José Garcia Dominguez y Francis Fukuyama.

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¿Qué es el populismo?

José Garcia Dominguez

2016-06-07

Tecleo este artículo apresurado sin saber todavía si la hija bienamada de un ladrón y criminal tan convicto como confeso, el exprófugo de la justicia Alberto Fujimori, habrá sido elegida por los ciudadanos del Perú a fin de dar continuidad a la obra inconclusa de su padre. Tecleo, no obstante, con la muy deprimente certeza jovenlandesal de que la hija predilecta de un notorio ladrón y criminal pudiera contar tranquilamente con el respaldo democrático de la mayoría de los ciudadanos del Perú. Un asunto cuya cabal comprensión requiere, más allá de la preceptiva reflexión misántropa sobre la condición humana, entender qué es y cómo opera en la práctica el populismo latinoamericano, esa lacra secular de la cultura política al sur del Río Grande. Fenómenos como el de los Fujimori, padre e hija, no se pueden comprender sin comprender el populismo. Y el populismo, a su vez, no se entiende sin entender el subdesarrollo económico.

De ahí que no tenga demasiado sentido, más allá del propagandístico, hablar de populismos en Europa Occidental o en Estados Unidos. Y es que el populismo es un fenómeno siempre indisociable de la pobreza. Razón última de que en Norteamérica, genuina progenitora patria de esa perversión de las democracias que luego se extendería como la peste por todo el sur del continente, tal modo de hacer política acabara desapareciendo a medida que el país se iba haciendo más rico. En el fondo, algo simple: a los menesterosos se les puede comprar con poca cosa, unas cuantas monedas o la promesa de un empleo de bajo nivel relacionado con la administración; los ricos, en cambio, resultan prohibitivos por lo caro de adquirir su fervor. Por lo demás, eso que hemos dado en llamar populismo no es otra cosa que el sinónimo moderno que designa un fenómeno tan antiguo como la vida en sociedad: el clientelismo.

A diferencia de la pura y simple corrupción, en los regímenes clientelares no solo obtiene beneficios personales el político que hurta fondos públicos y después esconde el dinero en una sociedad de Panamá. Bien al contrario, el rasgo definitorio del genuino clientelismo es su dimensión redistributiva. Así, el cliente, en lugar de pagar como su nombre indica, cobra.

Cuenta Fukuyama en el imprescindible Orden y decadencia de la política, su último libro, que el partido que gobierna Taiwán desde siempre, el histórico Koumintang, consiguió ganar las elecciones de 1993 solo gracias a que subió a última hora la tarifa por cada voto. Frente a los escasos tres dólares norteamericanos que en aquella época se pagaban en Filipinas por cada papeleta, el Koumintang tiró la casa por la ventana: diez dólares americanos por papeleta. Eso es populismo, populismo del de verdad, en estado químicamente puro. Y eso explica lo inexplicable; Fujimori, sin ir más lejos.

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Por qué las Autonomías son más corruptas


José García Domínguez

2016-04-27

¿Por qué los gobiernos autonómicos, los controle quien los controle, igual socialistas que populares o nacionalistas varios, han resultado ser todos ellos muchísimo más corruptos y entregados a vicios nepotistas o clientelares que el Ejecutivo central, lo controle quien lo controle, igual socialistas que populares? Y es que tiene que haber algo más que simple azar tras esa clamorosa evidencia estadística. Un algo más, el plus de corrupción asociado a las administraciones regionales, que en última instancia remite a una concepción pesimista de la propia democracia. A fin de cuentas, el principio rector del gobierno eficaz, que no es otro que la meritocracia, tiende en todas partes a mantener una relación de tensión crónica con el fundamento primero del sufragio universal, que es la participación popular.

La meritocracia, por definición, apela a criterios de selección elitistas, sesgo que propende a chocar con el igualitarismo y su fuente de legitimación a través del voto. Históricamente, esa tensión se ha producido siempre, desde el origen mismo de los sistemas democráticos. Es la tesis central de esa soberbia obra mayor, de madurez, el monumental Orden y decadencia de la democracia que acaba de publicar Fukuyama en medio de la habitual indiferencia española.

Los países que crearon administraciones públicas sólidas cuando todavía eran Estados autoritarios –Prusia sería el paradigma– lograron dotarse de instituciones autónomas, duraderas e independientes del poder político, que sobrevivieron a los cambios de régimen hasta hoy mismo. Al punto de que ni siquiera los nazis cayeron en la tentación de patrimonializar la administración del Estado alemán, colonizándola con sus militantes. De hecho, y salvo en la dirección del Ministerio del Interior, el aparato burocrático del Estado siguió siendo el mismo que ya existía con anterioridad al Tercer Reich. Aparato, por cierto, que tampoco fue purgado tras la caída de Hitler.

Desde Bismark hasta Merkel, el Estado alemán ha permanecido independiente, profesional, igual a sí mimo y por entero ajeno a cuál fuese la conducción política del país.

Por el contrario, los países que se democratizaron mucho antes de contar con un Estado fuerte –Estados Unidos es principal ejemplo, pero también Italia o Grecia– dieron lugar de inmediato a redes clientelistas que luego fue muy difícil desmontar. Tan difícil que en Italia y Grecia se ha revelado imposible el empeño. Estados Unidos inventó, de hecho, el clientelismo político. Durante más de un siglo, el Estado fue allí muy poco más que un botín a repartir entre el Partido Demócrata y el Republicano, según quién ocupase la Casa Blanca.

Hasta mediado el primer tercio del siglo XX, la administración pública norteamericana no se diferenció en nada sustancial de las típicas de cualquier república bananera contemporánea. Y, por cierto, la larga batalla para lograr separar administración y política todavía no está ganada del todo a día de hoy. Bien al contrario, se ha producido un retroceso palpable desde la década de los setenta. Una vuelta a los orígenes que va desde el creciente poder de los lobbies vía la financiación de las campañas electorales hasta el dominio absoluto de los sindicatos de profesores sobre el sistema educativo a través de su influencia en el Partido Demócrata. Aquí, en España, la columna vertebral del Estado moderno se fue formando cuando la Restauración, un régimen de participación popular en extremo limitada. De ahí sus vicios crónicos, pero también sus virtudes manifiestas.


Las Autonomías, en cambio, nacieron mucho más tarde, en el último tercio del siglo XX, y de forma simultánea a la implantación de la democracia. También de ahí que sea en ellas donde las peores lacras, esas universalmente asociadas al clientelismo, hayan encontrado acomodo principal.
Nada nuevo bajo el sol.


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Francis Kukuyama és un politólogo muchas veces citado, aunque siempre por lo mismo, su frase sobre "el fin de la história" y su etiqueta de "Neoconservador"... pero és un autor muy poco leído, y mucho menos comprendido.

Parece que José García Dominguez és de los pocos que lo leen y lo comprenden.

El libro que cita Dominguez no lo he leído todavía, pero si que puedo recomendar los otros libros del autor que he tenido la ocasión de leer, y que puedo recomendar en su versión española:

-Trust: la confianza. Ediciones B. 1998.

-La gran ruptura. Punto de Lectura. 2001.

-La construcción del Estado: hacia un nuevo orden mundial en el siglo XXI. Ediciones B. 2004.

Por desgrácia no se le lee y se le cita como debería, pues és un autor muy interesante con un análisi político contundente y concluyente.
 
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Además, como dices que no eres progre, deberías saber como Fukuyama cala a los Progres en "La Gran Ruptura" ( The Great Disruption: Human Nature and the Reconstitution of Social Order(New York: Free Press, 1999).
 
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