Internacional: Joven holandesa solicita eutanasia y se rila en tiempo de descuento

jeiper

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La vida de esta joven holandesa comenzó cuando le dieron permiso para morir: “¿Realmente quiero esto?”​


En el último momento, Zoë, una joven de 22 años, decidió cancelar su eutanasia. Tras dudar numerosas veces en si querer poner fin a su vida o no, otra cuestión de fondo sale a la luz: “He llegado a un punto en el que quiero vivir, más que cualquier otra cosa, excepto que no sé cómo”​


26 de diciembre de 2024 - 18:26 h

Era una soleada mañana de verano cuando Zoë abrió el temporizador de cuenta regresiva en su teléfono. Allí estaba: cero días, siete horas. Otras siete horas. Eso es lo malo de desear algo desesperadamente: la espera se hace eterna. Para apiolar el tiempo, salió a pasear por los canales de Leiden. “Esta es la última vez que estaré aquí”, pensó. Pasó por delante de una tienda de patatas fritas orgánicas, un restaurante y la terraza de la cafetería donde había tomado algún que otro gin tonic en las últimas semanas.

Era el 19 de junio de 2023, el día en que Zoë (nombre ficticio), de 22 años, tenía permitido morir. Su primera elección había sido el 18, por el significado simbólico del número. Con el uno se ponía a sí misma en primer lugar; con el ocho, el signo de infinito en vertical, lo hacía para toda la eternidad. Cuando el psiquiatra la llamó para comunicarle que finalmente le practicarían la eutanasia un día más tarde de lo previsto, Zoë ya se había tatuado un 18 en el cuello.

Zoë cruzó la calle, de vuelta al hospicio donde había pasado las últimas semanas. Un coche fúnebre neցro salió del callejón que conducía al jardín. Se detuvo en seco: el coche era para ella. Su ataúd estaba dentro del vehículo.

– ¿Te gustaría echar un vistazo?–, preguntó Evelien, la directora de la funeraria.

– Bueno–, susurró Zoë.

Fue entonces cuando se fijó en la camiseta de la mujer: Ook al is alles kut, er is altijd liefde [La vida apesta, pero el amor manda]. Evelien señaló a la chofer: “Ella también tiene una”.

“La vida apesta” era el lema de Zoë, y las camisetas habían sido estampadas especialmente para la ocasión. Por su parte, Zoë vestiría un vestido blanco durante sus últimos momentos. Blanco, porque su vida ya había sido lo suficientemente oscura.
Entonces, finalmente, dieron las dos. En su habitación, Zoë abrazó a todos los presentes: su progenitora, su hermano menor, un amigo que había conocido en el sistema de asistencia y su psicólogo Paul. Se tumbó en la cama, frente a la ventana que había cubierto de fotos. Era un pequeño collage de recuerdos felices: su primer salto en paracaídas, Barcelona con su progenitora, Nueva Zelanda con su abuela, la playa con una amiga. Todos se reunieron alrededor de la cama. Evelien estaba de pie en la cabecera. Le había prometido a Zoë que le seguiría hablando hasta después de que muriera.
El psiquiatra repasó todo por última vez, paso a paso:

– La primera inyección te adormecerá la vena–. Zoë sudaba. El corazón le latía con fuerza.

– La segunda hará que tu respiración se detenga. La fin llegará poco después.

Siguiendo las disposiciones de la ley de la eutanasia, el psiquiatra tuvo que hacer una última pregunta: “¿Está segura?”.

Zoë empezó a llorar, al principio suavemente, pero cuando vio la jeringuilla que el psiquiatra tenía en su mano, se quebró en sollozos. Tenía miedo de seguir consciente cuando dejara de respirar. La progenitora de Zoë también lloraba. La joven salió al jardín del hospicio para ver a su hermano pequeño, que había estado esperando allí a que todo terminara. Fumó un cigarrillo, dio un paseo con el psiquiatra y, con Evelien, escuchó la música de piano que habían seleccionado para el funeral.

A las tres y media, envió un mensaje a todos sus contactos: “Queridos todos, he cambiado de opinión en el último momento y no moriré hoy. Mis disculpas por el pánico que haya podido causar”.

“La vida apesta, eso es todo lo que puedo decir”.

Zoë en WhatsApp, 20 de junio de 2023

“La vida apesta”


Zoë vive en Países Bajos, uno de los tres países del mundo donde el sufrimiento mental insoportable puede ser motivo suficiente para la eutanasia. Según cifras de los Comités Regionales de Revisión de la Eutanasia, en 2023, 138 personas murieron en Países Bajos por este motivo. Veintidós de ellas tenían menos de 30 años.

Zoë tardó cuatro años en convencer a su familia y a su psiquiatra del Expertisecentrum Euthanasie (o Centro de Expertos en Eutanasia) de que debía permitírsele morir. Sin embargo, en el último momento decidió no seguir adelante.

Al día siguiente, arrancó las fotos de la ventana de su habitación. Ahora que ya no tenía pensado morir, tenía que abandonar el hospicio. Pero, ¿adónde iría? No tenía idea. Hasta antes de ingresar en el hospicio, vivía sola, pero había dado de baja su arrendamiento. A su progenitora no le parecía buena idea que Zoë volviera a vivir con ella.

Saber que la habían autorizado a morir le había dado a Zoë la tranquilidad que pensó que jamás encontraría. Pero ahora la ansiedad volvía como un bumerán. Tenía miedo. Miedo de no ser capaz de salir de aquel profundo agujero, pero aún más miedo del juicio de los demás. ¿Qué pensarían de su cambio de planes? ¿Y qué había con ese silencio de radio después de su mensaje del día anterior?

Zoë había querido morir porque no podía ni quería vivir con las consecuencias de los traumas originados en su infancia. Cosas tan cotidianas como ducharse, lavarse los dientes, vestirse o dormir en su propia cama eran desencadenantes que le traían los recuerdos más horribles, a los que después repasaba en su cabeza una y otra vez. Las pesadillas le impedían conciliar el sueño y había periodos en los que vivía a base de líquidos porque no soportaba alimentos sólidos en su boca.

Conocí a Zoë en el hospicio, dos semanas antes de la fecha prevista para su fin. Durante los 18 meses siguientes, hablaríamos unas 40 veces e intercambiaríamos más de 200 mensajes. Pero aquel primer día no me miró a los ojos y su voz era pequeña y vulnerable. De vez en cuando tropezaba con las palabras, debido a los efectos de la medicación. “Mi vida no es vida, es supervivencia”, me dijo.

Zoë había roto por fin un largo silencio sobre los abusos que sufrió entre los siete y los quince años. Nunca lo había denunciado a la policía, y nadie había sido condenado. De niña no tenía las palabras para expresarlo, y de adolescente se sentía profundamente avergonzada. Para superar la angustia y como castigo, empezó a autoflagelarse. Se cortó y se quemó la piel, dejó de comer y entró en una espiral de adicción al alcohol y las drojas. Hacía cualquier cosa con tal de olvidar; un grito de auxilio. No podía plantear el problema, pero tal vez alguien le preguntaría por qué hacía todo eso.

Una vez se abrió. Tenía 14 años y estaba en tratamiento por un trastorno alimentario. Pero el profesional sanitario en el que confió no hizo nada, lo que llevó a Zoë a la conclusión de que lo que le ocurría no era tan grave. Una nueva verdad anidó en su mente: no valía nada, era una reina del drama que sólo buscaba atención. Y los abusos eran culpa suya. Podría haber dicho que no, ¿verdad? Entonces hizo un pacto consigo misma: nunca más contaría a nadie lo que le había sucedido.

Fue víctima de acoso escolar y recibió toda una serie de diagnósticos por parte de profesionales de la salud mental: trastorno de ansiedad, anorexia, depresión, trastorno límite de la personalidad, de todo. Al final todos esos diagnósticos convergieron en uno solo: trastorno de estrés postraumático complejo, causado por un trauma grave en la infancia.

Todos los síntomas de Zoë derivaban de un mismo trauma y recibió tratamiento para todos ellos a lo largo de 10 años: terapia cognitivo-conductual, terapia creativa, terapia de esquemas, terapia familiar, desensibilización y reprocesamiento por movimientos oculares (EMDR), ejercicios para mejorar su autoimagen, ocho antidepresivos diferentes y 21 rondas de terapia de electroshock. Nada de eso había servido en absoluto.

No era de extrañar, ya que el trauma subyacente no había sido abordado. Pero Zoë no lo veía así. Se sentía como la fracasada que no respondía al tratamiento, la chica que no se esforzaba lo suficiente por mejorar. Por miedo a decepcionar o a que la decepcionaran, apartaba a cualquiera que fuera –aunque fuese un poco– amable con ella. Se sentía sola.

Así fue como el deseo de morir empezó a tomar fuerza. Tras un primer intento de suicidio a los 15 años, la llevaron a una clínica. Abandonó la escuela y entraba y salía de las internaciones, pasando así más tiempo con los terapeutas que con sus amigos.

El 20 de junio de 2023, mientras Zoë –preparándose para marcharse– empaquetaba sus cosas en una maleta rosa en el hospicio, recibió una llamada de Paul, el psicólogo. Le había conseguido una cama en el servicio de urgencias de un hospital psiquiátrico. Podía instalarse allí de inmediato.

“De ninguna manera iré allí”, contestó. Paul le dijo lo que ella ya sabía pero no quería oír: no tenía elección. Tenía que ir a urgencias o a un albergue para personas sin hogar.

“La situación está peor que nunca. He vuelto a autolesionarme. Pero me he teñido el pelo, ahora es neցro”.

Zoë en WhatsApp, 27 de julio de 2023

“Cuando no morí, todo el mundo se enfadó”​


La clínica a la que Zoë acudió tras dejar el hospicio parecía una aldea. Un laberinto de edificios bajos de ladrillo, verdes por la humedad, en la parte trasera de una urbanización reciente. El hospital estaba justo al lado de la clínica. Cada vez que Zoë oía la sirena de una ambulancia, le temblaba la pierna. Detestaba la clínica, pero a la vez se sentía como en casa. Como había pasado tanto tiempo en esa clase de lugares, conocía su funcionamiento. Estaba familiarizada con la comida de microondas y el falso techo. Y estaba familiarizada con el comportamiento que todo aquello traía consigo. Hacía dos años y medio que no se hacía cortes, pero ahora no podía resistir la tentación. De todas las formas destructivas que se le venían a la mente para acallar el dolor mental, cortarse era la más eficaz. En una hoja de papel escribió: “Intento cortarme o quemarme todo lo que puedo para dejar espacio a una piel nueva y limpia”. Su habitación estaba repleta de papeles en los que había garabateado sus pensamientos.

Pegado a su armario, había un papel blanco que decía “¿Realmente quiero esto?”, al que Zoë había llevado consigo de un sitio a otro desde que se había registrado en el Centro de Expertos en Eutanasia a los 18 años. Lo miraba al menos una docena de veces al día. La respuesta nunca había estado tan clara como ahora.

–Cuando no morí, todo el mundo se enfadó, o se fue de vacaciones-, me dijo cuando la visité en la clínica a mediados de julio– ahora siento con más fuerza que nunca que tengo que morir, porque si no todo el mundo se enfadará.

...
No pego la historia entera porque supera la longitud máxima de un post.

 
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