La estrategia de la industria: diseñar productos con fallo

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Diseñar productos con fallos, con componentes efímeros o sin ninguna vocación de durabilidad para que el consumidor vuelva a pasar por caja. Es la obsolescencia programada, una práctica que nos conduce a un callejón sin salida
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JOSEBA ELOLA
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15 OCT 2017 - 14:37 CEST

Vertedero de Agbogbloshie en Accra, Ghana, donde van a parar los residuos de Europa y Estados Unidos. OLIVIER HOSLET (EFE) / QUALITY-REUTERS
La frase apareció publicada en 1928 en Printer’s Ink, revista del sector publicitario norteamericano: “Un artículo que no se desgaste es una tragedia para los negocios”. ¿Para qué vender menos si diseñando los productos con fallo incorporado vendes más? ¿Por qué no abandonar ese afán romántico de manufacturar productos bien hechos, consistentes, duraderos, y ser prácticos de una vez? ¿No será mejor para el business hacer que el cliente desembolse más a menudo?

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La historia de una idea que cobró fuerza como salvación dinamizadora en los años de la Gran Depresión se convirtió en mantra de la sociedad de consumo —comprar, usar, tirar, volver a comprar— y ha devenido, ya en estos días, en seria amenaza medioambiental, se escribe capítulo a capítulo. El último y más relevante es el aterrizaje de la cuestión en instancias europeas, aspecto que da fe de la toma de conciencia que se está produciendo: el pasado 4 de julio, el Parlamento Europeo aprobaba (con 662 votos a favor y 32 en contra) el Informe sobre una vida útil más larga para los productos, instando a la Comisión Europea a que adopte medidas.

Hay más. En Francia, el país con la legislación más dura de Europa, se acaba de registrar la primera denuncia de un colectivo de consumidores contra los fabricantes de impresoras. Ocurrió el 18 de septiembre: la asociación Alto a la Obsolescencia Programada acusaba a marcas como Epson, HP, Canon o Brother de prácticas destinadas a reducir deliberadamente la vida útil de impresoras y cartuchos.

El truco no resulta nuevo. Asomó la cabeza a finales del siglo XIX, en la industria textil (cuando los fabricantes empezaron a utilizar más almidón y menos algodón) y se consolidó en 1924, cuando General Electric, Osram y Phillips se reunieron en Suiza y decidieron limitar la vida útil de las bombillas a 1.000 horas, tal y como apunta el aplaudido documental de Cosima Dannoritzer Comprar, tirar, comprar. Así se firmaba el acta de defunción de la durabilidad.

“Hoy el I+D se usa para reducir la durabilidad de lo que compramos”, dice el experto Benito Muros

Hasta entonces, las bombillas duraban más. Como esa que luce ininterrumpidamente desde el año 1901 en el parque de bomberos de Livermore, en California.De filamentos gruesos e intensidad menor que sus sucesoras (lo que impide que se caliente fácilmente), fue concebida para perdurar.Y ahí sigue, brillando, convertida en gran símbolo de que la obsolescencia programada está lejos de ser un mito.

Desde el furor, en los años treinta, por las irrompibles medias de nailon Du Pont hasta el teléfono inteligente que se vuelve orate sin razón aparente apenas año y medio después de ser adquirido, ha llovido mucho. La obsolescencia programada (OP), además, se ha ido refinando. Y la voluntad de fraude por parte del fabricante no es algo fácil de demostrar.

“Hoy en día las inversiones en I+D son para ver cómo reducir la durabilidad de los aparatos, más que para mejorarlos para el consumidor”. El que tan tajantemente se pronuncia es Benito Muros, un expiloto de 56 años que lleva años denunciando la obsolescencia programada. Presidente de la Fundación Energía e Innovación Sostenible Sin Obsolescencia Programada (Feniss) asegura que la OP está presente en todos los aparatos electrónicos que compramos, “incluidos los coches”.

Los consumidores franceses han puesto la primera denuncia contra varias marcas de impresoras

Cuenta Muros, que está al frente de una empresa que desarrolla bombillas, semáforos y proyectos de alumbrado público para Ayuntamientos, que hoy en día se pueden apreciar en el mercado muchas formas de OP: dispositivos con carcasas que no permiten que se disipe el calor, y cuyo recalentamiento conduce a averías prematuras; componentes como los condensadores electrolíticos, cuyas dimensiones determinarán la vida del producto (pierden líquido con las horas de uso; cuanto menor sea la capacidad de almacenamiento de líquido electrolítico, menos durará); baterías que no se pueden desatornillar (como ocurrió con los iPhone) y que obligan a comprar un nuevo aparato; chips que actúan como contadores y que están programados para que, al cabo de un determinado número de usos, el sistema se detenga (como ha ocurrido con algunas impresoras; el consumidor que se aventure a intentar reparar una pronto escuchará al dependiente decirle que resulta más barato comprar otra).

Muros, que dice ser objeto de campañas de difamación en los medios por oponerse a la OP —y que fabricó una bombilla que ha sido objeto de controversia—, asegura incluso que recibimos actualizaciones en nuestros teléfonos inteligentes que esconden un cambio de software que hará que vaya más lento.

“Te envían una especie de bichito que sirve para ir preparando el teléfono para su final”. Otro aparato a la sarama, y otro residuo electrónico que tarde o temprano irá a parar a los tóxicos (y siniestros) basureros que el mundo rico externaliza a lugares remotos, como África.

Unas 215.000 toneladas de aparatos electrónicos procedentes, fundamentalmente, de Estados Unidos y Europa desembarcan cada año en Ghana, según Motherboard, plataforma multimedia centrada en trabajos de investigación y de largo recorrido. Acaban generando 129.000 toneladas de residuos en lugares como Agbogbloshie, uno de los mayores basureros tecnológicos del mundo, ubicado en Accra, la capital del país.

“Somos los responsables de nuestros consumos, no podemos seguir así”, dice la científica Mari Lundström

La industria tecnológica genera por sí sola 41 millones de toneladas de residuos electrónicos al año, según una investigación del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente. Entre el 60% y el 90% cae en manos de bandas organizadas que los descargan o comercializan ilegalmente. Además de Ghana, países como India y Pakistán son destacados destinatarios de portátiles, televisores y móviles descartados cuando llegan las rebajas, porque no somos orates, y porque una semana de precios presuntamente locos en una gran superficie es una oportunidad que no se puede desperdiciar. Todo sea por el último modelo.

Con todo, es una práctica que tiene sus partidarios, que defienden que una obsolescencia programada controlada, sin excesivos abusos, es la manera de que el mundo siga funcionando como hasta ahora. Y una fuente de creación de empleo.

Además, el avance tecnológico aporta soluciones más ecológicas y eficientes, como podría ser el caso de los coches eléctricos; con lo que la obsolescencia programada podría tener un sentido, argumentan sus defensores.

CONSUMIDORES QUE SE MUEVEN EN FRANCIA
El país francés es el que cuenta con la legislación más dura de Europa en la lucha contra la obsolescencia programada. La aprobó en 2015. Las marcas que incurran en estas prácticas pueden llegar a pagar multas de hasta 300.000 euros.

La denuncia de la asociación Alto a la Obsolescencia Programada presentada el pasado mes de septiembre, la primera que se produce, señalaba a marcas como HP, Canon o Brother de prácticas destinadas a reducir deliberadamente la vida útil de impresoras y cartuchos; y destacaba, en particular, el caso de la marca Epson.

Este periódico solicitó una entrevista con algún responsable de la marca Epson en España, opción que fue declinada. Un portavoz que solo contestó por correo electrónico escribió: “Epson conoce la denuncia de la asociación HOP en Francia y trabajaremos con las autoridades competentes para responder apropiadamente y resolver el caso”. Y añadió. “Rechazamos totalmente la afirmación de que nuestros productos están programados para fallar en un periodo de tiempo prefijado”.

El debate está abierto. Y a él también acuden aquellos que sostienen que esto de la obsolescencia programada es una teoría conspiranoica.

Un paseo por Twitter permite apreciar más argumentos: el auténtico problema no son las marcas, sino los consumidores: queremos productos baratos de usar y tirar y no estamos dispuestos a pagar lo que costarían si realmente fueran de calidad (y, por tanto, más caros).

En esta misma línea se manifiesta el director general de la Asociación Nacional de Fabricantes de Electrodomésticos (Anfel), agrupación que reúne a las marcas de línea blanca (frigoríficos, lavadoras, lavavajillas, etcétera). Este periódico intentó mantener una entrevista con algún responsable de Anfel, que solo aceptó contestar a preguntas por correo electrónico. Tras asegurar que no hay datos que refrenden la idea de que los electrodomésticos duraran más a mediados del siglo pasado que ahora, y de calificar la práctica de la obsolescencia programada de “deplorable”, Alberto Zapatero, director general de Anfel, escribe: “Ha de tenerse en cuenta que los consumidores no solo desechan productos que han dejado de funcionar, sino que también lo hacen por otros motivos, como que éstos dejen de cumplir sus expectativas por razones técnicas, regulatorias o económicas (por ejemplo, un televisor sin TDT), por el deseo de los consumidores de adquirir un nuevo modelo por cuestiones de cambios en la funcionalidad, diseño, prestaciones”.

Más allá de los desenfrenos consumistas de los ciudadanos occidentales con posibles, está la contemporánea imposibilidad de reparar. Y los datos indican que el consumidor estaría dispuesto a hacerlo si pudiera: el 77% de los europeos preferirían arreglar antes que comprar de nuevo, según el Eurobarómetro de 2014. “La sociedad de los desechos no puede seguir así, estamos ante un modelo económico superado”, afirma en conversación telefónica desde Bruselas Pascal Durand, diputado verde europeo que lideró la iniciativa presentada en el Parlamento Europeo a finales de julio.

La cifra de consumidores de productos de tecnología crece año a año. Nuevas clases medias de países como China o India se incorporan al patrón de consumo de los países más desarrollados. Más móviles, más ordenadores, más electrodomésticos. A la cesta y a la sarama. Y más extracción de metales para producirlos. Materias primas que no son ilimitadas.

En paralelo, cuanto más corta es la vida de los dispositivos que compramos (véanse los móviles, cuya expectativa de vida oscila entre uno y dos años según los estudios europeos), mayor es el volumen de residuos que se genera.

Tirar aparatos nuevos que se podrían reparar en Europa enviándolos a basureros lejanos en barcos que contaminan las aguas. Para, al tiempo, comprar aparatos nuevos que se fabrican lejos y llegan en barcos que contaminan de nuevo. “Tarde o temprano, esto se va a acabar”, incide Durand.

Esta es una de las reflexiones que late bajo esa propuesta que ha sido bautizada como “economía circular” y que cobra fuerza en foros europeos y globales. Se pretende algo muy sencillo: que al fabricar un bien tengamos en cuenta el residuo que va a generar para que este sea reutilizable, si es posible, al 100%. De este modo, en vez de seguir el paradigma de la economía lineal (produzco, uso, tiro) se pasaría al produzco, uso, reutilizo. Y si se puede, reparo.

Legislar, pues, en este sentido implicaría hacer que las marcas aumenten los periodos de garantía; incentivar que los productos se puedan reparar en cualquier tienda y no solo en servicios oficiales; que las marcas diseñen artefactos que permitan la extracción de piezas, componentes, baterías; rebajar impuestos a las marcas que lo hagan y a los artesanos que a ello se dediquen; perseguir y multar la obsolescencia programada intencionada; destapar la OP informática. La iniciativa presentada en el Parlamento Europeo va en esta línea. La Comisión deberá dar una respuesta legislativa antes de julio de 2018.

Mientras tanto, países como Finlandia se han puesto manos a la obra. El país escandinavo ya cuenta con una hoja de ruta para hacer su tras*ición a una economía circular. Florecen las start-ups que buscan soluciones para los residuos que generamos mientras se destinan fondos a la investigación.

La Universidad Aalto es parte de un proyecto de colaboración tras*versal que ha recibido cinco millones de euros para empezar a caminar. Mari Lundström, profesora de hidrometalurgia y corrosión, está al frente de un programa que busca soluciones para el reciclaje de metales. En conversación telefónica desde Estocolmo, explica que los teléfonos móviles, los cables eléctricos o los ordenadores que tiramos a la sarama están repletos de metales útiles y valiosos. Algunos, incluso, muy difíciles de encontrar en el subsuelo europeo; y, sin embargo, los tiramos a la sarama, los despreciamos, sin más: litio, cobalto, níquel… Muchos de ellos son fácilmente recuperables mediante tratamientos químicos, por ejemplo. Un teléfono, sin ir más lejos, contiene hasta 40 elementos reciclables, de los cuales solo reutilizamos 10, explica Lundström. Doce empresas finesas que utilizan metales ya están trabajando con el fruto de las investigaciones de los científicos.

Se puede reciclar el metal que contiene la lata de un refresco. Pero se necesita 20 veces más energía para recuperarlo si esa lata se ha quemado en una bolsa de sarama orgánica, expone la científica finesa. Este es uno de los resultados de las investigaciones del programa. De lo que se deduce que la economía circular debe ser impulsada por los Gobiernos; investigada por los docentes; asumida por las empresas, sí; pero necesita de los ciudadanos.

“La clave de la economía circular es lo que haga cada persona”, dice sin dudarlo Lundström. “No podemos seguir viviendo como lo hemos hecho hasta ahora. Hace falta una respuesta de la sociedad: somos los responsables de nuestra forma de consumir”.

Con todo, la economía circular también tiene sus detractores. Algunos consideran que se trata de una mera prolongación de esa idea del crecimiento sostenible que, a pesar de ser bienintencionada, no ha conducido a grandes logros; el problema, señalan, es el crecimiento, la lógica que nos empuja a seguir exprimiendo un planeta cuyos recursos son finitos.

La solución no es fácil, y romper con décadas de inercia llevará su tiempo. Varias preguntas quedan en el tintero. ¿En un contexto de continuo avance tecnológico, tan difícil resulta mejorar la durabilidad de los productos? ¿Tiene sentido que sigamos viviendo igual conociendo la toxicidad de los residuos que genera nuestro modo de consumo? ¿Y los Gobiernos no tienen pensado hacer nada en este proceso?

Programado para caducar | Tecnología | EL PAÍS
 
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