TOCHO INTERESANTE.
¿Tenemos lo que nos merecemos? Esa es la pregunta en torno a la que todo el mundo debate incesantemente a cada nuevo escándalo de corrupción, despropósito legislativo o declaración campanuda de algún dirigente político con escaso sentido del ridículo. Lamentablemente carezco de una respuesta categórica al respecto, pero creo que puede resultar interesante echar un vistazo al pensamiento de los ilustrados del siglo XVIII, más concretamente a los fundadores de Estados Unidos y, centrando aún más el foco, al principal ideólogo y redactor de la Declaración de Independencia y posterior presidente del nuevo país.
Ante dicha pregunta suele haber dos posiciones enfrentadas: la «clase política» formaría una especie de casta que mantendría sometida al pueblo, o bien sería un mero reflejo de este, que es la quien mantiene culpablemente en el poder con su obediencia o con sus votos. Pero si preguntásemos a Thomas Jefferson o a otros ilustrados de su tiempo quién es entonces el malo de la película, la respuesta que probablemente nos darían es que todos lo son. Desconfiaban tanto del pueblo como de sus gobernantes. Así que a medida que fue cobrando fuerza la idea de la independencia entre las trece colonias inglesas en Norteamérica —hartas de pagar impuestos a la Corona pero carentes de representación en el Parlamento— ya solo quedaba un pequeño detalle: decidir cómo debía ser ese nuevo país. Pretendiendo huir de una tiranía podían estar dando lugar a otra bajo la que vivir igualmente sometidos. Para evitarlo podían seguir el ejemplo de las antiguas ciudades griegas y crear un sistema en el que se hiciera lo que quisiera la mayoría… ¿Pero si lo que quería era por ejemplo perseguir y aniquilar a la minoría? Así que hubo muchos debates y la respuesta que finalmente dieron fue un sistema de división de poderes y contrapesos que minimizase el daño que unos u otros pudieran hacer.
La tiranía de los gobernantes
Jefferson era por entonces un terrateniente virginiano que había adquirido «fama de literato, científico y un feliz talento para la redacción» por lo que fue escogido para redactar «la carta de ruptura definitiva», como ha sido descrita. La escribió de pie ante un pupitre a lo largo de dos semanas y cuya inspiración estuvo en los sentimientos armonizados de la época, decía, expresados por sus coetáneos en conversaciones, cartas o ensayos. En ella explica que los gobiernos «derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se torna destructiva para estos fines, el pueblo tiene derecho a alterarla o abolirla, así como a instituir un nuevo gobierno». Dado que estaban enfrentándose a la tiranía de un rey, el énfasis en aquel momento estaba en la soberanía popular. El pueblo debía rebelarse contra gobiernos opresivos para instaurar otros, contra los que volver a rebelarse con cierta regularidad —nunca dejando pasar más de veinte años, calculaba en una de sus cartas— para recordarles quién manda, pues como diría más adelante «el árbol de la libertad debe regarse de vez en cuando con la sangre de patriotas y tiranos». Los estados, por su parte, debían tener derecho a separarse de la Unión si el gobierno federal se volvía abusivo (lo que más adelante daría lugar a una guerra civil). Además estimaba que ninguna constitución debía tener una vigencia de más de diecinueve años, puesto que en ese periodo ya había crecido una nueva generación que no había participado en su aprobación y habían muerto parte de los que sí y el mundo, enfatizaba, es de los vivos. También consideraba que el país debía organizarse en pequeños distritos con un alto grado de autonomía, organizados en condados, que a su vez se reunían en estados, y estos en la unión federal. La inclusión de cada ciudadano en la actividad pública no solo era buena por sí misma, al resultar más democrática, era también una garantía contra la tiranía:
Ahí donde cada hombre tome parte en la dirección de su república de distrito, o de algunas de las de nivel superior, y sienta que es partícipe del gobierno de las cosas no solamente un día de elecciones al año, sino cada día; cuando no haya ni un hombre en el Estado que no sea un miembro de sus consejos, mayores o menores, antes se dejará arrancar el corazón del cuerpo que dejarse arrebatar el poder por un César o un Bonaparte.
De manera que cuanto mayor fuera la adhesión por parte del mayor número de gente, más sólido resultaría el nuevo régimen. Por ello, dado que el derecho al sufragio era solo para varones libres con tierras, Jefferson era partidario de ampliar el censo electoral otorgando tierras a quien no las tuviera. Dado que uno de los objetivos principales era la expansión del nuevo país hacia el oeste, existía el peligro de que esos nuevos territorios se convirtieran en colonias a las que explotar, a la manera de aquel imperio contra el que se habían rebelado. Así que el Comité de 1784 del que nuestro virginiano formaba parte reconoció el derecho a organizarse en asambleas libres en los nuevos territorios, que una vez hubieran alcanzado una población equivalente a la de la más pequeña de las primeras trece colonias, podría constituirse en un nuevo estado de la unión. A quien haya visto la imprescindible Deadwood le sonará este proceso.
La tiranía del pueblo
Como vemos, la preocupación por evitar una nueva tiranía era constante, casi obsesiva, pero en su ilustrado escepticismo eran conscientes de que la democracia era una manta muy pequeña y si te arropas mucho el cuello puede dejarte los pies fríos. Queriendo conjurar un peligro podría acabar generando otro. Tal como Jefferson proclamó en 1801, durante el discurso inaugural de su primer mandato como presidente de los Estados Unidos:
Todos tendrán en mente el sagrado principio de que si bien ha de prevalecer siempre la voluntad de la mayoría, esa voluntad ha de ser razonable para ser legítima, pues la minoría posee derechos iguales, que leyes iguales deben proteger, y violar esto sería opresión.
Por ello, además de basarse en la división de poderes —ejecutivo, legislativo y judicial— ideada por Montesquieu, el sistema debía ser representativo. Consideraban que los representantes electos, aunque solo fuera por su plena dedicación a la política, supondrían un filtro para las causas y pasiones del ignorante pueblo llano. James Madison, otro de los denominados Padres Fundadores y sucesor en la presidencia de Jefferson, lo expresaba así: «bajo tal regulación bien puede ocurrir que la voz pública, pronunciada por los representantes del pueblo, sea más consonante con el bien común que si fuera pronunciada por el pueblo mismo, convocado para tal propósito». También consideraban importante para ese fin que la república fuera de gran tamaño —de ahí su interés en expandirse al oeste— para contar así con una población más heterogénea e impedir la formación de una mayoría abusiva.
Pero si la soberanía pasaba a recaer en el pueblo, la mejor manera de que la administrara con buen juicio estaba en que ese pueblo fuera ilustrado. Nada parecía preocupar más a los Padres Fundadores en general y a Jefferson en concreto que la educación: «Ilústrese al pueblo en general, y la tiranía y la opresión del cuerpo y el espíritu se desvanecerán como los fantasmas al alborear el día». Él fundó la Universidad de Virginia, lo que consideraba uno de los tres mayores logros de su vida. Pero más importante aún que la educación universitaria para unos pocos, creía fundamental la educación primaria y secundaria para todos «porque es más seguro tener a todo un pueblo respetablemente ilustrado que a unos pocos en un elevado nivel científico y a muchos en la ignorancia. Esta última es la situación más peligrosa en que puede encontrarse una nación». Consideraba que todo el mundo debía tener acceso a la educación, por pobre que fuera, para que el país se conformase como una aristocracia basada en el talento y no en la herencia, por lo que se mostró siempre como un ferviente defensor de la educación pública laica. Siempre fue tajante respecto a sacar la religión de las escuelas.
Y aquí llegamos a otro punto importante, el laicismo, pues otro de esos tres grandes logros vitales que le enorgullecían (el tercero fue la propia Declaración de Independencia, claro) fue la separación iglesia-estado. Sin ella no podría haber libertad de pensamiento y por extensión libertad de expresión, que es la base de la deliberación pública. El citado Madison consideraba que había libertad de expresión y de prensa en una sociedad si eran sus oponentes quienes tenían la posibilidad de exponer sus puntos de vista, y si además podían hacerlo en momentos de tensión o sobre asuntos de la mayor gravedad. Es decir, entendía la libertad de expresión como libertad para discrepar de la opinión dominante. Jefferson por su parte decía preferir unos periódicos sin gobierno que un gobierno sin periódicos y se opuso en su momento a la llamada Ley de Sedición porque veía tras ella un intento de censura. Atribuía a la prensa un papel muy importante en el sostenimiento la democracia, pues a partir de información errónea difícilmente podrá la ciudadanía tomar decisiones correctas. Por ello le disgustaba profundamente el bajo nivel que a menudo mostraba:
Nada se puede creer de lo que se lee ahora en un periódico. La verdad misma se convierte en sospechosa al ser colocada en ese instrumento contaminado. La verdadera extensión de semejante estado de mal información solo es conocida por aquellos que están en disposición de confrontar los hechos que conocen bien con las mentiras del día. Mira con verdadera conmiseración a la mayor parte de mis conciudadanos, los cuales, leyendo los periódicos, viven y mueren en la creencia de que han conocido algo de lo que está pasando en el mundo de su época (…) Quiero añadir que la persona que nunca echa una mirada al periódico está mejor informada que aquella que los lee; por cuanto que el que nada sabe está más cerca de la verdad que aquel cuya mente se ha llenado de falsedades y errores.
Nadie es perfecto
Jefferson decía que la política era su deber, pero la ciencia su pasión. Tuvo siempre un gran interés por la biología, la meteorología y la paleontología. Durante su presidencia llegó a tener el esqueleto de un mamut en la Casa Blanca, cuya subespecie norteamericana fue bautizada en su honor Mammuthus Jeffersonii. No sé si puede haber mayor signo de distinción en este mundo, quizá solo que pongan tu nombre a un dinosaurio. Además creó un nuevo tipo de arado, entre otros artefactos, y se le atribuye a él o a su cocinero la invención de un postre. A diferencia de muchos de sus contemporáneos, defendía una convivencia pacífica con los indios, a los que consideraba iguales a los blancos y deseaba ver integrados como ciudadanos de pleno derecho en el país. También quiso ver abolida la esclavitud, de hecho en su primera redacción de la Declaración de Independencia quedaba expresamente prohibida, pero el Congreso de las colonias eliminó esa parte para lograr el apoyo de las zonas esclavistas. Sin embargo él nunca llegó a prescindir de los que tenía en propiedad y es aquí donde llega su lado menos amable.
Llegó a poseer doscientos sesenta esclavos y, según afirmaba, usaba las patatas y la alfalfa «para alimentar a todos los animales de mi granja excepto a mis neցros». En su libro Notas sobre el estado de Virginia, tras hablar sobre «la preferencia de los orangutanes por las mujeres negras por encima de las de su propia especie» (una preferencia compartida por el propio Jefferson, al parecer, dado que tuvo un hijo con una de sus esclavas), continúa explayándose sobre dicha raza:
En general, su existencia parece participar más de la sensación que de la reflexión. Ello debe atribuirse a su disposición a dormir cuando están abstraídos de sus diversiones y carentes de trabajo. (…) Si los comparamos por sus facultades de memoria, raciocinio e imaginación, me parece que en memoria son iguales a los blancos; en raciocinio, muy inferiores, ya que creo que raramente puede encontrarse uno capaz de examinar y comprender las investigaciones de Euclides; y que en imaginación son simples, carentes de gusto y anómalos.
Un momento, esto no parece muy ilustrado precisamente… Parece que hasta las mentes más ágiles pueden de vez en cuando tropezarse estrepitosamente. Pero lo interesante de este asunto es la respuesta que provocó en un curioso personaje llamado Benjamin Banneker. Nacido en 1731, era un descendiente de esclavos jovenlandeses liberado que tuvo la suerte de contar con un vecino cuáquero de fuertes convicciones humanistas, que le proporcionó una educación escolar y compartió con él su biblioteca. Banneker, gracias a su talento innato, sacó un gran provecho de ello y se convirtió en un astrónomo, matemático, relojero, editor y granjero que —ya en su edad adulta— mantendría correspondencia con nuestro protagonista para mostrarle lo equivocado que estaba en torno a sus prejuicios raciales. Jefferson, por su parte, le respondió con su característica buena educación, expresando que «nadie quiere observar tanto como yo las pruebas que exponéis de que la naturaleza ha otorgado a nuestros hermanos neցros unos talentos iguales a los hombres de otra coloración y que la apariencia de una falta de aquellos se debe meramente a la degradada condición de su existencia». De manera que compartía algunas de las creencias comunes en su tiempo pero al menos parecía dispuesto a cuestionárselas. Lamentablemente no dejó ninguna constancia por escrito de que efectivamente llegara a cambiar dicha opinión durante su vida posterior.
Esto nos demuestra paradójicamente lo cierto que era el pesimismo antropológico que tanto Jefferson como otros ilustrados sostenían. Y también, más allá de sus torpezas y debilidades, lo verdaderamente relevante: tal como señalan Acemoglu y Robinson en el excelente libro Por qué fracasan los países, los Padres Fundadores fueron capaces de crear un sistema que, aunque inicialmente estaba al servicio de los hombres blancos de clase alta como ellos, los trascendió. Al fundarse sobre unos principios universales, el sistema acababa obligándose a sí mismo a incluir tarde o temprano a todos los demás. Así que poco importa plantearse si Jefferson pensaba o no en «sus neցros» cuando escribió:
Mantenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su creador de determinados derechos inalienables; que entre estos se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.
En una especie de círculo virtuoso, ese discurso —arrastrado por su propia inercia— obligó con el paso del tiempo a extender el sufragio y los derechos civiles a hombres y mujeres, a blancos y neցros y a ser replicado, con más o menos acierto, en otros muchos países. Y es solo entonces, cuando se ha distribuido el poder entre todos los miembros de la sociedad, cuando pasa a tener sentido preguntarse quién es más orate, si los gobernantes o sus gobernados.
La*democracia según Thomas Jefferson
La democracia según Thomas Jefferson.
¿Tenemos lo que nos merecemos? Esa es la pregunta en torno a la que todo el mundo debate incesantemente a cada nuevo escándalo de corrupción, despropósito legislativo o declaración campanuda de algún dirigente político con escaso sentido del ridículo. Lamentablemente carezco de una respuesta categórica al respecto, pero creo que puede resultar interesante echar un vistazo al pensamiento de los ilustrados del siglo XVIII, más concretamente a los fundadores de Estados Unidos y, centrando aún más el foco, al principal ideólogo y redactor de la Declaración de Independencia y posterior presidente del nuevo país.
Ante dicha pregunta suele haber dos posiciones enfrentadas: la «clase política» formaría una especie de casta que mantendría sometida al pueblo, o bien sería un mero reflejo de este, que es la quien mantiene culpablemente en el poder con su obediencia o con sus votos. Pero si preguntásemos a Thomas Jefferson o a otros ilustrados de su tiempo quién es entonces el malo de la película, la respuesta que probablemente nos darían es que todos lo son. Desconfiaban tanto del pueblo como de sus gobernantes. Así que a medida que fue cobrando fuerza la idea de la independencia entre las trece colonias inglesas en Norteamérica —hartas de pagar impuestos a la Corona pero carentes de representación en el Parlamento— ya solo quedaba un pequeño detalle: decidir cómo debía ser ese nuevo país. Pretendiendo huir de una tiranía podían estar dando lugar a otra bajo la que vivir igualmente sometidos. Para evitarlo podían seguir el ejemplo de las antiguas ciudades griegas y crear un sistema en el que se hiciera lo que quisiera la mayoría… ¿Pero si lo que quería era por ejemplo perseguir y aniquilar a la minoría? Así que hubo muchos debates y la respuesta que finalmente dieron fue un sistema de división de poderes y contrapesos que minimizase el daño que unos u otros pudieran hacer.
La tiranía de los gobernantes
Jefferson era por entonces un terrateniente virginiano que había adquirido «fama de literato, científico y un feliz talento para la redacción» por lo que fue escogido para redactar «la carta de ruptura definitiva», como ha sido descrita. La escribió de pie ante un pupitre a lo largo de dos semanas y cuya inspiración estuvo en los sentimientos armonizados de la época, decía, expresados por sus coetáneos en conversaciones, cartas o ensayos. En ella explica que los gobiernos «derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se torna destructiva para estos fines, el pueblo tiene derecho a alterarla o abolirla, así como a instituir un nuevo gobierno». Dado que estaban enfrentándose a la tiranía de un rey, el énfasis en aquel momento estaba en la soberanía popular. El pueblo debía rebelarse contra gobiernos opresivos para instaurar otros, contra los que volver a rebelarse con cierta regularidad —nunca dejando pasar más de veinte años, calculaba en una de sus cartas— para recordarles quién manda, pues como diría más adelante «el árbol de la libertad debe regarse de vez en cuando con la sangre de patriotas y tiranos». Los estados, por su parte, debían tener derecho a separarse de la Unión si el gobierno federal se volvía abusivo (lo que más adelante daría lugar a una guerra civil). Además estimaba que ninguna constitución debía tener una vigencia de más de diecinueve años, puesto que en ese periodo ya había crecido una nueva generación que no había participado en su aprobación y habían muerto parte de los que sí y el mundo, enfatizaba, es de los vivos. También consideraba que el país debía organizarse en pequeños distritos con un alto grado de autonomía, organizados en condados, que a su vez se reunían en estados, y estos en la unión federal. La inclusión de cada ciudadano en la actividad pública no solo era buena por sí misma, al resultar más democrática, era también una garantía contra la tiranía:
Ahí donde cada hombre tome parte en la dirección de su república de distrito, o de algunas de las de nivel superior, y sienta que es partícipe del gobierno de las cosas no solamente un día de elecciones al año, sino cada día; cuando no haya ni un hombre en el Estado que no sea un miembro de sus consejos, mayores o menores, antes se dejará arrancar el corazón del cuerpo que dejarse arrebatar el poder por un César o un Bonaparte.
De manera que cuanto mayor fuera la adhesión por parte del mayor número de gente, más sólido resultaría el nuevo régimen. Por ello, dado que el derecho al sufragio era solo para varones libres con tierras, Jefferson era partidario de ampliar el censo electoral otorgando tierras a quien no las tuviera. Dado que uno de los objetivos principales era la expansión del nuevo país hacia el oeste, existía el peligro de que esos nuevos territorios se convirtieran en colonias a las que explotar, a la manera de aquel imperio contra el que se habían rebelado. Así que el Comité de 1784 del que nuestro virginiano formaba parte reconoció el derecho a organizarse en asambleas libres en los nuevos territorios, que una vez hubieran alcanzado una población equivalente a la de la más pequeña de las primeras trece colonias, podría constituirse en un nuevo estado de la unión. A quien haya visto la imprescindible Deadwood le sonará este proceso.
La tiranía del pueblo
Como vemos, la preocupación por evitar una nueva tiranía era constante, casi obsesiva, pero en su ilustrado escepticismo eran conscientes de que la democracia era una manta muy pequeña y si te arropas mucho el cuello puede dejarte los pies fríos. Queriendo conjurar un peligro podría acabar generando otro. Tal como Jefferson proclamó en 1801, durante el discurso inaugural de su primer mandato como presidente de los Estados Unidos:
Todos tendrán en mente el sagrado principio de que si bien ha de prevalecer siempre la voluntad de la mayoría, esa voluntad ha de ser razonable para ser legítima, pues la minoría posee derechos iguales, que leyes iguales deben proteger, y violar esto sería opresión.
Por ello, además de basarse en la división de poderes —ejecutivo, legislativo y judicial— ideada por Montesquieu, el sistema debía ser representativo. Consideraban que los representantes electos, aunque solo fuera por su plena dedicación a la política, supondrían un filtro para las causas y pasiones del ignorante pueblo llano. James Madison, otro de los denominados Padres Fundadores y sucesor en la presidencia de Jefferson, lo expresaba así: «bajo tal regulación bien puede ocurrir que la voz pública, pronunciada por los representantes del pueblo, sea más consonante con el bien común que si fuera pronunciada por el pueblo mismo, convocado para tal propósito». También consideraban importante para ese fin que la república fuera de gran tamaño —de ahí su interés en expandirse al oeste— para contar así con una población más heterogénea e impedir la formación de una mayoría abusiva.
Pero si la soberanía pasaba a recaer en el pueblo, la mejor manera de que la administrara con buen juicio estaba en que ese pueblo fuera ilustrado. Nada parecía preocupar más a los Padres Fundadores en general y a Jefferson en concreto que la educación: «Ilústrese al pueblo en general, y la tiranía y la opresión del cuerpo y el espíritu se desvanecerán como los fantasmas al alborear el día». Él fundó la Universidad de Virginia, lo que consideraba uno de los tres mayores logros de su vida. Pero más importante aún que la educación universitaria para unos pocos, creía fundamental la educación primaria y secundaria para todos «porque es más seguro tener a todo un pueblo respetablemente ilustrado que a unos pocos en un elevado nivel científico y a muchos en la ignorancia. Esta última es la situación más peligrosa en que puede encontrarse una nación». Consideraba que todo el mundo debía tener acceso a la educación, por pobre que fuera, para que el país se conformase como una aristocracia basada en el talento y no en la herencia, por lo que se mostró siempre como un ferviente defensor de la educación pública laica. Siempre fue tajante respecto a sacar la religión de las escuelas.
Y aquí llegamos a otro punto importante, el laicismo, pues otro de esos tres grandes logros vitales que le enorgullecían (el tercero fue la propia Declaración de Independencia, claro) fue la separación iglesia-estado. Sin ella no podría haber libertad de pensamiento y por extensión libertad de expresión, que es la base de la deliberación pública. El citado Madison consideraba que había libertad de expresión y de prensa en una sociedad si eran sus oponentes quienes tenían la posibilidad de exponer sus puntos de vista, y si además podían hacerlo en momentos de tensión o sobre asuntos de la mayor gravedad. Es decir, entendía la libertad de expresión como libertad para discrepar de la opinión dominante. Jefferson por su parte decía preferir unos periódicos sin gobierno que un gobierno sin periódicos y se opuso en su momento a la llamada Ley de Sedición porque veía tras ella un intento de censura. Atribuía a la prensa un papel muy importante en el sostenimiento la democracia, pues a partir de información errónea difícilmente podrá la ciudadanía tomar decisiones correctas. Por ello le disgustaba profundamente el bajo nivel que a menudo mostraba:
Nada se puede creer de lo que se lee ahora en un periódico. La verdad misma se convierte en sospechosa al ser colocada en ese instrumento contaminado. La verdadera extensión de semejante estado de mal información solo es conocida por aquellos que están en disposición de confrontar los hechos que conocen bien con las mentiras del día. Mira con verdadera conmiseración a la mayor parte de mis conciudadanos, los cuales, leyendo los periódicos, viven y mueren en la creencia de que han conocido algo de lo que está pasando en el mundo de su época (…) Quiero añadir que la persona que nunca echa una mirada al periódico está mejor informada que aquella que los lee; por cuanto que el que nada sabe está más cerca de la verdad que aquel cuya mente se ha llenado de falsedades y errores.
Nadie es perfecto
Jefferson decía que la política era su deber, pero la ciencia su pasión. Tuvo siempre un gran interés por la biología, la meteorología y la paleontología. Durante su presidencia llegó a tener el esqueleto de un mamut en la Casa Blanca, cuya subespecie norteamericana fue bautizada en su honor Mammuthus Jeffersonii. No sé si puede haber mayor signo de distinción en este mundo, quizá solo que pongan tu nombre a un dinosaurio. Además creó un nuevo tipo de arado, entre otros artefactos, y se le atribuye a él o a su cocinero la invención de un postre. A diferencia de muchos de sus contemporáneos, defendía una convivencia pacífica con los indios, a los que consideraba iguales a los blancos y deseaba ver integrados como ciudadanos de pleno derecho en el país. También quiso ver abolida la esclavitud, de hecho en su primera redacción de la Declaración de Independencia quedaba expresamente prohibida, pero el Congreso de las colonias eliminó esa parte para lograr el apoyo de las zonas esclavistas. Sin embargo él nunca llegó a prescindir de los que tenía en propiedad y es aquí donde llega su lado menos amable.
Llegó a poseer doscientos sesenta esclavos y, según afirmaba, usaba las patatas y la alfalfa «para alimentar a todos los animales de mi granja excepto a mis neցros». En su libro Notas sobre el estado de Virginia, tras hablar sobre «la preferencia de los orangutanes por las mujeres negras por encima de las de su propia especie» (una preferencia compartida por el propio Jefferson, al parecer, dado que tuvo un hijo con una de sus esclavas), continúa explayándose sobre dicha raza:
En general, su existencia parece participar más de la sensación que de la reflexión. Ello debe atribuirse a su disposición a dormir cuando están abstraídos de sus diversiones y carentes de trabajo. (…) Si los comparamos por sus facultades de memoria, raciocinio e imaginación, me parece que en memoria son iguales a los blancos; en raciocinio, muy inferiores, ya que creo que raramente puede encontrarse uno capaz de examinar y comprender las investigaciones de Euclides; y que en imaginación son simples, carentes de gusto y anómalos.
Un momento, esto no parece muy ilustrado precisamente… Parece que hasta las mentes más ágiles pueden de vez en cuando tropezarse estrepitosamente. Pero lo interesante de este asunto es la respuesta que provocó en un curioso personaje llamado Benjamin Banneker. Nacido en 1731, era un descendiente de esclavos jovenlandeses liberado que tuvo la suerte de contar con un vecino cuáquero de fuertes convicciones humanistas, que le proporcionó una educación escolar y compartió con él su biblioteca. Banneker, gracias a su talento innato, sacó un gran provecho de ello y se convirtió en un astrónomo, matemático, relojero, editor y granjero que —ya en su edad adulta— mantendría correspondencia con nuestro protagonista para mostrarle lo equivocado que estaba en torno a sus prejuicios raciales. Jefferson, por su parte, le respondió con su característica buena educación, expresando que «nadie quiere observar tanto como yo las pruebas que exponéis de que la naturaleza ha otorgado a nuestros hermanos neցros unos talentos iguales a los hombres de otra coloración y que la apariencia de una falta de aquellos se debe meramente a la degradada condición de su existencia». De manera que compartía algunas de las creencias comunes en su tiempo pero al menos parecía dispuesto a cuestionárselas. Lamentablemente no dejó ninguna constancia por escrito de que efectivamente llegara a cambiar dicha opinión durante su vida posterior.
Esto nos demuestra paradójicamente lo cierto que era el pesimismo antropológico que tanto Jefferson como otros ilustrados sostenían. Y también, más allá de sus torpezas y debilidades, lo verdaderamente relevante: tal como señalan Acemoglu y Robinson en el excelente libro Por qué fracasan los países, los Padres Fundadores fueron capaces de crear un sistema que, aunque inicialmente estaba al servicio de los hombres blancos de clase alta como ellos, los trascendió. Al fundarse sobre unos principios universales, el sistema acababa obligándose a sí mismo a incluir tarde o temprano a todos los demás. Así que poco importa plantearse si Jefferson pensaba o no en «sus neցros» cuando escribió:
Mantenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su creador de determinados derechos inalienables; que entre estos se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.
En una especie de círculo virtuoso, ese discurso —arrastrado por su propia inercia— obligó con el paso del tiempo a extender el sufragio y los derechos civiles a hombres y mujeres, a blancos y neցros y a ser replicado, con más o menos acierto, en otros muchos países. Y es solo entonces, cuando se ha distribuido el poder entre todos los miembros de la sociedad, cuando pasa a tener sentido preguntarse quién es más orate, si los gobernantes o sus gobernados.
La*democracia según Thomas Jefferson