MAESE PELMA
me gusta depilarme los huevones y tocármelos
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Leo en ABC un sabroso reportaje de Bruno Pardo Porto sobre la agonía de la escritura a mano, que es la agonía de la civilización y de la intransferible verdad humana, aunque no nos atrevamos a reconocerlo. Escribir a mano es, desde luego, recomendable para
tener una caligrafía más cuidada o artística (la caligrafía de quien nunca escribe a mano es infaliblemente calamitosa, entre cuneiforme y simiesca). Escribir a mano ayuda también a asimilar mejor la ortografía; aunque, ciertamente, las máquinas llevan ahora incorporado un diccionario en sus tripas de silicio o coltán que aminora la munición de faltas de ortografía de los zoquetes (pero no tanto como los zoquetes se piensan, pues la inteligencia de las máquinas siempre es inerte, y no penetra en los entresijos más secretos de la lengua, de los que sólo tiene la llave el escritor auténtico). Y, además, llegará el día (ya está a la vuelta de la esquina) en que las máquinas nos evitarán también que los zoquetes escriban, escribiendo en su lugar, suplantándolos y silenciándolos para siempre (y en la mayoría de los casos no se notará la diferencia, porque esos hombres ágrafos tendrán el pensamiento lorito y mazorral que sus rabadanes sistémicos les inspiren, que es el mismo de las máquinas). Así, igual que la gente se ha olvidado ya de calcular, porque tiene una máquina que se lo hace, se olvidará mañana de esa tarea tan deprimente de la escritura, que terminará pareciendo una afición de dinosaurios pedantes como yo.
Tengo la mano hecha un cristo, pero esas deformaciones de los dedos son la herida de guerra que más me honra
Pero escribir a mano significa algo más, mucho más. Azorín se vanagloriaba hace ya casi un siglo de escribir con máquina y exhortaba a todo quisque para que siguiera su ejemplo, seguro de que, en apenas veinte años, todos teclearían. Y auguraba también que, cuando nadie escribiese a mano, la literatura continuaría «en el mismo nivel», dando «obras magníficas». Así ha sido, al parecer; y hoy se publican miles de obras tan magníficas como las de Azorín; es decir, atildaditas y pelmazas, tópicas y cautas, bienquedas y sumisas a lo que exige el espíritu de la época. Cuesta mucho imaginar, por ejemplo, a Valle escribiendo con máquina (y no sólo por manco, sino por cómo marida las palabras y las hace procrear); en cambio, a Azorín uno se lo imagina sin esfuerzo viniendo al mundo con una máquina de escribir bajo el brazo, y escribiendo desde antes del destete al ritmo tartamudo que le marca el teclado.
Yo todavía sigo escribiendo a mano siempre que puedo (y desde luego todos mis libros, que me tras*cribe mi bendito padre), fiel a mi vocación de último mohicano de una manera extinta de entender la literatura, vaciándome de vida y dejándola toda, pletórica de sangre, sobre el papel. El bolígrafo se confunde con mis dedos, navega mis venas (por eso tengo la sangre azul), se inmiscuye en mis vísceras más íntimas; y así la escritura se me vuelve corazón en vilo, hígado intrépido, pulmón que respira belleza, testículo que fecunda el mundo a caricias o a bofetones. Y, convertida en un órgano íntimo, la escritura se hace sangre hirviente, zambulle su sintaxis en los latidos del tiempo (para ser escritor auténtico hay que tener la música del idioma, y eso no se aprende en ninguna academia ni taller de escritura), remonta los ríos de la historia humana, que es una larga sucesión de amanuenses, una tradición de escribas copiando el ruido del mundo y el verbo de Dios. A mí, mientras escribo a mano, se me viene encima el ejército laborioso e inspirado de los copistas medievales, de los galeotes de la pluma barroca, de los grafómanos decimonónicos con callos en los dedos… como yo mismo, que tengo la mano hecha un cristo, con la yema del pulgar reventada y el dedo corazón con la falange distal torcida y un callo del tamaño de un garbanzo. Pero para mí esas deformaciones y excrecencias de los dedos son la herida de guerra que más me honra.
Escribiendo en una pantallita, las palabras se enfrían, se vuelven estreñidas y frígidas, calculadas y hebenes, se ponen a dieta cetogénica y acaban tocándose a solas, por miedo al gatillazo; y así se escriben novelas que parecen series de Netflix y poemas que semejan baba de caracol. Escribiendo a mano, las palabras palpitan, exultan y se ponen cachondas, se encabronan y se amansan, jadean y toman aliento, comen a dos carrillos y aman a chorro libre. Escribiendo a mano, las palabras se vuelven alma y angina de pecho, plegaria y combate con Dios, trallazo de luz y trueno de sombra; y se juntan en ideas como balas corajudas que ponen de los nervios a los eunucos. Escribiendo a mano, uno se toma el pulso y se radiografía el alma, como prueba inequívoca de vida en un mundo infestado de cadáveres y espectros que se la cogen con papel de fumar (aunque ni cogen ni fuman, porque son tipos muy sanos).
Escribiendo a mano se escribe como se demuestra en este artículo, jorobar.
tener una caligrafía más cuidada o artística (la caligrafía de quien nunca escribe a mano es infaliblemente calamitosa, entre cuneiforme y simiesca). Escribir a mano ayuda también a asimilar mejor la ortografía; aunque, ciertamente, las máquinas llevan ahora incorporado un diccionario en sus tripas de silicio o coltán que aminora la munición de faltas de ortografía de los zoquetes (pero no tanto como los zoquetes se piensan, pues la inteligencia de las máquinas siempre es inerte, y no penetra en los entresijos más secretos de la lengua, de los que sólo tiene la llave el escritor auténtico). Y, además, llegará el día (ya está a la vuelta de la esquina) en que las máquinas nos evitarán también que los zoquetes escriban, escribiendo en su lugar, suplantándolos y silenciándolos para siempre (y en la mayoría de los casos no se notará la diferencia, porque esos hombres ágrafos tendrán el pensamiento lorito y mazorral que sus rabadanes sistémicos les inspiren, que es el mismo de las máquinas). Así, igual que la gente se ha olvidado ya de calcular, porque tiene una máquina que se lo hace, se olvidará mañana de esa tarea tan deprimente de la escritura, que terminará pareciendo una afición de dinosaurios pedantes como yo.
Tengo la mano hecha un cristo, pero esas deformaciones de los dedos son la herida de guerra que más me honra
Pero escribir a mano significa algo más, mucho más. Azorín se vanagloriaba hace ya casi un siglo de escribir con máquina y exhortaba a todo quisque para que siguiera su ejemplo, seguro de que, en apenas veinte años, todos teclearían. Y auguraba también que, cuando nadie escribiese a mano, la literatura continuaría «en el mismo nivel», dando «obras magníficas». Así ha sido, al parecer; y hoy se publican miles de obras tan magníficas como las de Azorín; es decir, atildaditas y pelmazas, tópicas y cautas, bienquedas y sumisas a lo que exige el espíritu de la época. Cuesta mucho imaginar, por ejemplo, a Valle escribiendo con máquina (y no sólo por manco, sino por cómo marida las palabras y las hace procrear); en cambio, a Azorín uno se lo imagina sin esfuerzo viniendo al mundo con una máquina de escribir bajo el brazo, y escribiendo desde antes del destete al ritmo tartamudo que le marca el teclado.
Yo todavía sigo escribiendo a mano siempre que puedo (y desde luego todos mis libros, que me tras*cribe mi bendito padre), fiel a mi vocación de último mohicano de una manera extinta de entender la literatura, vaciándome de vida y dejándola toda, pletórica de sangre, sobre el papel. El bolígrafo se confunde con mis dedos, navega mis venas (por eso tengo la sangre azul), se inmiscuye en mis vísceras más íntimas; y así la escritura se me vuelve corazón en vilo, hígado intrépido, pulmón que respira belleza, testículo que fecunda el mundo a caricias o a bofetones. Y, convertida en un órgano íntimo, la escritura se hace sangre hirviente, zambulle su sintaxis en los latidos del tiempo (para ser escritor auténtico hay que tener la música del idioma, y eso no se aprende en ninguna academia ni taller de escritura), remonta los ríos de la historia humana, que es una larga sucesión de amanuenses, una tradición de escribas copiando el ruido del mundo y el verbo de Dios. A mí, mientras escribo a mano, se me viene encima el ejército laborioso e inspirado de los copistas medievales, de los galeotes de la pluma barroca, de los grafómanos decimonónicos con callos en los dedos… como yo mismo, que tengo la mano hecha un cristo, con la yema del pulgar reventada y el dedo corazón con la falange distal torcida y un callo del tamaño de un garbanzo. Pero para mí esas deformaciones y excrecencias de los dedos son la herida de guerra que más me honra.
Escribiendo en una pantallita, las palabras se enfrían, se vuelven estreñidas y frígidas, calculadas y hebenes, se ponen a dieta cetogénica y acaban tocándose a solas, por miedo al gatillazo; y así se escriben novelas que parecen series de Netflix y poemas que semejan baba de caracol. Escribiendo a mano, las palabras palpitan, exultan y se ponen cachondas, se encabronan y se amansan, jadean y toman aliento, comen a dos carrillos y aman a chorro libre. Escribiendo a mano, las palabras se vuelven alma y angina de pecho, plegaria y combate con Dios, trallazo de luz y trueno de sombra; y se juntan en ideas como balas corajudas que ponen de los nervios a los eunucos. Escribiendo a mano, uno se toma el pulso y se radiografía el alma, como prueba inequívoca de vida en un mundo infestado de cadáveres y espectros que se la cogen con papel de fumar (aunque ni cogen ni fuman, porque son tipos muy sanos).
Escribiendo a mano se escribe como se demuestra en este artículo, jorobar.