la edad de bronce de españa

capit

Himbersor
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Durante el s. XIX muchos países de Europa vivieron una evolución desde sociedades rurales de base agrícola a otras de base urbana e industrial. Por tanto, en paralelo a lo anterior, la mayor parte de la población europea experimentó un momentáneo empeoramiento en todo lo relativo a la alimentación y la condición física al generalizarse el trabajo sedentario en grandes ciudades, en las cuales el abastecimiento de alimentos variados y frescos, sobre todo de pescado, hortalizas, leche o frutas, resultaba complicado (al menos hasta la invención de los modernos sistemas frigoríficos y la mejora de las comunicaciones ya a finales de la centuria).
Obviamente ese empeoramiento afectó sobre todo a las clases bajas mientras que por contra provocó entre las clases altas un renovado interés por el ejercicio físico y el deporte bajo parámetros inspirados en la Grecia clásica. Es así como en colegios escandinavos y prestigiosos internados británicos se empezó a insistir en la práctica de gimnasia o deportes colectivos (no en vano muchos de los grandes deportes de masas contemporáneos se inventaron por entonces en Inglaterra) como un medio de tonificar a los vástagos de las clases pudientes para que también se diferenciasen de las famélicas y cada vez más escuchimizadas clases bajas mediante la apariencia física y no solo gracias a sus exquisitos modales o a la posesión de una “cultura” que les permitiese discutir sobre el arte o el teatro de la antigüedad.
Es bajo ese impulso elitista como nacieron los JJ.OO. modernos, publicitados sobre todo por un puñado de snobs clasistas y racistas como el barón De Coubertin. “Desgraciadamente” el invento pronto interesó a las masas y con ello rápidamente muchos individuos pertenecientes a sus estratos más bajos comenzaron a participar en ese tipo de actividades competitivas demostrando con frecuencia unas capacidades físicas o una determinación muy superiores a la de los integrantes de las clases altas para las que en principio estaba destinado el invento. De ahí por ejemplo la obsesión con el “amateurismo” del Comité Olímpico en sus primeros tiempos, es decir en obligar a que los atletas que participasen en las olimpiadas jamás hubiesen ganado dinero practicando deporte a cambio de una remuneración so pena de ser descalificados. Lo anterior no era sino un patético intento de que los “pobres”, es decir la gente necesitada de ganar dinero empleando sus habilidades, no pudiese “ensuciar” con su presencia un elevado homenaje a la cultura clásica como pretendía ser los Juegos.
Por supuesto, como todos sabemos, tal propósito fracasó y con el tiempo no solo los JJ. OO. sino también la mayor parte de los deportes inventados o recuperados en los colegios y las universidades anglosajonas del s. XIX se consolidaron y popularizaron hasta convertirse a día de hoy en espectáculos de masas donde atletas de toda condición y de múltiples razas, tanto hombres como (¡horror¡) mujeres, compiten por gloria y sobre todo dinero y contratos publicitarios frente a una audiencia global proporcionada por los modernos mass media.

Hay que tener en cuenta sin embargo que lo anterior ha sido el resultado de los imprevistos producidos por los cambios sociales que se han desarrollado a lo largo del s. XX, sobre todo durante su segunda mitad. En lo tocante a las competiciones deportivas eso ha tenido consecuencias positivas, como la mencionada democratización del deporte (antaño patrimonio casi en exclusiva de las clases pudientes), pero también otras profundamente negativas, como por ejemplo el haberse logrado a costa de exacerbar el nacionalismo, el consumismo y otra serie de -ismos contemporáneos. En definitiva a donde quiero llegar es que el deporte como fenómeno de masas tiene unos orígenes bastante sucios de los cuales preferimos olvidarnos.
La paradoja
Voy a detenerme ahora en otro tipo de paradoja relacionada en este caso con España. Luego, una vez que la explique y la ponga en relación con lo que acabo de contar, veréis dónde quiero ir a parar.
En su Teogonía el poeta heleno Hesíodo planteó por primera vez el mito de “las edades del hombre” según la cual el mundo de los humanos ha pasado por una serie de edades sucesivas, cada una más decadente que la anterior, simbolizadas progresivamente por metales de menor valor. Pues bien, ese mito, recogido por el romano Ovidio, ha dado lugar a una imagen mental que se ha aplicado con variados propósitos a múltiples campos, entre ellos a la periodización de la cultura hispana en distintas etapas.
A ese respecto casi todo el mundo ha escuchado hablar de la Edad de Oro de la cultura española, un período nunca totalmente acotado con precisión pero que abarcaría más o menos los siglos siglos XVI y XVII de nuestra historia.
Esa denominación y lo que implica están llenos de paradojas internas, empezando por el hecho de que fue popularizada en el ámbito académico por un norteamericano, el hispanista George Ticknor, que la recogió en una “Historia de la literatura española” escrita en el s. XIX. Pero lo que más debería llamarnos la atención en cambio es que sea particularmente el s. XVII, definido por la penuria económica, el declive militar y la crisis política generalizada dentro de la monarquía de los Austrias, el momento cumbre de la literatura, el teatro o la pintura en castellano.
A fin de cuentas la sociedad peninsular estaba inmersa por entonces en un proceso de repliegue sobre sí misma y de radicalización religiosa tras las sucesivas expulsiones de judíos y moriscos de la Península Ibérica. Hablamos así de una sociedad empobrecida y xenófoba obsesionada con algo tan rancio como la “limpieza de sangre”. Todo ello en consonancia con una época caracterizada por el cierre de las universidades peninsulares a toda influencia externa (con la intención de evitar el “contagio” del protestantismo) lo cual implicó a su vez el estancamiento de las ciencias experimentales en España justo cuando buena parte de Europa occidental se preparaba para vivir la eclosión de una auténtica revolución científica.
Por tanto podría argumentarse (y yo lo voy a hacer) que la habitualmente celebrada Edad de Oro de la cultura española fue en definitiva el resultado de varios hechos nada positivos. La cultura de la Edad de Oro destaca en primer lugar por su singularidad, debida entre otras cosas precisamente a ese repliegue sobre sí misma de la sociedad en general y de los artistas e intelectuales españoles en particular. Es así como en el campo de la cultura se dio vida a un arte sin demasiadas influencias europeas, casi genuinamente español y por tanto pintoresco. El problema es que ese aislamiento del que hablo a la larga resultó tremendamente negativo para otros campos más relacionados con la vida cotidiana, como la innovación económica, tecnológica o educativa. Es así como en la Península casi todas las disciplinas prácticas del saber quedaron estancadas, como conservadas en formol, debido al aislamiento y al peso opresivo de la religión o de los intereses nobiliarios, lo que a la larga desembocó en al atraso productivo de la sociedad ibérica y el consiguiente fracaso de la misma cuando intentó acceder a la revolución industrial siglos después.
De esa forma la cultura española de la Edad de Oro resulta inseparable de la sociedad empobrecida, exhausta y en crisis a la cual retrató. En concreto dentro de lo puramente literario la parálisis económica, social e intelectual, en conjunción con la decadencia política, fueron el caldo de cultivo para una serie de géneros propios y de obras destacadas que debieron su éxito y su originalidad absoluta a ese ambiente de podredumbre que plasmaban. Me refiero en particular a la “novela picaresca” que alcanzó su cumbre con “El Lazarillo de Tormes” o “Guzmán de Alfarache”. Pero también podemos considerar hijo de todo lo anterior al propio “Don Quijote”, obra cumbre de la literatura en español (o eso dicen) a la vez que un producto indisociable de una sociedad decadente sin remedio, la cual es precisamente lo que le da su (pretendido) sentido metafórico a la obra.
En otras palabras, no deberíamos olvidar a la hora de sacar pecho que la Edad de Oro de la cultura española nació del absoluto fracaso social, económico y político de una sociedad pobre e injusta en tanto que profundamente desigual, así como intolerante, militarista y reaccionaria en su conjunto. Por todo ello la Edad de Oro, con sus novelas sobre delincuentes y sus barrocos cuadros llenos de santos, mendigos, y nobles rodeados de boato, no deja de ser la plasmación estética hoy alabada de lo que fue un enorme fracaso colectivo.
Lo anterior no es algo totalmente extraño. De hecho las crisis socioeconómicas y políticas casi siempre han resultado tan estimulantes para un determinado tipo de artes como contraproducentes resultan para todo lo demás. Así ocurre con la novela rusa del s. XIX o el revival que Alemania experimentó en pleno caos de la República de Weimar cuando, en medio de una gran crisis económica y política, Berlín se convirtió en una ciudad bulliente de ideas y de movimientos pictóricos y musicales. En suma, las crisis no son buenas para el ciudadano de a pie, ni para el progreso técnico o social, pero pueden ser excelentes para las artes contemplativas o para la actividad intelectual.
Esto último lo sabemos bien en España porque con posterioridad al final de su Edad de Oro, tras siglos de anónima decadencia, España experimentó una Edad de Plata de la cultura precisamente en otro momento de insoslayable declive y pobreza que coincidió con el fin definitivo de su Imperio. Me refiero a los años del período de la Restauración que van de 1898 a 1931 los cuales alumbraron a tres de las generaciones de artistas y pensadores más importantes de la historia de España. La del 98 (integrada por novelistas y dramaturgos como Baroja, Azorín, Unamuno, Valle-Inclán, Maeztu o Jacinto Benavente, el filólogo Ramón Menéndez Pidal, el superventas Vicente Blasco Ibáñez, el inclasificable arquitecto modernista Antonio Gaudí, músicos como Isaac Albéniz, Enrique Granados o Manuel de Falla y pintores como Ramón Casas, Sorolla y Zuloaga), la del 14 (de la que forman parte Juan Ramón Jiménez, Ortega y Gasset, Pérez de Ayala, Marañón, Ramón Gómez de la Serna, o Eugenio d´Ors, además de pintores como Juan Gris o Picasso y feministas como Clara Campoamor o Victoria Kent) y finalmente la del 27, la cual alcanzaría su culmen durante el desmoronamiento de la República, la posterior Guerra Civil y los primeros años del nauseabundo Franquismo (generación integrada por Jorge Guillén, Rafael Alberti, Federico García Lorca, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Miguel Hernández, Max Aub, Enrique Jardiel Poncela, Miguel Mihura, Tono, cineastas como Luis Buñuel o Edgar Neville y pintores como Miró y Salvador Dalí).
España nunca fue más pobre, más corrupta, más caótica, más deprimente, más dictatorial y más llena de analfabetos que en esos años finales de la Restauración, con la posterior Guerra Civil y la gestación del Franquismo, y sin embargo -quizás debido a ello- nunca más ha vuelto a producir tantos genios y figuras de renombre universal.
Da en qué pensar.
 
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