajémonos los calzones aún sin entender una cosa y alcemos los brazos dando gracias a lo que sea por haber tenido la oportunidad de formar parte de ello y al mismo tiempo ser Ello. En verdad somos la leche. La fruta leche. Lo que pasa es que no lo sabemos si no nos lo cuentan.


Desperté tosiendo como un perro. Vi a uno intentando despertar del sueño a su amo yacente como un Universo pasado por millones de trillones de bricks de don Simón tinto. La joven farmacéutica soñadora que estaba pronta a acabar la guardia de una noche de sábado, su divinísimo ectoplasma, me recibió como si yo fuera el fractal del primer petulante que le metió mano. Paco y su peste mareante, la vieja con su oído absoluto y luego el gran resto, la siempre imprevisible marabunta, pidiendo de beber y de comer como si no hubiese otra manera de seguir viendo la película.


Cuando todo acabó y pude tranquilizarme un tanto vi la reciente microfotografía de la cara de una hormiga. Era horrorosa, un puñetero monstruo de Lovecraft.

- ¿Por qué las pisas? -me dijo el abuelo en una de aquellas lejanísimas tardes que pasamos en su casita de campo.
- ¿Por qué? -respondí- No lo sé.
- ¿Te han hecho algo? ¿te han hecho daño?
- No.
- ¿Y entonces, por qué las pisas?

No supe que responder. No he vuelto a pisarlas.

Vistas con los ojos son admirables.


Pero dale zoom a tus ojos y verás donde queda todo lo sagrado que aún queda en ti.


Un fractal, eso es lo que eres. Un fractal que cierra relato para ir a comprar más whisky y cigarrillos.
 
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