Monsieur George
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John Michael Greer, Archidruida, intuye y pronostica la victoria de Donald Trump. He aquí sus razones.
The Archdruid Report: The Last Gasp of the American Dream
Traducido por "Abadín", del foro crashoil. FORO CRASHOIL
Este tío es enorme (John Michael Greer). :Aplauso: :Aplauso:
Miércoles 2 de noviembre de 2016
El último suspiro del sueño americano.
The Archdruid Report: The Last Gasp of the American Dream
Justo en este momento, muchos de mis lectores ––y por supuesto muchas otras personas también–– están prestando gran atención a cuál de las dos personas más detestadas en la vida pública estadounidense pondrá la mano en una Biblia en enero y presidirá después los próximos cuatro años de ocaso y caída acelerados en esta nación. Ese enfoque es comprensible, y no sólo porque ambos partidos han echado mano a toda la panoplia de reivindicaciones de que estas elecciones son las más trascendentales de nuestra vida (como por otra parte ha ocurrido en todas las elecciones de las que tengamos noticia). Para variar, ahora hay problemas reales involucrados.
A menos que ocurra algo extraordinario, dentro de una semana sabremos si el consenso bipartidista que ha cimentado firmemente la política estadounidense desde la elección de George W. Bush se mantendrá intacto durante los próximos cuatro años. Ese consenso, para mis lectores despistados, apoya con enormes dádivas a las grandes corporaciones y a los que ya son ricos mientras ofrece a los pobres una austeridad punitiva y se caracteriza por su negligencia maligna en el mantenimiento de la infraestructura de la nación, la destrucción de la clase obrera americana mediante subsidios federales para la automatización y deslocalización de los empleos junto con la aceptación tácita de la inmi gración ilegal masiva como un medio de reducir los salarios y una política exterior monomaníacamente conflictiva obsesionada con el dominio en Oriente Medio mediante la fuerza bruta militar. Esas son las políticas que George W. Bush y Barack Obama mantuvieron durante sus cuatro presidencias y son las políticas que Hillary Clinton ha apoyado a lo largo de toda su carrera política.
El mensaje de Donald Trump, por el contrario, ha sido el contrario en algunos elementos centrales de ese consenso desde el comienzo de su carrera como candidato. Concretamente, él está pidiendo un cambio que invierta las políticas federales que apoyan la deslocalización de los puestos de trabajo, la aplicación de una ley de inmi gración hacia los EE.UU. y una postura menos rígidamente enfrentada con Rusia sobre la guerra en Siria. Durante toda la campaña actual los partidarios de Clinton han insistido en que estos temas, en el fondo, no preocupan a nadie y que los seguidores de Trump, por definición, sólo se mueven por valores de repruebo, pero ese artefacto retórico ha sido habitual en la izquierda durante muchos años Ahora, simplemente ya no cuela. La razón por la que Trump fue capaz de barrer a los otros candidatos del G.O.P. y tiene una posibilidad de ganar las elecciones de la próxima semana, a pesar de la oposición unánime de toda la clase política de esta nación, es que él ha sido el primer candidato en una generación en admitir que los temas mencionados realmente importan.
Ese fue su billete para la nominación porque, fuera de la burbuja blindada de los ricos, la economía de EE.UU. ha estado en caída libre durante años. Sospecho que un gran número de estadounidenses acomodados de hoy no tienen ni idea de lo mal que han llegado a ponerse las cosas aquí, en muchos estados del interior. La recuperación económica de los últimos ocho años sólo ha beneficiado al 20% más rico de la población; el resto han tenido que soportar la disminución de los salarios reales mientras que al mismo tiempo tenían que hacer frente a las subidas de precios impulsadas por políticas federales que favorecen el mercado de bienes raíces y por sorprendentes aumentos en los costes médicos impulsados por el “Medicare” de Obama que tiene de “cuidado médico” tan solo el nombre. No es casual que las tasas de alcoholismo, la mortalidad por suicidio y sobredosis de drojas estén aumentando rabiosamente entre los blancos de la clase obrera. Esos que son mis vecinos, las personas con las que hablo en las lavanderías y en las reuniones de la logia, y están entre la espada y la pared.
La mayoría de las veces, a los liberales ricos que se conmueven con facilidad por el sufrimiento de los niños pobres en rincones convenientemente distantes del Tercer Mundo les gusta dar de lado a los problemas que acabo de plantear como irrelevantes. Hace mucho tiempo que he perdido la noción del número de veces que he oído a la gente insistir en que la clase obrera americana no ha sido destruida, que su destrucción no importa o que fue culpa de las propias clases trabajadoras. (En ocasiones he oído que la misma gente intenta reclamar las tres cosas a la vez). En las raras ocasiones en que la corriente dominante se rebaja a reconocer la situación que he esbozado, por lo general viene a ser en los términos que Hillary Clinton usó en su infame discurso del cesto de los deplorables (“basket of deplorables”) , en el que admitió que había personas que no se habían beneficiado de la recuperación y "tenemos que hacer algo por ellas". El hecho de que las personas en cuestión deberían tener voz en lo que se hace por ellas, o para ellas, no forma parte del diccionario mental de la izquierda rica estadounidense.
Por eso, si visitas la ciudad donde vivo, encontrarás signos de Trump por todas partes, y sobre todo en el barrio pobre justo al sur de mi casa, una desoladora zona de degradación donde hay una iglesia cada pocas manzanas y una casa abandonada cada pocas puertas, donde la gente que comparte unas cervezas en las tardes de verano rara vez tienen todos el mismo tonalidad de piel. Ellos saben exactamente lo que necesitan, ellos y decenas de miles de comunidades americanas devastadas económicamente: suficientes empleos a tiempo completo con sueldos decentes para darles la oportunidad de sacar a sus familias de la pobreza. Ellos entienden esa necesidad, y lo discuten entre ellos en detalle, con una claridad que rara vez encontrarás en los medios de comunicación. (Es una fuente de diversión para mí que la mejor cobertura de la situación sobre el terreno, aquí en los estados alejados de los polos de pujanza económica apareció, no en cualquiera de los grandes periódicos de renombre, ni en cualquiera de las revistas supuestamente serias, sino en una poco apreciada revistucha de humor en internet.)
Es más, la gente de la clase obrera que apunta a la falta de empleos como la causa del colapso económico de media América está muerta. La razón por la que esas decenas de miles de comunidades americanas están económicamente devastadas es que muy pocas personas tienen ingresos suficientes para apoyar a sus pequeñas empresas y a sus economías locales que solían prosperar. El dinero que servía para mantener el bullicio en las principales calles de los Estados Unidos, los salarios que solían pagarse los viernes por la tarde a millones de estadounidenses que habían estado trabajando con honestidad durante la semana por una paga decente ha sido desviado en sifón para hinchar las ganancias de un puñado de enormes corporaciones hasta niveles obscenos y abastecer al frenesí cleptocrático que paga primas multimillonarias a los que están en la cima de la cadena alimentaria corporativa. Es tan simple como eso. Los votantes de Trump en el barrio al sur de mi casa no conocen todos los detalles, pero saben que su supervivencia depende de conseguir que fluya algo de ese dinero para gastarlo en su comunidad.
¿Lo conseguirán si Donald Trump gana las elecciones? Muchos de sus partidarios saben perfectamente bien que eso no está nada claro, pero de lo que sí están seguros es que no van a conseguirlo si gana Hillary Clinton. La política económica que ha promocionado en sus discursos se centra en mejorar las oportunidades para la clase media: en otras palabras, beneficia a los que ya han obtenido la parte del león de los beneficios económicos que no fueron directamente a los bolsillos de los muy ricos. Para las clases trabajadoras no ofrece más que una repetición de las mismas consignas vacías y promesas desechables. Es más, los integrantes de la clase obrera lo saben, y otra nueva ronda de consignas vacías y promesas desechables no va a cambiarlo.
No (y probablemente haya que recordarlo), eso va a ser sustituido por otra andanada en los medios de comunicación domesticados diseñada para hacer que Donald Trump sea mal visto por los liberales acomodados. Es en cierto modo divertido comprobar cómo cada vez que los medios de comunicación muestran (en tonos que oscilan entre el desconcierto y el horror) videos de los partidarios de Trump diseñados para que pierdan entusiasmo por su candidato, el número de sus seguidores se dobla. Se han dado infinitas teorías “de manual” para explicar por qué sucede eso, pero no he escuchado ninguna que cite los motivos obvios.
Para empezar, parece que este fenómeno no se da únicamente en la cancha de Trump. En las últimas semanas, cuando los envíos de Wikileaks con correos electrónicos han dado pie en las noticias a una serie de historias sobre el comportamiento arrogante y corrupto de Clinton, sus seguidores se han duplicado tan entusiastamente como los de Trump; mis lectores que estén familiarizados con la psicología de la inversión probablemente notarán que la inversión emocional está tan sujeta a esa ley como la financiera. En este sentido, los partidarios de ambos candidatos son conscientes de que esta elección sirve para elegir a un funcionario público, no un santo de yeso, y reconocen que prefieren a un auténtico zascandil que adopte una posición correcta sobre los temas que les importan antes que a un perfecto virtuoso (incluso si tal animal pudiera ser encontrado en el sucio ecosistema de la política estadounidense contemporánea) que tome una posición que no sea la correcta.
Dicho esto, hay otro factor que probablemente desempeña un papel aún más importante: es que cuando los estadounidenses de clase trabajadora escuchan a los bustos parlantes, pulcramente arreglados y vestidos con traje, que les dicen que algo en sus creencias está mal, suponen por defecto que las cabezas parlantes les mienten, los están engañando.
Los estadounidenses de clase trabajadora, después de todo, tienen muy buenas razones para hacer esta suposición por defecto. Una y otra vez ha pasado lo mismo. Las cabezas habladoras insistían en que el regalo de dólares de los impuestos a las diferentes reinas del bienestar corporativo llevaría empleos a las comunidades estadounidenses y las corporaciones en cuestión se embolsaron los dólares de los impuestos y se marcharon. Las cabezas hablantes insistían en que si la gente de la clase obrera iba a la universidad (a su costa) y se capacitaba con nuevas habilidades, eso llevaría empleos a las comunidades americanas; la industria académica se benefició enormemente, pero los puestos de trabajo nunca aparecieron, dejando a decenas de millones de personas profundamente enterradas bajo las deudas de préstamos estudiantiles (que la mayoría de ellos nunca recuperará económicamente). Las marionetas insistían en que este, aquel o el otro candidato político crearía empleos en las comunidades americanas aplicando exactamente las mismas medidas políticas que los destruían ––en esencia la misma afirmación que la campaña de Clinton está haciendo ahora–– y sabemos cómo resultó eso.
Por ejemplo, la confianza en las cabezas parlantes ahora está en un nivel más bajo que nunca aquí, en la parte del país que está lejos de los focos de riqueza. Fíjate como la fitoterapia (medicina basada en plantas medicinales), también muchas veces llamada en estos días la “la medicina de Dios”, se ha convertido en la opción de un enorme y creciente número de devotos cristianos rurales. Hay un montón de razones por las que esto podría estar sucediendo, pero seguramente una de las más importantes es la pérdida total de la fe en las refinadas cabezas parlantes que venden la medicina moderna a los consumidores. Las hierbas pueden no ser tan eficaces como los productos farmacéuticos modernos en el tratamiento de enfermedades graves, por supuesto, pero generalmente no tienen los horribles efectos secundarios de muchos productos farmacéuticos. Por otra parte, y esto no es baladí, nadie ha arruinado a su familia y terminó en la calle debido al alto precio de las plantas medicinales.
Solía ocurrir, no hace mucho tiempo, que el tipo de gente de la que estamos hablando confiaba implícitamente en la sociedad y en sus instituciones. Por supuesto, eran tan propensos como cualquier sofisticado urbanita a desconfiar de este o de aquel político o empresario o figura cultural; en los días en que los caucus locales y las convenciones del condado de los dos partidos políticos principales todavía contaban para algo, podrías estar seguro de oír debates muy intensos sobre una gran variedad de asuntos y personalidades. Sin embargo, nadie dudaba de que las estructuras básicas de la sociedad norteamericana no sólo eran sanas, sino mejores que todas las demás.
Ya no encontrarás esa certeza en la América profunda en estos días. Cuando oyes afirmaciones de este cariz, están formuladas en un tono enojado y defensivo (y todo el mundo sabe que el orador está tratando de convencerse a sí mismo de algo que en lo que ya no cree) o en el tono elegíaco que añora una época anterior, cuando las cosas parecían seguir funcionando, cuando la frase «el sueño americano» seguía representando una realidad que muchas personas habían experimentado en sí mismas y que muchos más esperaban lograr para ellos y para sus hijos. Aquí, en esta parte del país, ya muy pocas personas afirman que el gobierno federal sea algo más que un vasto mecanismo manejado por acaudalados ladrones en su propio beneficio, a expensas de todos los demás. Es más, la misma actitud cínica se está extendiendo y alcanza a las otras instituciones de la sociedad estadounidense y, ––de una manera letal–– a los ideales de los que esas instituciones obtienen la mucha o poca legitimidad que todavía retienen a los ojos del pueblo.
Mis lectores maduros, los que vivían a finales de 1980 y principios de 1990 han visto esta película antes, aunque con los subtítulos cirílicos. En 1985, poco a poco, resultó dolorosamente obvio para la mayoría de los ciudadanos de la Unión Soviética que no se cumplirían las grandes promesas del marxismo y que el glorioso futuro por el que sus abuelos y bisabuelos habían luchado y trabajado nunca llegaría. Artículos brillantes en Pravda e Izvestia insistían en que todo estaba bien en el Paraíso del Trabajador. Los planes quinquenales anuales presuponían que las condiciones económicas serían cada vez mejores mientras que, para la mayoría de la gente, las condiciones económicas empeoraban sin cesar. Los grandes desfiles del primero de mayo mostraron el poder militar de la Unión Soviética, la nave espacial Soyuz rodeó el globo para mostrar sus proezas tecnológicas y los intelectuales domesticados cómodamente situados en los barrios más elegantes de Moscú y de Leningrado esperaban sus próximas vacaciones en su lugar favorito del Mar neցro mientras millones de ciudadanos soviéticos ordinarios aguantaban largas colas, sufrían escasez de toda clase de productos y vivían la disfunción de todo el sistema. Entonces estalló la crisis y los bisnietos de quienes habían luchado en las barricadas durante la Revolución Rusa se encogieron de hombros y dejaron que la Unión Soviética se disolviese en cuestión de días.
Sospecho que estamos bastante más cerca de una cascada similar de acontecimientos en los Estados Unidos de lo que la mayoría de la gente cree. Mi colega Dmitry Orlov, periodista del petróleo, señaló hace una década, en una serie de publicaciones muy reimpresas y en su libro “Reinventing Collapse”, que las diferencias entre la Unión Soviética y los Estados Unidos eran mucho menores que sus similitudes y que un colapso al estilo soviético era una posibilidad real, una posibilidad para la cual la mayoría de los estadounidenses están mucho menos preparados que sus equivalentes rusos a principios de los años noventa. Sus argumentos se han vuelto aún más convincentes a medida que pasan los años y los Estados Unidos se han atascado cada vez más profundamente en una maraña de disfunción institucional y cleptocracia político-económica casi indistinguible de la que devoró de hecho a su antiguo rival.
Los paralelismos son asombrosos. Hay artículos en los periódicos insistiendo, en tonos brillantes y agudos, en que las cosas nunca han ido mejor en los Estados Unidos y cualquiera que diga lo contrario simplemente está equivocado; tenemos pronunciamientos económicos basados en el crecimiento continuo en un momento en que lo único que crece en la economía de los Estados Unidos es su deuda total y el número de personas que están en paro permanente; vemos demostraciones exageradas de poderío militar y de destreza tecnológica, que recuerdan la postura machista de algunos atletas calvitos de mediana edad de edad que tratan de fingir que aún no han perdido pelo. Tenemos intelectuales de cámara, cómodamente situados en los distritos suburbanos más ricos cerca de Boston, Nueva York, Washington y San Francisco, planeando de sus próximas vacaciones en cualquiera que sea el lugar actual de moda según indican las webs más glamurosas de la buena vida en internet bajo el cibercapitalismo depredador.
Mientras tanto, millones de estadounidenses caminan por una sombría senda de despidos, recortes salariales, empleos a tiempo parcial por un salario perversos y disfunción de todo el sistema. La crisis no ha estallado aún, pero si los miembros de la clase política confían en que los que antes solían ser buenos patriotas americanos se dedicará en masa a mantener a los apparatchiks de hoy seguros en su cómodo estilo de vida... como dice el refrán, verdes las han segado. Tampoco es irrelevante el hecho de que la mayor parte del personal alistado en las fuerzas armadas (que son el baluarte definitivo del gobierno de los Estados Unidos contra los disturbios populares) proviene mayoritariamente de las mismas clases que más radicalmente han perdido la fe en el sistema americano. La única diferencia significativa entre el caso soviético y el americano en esta fase del partido es que los ciudadanos soviéticos no habían tenido más remedio que aceptar a los líderes que el Partido Comunista de la URSS les impuso ––desde Brezhnev y Andropov hasta Chernenko y Gorbachov–– hasta que el sistema colapsó por su propio peso.
Por otra parte, los ciudadanos estadounidenses, al menos potencialmente, tienen una opción. Las elecciones en los Estados Unidos han estado plagadas de fraude durante casi dos siglos, pero ambas partes están más o menos parejas en cuanto a fraude electoral, aunque el fraude podía decidir en elecciones muy igualadas. Todavía es posible que un candidato suficientemente popular sea capaz de sobreponerse al voto del cementerio, a las máquinas de votación trucadas y a otras burdas realidades de las elecciones americanas por la pura fuerza de los números. De esa manera, un recién llegado ajeno a la burbuja de pensamiento de la elite disfuncional podría ser capaz de abrirse camino hacia la Casa Blanca. ¿Sucederá esta vez? Nadie lo sabe.
Si George W. Bush fue nuestro Leónidas Brezhnev, me gustaría sugerir, y Barack Obama es nuestro Yuri Andropov, Hillary Clinton se postula para el papel de Konstantin Chernenko; su compañero de carrera Tim Kaine, a su vez, está esperando como el correcto y despreocupado idealista Mikhail Gorbachev, bajo el cual todo el tinglado puede caerse rápidamente a pedazos. Aunque no espero seriamente que la trayectoria de los Estados Unidos sea paralela a la de la Unión Soviética, algo parecido a lo que esta metáfora satírica sugiere (el patrón básico de la disfunción en cascada que termina en el colapso político) es bastante común en la historia y se puede citar toda una colección de situaciones similares que insinúan que muy fácilmente podría ocurrir lo mismo aquí en la próxima década, más o menos. La profunda convicción entre la clase política y entre los ricos que dependen de ella de que todo eso es impensable y nunca podría ocurrir es sólo otro factor que lo hace más probable.
Por supuesto, no hay ninguna certeza de que una presidencia de Trump impida que eso suceda y espabile a los Estados Unidos para alejarlos de su actual espiral mortal y se pueda salvar algo del experimento americano. Incluso entre sus más acérrimos partidarios es común encontrar a gente que admite alegremente que Trump no podrá cambiar mucho las cosas. Tan sólo cuando los tiempos son tan desesperados ––y aquí, en la América profunda lo son–– es preferible un salto en la oscuridad a continuar soportando lo insoportable.
Así, el movimiento de base que llevó en cohete a Trump hasta la nominación republicana enfrentándose al establishment de su partido, y lo ha llevado a disputar la Casa Blanca con un par de ases en su mano teniendo en contra a toda a toda la clase política estadounidense, podría entenderse mejor como el último suspiro del sueño americano. Gane o pierda la próxima semana, este país se está moviendo hacia la oscuridad en una noche inexplorada, y no es extraño preguntarse, como hizo Hamlet, qué sueños pueden llegar en esa oscuridad.
The Archdruid Report: The Last Gasp of the American Dream
Traducido por "Abadín", del foro crashoil. FORO CRASHOIL
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