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Janli, tigre de papel
Gonzalo Altozano
Nº 71-72
Lo decía Felipe Navarro, Yale, aquel reportero a la pata coja del vespertino Pueblo, y lo sabe cualquiera que haya publicado alguna vez un libro, no importa si un best seller o uno de esos ejemplares que se amontonan en stock, polvorientos, en los almacenes de alguna editorial: la solapa y la contraportada son el espacio que el editor reserva al autor para que este diga de sí mismo lo que no dirían de él ni los mejores amigos. Por eso, si se quiere conocer a fondo la psique de un autor, sus ambiciones y sus frustraciones, no es necesario sumergirse en sus obras completas y buscar entre líneas las claves de interpretación perdidas: basta con lo dicho, con echar un vistazo rápido a la solapa y a la contraportada. Visto desde esta perspectiva, lo que el autor pretendía un autorretrato para las paredes del museo de la posteridad queda reducido a un selfie reventado de píxeles, lo que puede provocar en el lector barra visitante un repentino ataque de risa, más irrefrenable cuanto mayor sea la vanidad del autorretratado.
Cualquier cosa menos una novela de aventuras
Y ya que hablamos de vanidad, subrayemos la obviedad de que, de todos los géneros literarios, el que más acopio exige de la misma es el de las memorias; vanidad que habrá de multiplicarse por el número de tomos que ocupen los recuerdos del autor, tres en el caso de Juan Luis Cebrián, que hace unos meses publicó el primero de ellos –Primera Página se titula, y lo edita Debate– y, se supone, ya trabaja en la perpetración de los otros dos. Es, a propósito, en la contraportada de Primera Página donde Janli, emboscado en la falsa identidad de un anónimo y gris escritor de solapas a sueldo de una editorial, dice del libro, de su propio libro, que se lee "con la tensión de una novela de aventuras", lo cual, aparte de la expresión de una frustración (no haber sido novelista), es o falso de toda falsedad o, al menos, discutible.
Niño bien del barrio de Salamanca
Primera Página abarca desde 1944 hasta 1988, esto es, los cuarenta y cuatro primeros años en la vida de su autor, con contados viajes hacia atrás o hacia delante en el tiempo. Pues bien, nada hay en la infancia, adolescencia y primera juventud de Cebrián que sirva como sustrato narrativo para construir una novela, menos aún de aventuras. Nuestro hombre fue uno de esos hijos de los vencedores de la guerra, niños bien del barrio de Salamanca, con mucamas en casa, congregantes marianos, meadores de colonia Álvarez Gómez, y cuyos mayores excesos, aparte de las luxaciones de muñeca propias de la edad, consistieron en tumbar la aguja del 600 a su paso por la Cuesta de las Perdices o en atiborrarse de anfetaminas en época de exámenes para poder optar con nota a una de esas becas de la Fundación March con bolsa de estudio los veranos en París o Londres.
En Carabanchel ni estaba ni se le esperaba
Hace bien Cebrián en no imputar al franquismo la responsabilidad de una vida vivida de cualquier manera menos peligrosamente, pues él sabe que nosotros sabemos que él sabe que nosotros sabemos que compañeros suyos de colegio –El Pilar de la calle Castelló–, retoños de la burguesía como él, se negaron a cargar con el peso de un futuro prometedor y, jugándose el todo por el todo, ingresaron en el Partido Comunista, léase Fernando Sánchez Dragó, y no solo Dragó, sino un larguísimo etcétera, suficiente para rellenar una orla o dos e incluso una galería entera de la guandoca de Carabanchel. Él, Janli, prefirió, en cambio, tras*itar el sendero ancho y seguro que llevaba a la democracia, es decir, el de la ley a la ley, el que recorrieron la mayoría de los españoles (los del exilio interior y la oposición silenciosa los primeros, los más juntos y primeros).
Ese señor de azulete
Porque Janli militó, y desde bebé o casi, en la cosa esa del exilio interior y la oposición silenciosa. Escribe Cebrián en sus memorias que el ambiente de su casa era "moderadamente liberal". Qué duda cabe de que el impedimento número uno para que, en lugar de moderadamente, fuese, qué sé yo, abiertamente liberal, exaltadamente liberal incluso, lo constituyó ese señor del pasillo siempre o casi siempre de azulete, correaje y bota alta, don Vicente Cebrián, el pater familias, preboste de la prensa del Movimiento, con mando en plaza en el diario Arriba y, en consecuencia, uno de los autores de la narrativa del régimen y su caudillo. Fue, en fin, esta introducción pausada, sin sobresaltos, apenas perceptible, indolora, en fin, al liberalismo, lo que hizo que el joven Cebrián se sintiera como en casa cuando, con apenas veinte años, aterrizó de número dos en Informaciones, vespertino cuya línea editorial era, según nuestro discreto héroe del antifranquismo, "de suave disidencia respecto al régimen".
Gritos y golpes a la puerta
Viene a escribir Cebrián que no pocas veces se halló en situación de comprobar cómo funcionaba la muy bien engrasada maquinaria trituradora del franquismo, para enseguida precisar que él nunca llegó a ser detenido. ¿Se trataba acaso de uno de esos escurridizos activistas contra Franco que dormían con la ropa puesta y los zapatos como almohada para huir por la ventana tan pronto sonaran gritos y golpes a la puerta? No, pero gracias por concursar. Se debía, más bien, y según confesión del autobiografiado, a que a él la política le interesaba, pero le da repelúsba el alistamiento, con lo que el lector puede deducir que quedaban así reducidas a cero las probabilidades de que los de la brigada político-social le echaran el guante.
El quinto del Equipo A
A todo esto –¡por si fuera poco!– hay que añadir la "aversión enfermiza a la guandoca" que desarrolló el recluta Cebrián en la mili, cuando le mandaron diez días al calabozo por una falta que no cometió. Diez días, tú, que se dice pronto. Pero qué bajada a los infiernos, qué viaje al límite de las propias fuerzas, qué tamaña injusticia, suficiente para solicitar su ingreso inmediato en el Equipo A como el quinto de sus miembros o, mejor aún, el sustituto de Fénix, el playboy del grupo.
El retrato de la tía Paca
Tanto sufrimiento debió de entenderlo Javier Pradera cuando reunió a Janli y o otros universitarios en una terraza de la Castellana, a la altura de Colón, para hacerles una propuesta de riesgo y clandestinaje, una de esas propuestas que los amigos del pellejo propio y la cabeza sobre los hombros no solo pueden sino que deben y suelen rechazar. "¿Sabéis de qué va esto?", les advirtió el del PCE. Para enseguida añadir: "Os causaré problemas". Problemas que Janli decidió afrontar con el valor propio de los militantes del exilio interior y la oposición silenciosa: "No hubo posteriores contactos hasta más de diez años después". La frase, una de las más hilarantes del libro, hay que ponerla en relación con esta otra: "Quizá tampoco tuve nunca el coraje de desafiar los peligros". No es eso, Juan Luis, no es eso. Es, más bien, aquello otro que escribes, lo de que tirar para adelante como si nada de eso existiese –"eso", suponemos, es el franquismo–, era también una forma de protesta. Que tu valor ya quedó acreditado cuando bautizaste como "tía Paca" –en bajito, eso sí, y mirando antes a los lados, por si acaso– al Franco travestido que José Luis Verdes expuso en una galería finlandesa.
Un té con Gary Cooper, unas pastas con Sor Intrépida
Al final, y para hacernos una idea, lo más cerca que anduvo Janli de la clandestinidad y sus peligros fue cuando, con dieciocho primaveras, ingresó en el Consejo de Redacción de Cuadernos para el Diálogo, revista editada por el exministro Joaquín Ruiz-Giménez, caricaturizado por el aparato de agitación y propaganda del franquismo como Sor Intrépida, y al que Cebrián, sin embargo, recuerda por su porte a lo Gary Cooper. Toda la emoción que deparó a sus participantes aquella empresa, la de Cuadernos para el Diálogo, fue la de concertar citas para las reuniones, las cuales solían celebrarse, bien en los locales de la Papelera Española, bien en el despacho profesional del propio Ruiz-Giménez, bien en su domicilio particular, los tres enclaves en el área de influencia y de confluencia del barrio de Salamanca, purita zona nacional. De presentarse de improviso la Policía, seguro que los ánimos de los fieros inspectores hubiesen sido amansados por las atenciones de doña Ana, la progenitora de Ruiz-Giménez, la misma que endulzaba con té y pastas las tardes de redacción de Janli y demás cachorros democratacristianos. (A propósito, fue el padre de Cebrián, don Vicente –ya saben, el del hogar moderadamente liberal–, quien en una ocasión obligó a un Juan Luis adolescente a saludar a Ruiz-Giménez, entonces ministro, a la romana, esto es, brazo en alto, tal como mandaban los cánones de la Falange Española Tradicionalista de las JONS y de los Grandes Expresos Europeos. Sostiene Cebrián que aquella fue la primera y última vez que adoptó tan impasible ademán. El mérito, sin embargo, es de otros, en concreto, de aquellos que, directamente, nunca lo adoptaron).
Janli, tigre de papel
www.clublibertaddigital.com
Janli, tigre de papel
Gonzalo Altozano
Nº 71-72
Lo decía Felipe Navarro, Yale, aquel reportero a la pata coja del vespertino Pueblo, y lo sabe cualquiera que haya publicado alguna vez un libro, no importa si un best seller o uno de esos ejemplares que se amontonan en stock, polvorientos, en los almacenes de alguna editorial: la solapa y la contraportada son el espacio que el editor reserva al autor para que este diga de sí mismo lo que no dirían de él ni los mejores amigos. Por eso, si se quiere conocer a fondo la psique de un autor, sus ambiciones y sus frustraciones, no es necesario sumergirse en sus obras completas y buscar entre líneas las claves de interpretación perdidas: basta con lo dicho, con echar un vistazo rápido a la solapa y a la contraportada. Visto desde esta perspectiva, lo que el autor pretendía un autorretrato para las paredes del museo de la posteridad queda reducido a un selfie reventado de píxeles, lo que puede provocar en el lector barra visitante un repentino ataque de risa, más irrefrenable cuanto mayor sea la vanidad del autorretratado.
Cualquier cosa menos una novela de aventuras
Y ya que hablamos de vanidad, subrayemos la obviedad de que, de todos los géneros literarios, el que más acopio exige de la misma es el de las memorias; vanidad que habrá de multiplicarse por el número de tomos que ocupen los recuerdos del autor, tres en el caso de Juan Luis Cebrián, que hace unos meses publicó el primero de ellos –Primera Página se titula, y lo edita Debate– y, se supone, ya trabaja en la perpetración de los otros dos. Es, a propósito, en la contraportada de Primera Página donde Janli, emboscado en la falsa identidad de un anónimo y gris escritor de solapas a sueldo de una editorial, dice del libro, de su propio libro, que se lee "con la tensión de una novela de aventuras", lo cual, aparte de la expresión de una frustración (no haber sido novelista), es o falso de toda falsedad o, al menos, discutible.
Niño bien del barrio de Salamanca
Primera Página abarca desde 1944 hasta 1988, esto es, los cuarenta y cuatro primeros años en la vida de su autor, con contados viajes hacia atrás o hacia delante en el tiempo. Pues bien, nada hay en la infancia, adolescencia y primera juventud de Cebrián que sirva como sustrato narrativo para construir una novela, menos aún de aventuras. Nuestro hombre fue uno de esos hijos de los vencedores de la guerra, niños bien del barrio de Salamanca, con mucamas en casa, congregantes marianos, meadores de colonia Álvarez Gómez, y cuyos mayores excesos, aparte de las luxaciones de muñeca propias de la edad, consistieron en tumbar la aguja del 600 a su paso por la Cuesta de las Perdices o en atiborrarse de anfetaminas en época de exámenes para poder optar con nota a una de esas becas de la Fundación March con bolsa de estudio los veranos en París o Londres.
En Carabanchel ni estaba ni se le esperaba
Hace bien Cebrián en no imputar al franquismo la responsabilidad de una vida vivida de cualquier manera menos peligrosamente, pues él sabe que nosotros sabemos que él sabe que nosotros sabemos que compañeros suyos de colegio –El Pilar de la calle Castelló–, retoños de la burguesía como él, se negaron a cargar con el peso de un futuro prometedor y, jugándose el todo por el todo, ingresaron en el Partido Comunista, léase Fernando Sánchez Dragó, y no solo Dragó, sino un larguísimo etcétera, suficiente para rellenar una orla o dos e incluso una galería entera de la guandoca de Carabanchel. Él, Janli, prefirió, en cambio, tras*itar el sendero ancho y seguro que llevaba a la democracia, es decir, el de la ley a la ley, el que recorrieron la mayoría de los españoles (los del exilio interior y la oposición silenciosa los primeros, los más juntos y primeros).
Ese señor de azulete
Porque Janli militó, y desde bebé o casi, en la cosa esa del exilio interior y la oposición silenciosa. Escribe Cebrián en sus memorias que el ambiente de su casa era "moderadamente liberal". Qué duda cabe de que el impedimento número uno para que, en lugar de moderadamente, fuese, qué sé yo, abiertamente liberal, exaltadamente liberal incluso, lo constituyó ese señor del pasillo siempre o casi siempre de azulete, correaje y bota alta, don Vicente Cebrián, el pater familias, preboste de la prensa del Movimiento, con mando en plaza en el diario Arriba y, en consecuencia, uno de los autores de la narrativa del régimen y su caudillo. Fue, en fin, esta introducción pausada, sin sobresaltos, apenas perceptible, indolora, en fin, al liberalismo, lo que hizo que el joven Cebrián se sintiera como en casa cuando, con apenas veinte años, aterrizó de número dos en Informaciones, vespertino cuya línea editorial era, según nuestro discreto héroe del antifranquismo, "de suave disidencia respecto al régimen".
Gritos y golpes a la puerta
Viene a escribir Cebrián que no pocas veces se halló en situación de comprobar cómo funcionaba la muy bien engrasada maquinaria trituradora del franquismo, para enseguida precisar que él nunca llegó a ser detenido. ¿Se trataba acaso de uno de esos escurridizos activistas contra Franco que dormían con la ropa puesta y los zapatos como almohada para huir por la ventana tan pronto sonaran gritos y golpes a la puerta? No, pero gracias por concursar. Se debía, más bien, y según confesión del autobiografiado, a que a él la política le interesaba, pero le da repelúsba el alistamiento, con lo que el lector puede deducir que quedaban así reducidas a cero las probabilidades de que los de la brigada político-social le echaran el guante.
El quinto del Equipo A
A todo esto –¡por si fuera poco!– hay que añadir la "aversión enfermiza a la guandoca" que desarrolló el recluta Cebrián en la mili, cuando le mandaron diez días al calabozo por una falta que no cometió. Diez días, tú, que se dice pronto. Pero qué bajada a los infiernos, qué viaje al límite de las propias fuerzas, qué tamaña injusticia, suficiente para solicitar su ingreso inmediato en el Equipo A como el quinto de sus miembros o, mejor aún, el sustituto de Fénix, el playboy del grupo.
El retrato de la tía Paca
Tanto sufrimiento debió de entenderlo Javier Pradera cuando reunió a Janli y o otros universitarios en una terraza de la Castellana, a la altura de Colón, para hacerles una propuesta de riesgo y clandestinaje, una de esas propuestas que los amigos del pellejo propio y la cabeza sobre los hombros no solo pueden sino que deben y suelen rechazar. "¿Sabéis de qué va esto?", les advirtió el del PCE. Para enseguida añadir: "Os causaré problemas". Problemas que Janli decidió afrontar con el valor propio de los militantes del exilio interior y la oposición silenciosa: "No hubo posteriores contactos hasta más de diez años después". La frase, una de las más hilarantes del libro, hay que ponerla en relación con esta otra: "Quizá tampoco tuve nunca el coraje de desafiar los peligros". No es eso, Juan Luis, no es eso. Es, más bien, aquello otro que escribes, lo de que tirar para adelante como si nada de eso existiese –"eso", suponemos, es el franquismo–, era también una forma de protesta. Que tu valor ya quedó acreditado cuando bautizaste como "tía Paca" –en bajito, eso sí, y mirando antes a los lados, por si acaso– al Franco travestido que José Luis Verdes expuso en una galería finlandesa.
Un té con Gary Cooper, unas pastas con Sor Intrépida
Al final, y para hacernos una idea, lo más cerca que anduvo Janli de la clandestinidad y sus peligros fue cuando, con dieciocho primaveras, ingresó en el Consejo de Redacción de Cuadernos para el Diálogo, revista editada por el exministro Joaquín Ruiz-Giménez, caricaturizado por el aparato de agitación y propaganda del franquismo como Sor Intrépida, y al que Cebrián, sin embargo, recuerda por su porte a lo Gary Cooper. Toda la emoción que deparó a sus participantes aquella empresa, la de Cuadernos para el Diálogo, fue la de concertar citas para las reuniones, las cuales solían celebrarse, bien en los locales de la Papelera Española, bien en el despacho profesional del propio Ruiz-Giménez, bien en su domicilio particular, los tres enclaves en el área de influencia y de confluencia del barrio de Salamanca, purita zona nacional. De presentarse de improviso la Policía, seguro que los ánimos de los fieros inspectores hubiesen sido amansados por las atenciones de doña Ana, la progenitora de Ruiz-Giménez, la misma que endulzaba con té y pastas las tardes de redacción de Janli y demás cachorros democratacristianos. (A propósito, fue el padre de Cebrián, don Vicente –ya saben, el del hogar moderadamente liberal–, quien en una ocasión obligó a un Juan Luis adolescente a saludar a Ruiz-Giménez, entonces ministro, a la romana, esto es, brazo en alto, tal como mandaban los cánones de la Falange Española Tradicionalista de las JONS y de los Grandes Expresos Europeos. Sostiene Cebrián que aquella fue la primera y última vez que adoptó tan impasible ademán. El mérito, sin embargo, es de otros, en concreto, de aquellos que, directamente, nunca lo adoptaron).