The Hellion
Madmaxista
- Desde
- 3 Ago 2011
- Mensajes
- 9.153
- Reputación
- 27.093
Una noche de domingo del año 1938 se emitió por radio la adaptación hecha por Orson Welles de la novela La Guerra de los Mundos, que H.G. Wells había escrito cuarenta años antes. El argumento en el que se basaba el programa era viejo, poco creíble y de escasa entidad en comparación con las obras que se habían venido adaptando en ese programa de radio.
No obstante, el joven Welles, demostrando un perfecto conocimiento del público que escuchaba su programa, convirtió la increíble trama de la vieja novela en una narración de hechos que supuestamente estaban sucediendo mientras se emitía el programa. La maestría en la factura técnica del programa y la credulidad de parte del público hicieron el resto, y el pánico se apoderó de algunos oyentes, que creyeron que la tierra estaba siendo invadida por extraterrestres. Cuando el terror empezaba a ser insoportable, llegó el momento catártico, y los extraterrestres cayeron fulminados, víctimas de un patógeno que salvó a la humanidad. En ese momento Welles dio por terminada la adaptación, indicó, por segunda vez, puesto que también lo había hecho al inicio de la emisión, que se trataba de una radionovela de Halloween y despidió el programa, entre la indignación de los crédulos que habían considerado que la radionovela era un programa de radio real.
Esta historia difícil de creer, a nada que se aborde con un mínimo de espíritu crítico, ha ido pasando como cierta, de generación en generación, y ha dado lugar a la creencia de que los medios de comunicación pueden hacernos creer lo que quieran, sin que el gran público desavisado pueda hacer gran cosa para defenderse. Poco importa que en realidad fueran contados los que creyeron que la tierra realmente estaba siendo invadida por alienígenas; lo importante es que en la cultura popular caló la idea de que los medios de comunicación podían hacer creer a las masas lo que quisieran, sin que las masas pudiesen defenderse frente a esa manipulación lo que, por derivada, eximía a las masas de toda responsabilidad al ser manipuladas.
Una noche de domingo del año 2021 se emitió por televisión una adaptación de supuestos sucesos, antiguos, todos ellos conocidos y previamente publicados, que se quisieron hacer pasar por hechos probados que nunca antes habían sido narrados. En esta ocasión nadie indicó, ni al principio, ni al final, ni en ningún momento durante la asfixiante campaña publicitaria que acompañó al programa, que este fuese una narración guionizada, o una versión subjetiva de parte. Al contrario, lo que se afirmó, una y otra vez, es que era una serie documental.
El efectista autor de la serie, un colectivo llamado La Fábrica de la Tele, compuesto a lo que se ve por profesionales hábiles con la comunicación audiovisual, pero torpes hasta el analfabetismo funcional con la narración escrita, pergeñó unos desopilantes textos supuestamente profundos y sentidos, en los que la pretenciosidad y el engolamiento solo encontraban parangón con la más rabiosa idiocia.
Poner en labios de la gimiente narradora la expresión alas mancilladas por la ignominia habría resultado ampuloso y vanidoso, pero disculpable tratándose de un docudrama relacionado con una artista a la que se conoció como la más grande. Por otra parte, poner en sus labios, como en realidad sucedió, la expresión alas empapadas de inmundicia solo pone de manifiesto el quiero-y-no-puedo de un guionista vencido por su incapacidad.
No obstante, estos guionistas analfabetos funcionales demostraron, como el joven Welles, que conocían bien al público al que se dirigían, a quien no le importó que todo lo dicho se supiera, al haber sido narrado anteriormente, por persona interpuesta, por la bienpagá protagonista/narradora gimiente del docudrama, por el antagonista y por la pléyade de coreutas que, fieles a la voz de sus respectivos amos, habían ido desgranando la historia en los diferentes estercoleros abiertos a tal fin en las televisiones españolas y en otros medios de comunicación escritos, ni que la forma de decirlo fuera francamente mejorable.
El pastueño público, siguiendo las directrices del infame corifeo que, cual celestina ante virgo descuajado, había remendado las marchitas y manoseadas historias para hacerlas pasar por verdades inmarcesibles, entró al engaño, aceptando como incontestable verdad el regüeldo que bienpagada y bienpagador querían hacer pasar por cierto, con una factura visual tan inmaculada como artificiosa y con una banda sonora enfermizamente repetitiva, interpretada con escaso acierto por un intérprete que, seguramente confundido por los jipidos de la protagonista narradora, acabó compitiendo con ella por ver quién daba la voz más fuera de tono. ¿Qué iba a hacer el público, más que aceptar acríticamente la narración que con tantos afeites habían tenido a bien servirle los fabricantes de la tele? Si lo decía la tele, y lo decía de forma tan engoladamente enfática, tenía que ser verdad, ¿no?
Pues no. Un adulto normal se da cuenta de la mentira cuando es tan burda como la que pretendieron colarnos Telecinco, los fabricantes de la tele y sus paniaguados peones. La conjunción de intereses de una insolvente intelectual y financiera, a la que su falta de luces ha llevado a fundirse una millonaria herencia sin haber satisfecho previamente los preceptivos impuestos, y de una acaudalada empresa especializada en difundir historias sórdidas y degradantes que habitualmente tienen más de confabulación que de realidad, solo puede dar como resultado una ficción degradante, en el mejor de los casos, o una falsedad reprobable, en el caso de que pretenda hacerse pasar por realidad documental lo que no es sino espectáculo guionizado para satisfacer las más bajas pasiones del público o las pulsiones de personas desequilibradas o enfermas mentales.
Y el público adulto es, o ha de ser, consciente de la falsedad de lo que se le está exponiendo; que no rechace tan execrable confección solo puede responder a una degeneración jovenlandesal que le hace disfrutar de la falsedad, sea cual sea el coste en la vida real, o al miedo a enfrentarse a esa supuesta opinión mayoritaria generada por los supuestamente todopoderosos medios de comunicación, miedo inducido, tal vez, por una falsa compasión que, confundiendo la caridad con la mendacidad, impide exponer la mentira como lo que es, aunque ello suponga exponer a desequilibrados y enfermos mentales como lo que son, personas dignas de conmiseración, pero absolutamente desconectadas de la realidad.
De la degradación jovenlandesal sufrida por la sociedad actual da fe, en conclusión, el hecho de que la primera vez que esta falsa historia tuvo lugar, como Guerra de los Mundos, el público, una vez descubierto el embeleco, protestó airadamente por la falta de ética que suponía que los medios de comunicación hiciesen pasar por ciertos hechos que no lo eran; en esta segunda ocasión, ocurrida ya como Berrea de los Inmundos, el público, ministros incluidos, se ha apresurado a alterar la verdad, para que se ajuste a la narración que tiene que ser cierta, puesto que la inconsolable llantina de la bienpagá narradora protagonista no tiene réplica admisible. La verdad ha de sacrificarse frente a la subjetividad sufriente, ante el rostro perlado de lágrimas, aunque sean de rencor, de la mugiente histrionisa.
No obstante, el joven Welles, demostrando un perfecto conocimiento del público que escuchaba su programa, convirtió la increíble trama de la vieja novela en una narración de hechos que supuestamente estaban sucediendo mientras se emitía el programa. La maestría en la factura técnica del programa y la credulidad de parte del público hicieron el resto, y el pánico se apoderó de algunos oyentes, que creyeron que la tierra estaba siendo invadida por extraterrestres. Cuando el terror empezaba a ser insoportable, llegó el momento catártico, y los extraterrestres cayeron fulminados, víctimas de un patógeno que salvó a la humanidad. En ese momento Welles dio por terminada la adaptación, indicó, por segunda vez, puesto que también lo había hecho al inicio de la emisión, que se trataba de una radionovela de Halloween y despidió el programa, entre la indignación de los crédulos que habían considerado que la radionovela era un programa de radio real.
Esta historia difícil de creer, a nada que se aborde con un mínimo de espíritu crítico, ha ido pasando como cierta, de generación en generación, y ha dado lugar a la creencia de que los medios de comunicación pueden hacernos creer lo que quieran, sin que el gran público desavisado pueda hacer gran cosa para defenderse. Poco importa que en realidad fueran contados los que creyeron que la tierra realmente estaba siendo invadida por alienígenas; lo importante es que en la cultura popular caló la idea de que los medios de comunicación podían hacer creer a las masas lo que quisieran, sin que las masas pudiesen defenderse frente a esa manipulación lo que, por derivada, eximía a las masas de toda responsabilidad al ser manipuladas.
Una noche de domingo del año 2021 se emitió por televisión una adaptación de supuestos sucesos, antiguos, todos ellos conocidos y previamente publicados, que se quisieron hacer pasar por hechos probados que nunca antes habían sido narrados. En esta ocasión nadie indicó, ni al principio, ni al final, ni en ningún momento durante la asfixiante campaña publicitaria que acompañó al programa, que este fuese una narración guionizada, o una versión subjetiva de parte. Al contrario, lo que se afirmó, una y otra vez, es que era una serie documental.
El efectista autor de la serie, un colectivo llamado La Fábrica de la Tele, compuesto a lo que se ve por profesionales hábiles con la comunicación audiovisual, pero torpes hasta el analfabetismo funcional con la narración escrita, pergeñó unos desopilantes textos supuestamente profundos y sentidos, en los que la pretenciosidad y el engolamiento solo encontraban parangón con la más rabiosa idiocia.
Poner en labios de la gimiente narradora la expresión alas mancilladas por la ignominia habría resultado ampuloso y vanidoso, pero disculpable tratándose de un docudrama relacionado con una artista a la que se conoció como la más grande. Por otra parte, poner en sus labios, como en realidad sucedió, la expresión alas empapadas de inmundicia solo pone de manifiesto el quiero-y-no-puedo de un guionista vencido por su incapacidad.
No obstante, estos guionistas analfabetos funcionales demostraron, como el joven Welles, que conocían bien al público al que se dirigían, a quien no le importó que todo lo dicho se supiera, al haber sido narrado anteriormente, por persona interpuesta, por la bienpagá protagonista/narradora gimiente del docudrama, por el antagonista y por la pléyade de coreutas que, fieles a la voz de sus respectivos amos, habían ido desgranando la historia en los diferentes estercoleros abiertos a tal fin en las televisiones españolas y en otros medios de comunicación escritos, ni que la forma de decirlo fuera francamente mejorable.
El pastueño público, siguiendo las directrices del infame corifeo que, cual celestina ante virgo descuajado, había remendado las marchitas y manoseadas historias para hacerlas pasar por verdades inmarcesibles, entró al engaño, aceptando como incontestable verdad el regüeldo que bienpagada y bienpagador querían hacer pasar por cierto, con una factura visual tan inmaculada como artificiosa y con una banda sonora enfermizamente repetitiva, interpretada con escaso acierto por un intérprete que, seguramente confundido por los jipidos de la protagonista narradora, acabó compitiendo con ella por ver quién daba la voz más fuera de tono. ¿Qué iba a hacer el público, más que aceptar acríticamente la narración que con tantos afeites habían tenido a bien servirle los fabricantes de la tele? Si lo decía la tele, y lo decía de forma tan engoladamente enfática, tenía que ser verdad, ¿no?
Pues no. Un adulto normal se da cuenta de la mentira cuando es tan burda como la que pretendieron colarnos Telecinco, los fabricantes de la tele y sus paniaguados peones. La conjunción de intereses de una insolvente intelectual y financiera, a la que su falta de luces ha llevado a fundirse una millonaria herencia sin haber satisfecho previamente los preceptivos impuestos, y de una acaudalada empresa especializada en difundir historias sórdidas y degradantes que habitualmente tienen más de confabulación que de realidad, solo puede dar como resultado una ficción degradante, en el mejor de los casos, o una falsedad reprobable, en el caso de que pretenda hacerse pasar por realidad documental lo que no es sino espectáculo guionizado para satisfacer las más bajas pasiones del público o las pulsiones de personas desequilibradas o enfermas mentales.
Y el público adulto es, o ha de ser, consciente de la falsedad de lo que se le está exponiendo; que no rechace tan execrable confección solo puede responder a una degeneración jovenlandesal que le hace disfrutar de la falsedad, sea cual sea el coste en la vida real, o al miedo a enfrentarse a esa supuesta opinión mayoritaria generada por los supuestamente todopoderosos medios de comunicación, miedo inducido, tal vez, por una falsa compasión que, confundiendo la caridad con la mendacidad, impide exponer la mentira como lo que es, aunque ello suponga exponer a desequilibrados y enfermos mentales como lo que son, personas dignas de conmiseración, pero absolutamente desconectadas de la realidad.
De la degradación jovenlandesal sufrida por la sociedad actual da fe, en conclusión, el hecho de que la primera vez que esta falsa historia tuvo lugar, como Guerra de los Mundos, el público, una vez descubierto el embeleco, protestó airadamente por la falta de ética que suponía que los medios de comunicación hiciesen pasar por ciertos hechos que no lo eran; en esta segunda ocasión, ocurrida ya como Berrea de los Inmundos, el público, ministros incluidos, se ha apresurado a alterar la verdad, para que se ajuste a la narración que tiene que ser cierta, puesto que la inconsolable llantina de la bienpagá narradora protagonista no tiene réplica admisible. La verdad ha de sacrificarse frente a la subjetividad sufriente, ante el rostro perlado de lágrimas, aunque sean de rencor, de la mugiente histrionisa.