MAESE PELMA
me gusta depilarme los huevones y tocármelos
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Animalitos
El animalismo, disfrazado de refinamiento civilizatorio, esconde una involución civilizatoria y una degradación del hombre al nivel de las bestias.
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ANIMALITOS
Ya nos están cocinando una cosa poco buena legal que consagra los ‘derechos de los animales’. Resulta, en verdad, muy expresivo del ‘eclipse de la conciencia’ de nuestra época que, a medida que se desprotege a los seres humanos más desvalidos, se convierta a los animales en sujetos de protección jurídica.
¿Puede erigirse en titular de derechos un animal que en ningún estadio de su vida podrá ser sujeto de obligaciones? Todo derecho exige una obligación correlativa. Por supuesto, esto no quiere decir que los animales deban quedar fuera del ámbito de la protección jurídica. El ser humano es titular del derecho a un ‘dominio justo’ sobre los animales que conlleva la obligación de cuidarlos y velar por ellos. Pero cuando se habla de ‘derechos de los animales’ se desplaza el sentido de esta relación jurídica. Como nos enseña Chesterton, tras el ideal de tratar a los animales como si fuesen seres humanos, se esconde el secreto anhelo de tratar a los seres humanos como si fuesen animales. El pretexto de elevar lo inferior siempre disfraza la pulsión de deprimir lo superior. A la postre, en todos los intentos de hacer a los animales titulares de derechos descubrimos el propósito de suprimir la realidad espiritual específica del hombre.
Los estudiosos de las perversiones sensuales definen el fetichismo como una especie de circunloquio erótico al que acuden quienes son incapaces de amar a una persona. La consagración de los ‘derechos de los animales’ es el fetichismo jovenlandesal de una época enferma que relega a un arrabal subalterno la defensa de la vida humana. Los paladines de los ‘derechos de los animales’ son los mismos que exaltan el aborto, la experimentación con células embrionarias, la eutanasia, los delirios tras*generistas. La misma época que encumbra en un altar a las mascotas asume que la vida humana ha dejado de ser inviolable, asume que no todos los seres humanos son dignos de protección, ni en todas las etapas de su vida. Ambas aberraciones tienen un mismo origen: a fin de cuentas, equiparar a un hombre con una mascota es otra manera sibilina de ‘abolirlo’, de negar su singularidad, de considerarlo tan sólo el resultado aleatorio de una evolución natural, de borrar los rasgos distintivos que lo erigen en una criatura única, misteriosamente singular, entre todas las criaturas de la Creación.
Alberto Savinio señala en su Nueva Enciclopedia que el avance civilizatorio que se produce entre Egipto y Grecia se percibe, sobre todo, en la naturaleza de sus dioses: Egipto se rinde a las fuerzas oscuras de la naturaleza, imaginando un panteón que es en realidad un zoológico amedrentador, poblado por perros y gatos; Grecia, por el contrario, se rebela contra esas fuerzas oscuras, imaginando un Olimpo de dioses antropomorfos. El animalismo, bajo su disfraz de refinamiento civilizatorio, esconde una involución civilizatoria. Es la vuelta al panteón egipcio, poblado de dioses oscuros a los que no se puede rezar, sino tan sólo apaciguar con sacrificios humanos.