Clavisto
Será en Octubre
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- 10 Sep 2013
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La chica se llamaba Krysta nosequé y tecleé su nombre en el buscador. Alguien se había hecho una manola con uno de sus vídeos y abrió un hilo de opinión en Forocoches. No tengo acceso a esa clase de hilos pero bastaba con saber el nombre. En realidad no tenía ánimo de quererseme, sólo estaba echando un último vistazo a la Red antes de intentar dormir la siesta, pero el nombre de la chica me llamó la atención. Escogí el primer vídeo enlazado. Luego me limpié y veinte minutos más tarde me levanté de la cama y salí a andar. Era lo mejor que podía hacer.
Unas horas antes, no tantas, estando todavía en el bar, pensé en escribir una historia cuando saliera de allí. La primera frase había llegado como tantas otras veces, magnífica y seductora. Hace algunos años escribía algunas anotaciones durante la espera, cosas que iban viniendo a mi mente y podían servirme. Llegaba a casa poco menos que en modo automático y me ponía a ello con verdadera pasión. Creía en ello. Hoy no escribí ninguna anotación, ni siquiera la frase de apertura, tampoco pensé mucho en ello. Claro que hoy no he bebido en el bar para darle rienda suelta a las fantásticas ideas de esa última hora de espera de tantas y tantas historias escritas. Y cuando llegué a casa no sentí aquel arrebato. Elegí comer algo y echar un sueño. Luego tampoco pudo ser así.
Andar con las zapatillas nuevas. Compré las mismas de la última vez. Llegué a la tienda con la del pie derecho en una bolsa de la frutería del jovenlandés. Se la enseñé a uno de los dependientes (parecía el encargado, era la primera vez que lo veía, un chaval alto, fuerte y activo, como todos los encargados de estas tiendas), hizo una broma que no llegué a entender bien y con seguridad me pidió que le acompañara.
- Creo que tengo el mismo modelo -dijo-
- Bien. Pues si así quiero las mismas. Me han salido buenas -respondí-
- Nos ha jodío -dijo él- Como que son...(no recuerdo la marca, sólo que estaban por encima de los 100 pavos)
La encontró a la primera de entre todo el gran muestrario. Era la misma que la que yo llevaba en la bolsa de la fruta sólo que nueva. Me costó un poco reconocerla, pues estaba limpia y yo no había lavado la mía en los nueve meses que ha andado los caminos metida en mi pie. La cogí, la comparé con la mía y me convencí. "Confía, pero comprueba" Sí, era la misma. Y era mi número.
- ¿No te la pruebas, no? -dijo él-
- No -respondí un tanto sorprendido-
Regresamos al mostrador, él entro para adentro a por la otra, salió enseguida, la metió en la caja y se la dio displicente a un chaval para que me cobrara. El chico apenas tendría veinte años y se notaba que era el último mono de allí. Había dos chicas, una morena alta y estilizada de mirada fría y altanera (esta fue la que me vendió hace unos meses otras ligeras para trabajar), y una rubita un poco menos repelente. "Se las ama a las dos" pensé. Me acordé de la feúcha que me atendió la primera vez, una chica con gafas, de aspecto triste y encima resfriada, que sin mucho entusiasmo atendió a mis explicaciones sobre lo que buscaba. Y acertó tanto que he repetido. "También se la ***ó" pensé mientras esperaba el ticket que no salía para incomodidad del chico "Y luego la echó"
Al salir de allí fui a comprar para el bar. Es un almacén un tanto tétrico, no tanto por su distribución como por el personal que te mira, me mira, con extremo recelo. A veces pienso si en una de aquellas lejanas noches de juventud tuve algún encontronazo con alguno de ellos, pero de verdad que no me acuerdo. Sólo una chiquilla rubia rompe la maldición y gracias a ella y a los bajos precios es que sigo comprando allí. Apenas levantara metro y medio del suelo pero es brava y resuelta, cosa por otra parte común entre la gente bajita. Extremadamente delgada, de ojos azules y brillantes, piel blanquísima y boca grande y roja, siempre me pasa a la caja cuando me ve esperando. Unas trenzas muy curradas relucían sobre su cabecita. Empecé a meter las cosas en la bolsa. Raskolnikov y Sonia vinieron a mi cabeza desde mi encuentro con ellos durante las noches de estos últimos días.
- ¿Factura, no? -dijo-
- ¿Qué? -dije yo-
- Que si quieres factura
- Claro, claro...
Yo andaba pensando en esas trenzas mientras cogía paquetes de chorizos y salchichones. "Qué guapa es"
Pagué y me dio las vueltas.
- Te queda estupendo ese peinado -dije-
- Gracias -respondió sonriendo tras la mascarilla-
- Bueno, adiós
- ¡Espera! La factura...
- Ah sí...Adiós
- Adiós
Pero anoche estuve con Houellebecq y mi novela favorita de las suyas. No tenía cuerpo para la lucha que iba a iniciarse entre Porfirio y Rodion. Mi tabla gimnástica de todas las mañanas había salido mal por primera vez en varios meses y un dolor de lumbago me había tenido a mal traer durante todo el día, hasta el punto de tirar de ibuprofenos. El tablón, fue ese ejercicio, su exceso, el que me jodió, estoy seguro. Me voy viendo en forma y cada vez fuerzo más. Bueno, sólo ha sido un aviso, tengo 47 años después de todo, pero quizá por eso haya sido que hoy, fallando a la fuerza en la rutina de todas las mañanas, haya estado un poco mustio y como venido abajo, como uno que viene de oscuras montañas y esperando ver el sol se encuentra más montañas. Entonces lo mejor era leer a Houellebecq y su posibilidad de una isla.
En ella encuentra a Esther, "el amor de su vida", a los 47 años. Ella tiene 22, es española aunque no lo parece y hace performances para artistas que le tiran cubos de pintura sobre su cuerpo desnudo que luego magrean. Houellebecq se excita viendo el vídeo y la elige como protagonista de su próximo proyecto cinematográfico. Quedan en un bar, él se sincera diciéndole que no se ve capaz de llevarlo a cabo y ella, condescendiente, se arrima a él y le soba la platano bajo la mesa. Bien. Aquello es Francia y es gente universitaria, artistas, París, el Barrio Latino, Formentera, Almería, una secta de pijos en Suiza donde todos se magrean, sesso temprano y "ganas de vivir" como dice Esther. Creo recordar que más tarde muere de cáncer y es entonces cuando Houellebecq se mete a saco en la secta, no sé...
Y entonces fue cuando Houellebecq vino esta mañana a mi cabeza y con él la primera línea del relato que he olvidado y que ya jamás escribiré. Unos pesados de última hora, mi temor a la primera cerveza y el desánimo causado por los dolores de un ejercicio al cual le había buscado las cosquillas confiado hicieron el resto. De ahí Krysta y todo lo demás.
Enseguida salí para las afueras. Siempre he estado por las afueras pero ahora más. Allí me quito la mascarilla. Con todo, dejé para otro día las montañas. Tengo 47 años.
Hay un camino recto que lleva hasta el puente de la autovía. Por allí va poca gente. Hoy no iba ni venía nadie. Septiembre avisa todavía más que agosto y el sol ya cae con prisas. Ya van para tres meses de su descenso. Ahora hay que darle a las luces cuando sales de casa y no es cuestión de remolonear cuando estás lejos de ella. Esa lejanía de tres cuartos de hora ha sido el límite de mi vida.
Hay dos caminos de regreso por ese lado del mundo. En uno, el principal, puedes encontrarte a algunos caminantes de la cercana urbanización, gente pija, grupetes de ciclistas y atletas; en el otro es raro encontrarte con alguien.
En su acceso, poco después, al levantar brevemente la vista del pedregoso camino, vi que de frente se acercaba otro, cosa que me sorprendió bastante tras no haberme cruzado con nadie durante todo el camino. Y cosa rara, de un sólo vistazo, cuando el otro todavía era un informe bulto blanco, pensé que era un residente de la zona a quien acaban de diagnosticarle un cáncer, un cliente mío, un tío de dinero.
Ya estábamos cerca y no sé porqué me dio la impresión de que era uno de sus hermanos. Pero cuando estuvimos lo suficientemente cerca, cuando nos cruzamos en el camino vi que era él y él vio que era yo. Y nos saludamos sin dejar de andar. Él iba y yo volvía. Me hubiera parado a hablar algo pero él no quiso. De todas formas ninguno de los dos hicimos ni el amago.
Pasé de largo por las tiendas de ayer. El extrarradio es grande en este pueblo. Claro que esto es un pueblo.
¿Qué hago yo escribiendo desde un pueblo?
Unas horas antes, no tantas, estando todavía en el bar, pensé en escribir una historia cuando saliera de allí. La primera frase había llegado como tantas otras veces, magnífica y seductora. Hace algunos años escribía algunas anotaciones durante la espera, cosas que iban viniendo a mi mente y podían servirme. Llegaba a casa poco menos que en modo automático y me ponía a ello con verdadera pasión. Creía en ello. Hoy no escribí ninguna anotación, ni siquiera la frase de apertura, tampoco pensé mucho en ello. Claro que hoy no he bebido en el bar para darle rienda suelta a las fantásticas ideas de esa última hora de espera de tantas y tantas historias escritas. Y cuando llegué a casa no sentí aquel arrebato. Elegí comer algo y echar un sueño. Luego tampoco pudo ser así.
Andar con las zapatillas nuevas. Compré las mismas de la última vez. Llegué a la tienda con la del pie derecho en una bolsa de la frutería del jovenlandés. Se la enseñé a uno de los dependientes (parecía el encargado, era la primera vez que lo veía, un chaval alto, fuerte y activo, como todos los encargados de estas tiendas), hizo una broma que no llegué a entender bien y con seguridad me pidió que le acompañara.
- Creo que tengo el mismo modelo -dijo-
- Bien. Pues si así quiero las mismas. Me han salido buenas -respondí-
- Nos ha jodío -dijo él- Como que son...(no recuerdo la marca, sólo que estaban por encima de los 100 pavos)
La encontró a la primera de entre todo el gran muestrario. Era la misma que la que yo llevaba en la bolsa de la fruta sólo que nueva. Me costó un poco reconocerla, pues estaba limpia y yo no había lavado la mía en los nueve meses que ha andado los caminos metida en mi pie. La cogí, la comparé con la mía y me convencí. "Confía, pero comprueba" Sí, era la misma. Y era mi número.
- ¿No te la pruebas, no? -dijo él-
- No -respondí un tanto sorprendido-
Regresamos al mostrador, él entro para adentro a por la otra, salió enseguida, la metió en la caja y se la dio displicente a un chaval para que me cobrara. El chico apenas tendría veinte años y se notaba que era el último mono de allí. Había dos chicas, una morena alta y estilizada de mirada fría y altanera (esta fue la que me vendió hace unos meses otras ligeras para trabajar), y una rubita un poco menos repelente. "Se las ama a las dos" pensé. Me acordé de la feúcha que me atendió la primera vez, una chica con gafas, de aspecto triste y encima resfriada, que sin mucho entusiasmo atendió a mis explicaciones sobre lo que buscaba. Y acertó tanto que he repetido. "También se la ***ó" pensé mientras esperaba el ticket que no salía para incomodidad del chico "Y luego la echó"
Al salir de allí fui a comprar para el bar. Es un almacén un tanto tétrico, no tanto por su distribución como por el personal que te mira, me mira, con extremo recelo. A veces pienso si en una de aquellas lejanas noches de juventud tuve algún encontronazo con alguno de ellos, pero de verdad que no me acuerdo. Sólo una chiquilla rubia rompe la maldición y gracias a ella y a los bajos precios es que sigo comprando allí. Apenas levantara metro y medio del suelo pero es brava y resuelta, cosa por otra parte común entre la gente bajita. Extremadamente delgada, de ojos azules y brillantes, piel blanquísima y boca grande y roja, siempre me pasa a la caja cuando me ve esperando. Unas trenzas muy curradas relucían sobre su cabecita. Empecé a meter las cosas en la bolsa. Raskolnikov y Sonia vinieron a mi cabeza desde mi encuentro con ellos durante las noches de estos últimos días.
- ¿Factura, no? -dijo-
- ¿Qué? -dije yo-
- Que si quieres factura
- Claro, claro...
Yo andaba pensando en esas trenzas mientras cogía paquetes de chorizos y salchichones. "Qué guapa es"
Pagué y me dio las vueltas.
- Te queda estupendo ese peinado -dije-
- Gracias -respondió sonriendo tras la mascarilla-
- Bueno, adiós
- ¡Espera! La factura...
- Ah sí...Adiós
- Adiós
Pero anoche estuve con Houellebecq y mi novela favorita de las suyas. No tenía cuerpo para la lucha que iba a iniciarse entre Porfirio y Rodion. Mi tabla gimnástica de todas las mañanas había salido mal por primera vez en varios meses y un dolor de lumbago me había tenido a mal traer durante todo el día, hasta el punto de tirar de ibuprofenos. El tablón, fue ese ejercicio, su exceso, el que me jodió, estoy seguro. Me voy viendo en forma y cada vez fuerzo más. Bueno, sólo ha sido un aviso, tengo 47 años después de todo, pero quizá por eso haya sido que hoy, fallando a la fuerza en la rutina de todas las mañanas, haya estado un poco mustio y como venido abajo, como uno que viene de oscuras montañas y esperando ver el sol se encuentra más montañas. Entonces lo mejor era leer a Houellebecq y su posibilidad de una isla.
En ella encuentra a Esther, "el amor de su vida", a los 47 años. Ella tiene 22, es española aunque no lo parece y hace performances para artistas que le tiran cubos de pintura sobre su cuerpo desnudo que luego magrean. Houellebecq se excita viendo el vídeo y la elige como protagonista de su próximo proyecto cinematográfico. Quedan en un bar, él se sincera diciéndole que no se ve capaz de llevarlo a cabo y ella, condescendiente, se arrima a él y le soba la platano bajo la mesa. Bien. Aquello es Francia y es gente universitaria, artistas, París, el Barrio Latino, Formentera, Almería, una secta de pijos en Suiza donde todos se magrean, sesso temprano y "ganas de vivir" como dice Esther. Creo recordar que más tarde muere de cáncer y es entonces cuando Houellebecq se mete a saco en la secta, no sé...
Y entonces fue cuando Houellebecq vino esta mañana a mi cabeza y con él la primera línea del relato que he olvidado y que ya jamás escribiré. Unos pesados de última hora, mi temor a la primera cerveza y el desánimo causado por los dolores de un ejercicio al cual le había buscado las cosquillas confiado hicieron el resto. De ahí Krysta y todo lo demás.
Enseguida salí para las afueras. Siempre he estado por las afueras pero ahora más. Allí me quito la mascarilla. Con todo, dejé para otro día las montañas. Tengo 47 años.
Hay un camino recto que lleva hasta el puente de la autovía. Por allí va poca gente. Hoy no iba ni venía nadie. Septiembre avisa todavía más que agosto y el sol ya cae con prisas. Ya van para tres meses de su descenso. Ahora hay que darle a las luces cuando sales de casa y no es cuestión de remolonear cuando estás lejos de ella. Esa lejanía de tres cuartos de hora ha sido el límite de mi vida.
Hay dos caminos de regreso por ese lado del mundo. En uno, el principal, puedes encontrarte a algunos caminantes de la cercana urbanización, gente pija, grupetes de ciclistas y atletas; en el otro es raro encontrarte con alguien.
En su acceso, poco después, al levantar brevemente la vista del pedregoso camino, vi que de frente se acercaba otro, cosa que me sorprendió bastante tras no haberme cruzado con nadie durante todo el camino. Y cosa rara, de un sólo vistazo, cuando el otro todavía era un informe bulto blanco, pensé que era un residente de la zona a quien acaban de diagnosticarle un cáncer, un cliente mío, un tío de dinero.
Ya estábamos cerca y no sé porqué me dio la impresión de que era uno de sus hermanos. Pero cuando estuvimos lo suficientemente cerca, cuando nos cruzamos en el camino vi que era él y él vio que era yo. Y nos saludamos sin dejar de andar. Él iba y yo volvía. Me hubiera parado a hablar algo pero él no quiso. De todas formas ninguno de los dos hicimos ni el amago.
Pasé de largo por las tiendas de ayer. El extrarradio es grande en este pueblo. Claro que esto es un pueblo.
¿Qué hago yo escribiendo desde un pueblo?