Solidario García
Madmaxista
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Europa se resiste a indemnizar a África
En plena furia global contra el racismo sistémico, el pequeño país de Burundi, en la región de los Grandes Lagos, ha anunciado que solicitará a sus antiguos colonizadores, Alemania y Bélgica, 36.000 millones de euros y la devolución de objetos robados. Un grupo de expertos formado por historiadores y economistas ha estado evaluando desde 2018 el valor económico de los daños causados durante el periodo colonial (1890 – 1962) y Burundi prepara ahora la reclamación formal, según comunicó el presidente del Senado, Reverien Ndikuriyo, el pasado 14 de agosto.
Los académicos burundeses han considerado “los trabajos forzados” y “las penas inhumanas, crueles y degradantes” infligidas a la población durante la colonización, pero también han tenido en cuenta las consecuencias de las políticas colonizadoras a largo plazo, con efectos posteriores a la independencia. Especialmente el decreto que clasificó a la población en tres grupos étnicos (en 1931) y que se considera la semilla de las masacres y la guerra civil (1993-2005) que sufrió la población después de independizarse.
Durante y después de la Primera Guerra Mundial, Alemania perdió todas sus colonias, y Burundi pasó a manos belgas, en 1917. Y es en esta segunda etapa de dominio cuando Bélgica, mucho más activa, instaura la categorización de los colonizados según su etnia: hutu, tutsi o twa. Lo aplica tanto en Burundi como en la gemela Ruanda, en una etnicización que se considera el origen de los conflictos actuales: el genocidio de Ruanda (1994), las guerras en el Congo y las masacres y guerra civil en Burundi.
Mientras las reivindicaciones se multiplican tanto en África como en Europa para que se gestione al fin la herencia colonial, las potencias europeas se resisten a asumir responsabilidades y buscan fórmulas más bien cosméticas. En los últimos 10 años se han obtenido apenas algunos gestos simbólicos: la devolución de algún objeto (una espada restituida a Senegal, y una biblia y un látigo a Namibia), alguna disculpa (solo el Reino Unido, Bélgica e Italia han pedido perdón) y una sola indemnización (los 23 millones de euros a los Mau Mau en Kenia pagados por Londres). Pero, por ahora, han sido solo pasos anecdóticos, forzados o teatrales.
El único antiguo colonizador que ha abonado algún tipo de compensación económica por los abusos coloniales, el Reino Unido, lo hizo obligado judicialmente. En 2013, tras perder en los tribunales británicos, Londres tuvo que indemnizar a 5.000 supervivientes kenianos. De esa derrota surgió también el primer perdón.
Italia anunció en 2008 a bombo y platillo un “pacto de amistad” con Libia, en el que presentó disculpas “por los asesinatos, destrucción y represión contra los libios durante el gobierno colonial” y se comprometió a pagar 200 millones de dólares anuales, durante 25 años, como compensación. Pero el dinero del acuerdo entre Muamar el Gadafi y Silvio Berlusconi estaba destinado en realidad a la lucha contra la inmi gración irregular y el pacto se rompió con la caída del dictador libio en 2011.
Francia, la potencia que actualmente sigue ejerciendo un mayor control sobre sus antiguos territorios —en el ámbito económico, político y militar—, anunció en 2018 que empezaría la devolución de arte africano —90.000 piezas están expuestas en los museos franceses—. Hasta el pasado julio, que hubo un cambio legislativo, no era posible ejecutar lo anunciado.
Alemania y Bélgica son dos de las antiguas potencias coloniales más reticentes a asumir su responsabilidad imperial. Alemania, que cometió en Namibia el primer genocidio del siglo XX (1904-1908), ha ignorado durante décadas cualquier responsabilidad de su época imperial y nunca ha accedido a dar ni siquiera el primer paso, el de pedir perdón.
Bélgica, que carga con la fin de millones de congoleños durante los años de reinado de Leopoldo II, apenas acaba de oficializar su primera disculpa este año. Además, su presunto proceso de “revisión histórica”, con la renovación del Museo Real de África Central y con la creación de una controvertida “comisión de verdad y reconciliación”, está rodeado de polémica.
Pero la ausencia de un verdadero proceso de responsabilidad, la vigencia de políticas coloniales como la del franco CFA en el África francófona —cuya reforma se anunció el año pasado pero aún no se ha ejecutado— y la permanencia de símbolos enalteciendo la grandeza conquistadora —como los del rey Leopoldo II—, demuestran que el colonialismo sigue siendo una cuestión del presente.
Alemania, el país con la amnesia colonial más aguda, inició negociaciones con Namibia para debatir cómo gestionar su “reconciliación”. Hasta ahora, los frutos de ese diálogo son inexistentes. Berlín se niega a usar el término “reparaciones”, no contempla la compensación económica —se escuda en los 800 millones de euros que dice haber desembolsado en ayuda al desarrollo— y su postura sigue escapando incluso a la admisión oficial de su autoría.
En 2004 hubo un primer amago cuando por primera vez una ministra alemana mencionó en público la “responsabilidad jovenlandesal” de Alemania en las matanzas, pero el Gobierno rápidamente se desvinculó, diciendo que había hablado a título personal. Hubo que esperar hasta el año pasado para que un miembro del Ejecutivo alemán, el ministro de Desarrollo, Gerd Müller, llamara “genocidio” a los crímenes cometidos por el Imperio alemán en Namibia.
Si Namibia, que fue la que más sufrió las atrocidades germanas del arranque del siglo pasado, no ha obtenido ni siquiera una disculpa, a Burundi, en cuyo territorio la presencia alemana fue mucho menor, le espera una larga batalla. Con Bélgica, por su parte, tampoco cabe tener demasiadas expectativas, aunque en 2009 pidió disculpas por el secuestro de miles de niños mestizos durante los años cuarenta y cincuenta. Hijos de colonos y madres locales, Bélgica los secuestraba y los aislaba en orfanatos y misiones católicas en condiciones precarias.
En plena furia global contra el racismo sistémico, el pequeño país de Burundi, en la región de los Grandes Lagos, ha anunciado que solicitará a sus antiguos colonizadores, Alemania y Bélgica, 36.000 millones de euros y la devolución de objetos robados. Un grupo de expertos formado por historiadores y economistas ha estado evaluando desde 2018 el valor económico de los daños causados durante el periodo colonial (1890 – 1962) y Burundi prepara ahora la reclamación formal, según comunicó el presidente del Senado, Reverien Ndikuriyo, el pasado 14 de agosto.
Los académicos burundeses han considerado “los trabajos forzados” y “las penas inhumanas, crueles y degradantes” infligidas a la población durante la colonización, pero también han tenido en cuenta las consecuencias de las políticas colonizadoras a largo plazo, con efectos posteriores a la independencia. Especialmente el decreto que clasificó a la población en tres grupos étnicos (en 1931) y que se considera la semilla de las masacres y la guerra civil (1993-2005) que sufrió la población después de independizarse.
Durante y después de la Primera Guerra Mundial, Alemania perdió todas sus colonias, y Burundi pasó a manos belgas, en 1917. Y es en esta segunda etapa de dominio cuando Bélgica, mucho más activa, instaura la categorización de los colonizados según su etnia: hutu, tutsi o twa. Lo aplica tanto en Burundi como en la gemela Ruanda, en una etnicización que se considera el origen de los conflictos actuales: el genocidio de Ruanda (1994), las guerras en el Congo y las masacres y guerra civil en Burundi.
Mientras las reivindicaciones se multiplican tanto en África como en Europa para que se gestione al fin la herencia colonial, las potencias europeas se resisten a asumir responsabilidades y buscan fórmulas más bien cosméticas. En los últimos 10 años se han obtenido apenas algunos gestos simbólicos: la devolución de algún objeto (una espada restituida a Senegal, y una biblia y un látigo a Namibia), alguna disculpa (solo el Reino Unido, Bélgica e Italia han pedido perdón) y una sola indemnización (los 23 millones de euros a los Mau Mau en Kenia pagados por Londres). Pero, por ahora, han sido solo pasos anecdóticos, forzados o teatrales.
El único antiguo colonizador que ha abonado algún tipo de compensación económica por los abusos coloniales, el Reino Unido, lo hizo obligado judicialmente. En 2013, tras perder en los tribunales británicos, Londres tuvo que indemnizar a 5.000 supervivientes kenianos. De esa derrota surgió también el primer perdón.
Italia anunció en 2008 a bombo y platillo un “pacto de amistad” con Libia, en el que presentó disculpas “por los asesinatos, destrucción y represión contra los libios durante el gobierno colonial” y se comprometió a pagar 200 millones de dólares anuales, durante 25 años, como compensación. Pero el dinero del acuerdo entre Muamar el Gadafi y Silvio Berlusconi estaba destinado en realidad a la lucha contra la inmi gración irregular y el pacto se rompió con la caída del dictador libio en 2011.
Francia, la potencia que actualmente sigue ejerciendo un mayor control sobre sus antiguos territorios —en el ámbito económico, político y militar—, anunció en 2018 que empezaría la devolución de arte africano —90.000 piezas están expuestas en los museos franceses—. Hasta el pasado julio, que hubo un cambio legislativo, no era posible ejecutar lo anunciado.
Alemania y Bélgica son dos de las antiguas potencias coloniales más reticentes a asumir su responsabilidad imperial. Alemania, que cometió en Namibia el primer genocidio del siglo XX (1904-1908), ha ignorado durante décadas cualquier responsabilidad de su época imperial y nunca ha accedido a dar ni siquiera el primer paso, el de pedir perdón.
Bélgica, que carga con la fin de millones de congoleños durante los años de reinado de Leopoldo II, apenas acaba de oficializar su primera disculpa este año. Además, su presunto proceso de “revisión histórica”, con la renovación del Museo Real de África Central y con la creación de una controvertida “comisión de verdad y reconciliación”, está rodeado de polémica.
Pero la ausencia de un verdadero proceso de responsabilidad, la vigencia de políticas coloniales como la del franco CFA en el África francófona —cuya reforma se anunció el año pasado pero aún no se ha ejecutado— y la permanencia de símbolos enalteciendo la grandeza conquistadora —como los del rey Leopoldo II—, demuestran que el colonialismo sigue siendo una cuestión del presente.
Alemania, el país con la amnesia colonial más aguda, inició negociaciones con Namibia para debatir cómo gestionar su “reconciliación”. Hasta ahora, los frutos de ese diálogo son inexistentes. Berlín se niega a usar el término “reparaciones”, no contempla la compensación económica —se escuda en los 800 millones de euros que dice haber desembolsado en ayuda al desarrollo— y su postura sigue escapando incluso a la admisión oficial de su autoría.
En 2004 hubo un primer amago cuando por primera vez una ministra alemana mencionó en público la “responsabilidad jovenlandesal” de Alemania en las matanzas, pero el Gobierno rápidamente se desvinculó, diciendo que había hablado a título personal. Hubo que esperar hasta el año pasado para que un miembro del Ejecutivo alemán, el ministro de Desarrollo, Gerd Müller, llamara “genocidio” a los crímenes cometidos por el Imperio alemán en Namibia.
Si Namibia, que fue la que más sufrió las atrocidades germanas del arranque del siglo pasado, no ha obtenido ni siquiera una disculpa, a Burundi, en cuyo territorio la presencia alemana fue mucho menor, le espera una larga batalla. Con Bélgica, por su parte, tampoco cabe tener demasiadas expectativas, aunque en 2009 pidió disculpas por el secuestro de miles de niños mestizos durante los años cuarenta y cincuenta. Hijos de colonos y madres locales, Bélgica los secuestraba y los aislaba en orfanatos y misiones católicas en condiciones precarias.