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Madmaxista
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AR. En la España televisiva, si la morbidez está unida a la desgracia de algún famoso, entonces el éxito de audiencia está asegurado. Nunca la palabra ‘telebasura’ tuvo un significado tan zafio y surrealista. Nunca fue tan dramática la idiotización de un país que asiste impertérrito a su ruina, llevado de la mano de una caterva de mediocridades y liliputienses intelectuales. Mientras la economía y la propia sociedad se desploman, la plebe asiste al anfiteatro del mal gusto encantada y se ufana de su propia vulgaridad. La ex esquiadora Blanca Fernández Ochoa desapareció el pasado 23 de agosto. Le dijo a su hija que se iba al norte de la Península a hacer senderismo. La familia ha indicado a medios e investigadores que no era la primera vez que Blanca se ausentaba unos días sin dar noticias. Al parecer, la ex esquiadora sufría un trastorno, con supuestas depresiones y bajones anímicos. El dispositivo de búsqueda de la ex deportista suma ya varios miles de euros. Cada día desaparecen cerca de 100 personas en España y de 4 no se vuelve a saber nada. La opinión pública no es informada de estas desapariciones. Tampoco hay operativos multitudinarios de búsqueda, ni helicópteros, ni drones, ni audiencia a la que pueda interesar la suerte del desaparecido. En la democracia española la vida carece de valor vital alguno si eres un ciudadano anónimo, aunque para la sociedad seas más imprescindible que cualquier famosete.
Engolfados en sus asuntos, a las cadenas televisivas españolas les importa tanto la suerte de Blanca Fernández Ochoa como a mí la de Pablo Iglesias. Lo único que les interesa es esa otra cara de la libertad que engendra monstruos, ungidos en índices de audiencia televisiva, de los que el sistema se sirve, luego, para corroer y embrutecer a la gente más sencilla. Esta es la cuestión de fondo: la democracia española no ha sido capaz de concertar la libertad, la justicia, la concordia y la eficacia para evitar el asalto de los corruptos, los charlatanes, los demagogos y los que explotan desgracias ajenas con tal de ganar unos miles de telespectadores. Algunas televisiones han sobrepasado todos los límites a costa de los asuntos más mórbidos. Esas televisiones forman parte del paisaje jovenlandesal de un país que ha caído en las garras de la más espantosa y eficaz maquinaria de destrucción: la sinrazón, esto es, la paranoia instalada en todas las ramas del poder; el poder sin límites, el dinero sin límites, la destrucción sin límites, el servilismo cortesano sin límites…
No vale lamentarse ahora de cosas que habrían sido evitadas con otras normas, con otras licencias televisivas, con otras orientaciones educativas y con otras preferencias jovenlandesales. De tanto jugar con los peores instintos de un sector de la sociedad española tan mediocre y tan zafio, lo normal es que las televisiones, como las amantis, terminen enroscándose en el corazón de la gente más patética y humilde para mejorar sus audiencias, que es en el fondo de lo único que se trata.
No reiteraré esas lecciones que se imparten cada vez que nuestra sociedad exhibe una de sus intolerables taras. Cuando una famosa desaparece en la montaña y algunas televisiones revierten en ganancias el dolor de su familia, entonces que no nos vengan con el cuento de la solidaridad.
Establecer que muchos de los bichito que asaltan actualmente la salud jovenlandesal de la sociedad española se incubaron en los laboratorios políticos y educativos de la España de los años 70 sería razón suficiente para hallar el mejor remedio a la actual sintomatología.
Lamento no ser muy optimista respecto al remedio, sobre todo cuando vemos cómo muchas de las causas que provocaron esta enfermedad jovenlandesal tienen cada día mayor poder e influencia en nuestro país.
La televisión es una de ellas, al ser concebida por nuestros democráticos representantes como el instrumento ideal para propagar la amnesia colectiva.
La antigua Roma inventó el circo para disfrute de la masa ociosa. Desde entonces no hemos progresado tanto. Parte del paisaje que se puede ver en nuestros platós televisivos no puede ser más revelador de la enfermedad jovenlandesal que nos corroe. Los más son gente de escasísimas luces, alcohólicos, dementes, pagapensiones en apuros sentimentales, pero también se ve gente que parece más normal y que nos hablan del suicidio, de cuernos, de desarraigos emocionales, de la insoportable fatuidad de esa España profunda y perversos.
Aunque esta España con políticos tan pedagógicos sea incapaz de mejorar las esperanzas sociales y económicas de tantos millones de parias, en cambio sí que es capaz de garantizarle el morbo a una masa cada día más inculta, manipulada y embrutecida.
Mientras en la denostada España franquista se hacían programas para todos los públicos orientados a la formación y el sano entretenimiento, lo que impone hoy la democrática moda televisiva es convertir en un espectáculo la desaparición de una famosa para que un puñado de golfos y de juguetonas encimen el éxito y se hagan millonarios.
La desaparición de Blanca Fernández Ochoa y el morbo televisivo dirigido a un pueblo inculto, mediocre y anestesiado
AR. En la España televisiva, si la morbidez está unida a la desgracia de algún famoso, entonces el éxito de audiencia está asegurado. Nunca la palabra ‘telebasura’ tuvo un significado tan zafio y surrealista. Nunca fue tan dramática la idiotización de un país que asiste impertérrito a su ruina, llevado de la mano de una caterva de mediocridades y liliputienses intelectuales. Mientras la economía y la propia sociedad se desploman, la plebe asiste al anfiteatro del mal gusto encantada y se ufana de su propia vulgaridad. La ex esquiadora Blanca Fernández Ochoa desapareció el pasado 23 de agosto. Le dijo a su hija que se iba al norte de la Península a hacer senderismo. La familia ha indicado a medios e investigadores que no era la primera vez que Blanca se ausentaba unos días sin dar noticias. Al parecer, la ex esquiadora sufría un trastorno, con supuestas depresiones y bajones anímicos. El dispositivo de búsqueda de la ex deportista suma ya varios miles de euros. Cada día desaparecen cerca de 100 personas en España y de 4 no se vuelve a saber nada. La opinión pública no es informada de estas desapariciones. Tampoco hay operativos multitudinarios de búsqueda, ni helicópteros, ni drones, ni audiencia a la que pueda interesar la suerte del desaparecido. En la democracia española la vida carece de valor vital alguno si eres un ciudadano anónimo, aunque para la sociedad seas más imprescindible que cualquier famosete.
Engolfados en sus asuntos, a las cadenas televisivas españolas les importa tanto la suerte de Blanca Fernández Ochoa como a mí la de Pablo Iglesias. Lo único que les interesa es esa otra cara de la libertad que engendra monstruos, ungidos en índices de audiencia televisiva, de los que el sistema se sirve, luego, para corroer y embrutecer a la gente más sencilla. Esta es la cuestión de fondo: la democracia española no ha sido capaz de concertar la libertad, la justicia, la concordia y la eficacia para evitar el asalto de los corruptos, los charlatanes, los demagogos y los que explotan desgracias ajenas con tal de ganar unos miles de telespectadores. Algunas televisiones han sobrepasado todos los límites a costa de los asuntos más mórbidos. Esas televisiones forman parte del paisaje jovenlandesal de un país que ha caído en las garras de la más espantosa y eficaz maquinaria de destrucción: la sinrazón, esto es, la paranoia instalada en todas las ramas del poder; el poder sin límites, el dinero sin límites, la destrucción sin límites, el servilismo cortesano sin límites…
No vale lamentarse ahora de cosas que habrían sido evitadas con otras normas, con otras licencias televisivas, con otras orientaciones educativas y con otras preferencias jovenlandesales. De tanto jugar con los peores instintos de un sector de la sociedad española tan mediocre y tan zafio, lo normal es que las televisiones, como las amantis, terminen enroscándose en el corazón de la gente más patética y humilde para mejorar sus audiencias, que es en el fondo de lo único que se trata.
No reiteraré esas lecciones que se imparten cada vez que nuestra sociedad exhibe una de sus intolerables taras. Cuando una famosa desaparece en la montaña y algunas televisiones revierten en ganancias el dolor de su familia, entonces que no nos vengan con el cuento de la solidaridad.
Establecer que muchos de los bichito que asaltan actualmente la salud jovenlandesal de la sociedad española se incubaron en los laboratorios políticos y educativos de la España de los años 70 sería razón suficiente para hallar el mejor remedio a la actual sintomatología.
Lamento no ser muy optimista respecto al remedio, sobre todo cuando vemos cómo muchas de las causas que provocaron esta enfermedad jovenlandesal tienen cada día mayor poder e influencia en nuestro país.
La televisión es una de ellas, al ser concebida por nuestros democráticos representantes como el instrumento ideal para propagar la amnesia colectiva.
La antigua Roma inventó el circo para disfrute de la masa ociosa. Desde entonces no hemos progresado tanto. Parte del paisaje que se puede ver en nuestros platós televisivos no puede ser más revelador de la enfermedad jovenlandesal que nos corroe. Los más son gente de escasísimas luces, alcohólicos, dementes, pagapensiones en apuros sentimentales, pero también se ve gente que parece más normal y que nos hablan del suicidio, de cuernos, de desarraigos emocionales, de la insoportable fatuidad de esa España profunda y perversos.
Aunque esta España con políticos tan pedagógicos sea incapaz de mejorar las esperanzas sociales y económicas de tantos millones de parias, en cambio sí que es capaz de garantizarle el morbo a una masa cada día más inculta, manipulada y embrutecida.
Mientras en la denostada España franquista se hacían programas para todos los públicos orientados a la formación y el sano entretenimiento, lo que impone hoy la democrática moda televisiva es convertir en un espectáculo la desaparición de una famosa para que un puñado de golfos y de juguetonas encimen el éxito y se hagan millonarios.
La desaparición de Blanca Fernández Ochoa y el morbo televisivo dirigido a un pueblo inculto, mediocre y anestesiado