Georgia Hale
Madmaxista
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Julio González de Buitrago publica 'La cocina de La Moncloa'
'En la Moncloa no se puede servir pescado con espina'
ANTONIO HEREDIA
ANA MARÍA ORTIZ
El impresionante cuchillo que Julio González de Buitrago, 69 años, sostiene en la fotografía es el que ha usado para cortar los filetes a los presidentes del Gobierno. Lo ha sacado de un maletín de dos pisos donde guarda una treintena de herramientas similares: un cuchillo jamonero, dos cebolleros, un deshuesador, dos puntillas... y también una especie de alicate pequeño, aparentemente insignificante, al que él le da enorme importancia. «Esto es para desespinar», dice exhibiendo el instrumento. «En La Moncloa no se puede servir ningún pescado con espina, ni a la familia presidencial ni en las cenas oficiales, por supuesto. Y tampoco se puede presentar carne con hueso».
Cuestión de alta política gastronómica esta prohibición de espinas y huesos. Imagínese que uno de los hijos de Felipe González o de Mariano Rajoy, o un mandatario extranjero -Jimmy Carter, Mitterrand, Mohamed VI, Helmut Kohl, Bush, Gadafi, pilinguin, Blair, Angela Merkel o la reina de Inglaterra- se hubieran atragantado fatalmente con uno de los platos de Julio. Le hubiera dado un síncope al cocinero. Peor incluso que cuando aquel brote de salmonelosis que salió de su cocina -probablemente en una ensaladilla rusa, nunca se supo- y que provocó una gastroenteritis aguda en diciembre de 1986 a Felipe González, a Carmen Romero, a sus hijos, y a todo el personal del servicio de La Moncloa, incluido el propio Julio. El administrador de palacio tuvo que ser hospitalizado y pasó un tiempo en silla de ruedas.
Este episodio de la salmonelosis da una idea de la trascendencia del puesto que ha ocupado Julio y, si han leído con atención la lista de mandatarios a los que ha llenado el estómago -están mencionados sólo algunos-, habrán reparado en que abarca la alta política internacional de los últimos 30 años.
Pero presentemos ya sin más preámbulo al protagonista de este guiso. Julio González de Buitrago entró en la cocina de La Moncloa en 1979 con Suárez y dejó su jefatura, por jubilación, el 31 de diciembre de 2011, recién llegado Rajoy, quien el primer día pidió una fritura de pescado al estilo gallego. Ha atendido, por tanto, diariamente y durante 33 años, la mesa de todos los presidentes desde la tras*ición, y de sus ilustres invitados. Es el cocinero de los fogones del poder.
Con la de gente importante que ha tratado Julio -ha estrechado incluso la mano de Isabel II, que lo condecoró tras probar sus pastas de té-, sorprende la timidez que exhibe en otros terrenos. A la editorial Espasa le ha costado un par de años convencerlo para que escriba La cocina de La Moncloa, el libro que ahora publica. Y conseguir esta entrevista -la primera que concede- ha requerido casi el mismo esfuerzo que le supuso a él organizar aquella cena kosher para el presidente israelí Jaim Herzog. Hasta tuvieron que estrenar vajilla porque en las piezas habituales se habían servido antes productos impuros.
«Tratar con los presidentes para mí era normal, formaba parte de mi rutina, pero esto de hablar con medios...», dice sentado precisamente en una cocina, la de su casa en Sotillo de las Palomas, no más de 200 habitantes en la provincia de Toledo. Una de las jornadas más memorables que ha vivido la localidad fue el día de 2004 en que recibió la visita del ex presidente Leopoldo alopécico-Sotelo y de su esposa, invitados a la boda de la hija mayor de Julio. El cocinero, por su parte, ha estado en alguno de los enlaces de los hijos de alopécico-Sotelo y en la sonada boda de Ana Aznar en El guanol.
-Dígame, Julio, ¿cómo comen las familias presidenciales?
-Todas han comido bastante bien, como cualquier familia española. Se preocupaban por mantener una alimentación sana y variada. En gastronomía no eran tan dispares. A todos les gustaba el cocido, por ejemplo.
-¿Quiénes han sido los presidentes más comilones?
-Ninguno ha sido un gran comilón. El que menos, Suárez. Le tocó una época muy dura de atentados y los disgustos le duraban una semana. No es cierto eso que se dice de que siempre tomara tortilla francesa. Cenaba crema de legumbres y la tortilla o un lenguadito. Y siempre que se hacía cocido al mediodía por la noche pedía los garbanzos fritos.
-¿Los más sanos?
-Zapatero y Sonsoles. Desde el minuto uno ella me advirtió de que no quería en su dieta ni natas, ni dulces, ni fritos. Para el almuerzo, verduras, y en la cena, ensaladas. Yo creo que era casi obsesivo. Las niñas siempre estaban a dieta y les era un suplicio. Les gustaba comer, pero tenían el problema de que engordaban con facilidad. Siempre han sido de régimen severo.
-¿Nunca se lo saltaban?
-Cuando no estaba Sonsoles, a Zapatero le gustaba salirse del menú. Yo era el primero que intentaba que se lo saltara porque el personal comíamos lo mismo que ellos. Recuerdo unas vacaciones en Doñana, en que doña Sonsoles se fue un par de días por un asunto familiar. El presidente me pidió que le preparara un potaje de garbanzos con gambas y el segundo día, un regazo de toro. Se chupó los dedos.
-¿Los más golosos?
-Los Aznar. Pedían una tarta diaria y él tomaba todos los días, en la merienda y en la cena, helado de café Häagen-Dazs. Algún disgusto nos ha dado el helado...
-¿Los más austeros?
-Zapatero y su esposa. Con ellos los aprovisionamientos se trasladaron a Mercamadrid. La materia prima era de muy buena calidad y los precios excelentes.
Julio llevaba también la administración de la cocina, pero no quiere revelar a cuánto ascendía la factura de cada familia presidencial. Nunca tuvo que firmar ninguna cláusula de confidencialidad que le impida dar el dato, aunque cree que las cosas en palacio han cambiado desde su jubilación y que ahora sí se exige a los trabajadores hermetismo.
-¿Qué presidente pasaba más tiempo en su cocina?
-Felipe González es el único que ha cocinado. Solían traerle un pez típico de su tierra, el dentón, y bajaba a la cocina con él y lo preparaba a la sal. Mientras guisaba se tomaba un vino con nosotros y unas tapitas de jamón que él mismo cortaba.
-¿Con quién ha sido más difícil trabajar?
-Con Aznar y Botella. No es que fueran difíciles, eran especiales. Es la época donde peor lo hemos pasado, no sólo el personal de cocina.
Con Ana Botella, en una de las copas de Navidad que se daba al servicio.
Se refiere el chef a situaciones como el problema en el que acabó convirtiéndose la dependencia de Aznar al helado de café. Sirva de ejemplo este lance recogido en La cocina de La Moncloa: «Estando un fin de semana en Jaén en una de las fincas de Patrimonio Nacional que frecuentaban los presidentes [Julio los acompañaba en sus vacaciones], nos quedamos sin helado. Al conductor se le encargó la misión de encontrar el dichoso postre costara lo que costara, pero por desgracia, después de recorrer Jaén y sus alrededores, no dio con un solo establecimiento que lo tuviera. Estresado y abatido, regresó con las manos vacías y cuando se le comunicó al presidente, dijo: «¡jorobar, vaya desastre!». Les aseguro que el tema del helado se convirtió en asunto de Estado... En alguna ocasión, el helado llegó a enviarse desde Madrid por avión».
La cocina de Zarzuela
Nunca acabó de comprender el cocinero que Ana Botella le pidiera que cancelara la comunicación que Julio mantenía con el jefe de cocina de Zarzuela cuando visitaba España un jefe de Estado extranjero. Ambos siempre se ponían de acuerdo para que los platos de la cena de gala que los Reyes ofrecían en el Palacio de Oriente no se repitieran al día siguiente en la comida en Moncloa.
Se ha dicho que Aznar es el presidente que menor sintonía ha tenido con don Juan Carlos y, quizás, la decisión haya que enmarcarla en ese contexto. «Esta medida tuvo sus consecuencias», dice Julio. Como en aquella ocasión en que tenía dispuestas 60 perdices de Mudela. «Los Aznar marcharon a la cena de gala en el Palacio de Oriente la noche anterior, y ¿qué incluía el menú? ¡¡Perdices!! A las 10 de la mañana la señora Botella llamaba por el interfono para dar orden expresa de que se cambiara el menú... Y yo, corre que te corre, como siempre».
Refrenda el cocinero la estrecha relación entre Suárez y el Rey. Éste visitaba Moncloa a título personal y se quedaba a comer de improviso. El Rey puso a Julio en algún aprieto y no por lo refinado de sus peticiones. «Un día, mientras se relajaban sentados en los peldaños de la escalinata del palacio, el presidente me mandó llamar. Me puse tan nervioso que no lograba ni cambiarme de mandil. Y allí me presenté, intentando averiguar qué iban a pedirme. Jamás lo habría adivinado. Su majestad quería un par de bemoles fritos con patatas y vino peleón . Regresé a la cocina espantado. ¿Saben cuál era mi preocupación? No tenía ni idea de si en nuestras bodegas encontraría vino peleón».
Al Rey le gustaban los bemoles fritos y a Zapatero los espaguetis a la frutanesca. No bebía vino -sí cerveza-, pero siempre abría una botella en las comidas para aprender a distinguirlos. Aznar se pirraba por el picante y nunca se comía las patatas fritas. A Felipe González le sentaban mal las gambas y siempre pedía un sándwich de bonito con tomate para ver el fútbol. Carmen Romero estuvo tres años comiendo a diario lentejas por algún tema médico. Y a alopécico-Sotelo se le hacía feliz sirviéndole un steak tartar.
Julio atesora estas anécdotas y mil más. En los días de tedio en Doñana, la familia Zapatero organizaba campeonatos de futbolín en los que participaba el servicio: «Me tocó jugar contra Sonsoles y me dio una buena paliza», cuenta. Algún día salió a pescar con Felipe González y el cocinero acabó calado tras caer en el río.
Una de las cuestiones más curiosas que nos desvela es el asunto de las biólogas. Sepan que se guardan muestras de todo lo que se sirve en las cenas oficiales y que dos biólogas las analizan a posteriori. «Siempre me he preguntado qué sentido tiene hacerlo después», dice Julio.
De Mitterrand recuerda cómo fotografiaba la mariscada que le preparó la Navidad que pasó en una finca de Sierra Morena. Con el presidente galo se entendía por gestos. Él le preguntaba si sabría cocinarle unas trufas que había traído, y el cocinero gesticulaba que las conocía bien, que en su tierra las había a patadas. En una ocasión, estos hongos llegaron a Moncloa desde Libia enviados por Gadafi a los Aznar.
Este año ha tenido Julio tiempo de sobra para buscar trufas -criadillas se llaman en Sotillo- y para centrarse en los pepinos, pimientos, tomates, garbanzos o cacahuetes de su huerto. No parece suficiente entretenimiento para quien, hasta hace nada, daba de comer a los poderosos del planeta. «Echo de menos mi trabajo», se despide.
'En la Moncloa no se puede servir pescado con espina'
ANTONIO HEREDIA
ANA MARÍA ORTIZ
El impresionante cuchillo que Julio González de Buitrago, 69 años, sostiene en la fotografía es el que ha usado para cortar los filetes a los presidentes del Gobierno. Lo ha sacado de un maletín de dos pisos donde guarda una treintena de herramientas similares: un cuchillo jamonero, dos cebolleros, un deshuesador, dos puntillas... y también una especie de alicate pequeño, aparentemente insignificante, al que él le da enorme importancia. «Esto es para desespinar», dice exhibiendo el instrumento. «En La Moncloa no se puede servir ningún pescado con espina, ni a la familia presidencial ni en las cenas oficiales, por supuesto. Y tampoco se puede presentar carne con hueso».
Cuestión de alta política gastronómica esta prohibición de espinas y huesos. Imagínese que uno de los hijos de Felipe González o de Mariano Rajoy, o un mandatario extranjero -Jimmy Carter, Mitterrand, Mohamed VI, Helmut Kohl, Bush, Gadafi, pilinguin, Blair, Angela Merkel o la reina de Inglaterra- se hubieran atragantado fatalmente con uno de los platos de Julio. Le hubiera dado un síncope al cocinero. Peor incluso que cuando aquel brote de salmonelosis que salió de su cocina -probablemente en una ensaladilla rusa, nunca se supo- y que provocó una gastroenteritis aguda en diciembre de 1986 a Felipe González, a Carmen Romero, a sus hijos, y a todo el personal del servicio de La Moncloa, incluido el propio Julio. El administrador de palacio tuvo que ser hospitalizado y pasó un tiempo en silla de ruedas.
Este episodio de la salmonelosis da una idea de la trascendencia del puesto que ha ocupado Julio y, si han leído con atención la lista de mandatarios a los que ha llenado el estómago -están mencionados sólo algunos-, habrán reparado en que abarca la alta política internacional de los últimos 30 años.
Pero presentemos ya sin más preámbulo al protagonista de este guiso. Julio González de Buitrago entró en la cocina de La Moncloa en 1979 con Suárez y dejó su jefatura, por jubilación, el 31 de diciembre de 2011, recién llegado Rajoy, quien el primer día pidió una fritura de pescado al estilo gallego. Ha atendido, por tanto, diariamente y durante 33 años, la mesa de todos los presidentes desde la tras*ición, y de sus ilustres invitados. Es el cocinero de los fogones del poder.
Con la de gente importante que ha tratado Julio -ha estrechado incluso la mano de Isabel II, que lo condecoró tras probar sus pastas de té-, sorprende la timidez que exhibe en otros terrenos. A la editorial Espasa le ha costado un par de años convencerlo para que escriba La cocina de La Moncloa, el libro que ahora publica. Y conseguir esta entrevista -la primera que concede- ha requerido casi el mismo esfuerzo que le supuso a él organizar aquella cena kosher para el presidente israelí Jaim Herzog. Hasta tuvieron que estrenar vajilla porque en las piezas habituales se habían servido antes productos impuros.
«Tratar con los presidentes para mí era normal, formaba parte de mi rutina, pero esto de hablar con medios...», dice sentado precisamente en una cocina, la de su casa en Sotillo de las Palomas, no más de 200 habitantes en la provincia de Toledo. Una de las jornadas más memorables que ha vivido la localidad fue el día de 2004 en que recibió la visita del ex presidente Leopoldo alopécico-Sotelo y de su esposa, invitados a la boda de la hija mayor de Julio. El cocinero, por su parte, ha estado en alguno de los enlaces de los hijos de alopécico-Sotelo y en la sonada boda de Ana Aznar en El guanol.
-Dígame, Julio, ¿cómo comen las familias presidenciales?
-Todas han comido bastante bien, como cualquier familia española. Se preocupaban por mantener una alimentación sana y variada. En gastronomía no eran tan dispares. A todos les gustaba el cocido, por ejemplo.
-¿Quiénes han sido los presidentes más comilones?
-Ninguno ha sido un gran comilón. El que menos, Suárez. Le tocó una época muy dura de atentados y los disgustos le duraban una semana. No es cierto eso que se dice de que siempre tomara tortilla francesa. Cenaba crema de legumbres y la tortilla o un lenguadito. Y siempre que se hacía cocido al mediodía por la noche pedía los garbanzos fritos.
-¿Los más sanos?
-Zapatero y Sonsoles. Desde el minuto uno ella me advirtió de que no quería en su dieta ni natas, ni dulces, ni fritos. Para el almuerzo, verduras, y en la cena, ensaladas. Yo creo que era casi obsesivo. Las niñas siempre estaban a dieta y les era un suplicio. Les gustaba comer, pero tenían el problema de que engordaban con facilidad. Siempre han sido de régimen severo.
-¿Nunca se lo saltaban?
-Cuando no estaba Sonsoles, a Zapatero le gustaba salirse del menú. Yo era el primero que intentaba que se lo saltara porque el personal comíamos lo mismo que ellos. Recuerdo unas vacaciones en Doñana, en que doña Sonsoles se fue un par de días por un asunto familiar. El presidente me pidió que le preparara un potaje de garbanzos con gambas y el segundo día, un regazo de toro. Se chupó los dedos.
-¿Los más golosos?
-Los Aznar. Pedían una tarta diaria y él tomaba todos los días, en la merienda y en la cena, helado de café Häagen-Dazs. Algún disgusto nos ha dado el helado...
-¿Los más austeros?
-Zapatero y su esposa. Con ellos los aprovisionamientos se trasladaron a Mercamadrid. La materia prima era de muy buena calidad y los precios excelentes.
Julio llevaba también la administración de la cocina, pero no quiere revelar a cuánto ascendía la factura de cada familia presidencial. Nunca tuvo que firmar ninguna cláusula de confidencialidad que le impida dar el dato, aunque cree que las cosas en palacio han cambiado desde su jubilación y que ahora sí se exige a los trabajadores hermetismo.
-¿Qué presidente pasaba más tiempo en su cocina?
-Felipe González es el único que ha cocinado. Solían traerle un pez típico de su tierra, el dentón, y bajaba a la cocina con él y lo preparaba a la sal. Mientras guisaba se tomaba un vino con nosotros y unas tapitas de jamón que él mismo cortaba.
-¿Con quién ha sido más difícil trabajar?
-Con Aznar y Botella. No es que fueran difíciles, eran especiales. Es la época donde peor lo hemos pasado, no sólo el personal de cocina.
Con Ana Botella, en una de las copas de Navidad que se daba al servicio.
Se refiere el chef a situaciones como el problema en el que acabó convirtiéndose la dependencia de Aznar al helado de café. Sirva de ejemplo este lance recogido en La cocina de La Moncloa: «Estando un fin de semana en Jaén en una de las fincas de Patrimonio Nacional que frecuentaban los presidentes [Julio los acompañaba en sus vacaciones], nos quedamos sin helado. Al conductor se le encargó la misión de encontrar el dichoso postre costara lo que costara, pero por desgracia, después de recorrer Jaén y sus alrededores, no dio con un solo establecimiento que lo tuviera. Estresado y abatido, regresó con las manos vacías y cuando se le comunicó al presidente, dijo: «¡jorobar, vaya desastre!». Les aseguro que el tema del helado se convirtió en asunto de Estado... En alguna ocasión, el helado llegó a enviarse desde Madrid por avión».
La cocina de Zarzuela
Nunca acabó de comprender el cocinero que Ana Botella le pidiera que cancelara la comunicación que Julio mantenía con el jefe de cocina de Zarzuela cuando visitaba España un jefe de Estado extranjero. Ambos siempre se ponían de acuerdo para que los platos de la cena de gala que los Reyes ofrecían en el Palacio de Oriente no se repitieran al día siguiente en la comida en Moncloa.
Se ha dicho que Aznar es el presidente que menor sintonía ha tenido con don Juan Carlos y, quizás, la decisión haya que enmarcarla en ese contexto. «Esta medida tuvo sus consecuencias», dice Julio. Como en aquella ocasión en que tenía dispuestas 60 perdices de Mudela. «Los Aznar marcharon a la cena de gala en el Palacio de Oriente la noche anterior, y ¿qué incluía el menú? ¡¡Perdices!! A las 10 de la mañana la señora Botella llamaba por el interfono para dar orden expresa de que se cambiara el menú... Y yo, corre que te corre, como siempre».
Refrenda el cocinero la estrecha relación entre Suárez y el Rey. Éste visitaba Moncloa a título personal y se quedaba a comer de improviso. El Rey puso a Julio en algún aprieto y no por lo refinado de sus peticiones. «Un día, mientras se relajaban sentados en los peldaños de la escalinata del palacio, el presidente me mandó llamar. Me puse tan nervioso que no lograba ni cambiarme de mandil. Y allí me presenté, intentando averiguar qué iban a pedirme. Jamás lo habría adivinado. Su majestad quería un par de bemoles fritos con patatas y vino peleón . Regresé a la cocina espantado. ¿Saben cuál era mi preocupación? No tenía ni idea de si en nuestras bodegas encontraría vino peleón».
Al Rey le gustaban los bemoles fritos y a Zapatero los espaguetis a la frutanesca. No bebía vino -sí cerveza-, pero siempre abría una botella en las comidas para aprender a distinguirlos. Aznar se pirraba por el picante y nunca se comía las patatas fritas. A Felipe González le sentaban mal las gambas y siempre pedía un sándwich de bonito con tomate para ver el fútbol. Carmen Romero estuvo tres años comiendo a diario lentejas por algún tema médico. Y a alopécico-Sotelo se le hacía feliz sirviéndole un steak tartar.
Julio atesora estas anécdotas y mil más. En los días de tedio en Doñana, la familia Zapatero organizaba campeonatos de futbolín en los que participaba el servicio: «Me tocó jugar contra Sonsoles y me dio una buena paliza», cuenta. Algún día salió a pescar con Felipe González y el cocinero acabó calado tras caer en el río.
Una de las cuestiones más curiosas que nos desvela es el asunto de las biólogas. Sepan que se guardan muestras de todo lo que se sirve en las cenas oficiales y que dos biólogas las analizan a posteriori. «Siempre me he preguntado qué sentido tiene hacerlo después», dice Julio.
De Mitterrand recuerda cómo fotografiaba la mariscada que le preparó la Navidad que pasó en una finca de Sierra Morena. Con el presidente galo se entendía por gestos. Él le preguntaba si sabría cocinarle unas trufas que había traído, y el cocinero gesticulaba que las conocía bien, que en su tierra las había a patadas. En una ocasión, estos hongos llegaron a Moncloa desde Libia enviados por Gadafi a los Aznar.
Este año ha tenido Julio tiempo de sobra para buscar trufas -criadillas se llaman en Sotillo- y para centrarse en los pepinos, pimientos, tomates, garbanzos o cacahuetes de su huerto. No parece suficiente entretenimiento para quien, hasta hace nada, daba de comer a los poderosos del planeta. «Echo de menos mi trabajo», se despide.
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